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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El color de la metáfora

Aquí dejo la entrevista que recientemente me ha realizado la revista Joyce  sobre mi obra pictórica:

 ***

Texto: Mª. E. Alberti.

La entrevista como género periodístico me ha parecido siempre una indiscreción. Una batería de preguntas que tratan de sonsacar, de desvelar, de airear... Un ejercicio conminatorio y reductivo que por oficio nos inclina a clasificar y clarificar. Mi intención en este caso era mostrar a mis lectores la obra pictórica de Vicente Verdú, porque sus cuadros me dieron la impresión de estar -¿de entrar?- en otro territorio, en una zona de inexperimentada libertad, una abertura a nuevas perspectivas emocionales. La primera vez que vi su obra, rememoré aquella declaración de principios que Matisse hizo en 1941: "para mí un color es una fuerza. Mis pinturas están hechas con cuatro o cinco colores que se entrechocan y la colisión produce una suerte de energía". Sus yuxtaposiciones de colores son un caos organizado sobre la superficie del lienzo, un completo abandono de la figuración para bascular en esa abstracción lírica donde los colores parecen flotar en la ingravidez. A punto estuve, por deformación profesional, de  someterle a un interrogatorio de oficio. ¿Por qué buscar a toda costa un mensaje en el arte? ¿Por qué una obra de arte ha de ser narrativa, de virtudes formativas? ¿Por qué preocupaciones tan literales? ¿Por qué engrosar la polémica del predominio de la forma sobre el sujeto? ¿O del sectarismo del arte contemporáneo? ¿Por qué obligar a un artista y amigo a elegir entre pintar y escribir, cuando Ramón Gaya y Leonardo entre otros muchos no eligieron? Vicente, desde laexperiencia de sus certidumbres y la acumulación de sus competencias, nos responde que su trabajo habla por sí solo, y lo que expresa son sensaciones, no pruebas, intuiciones y no razonamientos, sin intenciones deliberadas.

¿La vida imita al arte?
El arte y la vida son una sola cosa para el artista verdadero. Ese tipo trabaja, ama y considera al mundo desde la sencilla visión del ser vivo.

¿Es arte todo lo que ve?
Claro que no. Pero él sabe cuándo ha visto clara esa íntima correspondencia entre arte y vida.

¿Podría decirse que usted pinta más bien lo que piensa/sueña que lo que ve?

Pinto lo que siento. Pero no lo que siento de antemano sino lo que voy sintiendo en la danza o la conversación con las progresivas formas y colores del cuadro. De su elocuencia se deduce unas veces un malestar y otras una emoción feliz que luce porque es compartida: compartida dichosamente por el lienzo y por la ilusión del que pinta.

¿Qué pasa por su cabeza cuando pinta?
Es la actividad en que mi cabeza no tiene conciencia de que le pase nada a través. La pintura que consigue el éxito a los ojos del artista es aquella que no se le pasó nunca por la cabeza sino que se hizo sin aparente mediación alguna.

¿Tuvo usted (y cuándo) la convicción de que estaba destinado a hacer precisamente este ejercicio de la pintura además de tener otra vocación tan marcada como escribir?

No me reconozco escribiendo sino en el ejercicio simultáneo de que las palabras sedujeran por su sonoridad, su colorido y sus proporciones. Todo a la vez. Siempre he escrito pintando y viceversa, como creo que les pasa a la mayoría de los poetas que yo quise ser y, al cabo, ha venido a realizarse de este modo. Mi primer libro Si usted no hace regalos lo asesinarán, publicado por Anagrama en 1971, estaba ompuesto de palabras pintadas o cuadros escritos. Ahora me asombra cómo estaba de claro lo que deseaba hacer como artista. Baudelaire afirmaba que lo bello es siempre sorprendente.

¿Lo cree usted así?
La belleza es una potencia física de la obra maestra. Nos golpea con tal capacidad que duele. Lo bello duele como el amor más fuerte. Sin entender por belleza, claro está, lo que es ‘bonito'. Lo que resulta bonito está cerca de haber fallado ridículamente.

