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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vagabundo y canguro

Australia (o Austrialia) podría ser el nombre compuesto por austral y Austria. Austral por su posición geográfica y Austria por reinar entonces en España la casa de Austria, con Felipe III en el trono. La idea no es peregrina pero procede de una suerte de impetuoso explorador y peregrino, Pedro Fernández de Queirós, que a principios del siglo XVII pasó por aquí y viendo de reojo la riqueza y magnitud de la isla insistió para que el rey enviara una expedición y se hiciera amo de estas tierras.

Pero Felipe III no le atendió y Australia se quedó a expensas de que los colonizadores ingleses, siempre embarcados, se establecieran en ella. La prehistoria de la isla se había extendido unos 45.000 años con centenares de miles de aborígenes habitándola en 250 lenguas distintas.

Esta juventud de Australia, su breve Historia, hace entender importantes aspectos de su cultura y apreciar, en todo lo bueno que tiene, la existencia casi intacta del subcontinente. Una extensión de casi ocho millones de kilómetros cuadrados tan joven en la historia de la Humanidad que predominan disparatadamente más los animales que las gentes. Una animalada, en suma, porque si en Nueva Zelanda, que se encuentra aquí cerca, viven ocho millones de habitantes frente a 80 millones de ovejas, en Australia son 24 millones de personas frente a 70 millones de canguros.

De hecho hay tantos canguros que no dejan espacio suficiente para que los militares hagan sus maniobras y cada año mueren unos 40.000 canguros ametrallados desde helicópteros. La protesta de los ecologistas sigue creciendo pero ni los anticonceptivos administrados han resuelto el problema de su agobiante proliferación.

Se mire como se mire un animal es, metafóricamente, más joven, en la escala biológica, que los seres humanos, arracimados en el sur y sudeste, y vegetarianos en un 10%. Los canguros, por su parte, que no encuentran alimentos suficientes se acercan a las ciudades para aprovechar los residuos comestibles de casas y restaurantes.

En el viaje que hice a Canberra vi canguros en las proximidades de la estación de ferrocarril como vagabundos que esperan las sobras de los ricos. También vi miles de ovejas y ganado de todo tipo (vacas negras con la cara blanca, terneros ensortijados y blancos con el morro negro, decenas de caballos y conejos) que se espantaban, algunos de ellos, al paso del ferrocarril pero que, en su mayoría, nos contemplaban con evidente desdén y tedio.

En suma son estos animales, más que las personas, los amos de esta tierra. Todavía los que beben cerveza, sirven en los supermercados, atienden en los hospitales o conducen los coches, son los pobladores extranjeros. Los animales y los aborígenes de hace miles de años son los auténticos protagonistas de este formidable espacio.

La escultura, la ornamentación, la abstracción en la pintura se basa en los elementos aborígenes y no importa si se trata de artistas jóvenes o nacidos en los años veinte, la National Gallery de Canberra, su capital, muestra el arte australiano como una continuidad que seguramente solo México o el Perú reproducen. ¿Minimalismo? ¿Barroco? ¿Expresionismo abstracto? Un aficionado al arte puede pasar muchas horas en esta National Gallery verificando el hilo que conduce del presente al pasado y viceversa. La costura que une la idea de una tierra sin lindes con la mísera idea de nación que trajeron los europeos. Porque ¿dónde están aquí las fronteras? Horizontes sin fin, historias por empezar. Australia representa para todo el mundo la joya viva de su infancia, el alma pura del canguro saltando como un tipo que todavía no ha aprendido a caminar al compás de una zancada primero y otra después, la ley de lo uno y de lo otro, la oposición de la pierna derecha y de la izquierda, la alternativa prebélica del bien y el mal.

 

(Publicado en El País, 2 noviembre de 2013)



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22 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cultura transparente

Hay una cultura de campo o sierra que viene a ser especialmente acérrima frente a otra cultura de playa que acostumbra a ser laxa. Es difícil ser severo o meditabundo practicando surfing y este es el caso de Australia, donde el 90% de la población se concentra en las playas y no hay joven que no esté pensando en coger olas. Canarias sería un modelo a pequeñísima escala, porque Australia es unas 14 veces mayor que España. Cuatro de sus 24 millones de habitantes viven en Sidney, donde las playas tienen de todo: desde gruesas olas de cuarzo hasta escualos.

Su cultura, en consecuencia, es muy laxa. De la media docena de periódicos solo The Sidney Morning Herald se toma las cosas con disciplina. También lo hace, en su parcela, el Financial Review que fue recientemente premiado por su rigor. Los demás o son relajados como The Australian o sensacionalistas (The Daily Telegraph).

En realidad, no hay mucho por lo que estresarse en Australia, comparada con Europa. Si no hay más noticias interesantes que publicar es porque no hay más noticias de esta clase.

Pero así, aproximadamente, pasa la vida por Australia. Ocupar más de siete millones de kilómetros cuadrados no la redime de una idiosincrasia aislada y más si se tiene en cuenta que en el pasado del Imperio Británico fue tierra para los reclusos.