¿Cómo se opta por un ‘estilo' figurativo, abstracto, expresionista...? ¿Usted por cuál ha optado?
No he optado, sino que me ha cooptado el expresionismo abstracto. Con esa forma de expresión puedo decir todo lo que quiero, aunque de antemano lo querido no se revele y sólo se muestre al haberse captado. En el arte, en los medios artísticos, hay normas muy establecidas, clasificadas, ordenadas en compartimentos estancos o por categorías y estilos, especialidades...

¿No encorseta al artista esta ‘especialización'?
Esta especialización lo enmarcaba en otros tiempos. Lo enfatizaba y le otorgaba categoría. Ahora lo limita. Y pienso que hoy un artista sea escritor o pintor no es artista sino se expresa pintando, escribiendo, componiendo, bailando o proyectando edificios. Todos los artistas (novelistas, pintores, arquitectos o músicos) que me interesan no hacen una de esas cosapor especialidades estancas demuestra la obsolescencia de estos valores del arte, como los de cualquier otra relación de valor, en la política, en la cultura, en la religión, en la economía.

¿Por qué casualidades de la vida, pulsión instintiva, caminos tortuosos, ha llegado usted a pintar?
Nada de caminos tortuosos. Si he sido mucho tiempo un insoportable adicto a la tortura del perfeccionismo, poco a poco he descubierto que la libertad del amateur es lo gratificante y la imperfección la vida. Los filósofos griegos le habrían preguntado: "¿El arte debe estar al servicio de los bello? o ¿cuál es la función de un artista?". El artista (y esto es cada vez más obvio) no es sino un trabajador más. ¿Su función? Hacer las cosas bien y con gusto de manera que el gusto y la bondad se contagien a quien sea receptor de la obra.

¿Tiene usted alguna obsesión, incluso ‘abstracta'?
Soy de talante asquerosamente obsesivo pero ahora sólo me perdono y hasta me acepto cuando libremente escribo o pinto, que casi lo mismo es ya.

¿Qué relaciones encuentra entre la línea y la superficie, el fondo y la forma, el color y la luz?
Sería incapaz de exponer algo así. Gracias a Dios lo que yo hago no pretende exponer nada a nadie sino exponerme yo a la voluntad de estilo que actúa por sí mismo.

¿Qué diálogo cree que se instaura entre su obra y el que la contempla?
La obra habla y se entiende o no, se disfruta o se padece en los diálogos que por su cuenta entabla con quienes la contemplan, la desean o la repudian. Cada cual habla con su propia lengua y con su propio corazón irrepetibles.

Háblenos del artista comercial.
El artista comercial es un artista que tiene la suerte de vender sus cuadros bien porque encandilan: son tan simples que mejoran la estimación que el comprador más simple tiene penosamente de sí mismo

¿Busca usted un impacto visual inmediato?
No busco nada en particular sino disfrutar haciendo. Cuando el cuadro que En este momento de productividad inflacionista que atraviesa el arte contemporáneo, ¿se requiere un gran coraje para pintar? El que realmente hace algo que le gusta no entiende el significado de productividad, inflación y coraje. Sencillamente se lo pasa bien. Aunque también muchos buenos pintores profesionales lo están pasando muy mal debido a esos factores espurios que le niegan hasta el salario.

¿Qué es pintar hoy?
Lo mismo que proyectar edificios, diseñar coches o inventar recetas de cocina.

www.vicenteverdu.net

 



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29 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El nacimiento de otra cultura

La crisis está siendo suficientemente trágica como para añadirle un coturno más. No han sido necesarias máscaras horrendas para representar sus amenazas. La crisis como el gran terremoto es lo que es y sus estragos se representan en toneladas de escombros, en miles de muertos, en hectólitros de sangrienta corrupción. Y, con todo, ¿cómo será el porvenir de este infierno? ¿No tendremos la suerte de que sus llamas quemen el mal y sus destellos creen lucidez?

Una de las mejores sentencias del marxismo fue aquélla que aludía al hecho de haber sido víctimas hasta entonces de la arbitraria marcha de la historia. La proclama de Marx consistía en que por fin el ser humano podría tomar en sus manos el curso histórico para hacer un mundo mejor. Y no cualquier versión de lo mejor sino aquella en la que las diferencias de clases se abolieran, los trabajos tuvieran sentido y las relaciones humanas se antepusieran a la explotación.

¿Vencer? ¿Aplastar? ¿Dominar? Ni en la vida de pareja, ni en la pugna política, ni en la Iglesia del Papa Francisco esta realidad reaparece como un designio feliz. Los países no guerrean, firman pactos comerciales y campeonatos mundiales. Todo vestigio de guerra pertenece a un tiempo en que sólo los yihadistas hallan su anacrónico medio natural.

Esta crisis por venenosa que sea o, justamente por su carácter emético, marca un antes y un después cultural. No se trata ni de leer más libros, ni de ir más al cine o de congestionar los museos. Dalí, uno de los acontecimientos más cursis de los últimos tiempos ha ofrecido a Borja Villel, el director del Reina Sofía, matándose por ofrecer innovación, el máximo rédito del año. Rédito de lo más viejuno.

Un gigantesco fardo de la cultura vigente hoy es equivalente a un hediondo vertedero que ojalá las flamas de la crisis contribuyan a  carbonizar. En su lugar, un perfume todavía en producción se ofrece como el aire de un mundo donde el mundo laboral será creativo sin necesidad de los Dalí, será feliz sin píldoras antidepresivas y será amable en una convivencia que olerá a cooperación.

De la política actual no cabe esperar nada. ¿Por qué no prenderle fuego? De la justicia institucional, del sistema educativo, de la sanidad privada, sólo cabe esperar injusticia, ignorancia y más
enfermedad. ¿Por qué no prenderle fuego? Armar una hoguera desde la nada es imposible y desde los residuos apenas se logra una pobre llamarada. Pero la crisis es la chispa del incendio perfecto. Gracias a ella todas las astillas de las fábricas cerradas, todos los sufrimientos de los desahuciados, todas las torturas de los desempleados, forman una pira tan prieta y alta como el deseo de un mundo mejor. Ni hay líderes políticos, ni escritores estrella, ni intelectuales iluminados por un Dios. Pero ni falta que hacen. Todo lo contrario: esta grey son material lloroso o húmedo contraindicado para prender. 

La hoguera que habrá de crear una nueva historia cultural, más consciente de que el trabajo sin creación es un martirio o que el amor sin pasión es una cárcel, nacerá del movimiento del pueblo que si hoy parece no saber nada -anonadado- pronto comenzará a distinguir la felicidad de la fecundidad, la recompensa del dinero y la vida de la idea de morirse con resignación.

Esta cultura es el nacimiento de otra cultura y, en consecuencia, hay que darle de mamar. Pero incluso la crisis nos ha enseñado un extenso muestrario de mamones de cuyos abusos hemos aprendido a no darles, en lo sucesivo, una gota de agua más.



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24 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Textos destartalados

Ni los mails, ni los tuits, los whatsapps o los SMS son respetuosos con la escritura. Se trata de ser veloces y no de ir bien vestidos. El mensaje llega y se entiende pero en su composición se han sumado tantas faltas de ortografía y mecanografía que se recibe menos como un paquete estructurado que como una suerte de broza destinada a cumplir fogosamente su finalidad.

No sucede esto una o mil veces sino de manera absoluta y permanente. Y no ocurre esto como revolución sino como dejación. La escritura ha perdido el santo valor que le concedíamos y se ha transustanciado pasivamente, a imagen y semejanza de los artefactos electrónicos. Se escribe mal y desgreñadamente porque los filamentos importan menos que el impulso final.

De este modo existen ya dos escrituras incomunicadas como nunca antes se conocía. Efectivamente han existido escrituras notariales y poéticas, sagradas escrituras y escrituras porno, textos judiciales y textos literarios. Estos pares, sin embargo, representan una oposición de mucha menor importancia que la fundada hoy entre la escritura literaria, cuidada y revisada, y la escritura electrónica emitida desaliñadamente hacia el destinatario. ¿Una falta de atención al receptor? Nada de eso, a estas alturas. Se trata de un desdén por la imagen, el estilo o la elegancia del texto. Un desdén que coincide con el desdén hacia las obras de arte bien hechas.