¿Cómo son pues ahora? Poco jerárquicos, amables y susceptibles respecto a su diferencia. Puede que no cuenten con un plato nacional, pero asumen todas las cocinas del Pacífico y Sidney es una algarabía de áreas comerciales donde se sirven comidas de cualquier lugar, especialmente asiático. De tres australianos, casi uno y medio tiene procedencia extranjera y no son racistas por su cultura laxa. No hay un museo notable en Sidney, tampoco una gran biblioteca. La cultura se expande en la belleza de sus muchos jardines y el desenfado de su arquitectura, que va desde los rascacielos a los edificios victorianos, muchos convertidos en galerías comerciales con el aspecto más elegante del mundo.

De hecho, en Sidney no solo hay un barrio de ricos donde tienen su residencia Russell Crowe o Nicole Kidman, sino otra media docena de exclusivos distritos más. La lana fue el primer ingreso en el pasado. Ahora son las minas de carbón, de uranio, de hierro o las reservas de gas. Además del trigo, los vinos y el turismo que no deja de crecer.

Respecto al vino, especialmente, los australianos poseen una cultura tan laxa que no ponen apenas restricciones. Por el contrario, hay restaurantes que aplican el BYO que no son las siglas de nada orgánico sino de bring your own (bottle) (traiga su propia botella). Porque será más barata.

Y no por ello se registran altercados públicos ni escenas callejeras de borrachos. Mucho vino y cerveza a mares con liberalidad para casi todo. Porque la cultura laxa no es libertina, sino disipativa. No se concentra en reglas fijas ni en grandes castigos: el mayor premio de pintura de este año (150.000 dólares) ha sido para Nigel Milson que está en la cárcel por asaltar un 7-Eleven. Del mismo modo que en mi pueblo la Dama de Elche es el icono central, en Sidney la Opera House, tan opuesta a la arquitectura rectilínea, es su heraldo.

Hasta las ondulantes moscas que abundan extrañamente por aquí parecen un signo de liberalidad. Hay moscas en los parques como si muy cerca se hallara un establo y cuando mostré mi asombro aclarando que, sin embargo, no las había detectado dentro de las casas, me contestaron que en las viviendas lo característico no eran las moscas, sino las cucarachas. ¿Suciedad por ello? Paradójicamente, parece ser lo contrario. Es casi imposible citar una ciudad más aseada, con toilettes cada 100 metros, gratuitas y limpias como los chorros del oro. La lasitud no es abandono sino bienestar. El bienestar que Sidney ofrece en el marco de una cultura laxa, tan laxa que podría haberse convertido en transparente. En el fin fatal de la cultura conocida.

(El País, 26 de octubre de 2013)



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15 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ópera de Sidney cumple 40 años

(El País, 18 de octubre de 213)

Mañana, 20 de octubre, se conmemora en Sidney el 40 aniversario de su Opera House que inauguró la reina Isabel II en 1973, diez años después de lo previsto por las autoridades y por los técnicos.

Pero casi todo fue entonces imprevisto. Un presupuesto de siete millones de dólares se convirtió en otro de 102 millones y lo que fuera una brillante idea del famoso director de orquesta Eugene Gossen se arruinó por un escándalo de perversión sexual que acabó con su prestigio y el de una buena parte de la oficialidad gubernamental que tanto lo había mimado.

Finalmente, el proyecto se alzó sobre una de las zonas más pugnaces y vistosas de la costa. Tan relumbrante que en la actualidad su emplazamiento estratégico y su edificación se valora por la auditoría Deloitte en 4.600 millones de dólares y aún piensa que se queda corta.

Un 60% de los norteamericanos y hasta un 97% de los chinos dicen visitar Australia con el propósito capital de contemplar en vivo la Opera House. De hecho, se encuentra tan viva que atrae cada año a más de 8,2 millones de visitantes sin importar los espectáculos programados en sus salas. El espectáculo "superespectacular" es el edificio que de cerca parece un 50% mayor que en las fotos y puedo ratificarlo yo, que ahora estoy viviendo en Sidney y si no lo digo reviento. Ratificada por la UNESCO su importancia, su atracción y su potencia icónica han sido comparada con la Muralla China o las Pirámides aztecas de las que ha imitado el pódium de sus escalinatas.

¿Poseía alguna idea su arquitecto de la que se le venía encima? Claro que no. El concurso internacional fue convocado en 1955 y de los 222 proyectos presentados (61 australianos, 53 británicos, 24 norteamericanos, 23 alemanes y 2 daneses) el ganador fue Jørn Utzon, que si había vencido en otras lizas dentro y fuera de Dinamarca apenas había construido nada y apenas había cumplido 38 años.