Porque si el arte también se ha descompuesto y cubierto de excrementos, el medio escrito ha ingresado en el mundo del detritus. La escritura viaja de un lugar a otro como las pelusas que aparecen en las casas sin la debida limpieza. Los textos imperfectos se mueven como abrojos de aquí para allá y no hay cuarentena que detenga el contagio. Los más jóvenes son los que menos perciben este merequeté porque en suma la escritura no ocupó un lugar central en sus aprendizajes. Los errores se pasan por alto o no se registran. El mensaje cumple su papel de comunicaciones breves y secas y ahí acaba su historia. ¿Se entienden como los indios, como los niños, como los torpes aprendices del idioma? Como las tres cosas a la vez. Se entienden mediante una simplificación destartalada y poco puede hacerse por repararla. Es ya, día a día, un nuevo lenguaje. Un lenguaje de signos que discurre en paralelo al idioma escrito y que posee su identidad. Fin pues allí de la escritura bien escrita. Desarreglo de todas las reglas. El mundo se ha desatado el cinturón que permitía medir su perímetro y se desenvuelve con una mórbida obesidad poblada de peritoneos. El cuerpo de la escritura llega así a unos dominios orgánicos en los que decir con precisión es un imposible y redactar con amor una quimera.

Privada pues de amor, estrujada y desgajada, sucia y maltratada, la gran masa de escritos que se cruzan a cada instante va componiendo una pila de garabatos que tras cumplir como mensajeros van inmediatamente al vertedero.

Época de las basuras, es ésta. Época en que cada planta de reciclaje constituye una catedral ecológica y cada lata por el suelo un sacrilegio. La escritura funcional de estos días, la que cunde entre los jóvenes, sigue rigurosamente esta ruta. Se hace con basuras de expresión y se acumula como una pirámide excrementicia que seguramente mañana será sustituida por otra, por un fuego al galope o por el entusiasmo de la inmediatez.



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17 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El movimiento y su quietud

El movimiento es el corazón de la vida que impera en nuestra época. Cuesta decir esto en un país con un cuarto de la población parada pero, ¿qué mayor síntoma de nuestra regresión y recesión que, precisamente, esta escasa actividad y movilidad apelmazada?

Todo lo que se mueve forma parte del plato central de la cultura y la quietud de los desechos. La simple observación de los videojuegos en que se enfrascan muchos más estos días los adolescentes llama la atención no tanto por sus guiones sanguinarios como por sus movimientos. Lo que hipnotiza y absorbe, lo que produce entusiasmo y adicción es la exigida velocidad de sus pulsaciones como respuesta a sus requerimientos. Los videojuegos representan así el gran fenómeno a escala individual. A escala general, la sociedad cultural en auge se balancea sin cesar o frenéticamente.

La cultura tradicional se desarrollaba en el mundo de la quietud. La lectura de un libro, la contemplación de un cuadro, la escucha de una sinfonía se hallaban unidas a permanecer corporalmente quietos. La atención se confundía con la fijación y el estudio se oponía a moverse del asiento. De este modo, quien permanecía quieto podía aprender y saber gozar.

Por el contrario hoy, el viaje es el medio superior del conocimiento y la traslación la regla del tiempo que psicológicamente crece cambiando. Más variación, más sustitución, mayor vaivén aproximan al concepto de "vivir más" o permanecer más en el bollo.

Una de las instituciones más repetitivas, madre de letanías y rutinas agotadoras, es la Santa Iglesia, pero antes incluso que muchas otras organizaciones cayó en la cuenta que a los feligreses había que moverlos si no quería perderlos. La misa que nació del Vaticano II se desarrolla sin demasiados argumentos nuevos pero la orden de levantarse, arrodillarse, sentarse y volverse a levantar procura al ritual las nuevas bondades del movimiento. Paralelamente, los partidos, todos ellos, sin aggiornamento alguno, han sucumbido ante los ciudadanos. Son organizaciones mostrencas. No se mueven, apenas remueven a los corruptos. Son como viejas estatuas que han provocado su sustitución por los "movimientos sociales".

Ciertamente, el cine es movimiento, pero... ¿quién puede comparar su compás de hoy con el de hace medio siglo? De un película de Visconti a otra de Rob Cohen media una bomba atómica en cantidad e intensidad de sonidos y movimientos. Por su parte, el llamado arte actual es ya feriante, nómada o circense. Las performances se hacen y deshacen, las películas pasan como rayos y hasta las fotografías se mueven para producir efectos de su época.

Los "quietistas" de la ciudad son llamativos, no tanto en cuanto actores, sino en cuanto perfectos muertos vivientes del pasado. Figuraciones en carne y hueso de un tiempo que se acabó, como los extintos habitantes de Atapuerca. Los deportes, cada vez más extremos, las apuestas de todo orden, cada vez más difundidas, las parejas cada vez más móviles y las residencias a su vez más efímeras comparten el mismo espíritu. ¿Y qué signo más eximio de todo lo que pasa, en los sentimientos o en los comercios, en la salud o en la enfermedad, en la vida o en la muerte, que la absoluta inteligencia del móvil?



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10 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cultura del más

Del mismo modo que hay personas o pueblos que sufren un complejo de inferioridad y en él se representan, otros se atiborran de un complejo de superioridad y con él se emborrachan como pavos de Navidad. Los españoles, en general, somos los del complejo de inferioridad y nuestra estima sin brillo da para bastante poco. En cambio, los catalanes, dentro y fuera de aquí, son más. Fueron uno de cada tres del equipo olímpico español en 2008 y Pau Gasol portó, en 2012, la bandera nacional al frente de la mejor selección española de la historia. En el balonmano, en el baloncesto, en el hockey, la natación, las motos, el fútbol o el baloncesto son los representantes más altos. Probablemente, ningún momento mejor para presentar una demanda de independencia como entidad diferente y superior. El Barça, segundo o tercero en la Liga no facilitaba el fervor patriótico pero ahora es otra cosa. Este momento viene a ser idóneo para enaltecer la cultura del más. Y, por si faltaba poco, el president se llama Más y un distinguido escudero se apellida Más. ¿Qué más se puede invocar?

La Historia lleva a estas cristalizaciones nominales (seminales) y bien se sabe cuánto importan las palabras del destino en estas coyunturas simbólicas por demás. Más que un club, más que una lengua, más que una nación. Más a más.

Sólo haría falta esperar el momento para expresarlo con rotundidad y ese momento ha llegado sin que se le deba dejar escapar ¿Estado de la Autonomías? ¿Café para todos? ¿Estados Federal? Parece que los españoles no entienden ni los políticos se enteran. No se trata de ser más autónomos sino de ser más. Los otros pueden darse por satisfechos con el federalismo pero los catalanes acérrimos nunca quedarán satisfechos con una fórmula igual. La cultura del más siempre requiere un plus que la distinga, aunque sea, según los catalanes, en los confines de la españolidad. Si hay comida para todos en proporciones iguales, no es bastante para la voraz cultura del más. No es el "mucho" como cree el PSOE con el federalismo lo que sacia, sino el más.

Barcelona es guapa, es la ciudad más mimada, más expuesta y más visitada internacionalmente de toda España. Poco importa que otros lugares (País Vasco, aparte, claro está) les parezcan hermosos sean El Bierzo o La Rioja. Nunca les parecerán más. Barcelona siempre fue más que Madrid y aún ahora, que los números dicen otra cosa, no importa a efectos de pesar el valor nacional.

De modo que, a base de empujones identitarios se ha llegado al extremo superior el independentismo y lo último que se le ha ocurrido a la cultura del "más" ha sido la independencia "másima". Es decir, el fin de la comparabilidad.