El jurado, compuesto en su mitad por australianos, tenía otras preferencias, pero fue, sin embargo, un finlandés, Eero Saarinen, ya reconocido por su arco de la ciudad norteamericana de San Luis como por la terminal para la TWA en el Kennedy Airport, quien impuso su criterio. Rebuscó entre los planos ya descartados por los demás y eligió el de Utzon como indiscutible obra maestra. Coyuntura esta que con alguna frecuencia se repite en las editoriales de libros, donde un pre-lector ebrio de mediocridad arrumba un manuscrito que luego rescatará la lucidez de su jefe. Mister H, por ejemplo.

Fue en efecto tan maestra la obra elegida por Saarinen que no fue fácil de realizar incluso por la mayor constructora (Arup). De ahí su retraso de años y las diversas e imaginativas soluciones que exigió la obra.

Utzon alegaba que cada una de las piezas eran como gajos de una naranja y, tal como aman los arquitectos, no existía arbitrariedad. El problema residía en cómo trabajar con hormigón aquellas agudas curvaturas de gran escala. Una concepción del todo y sus partes como un costillar de unidades prefabricadas acabó llevando a la solución y un remate de cerámica marfil culminó su belleza reflectante. El mismo Louis Khan, el maestro de Filadelfia, dijo: "El sol no sabía lo hermosa que era su luz hasta que no se vio reflejada en este edificio".

Aunque efectivamente no todo fueron alabanzas, ni mucho menos. Sus detractores fueron todos aquellos que amaban, dentro del movimiento moderno lo rectilíneo, pero incluso Frank Lloyd Wright sentenció que esa clase de tienda de campaña circense no era arquitectura. Por el contrario, Gehry, amigo de Utzon, lo calificó como "pieza épica" que se había adelantado formal y tecnológicamente a todo su tiempo.

Utzon murió a los 90 años (noviembre de 2008) sin contemplar la culminación de los trabajos proyectados con motivo del 30º aniversario de su obra. En esos momentos la mediocridad de los colegas y de los periódicos daban por fracasada su osadía. Y tampoco, en este caso, se hallaba vivo algún Saarinen para defenderlo. Saarinen había muerto de un tumor cerebral a los 51 años, una enfermedad que fatalmente acabó igualmente con su esposa.



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11 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los tiempos del color mate

En Europa ya se ven algunos automóviles con la pintura mate. El mate apareció sobre los armazones de las nuevas bicicletas deportivas y sobre las motos de alta cilindrada, pero, en los coches, el efecto mate supera a lo que sería una simple prueba estética, al lúdico aire de una moda o a cualquier otro recurso de novedad. El auto mate, y tanto más cuanto mayor es, conlleva un sombrío estado de ánimo. De hecho, comparado el impacto de este coche con el del automóvil brillante, y aún más con la pintura brillante y "perlada", implanta, como resultado equivalente, el duro contraste entre la frivolidad y el duelo.

Lo brillante es del orden del lujo, la lujuria y la fiesta mientras el mate remite a la capa de luto a secas, la muerte real. Exactamente, el negro acharolado es propio de los suntuosos automóviles de representación dentro de los cuales una autoridad política o financiera viaja e irradia poder simbólico a través de la carrocería fulgurante.

Los carros de combate, en cambio, las ambulancias de la guerra, los autobuses militares son mate de acuerdo con la funesta circunstancia por donde circulan. Si no fueran así, sus reflejos los delatarían y pronto serían exterminados por el enemigo. De parecida manera, los coches sin brillo, con una pátina de muda amargura, apagan la música jovial de lo que brilla.

No hay fenómeno social que, en cualquier época importante, no se refleje en el aspecto de las ropas y los objetos, en el arte o en la literatura. Y ¿cuál sería ahora la ecuación? Una secuencia en la que escribir imaginarios personajes para las novelas, cuadros bonitos para las paredes y arquitecturas fotogénicas para el marketing chocaría ominosamente contra la desventura social.

La crisis nos hace tristes, pobres y desolados, honestamente desesperanzados. De hecho, justo en un tiempo parecido al actual (considerando que nos hallamos en el centro de una inesperada III Guerra Mundial) Robert van Gelder, redactor de The New York Times, entrevistó a Stefan Zweig (1881-1942) para su periódico. Y el escritor dijo: "Estos meses [de 1940] han sido fatales para la producción literaria europea. La norma básica para todo trabajo creativo sigue siendo la concentración y jamás ha sido tan difícil de alcanzar para los artistas de Europa. Porque... ¿cómo concentrarse en medio de un terremoto moral?".

¿Cómo concentrarse en medio de esta hecatombe moral, corrupta y devastadora? Los libros que más entidad van teniendo en nuestros días son documentos, confesiones, diarios. Poca ficción o de poca calidad artística. Porque "¿qué significa la perfección artística en un momento así, cuando está en juego el destino de nuestro mundo real e individual?", exclamaba Zweig.

El propio destino del novelista vienés se saldó dos años después de estas declaraciones con su suicidio en Brasil. La gloria de Stefan Zweig, repleta de un extraordinario éxito literario por todo el mundo, fue insuficiente para sostener su ilusión para seguir viviendo en aquel tiempo de cenizas.

Ahora no se cuentan tantas bajas por armas de fuego como en la contienda bélica, pero los millones de parados, los miles de refugiados, los incontables pobres y desesperanzados desempeñan, no obstante, el papel de víctimas de esta nueva guerra cruel. La III Guerra Mundial donde nos hallamos no convierte en cascotes escombros, fábricas y comercios, simplemente los vacía de gentes al modo de la bomba de neutrones que afecta directamente al ser humano y no a la construcción.

Esta guerra mundial no se caracteriza ya por los hectólitros de sangre derramada sino por la pérdida a borbotones de la fe en los mandatarios y sus vacilantes propuestas hacia un mejor porvenir.

Los suicidios de padres de familia son relativamente pocos y numerables; lo incalculable es hoy el suicidio interior de familias enteras evisceradas de presente y de futuro laboral y cultural. El estrago afecta a la natalidad, a la fertilidad, al sentido de las cosas, a la salud, a la esperanza ahora muerta o mate.

Porque, en definitiva, ¿cómo revestirse de lentejuelas en el momento del desahucio o en pleno dominio de un creciente cementerio de excluidos, material y moralmente, que no niega la oportunidad de brillar o renacer?

 

(El País, 12 de octubre de 2013)



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8 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Escritores gravemente heridos

A lo mejor, no estamos completamente muertos pero sí, desde luego, muy malheridos. Los letraferidos de hace un siglo respiraban por esas aberturas que, como rendijas de buzones, les dejaban los libros que fervientemente engullían. Nosotros hoy, los hijos de aquéllos santos personajes, observamos nuestros pisos tapiados por estanterías cargadas de miles de libros. Libros quietos que ya no nos caben adentro pero que tampoco nos dejan conversar afuera. Son como piezas de una muralla que se ha levantado entre nosotros y el curso corriente del mundo exterior.

No solo los editores se encuentran moribundos, las librerías al borde del desahucio y los distribuidores sin destino. Los escritores hemos pasado de la perplejidad a la desolación y, si se va a ver, al sinsentido. Toda la vida en esta meticulosa labor de elegir palabras, letra a letra, y ahora los ejemplares se venden por kilos o se acuchillan como una maligna excrecencia de la cultura. ¿De la cultura?

Ni siquiera sabemos con claridad, nosotros los viejos escritores, cómo podría existir cultura sin libros pero ¿cómo negar que algo de algo debe de haber? Recuerdo el caso de tantos colegas que trabajábamos como devotos penitentes. El sustantivo, el adjetivo, el verbo, la coma, el punto y seguido, la precisión. Todo ello constituía una labor tan solitaria que, en ocasiones, la acentuábamos pidiendo aislarnos en algún lugar apartado, para hacerlo aún más concentradamente. Aislarnos para escribir mejor y, al cabo, para comunicar más a fondo el fondo.

Este ejercicio era como una destilación o camino de perfección que no dudábamos en sentir como un trabajo duro. Ahora que yo pinto, no pretendiendo ser Kandinsky y menos a la manera en que antes (escribiendo) procuraba ser Kafka (de hecho, prefería ser Kafka muerto que Vicente Verdú vivo), percibo la diferencia. Mientras pintar es el gozo que hoy me premia o no, libremente, escribir solo era un gozo tras haber penado para por lo escrito. Le preguntaban a Gil de Biedma por qué escribía y contestaba: "Escribo para haber escrito". Así, el sentimiento de culpa disminuía.

La escritura se presentaba como una tupida foresta, sagrada y vocacional, que solo los muy elegidos traspasaban silbando. Los demás lo hacíamos sudando. Pero bien, cuándo ya nos parecía a algunos de este sudado pelotón haber alcanzado la dicha de poder decir justamente lo que queríamos decir, ahora va y nos cierran la boca o no se oye el valor de lo escrito.

Años y años buscando decir mejor y ahora apenas importa si la página está peor o mejor escrita. Ahora lo que cuenta, lo que se ve, es cómo será el intrigante final de la novela y muy poco la calidad de sus líneas. Las líneas que algunos de nosotros trazábamos con los cinco sentidos, ahora solo poseen el sentido de raíles para viajar por la trama y a cuanta mayor velocidad mejor. La perfección de la escritura es una antigualla lentificadora que solo compartimos los viejos veteranos. Pero además, si se muestra una evidente perfección en una obra de arte es señal de que no se está al día. Excepto en algunos productos audiovisuales de alta velocidad de paso, lo otro, las ofertas para la contemplación y delectación, ha perdido el tren, por despacioso.