Los complejos de superioridad son difíciles de curar porque cada vez que se les combate se fortalecen sintiendo que la envidia o la mediocridad atentan contra ellos. En consecuencia, mañana serán mayores y pasado mañana más altivos. El español es una cosa corriente en la que alistarse y el catalán un don donde entronarse. ¿Un Estado? ¿Un Estado independiente? Claro que sí. Cuánto más independiente y único mejor. No se sabe a qué conduce esta absorbente soberbia. Puede ser que no, pero ¿y el regusto que esta morbosa patología procura ahora sin necesidad de esperar al más allá?



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26 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El oro, la luz y el desnudo

La máxima y única noticia sobre España que he podido leer en Sidney durante dos meses no es ni positiva ni negativa. Se trata de un relato igual a cero. El relato del Ecce Homo que trató de restaurar Celia Giménez, 83 años, y que se convirtió, gracias a ser una birria, en la peregrinación más graciosa de la catolicidad.

Una peregrinación tan numerosa, como se recordará, que el, párroco decidió cobrar un euro por la visita mientras, en la chacota popular, el sagrado nombre de Ecce Homo pasó a ser Este Mono. La noticia del miércoles pasado en The Sidney Morning Herald es que al cura, de 70 anos, se le acusa de apropiación indebida, lavado de dinero y, como ya es curialmente habitual, de abuso de menores.

Estos y otros datos merecieron un buen lugar en el periódico más serio de Sidney. De modo que la historia del cuadro pasa ya por un doble bucle. Cristo, convertido en monigote, desintegra el fervor. Y el periódico, con estos fragmentos, presenta la imagen principal que los australianos han recibido de nuestro país en 60 días.

No no puede decirse, sin embargo, en este caso, que se haya recurrido a los tristes tópicos. La noticia es atópica y podría haberse producido tanto en Indonesia como en Uruguay. Se trata pues de una curiosidad absoluta en la que España es protagonista por azar.

Pero solo así, por azar, los australianos saben de España. No hace falta que nos mostremos espectacularmente en crisis, ni ganadores de un Oscar, ni constructores aquí de grandes obras públicas. Faltos hoy de interés para los australianos, nuestro país se volatiliza en el espacio y solo llega a condensarse cuando planea una broma de peso parroquial. ¿No existe pues España para los australianos? No hace falta pensar mucho para suponer que no. En Europa cuenta Gran Bretaña, como es natural; en América, Estados Unidos como es capital y, en Asia, China como es cabal.

No obstante, de España no sería necesario saber mucho para tenerla en cuenta. Todos los australianos que han pasado por Barcelona, Madrid o Sevilla se han convertido en sus promotores. Pero ni el vino español que da mil vueltas al australiano (ácido como el limón pero cuarto exportador del mundo), ni el flamenco, los toros o las bellas mujeres han ganado suficiente atracción. El ganado vacuno lo poseen por decenas de millones, las bellas mujeres las tienen de todos los gustos, razas o colores y en cuanto al baile los jóvenes mueren en discotecas atestadas como en cualquier lugar occidental. Encima, sus gigantescas playas bullen de surfistas y de un clima canario tan ameno como en un radiante festival.

España les importaría notablemente, sin embargo, si los departamentos oficiales presentaran de una vez al país como la cabeza de cientos de millones de personas hablando español. No España sino el español es lo que vale su peso en oro.

Actualmente, en los programas de estudios australianos ha disminuido la oferta de lenguas europeas, como el francés o el alemán, en beneficio del japonés, el chino o el coreano. Lo que vende es lo que hace vender, y ¿cómo pasar por alto que, además de Hispanomérica, en 2050 Estados Unidos tendrá una población con una mitad de hispanohablantes?

Esta es la última colaboración que envío desde Sidney porque no voy a pasarme aquí toda la vida. He llegado incluso hasta Nueva Zelanda, pero ni un paso más. Y, paralelamente, puesto que ya que he estado allí pido disculpas a John Rochlin, cónsul honorario de Australia en Barcelona, que se llevó las manos a la cabeza cuando, sin querer, multipliqué por dos el número de habitantes neozelandeses y, de paso, sus ovejas. Ahora que, ya en directo, he podido echar un vistazo, los habitantes son 4 millones y medio y las ovejas no pasan de los cuarenta millones. Una animalada de todos modo, pero ¿qué puede esperarse de un paraíso como Nueva Zelanda, donde su naturaleza apenas sin mancillar (hay que desinfectarse las suelas de los zapatos para entrar en algunos bosques) ha convocado a toda clase de especies, faunas y floras, habidas y por haber?