Toda meditación, toda reflexión, todo pensamiento suelen parecer demasiado largos y morosos. Frente a la meditación la intuición, frente a la reflexión la acción, frente al pensamiento el movimiento. Pero no voy a empeorar las cosas lamentando mucho estos cambios. Los cambios cambios son. Y toda evolución, se dice, es para mejor. O sea que estábamos en lo peor y gracias a Dios ya no servimos prácticamente para nada. ¿Acuchillarnos? Paradójicamente la tapia que forman nuestras estanterías cargadas de miles de libros nos salvan de una muerte violenta y aunque solo a cambio de caer más tarde como ácaros. Ácaros del griego acari, "diminuto", "que no se corta". Apegados al libro sangrante, pero aún vivo, que mañana será o no será.

(El País, 5 de octubre de 2013)

 



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4 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La estética es medicina

Es duro decirlo, pero no es la ética sino la estética quien avanza, paso a paso, para apuntalar este mundo que se desmorona. Ya parece que no hay dinero para casi nada, pero se ha reforzado, en notables porciones, una parte importante del buen gusto. Tampoco ha desaparecido, sin duda, el mal gusto y la extrema ordinariez, pero cada vez se hace más evidente que los nuevos negocios que logran triunfar -grandes o pequeños- se caracterizan por poseer un buen estilo y despertar interés por la belleza que inculcan a sus locales o a sus mercancías.

H&M no se ha conformado con ganar mucho a partir de sus diseños y bajos precios sino que ha creado COS, una cadena que luce mejorando superlativamente la dignidad estética de su oferta y de paso de toda su querida clientela. Y algo semejante, en otro sector, podría decirse de Petra Mora, una creación de Bimba & Lola que en el ramo de la alimentación (dulces y postres) ha mimado los envases con un gusto que redondea el gozo de la compra.

En muebles, Habitat es ya aburrida e Ikea, que acaso no lo había dado todo de sí, ha decidido popularizarse hasta caer con frecuencia en la nada. La firma Hay, sin embargo, forma parte de los nuevos brotes que, en este caso, añade, recreando el mueble danés de los cincuenta-sesenta, calidad estética a una silla, un sofá o una alfombra, sin exagerar el precio.

Vivir entre la fealdad es igual a vivir entre basuras. Birrias y desechos han formado parte del arte en los últimos lustros del siglo XX, justo cuando la prosperidad era igual a la acumulación y Damien Hirst, entre muchos otros, componía su obra con bolsas de Doritos, pieles de plátanos, condones y envases de plástico. La rudología sería así la rama del arte que trata apasionadamente el detritus y que, próxima al feísmo, ha ocupado buena parte del arte contemporáneo, cuando el dinero líquido y abundante cubría la sociedad de barrocos excrementos.

¿Una nueva y sana moralidad ahora? El descrédito de la ética ha propiciado el importante quehacer de la estética y desde Muji a Le pain quotidien, desde las cosas, una a una, a los espacios envolventes, el conjunto industrial y comercial se ha estilizado. Estilizado en su doble acepción de compostura y despojamientos superfluos.

Locales de copas, de prendas deportivas, de artefactos informáticos, han ido transformando sus establecimientos, antes solo instrumentales, en ámbitos emocionales.

No siempre sucede así, desde luego, pero si, por ejemplo, pensamos en el fenómeno de las bicicletas, ¿cómo no quedar deslumbrados de su explosivo renacimiento no ya sólo ecológico sino, especialmente, ecoestético?

Una nueva tienda de bicicletas en Barcelona, París o Madrid, desde Slowroom a Ciclos Noviciado, es tan estimulante como visitar una buena galería de arte. O más, porque el arte se ha filtrado con ímpetu incluso más fuerte que en los también deprimidos años treinta, en los utensilios domésticos y en los coches, en las motocicletas, las mochilas o los carritos de bebés, productos que han mejorado en su función ergonómica pero, sobre todo, en su morfología de seducción.

Claro que la fealdad permanece y sigue trabajando a destajo. Amenaza incluso con rodearnos en cadena, puesto que pronto llegarán los almacenes norteamericanos Forever 21, colmo del más infame low cost. ¿O qué decir ahora mismo de los abyectos bocadillos que venden a bordo de los aviones o de los torturadores uniformes que visten las empleadas de El Corte Inglés?

La fealdad se pega con temible facilidad sobre la arquitectura de bares y casas particulares, pero acaso pocas veces se ha tenido una conciencia más limpia para la acción arquitectónica que hoy, en los pocos edificios sociales que se proyectan. Pero además no se trata ahora, como antes, de trabajar a través de un severo compromiso político, ético o humanista sino, en buena parte, hay que decirlo, mediante la encantadora y curativa potencia de su estética.

(El País, 28/9/2013)



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1 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El deseo de cultura

El deseo es la base de la existencia. Su primer impulso y su última justificación. No hace falta decir más. El indeseado es como un cadáver y quien ya no desea nada más ha perdido la razón para seguir. El deseo lo vale todo al punto de que más allá del deseo, el deseo mismo consiste, exasperadamente, en el deseo de desear. Mientras la ecuación funciona hay fuerzas para no morir.

En términos sociales, la acentuación del deseo coincidió, en la etapa consumista, con la prosperidad. A muchos les parece el consumismo un veneno pero, por el contrario, fue un elixir. Ahora nos damos cuenta cuando todo aquello pasó y estamos desmoronados. Sin embargo, siendo el deseo fundamental, no se reduce, por supuesto, a desear objetos, spas, sexo viajes y cosas así. Antes del consumismo hubo una época en que la cultura se deseaba como bien superior. Ser culto o acceder a la cultura era tan estimable como para atribuirle buena parte de la felicidad o el mejor disfrute de este mundo. El ciudadano culto transmitía la impresión de que obtenía mayor placer paseando por una nueva ciudad, leyendo un nuevo libro o viendo un nuevo cine que quien no disponía de ese caudal. La cultura actuaba como alternativa al dinero y otros tópicos como un universo exquisito en donde hasta el bien y el mal se engalanaban y tanto el odio como el desprecio, la ternura o la amistad adquirían una superior densidad copulativa.

El deseo de cultura venía a ser, en fin, el deseo de poseer unos saberes y sabores especiales para degustar la vida pero incluso, los pensamientos sobre la muerte o el sufrimiento adquirían un plus de reflexión. Los incultos no sólo no sabían esto o aquello sino que, por decirlo exactamente, "ni se enteraban". La traza de su paso por la existencia raramente abría caminos ni, por supuesto, se adornaba con los detalles que componían, en el lienzo o en el lecho, la joie de vivre.

Pero esta demanda o aspiración de ser culto ha desaparecido con una facilidad y rapidez impensable. Una desaparición tan súbita y radical que se parece en todo a la pérdida del bienestar o a la ruina de cientos de miles de empresas y millones de trabajadores.

Ciertamente todos quieren hoy conocer, sea por inercia, por razones de empleo o por no perder su relación con los smartphones. "Queremos saber", decía el programa de Mercedes Milá. Pero una cosa es querer saber cuál es la dirección de una calle y otra saber el qué. La demanda de conocimientos direccionales ha cubierto de masters, cursillos on line y universidades fantasmas el panorama de la educación. Pero como ya se llama cultura a casi todo es inútil distinguir lo egregio de lo chabacano. O, de otro modo, de la misma manera que mucho sexo es igual al rancho sexual, cultura a granel es igual al saldo de la cultura.

Lo culto fue, hace apenas unas décadas un valioso túmulo al que se pertenecía o no se pertenecía. Los cultos y los incultos se distinguían tal como los agraciados y los desgraciados. Pero la tan amplia como falsa democracia de estos años ha logrado el efecto de no abrir las puertas de la Cultura a más gente sino de mezclar lo feo con lo hermoso, lo bueno con lo mediocre y lo humano con los X-Men.

¿Ser culto? ¿Para qué? ¿Cómo reconocer hoy aquél intenso deseo de serlo? A semejanza del mundo de las redes sociales no hay ahora un claro anillo que delimite el olor de la excelencia. Chapoteando en esta circunstancia inodora, la cultura ha ido enfangándose, descaracterizándose y, finalmente, decidiendo convertirse en mierda (freudiana). ¿El deseo de esta cultura? ¿La infantilización freudiana de la sociedad? Todo es parte de lo mismo: la fusión del oro y el excremento. El reciclaje del desecho en bolsos de Prada. La transformación de la concupiscencia intelectual en un pecado venial de bajo rango.



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26 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Papa se llama Paco

Un fenómeno principal de nuestra época es que una inmensa mayoría de sus creaciones no quieren decir nada. Algunas películas a cargo de respetados directores como, por ejemplo, La mejor oferta, de Giuseppe Tornatore, se esfuerzan de principio a fin en repetir la tontada de que "siempre en una falsificación hay una pincelada auténtica". Es decir, la pincelada personal del falsificador ¿Y? Nada: he aquí su total mensaje, el punto conceptual adonde la mente debería dirigirse para no hallar importancia alguna puesto que esta película es, de principio a fin, un juego que juega con el juego de jugar. Juega, efectivamente, con la desaparición del cine como el mismo Tornatore anunciaba en su Cinema Paradiso.

El juego ocupa el más y el menos de la experiencia, sea con los productos creados o con los sobrevenidos del almacén. Los mismos productos llamados culturales se entretienen entre sí como si su mecanismo se hallara incrustado en el mecanismo anterior y más tarde en el precedente, hasta la inanidad de la repetición.

Este tiempo actual, catastrófico pero de entretiempo, viene a justificar la omnipresencia del vano entretenimiento. No es fácil hallar significación a las políticas económicas ni a sus proclamas represivas. La ecuación entre contención y cielo, entre pobreza y salvación ha perdido su lazo virtuoso y productivo. Se sufre, se sobrelleva, se pierde el empleo, se queda marginado y nos morimos sin más. ¿Una rebeldía efectiva hacia la Revolución? Nada de nada. ¿Un camino hacia el "Paradiso"? Tampoco. Los hechos y los desechos se funden como en una banda de Moebius sobre la que los días pasan sin que notemos que no pasa sino lo peor de lo que fuera mejor.