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24 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La natación del yo

El ser un isleño o vivir en una isla no es igual a hallarse aislados. Los habitantes de una isla tienden, por el contrario, a encontrar relaciones con casi cualquier cosa de su exterior. En cierto modo, ser un isleño fue igual a vivir en la España de Franco donde cada ciudadano que mereciera ese nombre se preocupaba, ansiosamente, por conocer las circunstancias que se cocían afuera. El humo del guiso internacional era una suerte de vaho y actualidad que aliviaba de las barreras fronterizas, entonces impuestas por la autarquía y, generalmente, en la geografía, impuestas por el mar.

Una isla es un lugar muy codiciado por los aventureros porque les permite ilusionarse con la idea de haber dejado el mundo atrás y ganar con ello el alma de la desaparición. Para un isleño, sin embargo, lo codiciado sería formar parte del mundo con o sin traslación.

La distancia que separa las costas del continente y su satélite es igual a la variable impaciencia del corazón. Paradójicamente, cuanto pasa en el continente es el contenido. Y lo que pasa en esta tierra australiana y aislada, incluso tan extensa como Estados Unidos, es un acontecer de sucursal.

Los australianos viven en la isla mayor del mundo. La llaman, en los libros, continente y, sin embargo, no terminan sus límites en su perfil. Toda isla lleva a sentirse en un patio de butacas mientras la representación discurre sobre una escena más allá. No importa que Nicole Kidman o Russell Crowe triunfen en Hollywood y demuestren con ello su integración global. Por mucho que luzca en el exterior no dejan de ser gentes de un feudo ensombrecido, fragmentado y dependiente. Pueden ser islas afortunadas, islas de esmeralda, islas de oro pero son, con ello, pendientes del oído (o la oreja) del mundo.

La subordinación es un factor que crea una influencia proporcionalmente inferior a su distancia y con ello Australia, sin importar cuánto haga, siempre será una construcción de menor publicidad.

Las islas británicas, se diía, fueron, no obstante, un imperio del marketing pero claro está que las Islas Británicas cuando fueron poderosas impusieron su archipiélago colonial en patrón supremo.Tan superlativo que ha llegado hasta este cabo del mapa austral con Nueva Zelanda en la misma esquina.

Una isla no sabe qué hora le corresponde sino en relación al continente y el continente no consulta el reloj periférico saber la hora. La hora es la hora y a la isla le corresponde un más o un menos. De ahí, acaso, la impresión de que los diarios australianos, su radio o sus periódicos no parezcan, con frecuencia, estar al día. La sensación, positiva, es que se han salido de la circulación y gracias a ello no les atropelló el criminal ferrocarril de la crisis. La sensación, negativa, es que Dios sabe que les pasará sin penalidad.

¿Liberados? Claro que no. Ni aislada puede librarse la isla de la epidemia humana. En el corazón de la inmaculada Australia se ha consolidado una excrecencia de decenas de miles de sucios y feos aborígenes con una probabilidad de contraer graves enfermedades tres y cuatro veces mayor a la media nacional. La mortalidad de un ciudadano común ronda los 82 anos pero un aborigen no pasa de los 72.

No solo están más enfermos, aislados incluso de su identidad. Porque a diferencia de los isleños de vida y corazón, no buscan, ni esperan, ni se abocan al exterior. Su agujero negro es sobrevivir y cuanto más fuera del tiempo, mejor. Ambulan pues desarreglados, sin reglas ni dirección como los zombis, y nadan a diario en un disolvente mar alcohólico mientras en Bondi Beach, los ricos surfean, aunque siempre aislados, sobre su bendita isla del yo.