Quizás algunas novelas -género vetusto donde los haya- de renombrados autores -vetustos, casi todos- sigan con sus cantatas morales. El resto ha perdido la moral para llegar más lejos y, sobre todo, pierden peso para la vuelta al mundo con mayor facilidad. El entretenimiento es su condimento pero su core también. La novela fue la plomada imperial del siglo XIX, el cine fue la clave del siglo XX, la televisión es hoy, a través de sus series célebres, lo valioso del entretenimiento audiovisual, pero, en general, todo lo nuevo pretende acentuar sin dictar ni incordiar. La ignorancia es la máscara de la inocencia y la ley absoluta del robot.

De todo ello se hace culpable a la importancia de la audiencia pero seguramente también buena parte de la audiencia ha taponado sus oídos en vistas a que no hay nada interesante que escuchar. Todo el superabundante cine de acción catastrófica y sin pausa representa bien esta característica de la creación que trata de armar el máximo ruido contra la audacia de la temible audición.

Y prácticamente lo mismo sucede en las artes plásticas que no procuran por gusto denunciar nada de lo preexistente o si lo denuncian es a la manera de un juego sin emoción. El arte se conforma con que se vea su propósito amanerado de ser rebelde y su autoinmolación haciéndose cada vez más deleznable.

Pero todo esto, hay que decirlo, sucede especialmente con los bestsellers de millones de ejemplares mundiales y apartados de la novela convencional. Sus intrigas y sus misterios no se dirigen a nada que no sea la segura vacuidad. Así como las frenéticas persecuciones de automóviles en las superproducciones cinematográficas no se proponen otra meta que la de crear sobresaltos, la novela, el cine o la tele - en general- tratan de procurar brincos divertidos sin levantarse del sillón.

La moción y no la emoción productiva copan el mundo de la generación artística pero también la financiera, la social, la política y hasta teologal puesto que ¿hay otra prueba mayor de este simplismo que al Papa se le llame Paco?

El arte, como la religión, se halla en todas partes y en ninguna. Nunca desaparecen, siempre se transforman. Y el mundo se desenvuelve en un perpetuo intercambio entre la justicia y lo injusto, entre el sí y el no del valor. Ahora además, cabe añadir, mediante la indiferencia del canje infantil, inocuo y banal, entre la idea y la mercancía.



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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El foco de Dios

Claro está que la idea de belleza cambia con cada época. Perecería que existiendo un Dios eterno la belleza acompañaría ese zanco de eternidad, pero no es, sin embargo, de este modo. Dios obra como una poderosa luz que desataca lo bello y lo feo, lo malo y lo bueno, aunque o todo depende, desde luego, de aquello que los autores sitúen en el plató.

La batalla para lograr lo hermoso y su contrario se halla en manos de los autores. Con una importante condición y es que a Dios no se le pueden exponer baratijas, diseños que no poseen imaginación. La relación de Dios con los aristas es muy estrecha y muy laxa, a la vez. Es estrecha en el recinto de la mente pero es laxa en el sentido de que a Dios lo mismo le da, una obra maestra que una copia, algo excelso u otra que no levanta un palmo de la mediocridad.

Dios es sólo el foco. Un foco tan potente como la de un juez absoluto más allá del cual no hay recursos de casación. ¿Y que qué le queda al artista ante este anonadamiento judicial? Sólo la invención. Inventarse, reinventarse o revelarse son asuntos de gran empaque criminal. Toda innovación conlleva una negación de lo preexistente y si el golpe es de muerte mejor que mejor. El auténtico artista es un gran asesino. Sacar una belleza nueva de los preexistente comporta tomar lo preexistente como un cadáver y practicar sobre él una suerte de autopsia y resucitación.

Sólo los artistas de potencia, abocados al precipicio, olvidados de sí son capaces de mostrar ante Dios otro género insólito bajo su foco insólito. A Dios no lo intimida el cambio, no faltaba más. Pero la época se siente afectada por el un nuevo modelo de belleza que remueve la moral.

La belleza, en suma, es todo menos un aditamento estético. Los artistas que innovan son capaces de intuir que ha cambiado el mundo y no siempre exageran en su apreciación. Lo bello y lo feo son faros de ida y vuelta. Atraen luz divina sobre la nueva cosa y la nueva cosa irradia sobre el entorno de las costumbres o la manera de amar. Ser humano, aparte de otros alicientes, permite disfrutar de este imprevisible cambio entre lo bello y su birria. O, lo que es lo mismo: lo que al cabo es moral habiendo sido inmoral.

El ejes obre el que gira el mundo podría reasumirse en esta idea sencilla. Lo que es feo hoy será bello mañana, tal como dicen los modistos. Y la moda es el torno crucial en torno al cual orbita una constelación de símbolos que terminan por aterrizar en el asunto del bien y del mal. ¿Una boda entre homosexuales? Era feo y ahora tiende a ser bonito. Un cuadro o un espectáculo de vieja factura pasará ahora al cementerio de lo ya visto. Lo no visto, sin amargo, impresiona bajo el potente foco de Dios que revela la emergencia de una nueva belleza. Nos pasaba ya con chicas que nos enamoraban. No eran guapas para la época pero llevaba en sus facciones los presagios de otro gusto actual, preconizadoras de una nueva cultura estética y primordial.

Somos lo que somos sin llegar nunca a ser. Y la belleza más atractiva es aquélla que es sin alimentarse en el pesebre de toda la vida nos llama la atención. Toda la vida, en cualquier punto, posee belleza pero gracias a los artistas -fautores clave- la estética es cambiante, la estética es divertida, la estética da pie a mantener un diálogo digno y bailable con la Creación. Dios el mundo y yo.



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26 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Y nos enamoramos

Ahora se ve con mayor claridad. No teníamos bastante con la tabarra de la crisis y encima nos hablan de la cultura. Como dice Ingrid Bergman en Casablanca y repiten, no por casualidad, los actuales anuncios en TVE: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". ¿Hay derecho a eso? ¿Quién tiene superior derecho? ¿El amor o el derrumbamiento? No hay amor sin construcción. El enamoramiento es un lepidóptero mientras la Gran Crisis es una lapidadora. De un lado se halla la muerte y la vida, de otro el amor y el desamor.

Cuando la adversidad aprieta hasta extremos criminales y mutilantes no hay lugar para la ensoñación. Toda la cultura se fue a pique, bajo la piqueta de los autores responsables y conmocionados tras el cementerio de la Segunda Guerra Mundial. De Becket a Steiner se proclamaba que tras esa pira no quedaba sino el mutismo ante el decir o escribir. Cuando la especie humana revela, por momentos, su lobo gigantesco, no es lo mejor hacer cine sino desaparecer. Claro que hay poetas de la disidencia, de la oposición y de la guerra pero no son, en definitiva, médicos o enfermeros.

La poesía, la música, el teatro, la pintura son ejemplos pueriles o inocentes en estos tiempos de real tragedia física. De hecho, ni la gente lee un libro, ni va al cine, ni compra un cuadro. La cultura necesita paz y pan para manifestarse. En tanto la sangre cunda, los parados aumenten, los excluidos no posean comida ni el futuro augure un porvenir mejor, todos los poetas, novelistas o pintores no tienen otro quehacer que crear a ciegas. Crear para sí en un constante y fatal sentimiento de culpa.

La culpa es, de otra parte, es l'air du temps. Son culpables los banqueros, los políticos, los tribunales, los príncipes, los empresarios, los sindicatos, los partidos políticos, la troika y la música, la fantasía y la especulación. Y nadie puede sentirse ajeno: se pertenece a los estafadores o a los estafados. Y hasta los "preferidos" han venido a ser engañados. Envuelto todo ello en fardos de corrupción que los tribunales, de acuerdo a su morosidad, resolverán envejecidamente en varios lustros.

La cultura se parece precisamente a esta cadencia desesperante de la justicia. ¿Leer un best seller de 500 páginas? ¿Quién puede hacerlo sin sentir que deja olvidado algún otro quehacer urgente? ¿La cultura de la novela? ¿La libertad de la ficción? ¿Qué farsas o fruslerías son esas? Hace años que Woody Allen escribió un libro titulado Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Y, efectivamente, Estados Unidos lo ha conseguido como gran paradigma del sigloXXI. No hay un mundo culto y otro sin cultivar. Todo es lo mismo. O, mejor, hay un saber muy elegante, que todavía a través de la Ilustración habla de "excepción cultural". Para Francia, todo podría intercambiarse en un tratado mundial de libre comercio menos la cultura que es cosa de otro mundo, patrimonio de Dios. Justamente Francia, la patria de las Luces, se ofusca pretendiendo distinguir, a estas alturas, entre lo que es un iPhone y una creación. Pero efectivamente esa Francia es un residuo.

¿Fin pues de la cultura en sí misma? Pues sí. "¡Qué alivio!", dijo Wim Wenders cuando en Los Ángeles, Susan Sontag, le advirtió de que se hallaba en un territorio sin la menor "cultura". Y, ciertamente, la cultura cuando es auténtica llega a ser tan lenta como pesada para el tránsito intestinal. Todo lo contrario que el empleo o el pan nuestro de cada día que ahora crecientemente escasea.

¿La escuela? Primero los niños deben desayunar, después aprender. ¿Más cultura? ¡Una leche, mejor! Esta Gran Crisis conlleva una característica enfermedad óptica en los altos y bajos dirigentes. La Gran Crisis levanta (ha levantado ya) una tupida pantalla entre la vida y el verso, entre los parados y los pareados, entre la pintura y la estampa de lo real. ¿Cómo acabar de una vez con este estorbo mientras no hay un estofado que comer?



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4 de julio de 2013
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El Boomeran(g)
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