 

 



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20 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un pie de nueva horma

Los australianos son gente cordial, dispuesta a echar una mano al peregrino y escuchar por tercera vez la frase que seguimos pronunciando mal. Ni se precian de ser originalmente británicos ni hacen alarde de poseer no una simple nación sino un continente entero. Se diría que el impacto de su naturaleza -con un 70% de las tierras infértiles entre desiertos y playas- les ha vacunado de vanidad.

De modo que no se vive mal entre australianos y a todos los españoles, italianos, japoneses, taiwaneses, tailandeses, coreanos o griegos que he conocido, no les importaría seguir viviendo aquí. Claro es que mejor estarían en casa o cocinando un buen guiso pero me dicen que con solo doscientos años de historia no han tenido aún tiempo de crear un plato porque ni la incorporación del canguro a la lasaña ni la del cocodrilo a las ensaladas puede considerarse algo sustantivo.

Lo sustancial sería lo que está por venir. Ahora no se cita a Australia entre los países emergentes pese a su alto nivel de vida y su prosperidad incesante, pero no cabe duda de que la inmigración cualificada y un mayor desarrollo tecnológico les hará poderosos. ¿Británicos? ¿Norteamericanos? ¿Asiáticos, como es el grupo en que se han clasificado para el Mundial? Fueron británicos en el siglo XVIII y hasta un par de generaciones atrás pero ahora, si la reina de Inglaterra sigue en alguno de sus billetes, ya no está impresa en la memoria nacional. Son como asiáticos -basta pasear por sus calles- porque cada vez hay más inmigrantes del Pacífico oriental pero, ante todo y sobre todo, despiden un tufo americano sea en las hamburguesas, en la música pop, en los cines o en redes sociales como la popular Bebo, pequeña y en expansión.

Efectivamente son anglosajones, ingleses o norteamericanos en su apego por la naturaleza y por el lujo de las verdes praderas. En Sidney, sin ir más lejos, donde hay parques inabarcables cada dos por tres, algunos de ellos exhiben carteles municipales que invitan a patear la hierba y abrazar los árboles. Son públicos, es decir "suyos".

En cuanto al célebre binomio máquina/jardín, emblema del carácter norteamericano, los australianos se acercan notablemente al quehacer técnico a través de sus edificios más nuevos.

Australia posee una rica arquitectura victoriana que ha conservado con esmero pero, a su lado, se alzan edificios acrobáticos que evocan las construcciones más atrevidas del posmodernismo que patrocinó en Estados Unidos Robert Venturi.

Acaso algunos rascacielos parezcan incluso remedos o desechos de proyectos norteamericanos para Phoenix, digamos, pero también hay una arquitectura autóctona -no necesariamente sostenible como la de su único premio Pritzker, Glenn Murcutt, en 2002- que denota la libertad de un país en el otro confín del mundo donde parece -como demuestra su Opera House- que no deba dar cuentas a nadie.

Culturalmente, estéticamente, plásticamente, parcialmente Australia crece a su aire. Cada vez más lejos de Gran Bretaña pese a la Commonwealth y más cerca del dólar a través de su significativa divisa, el dólar australiano.

Esta semana, sin embargo, los británicos les han ganado el corazón. Nada menos que el Oxford English Dictionary acaba de aceptarles la palabra selfie, pura creación australiana. Su origen procede de un joven al que, en una trifulca entre alumnos universitarios en 2002, le partieron la boca y con tres grapas en los labios tumefactos, hecho un Cristo, se hizo una foto en su webcamera y la colgó en la Red. Esta acción y su resultado es selfie. Self significa uno mismo y selfish narcisismo multiplicado por miles de reflejos en el amplio río de las redes sociales.

Pero hay más palabras. El presente australiano, que tiene mucho que decir, le ha colado ya al Oxford Dictionary otros términos acabados sobre todo en ie. ¿Una contracolonización? No tanto. Pero el ie no es ya un relato sino un pie de nueva horma en el mundial y rampante posmodernismo australiano.

 

 



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13 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cero más cero

En el metro de Sidney, cuando se aproxima una estación, aparece un luminoso que dice: "Please take your rubbish with you".Que, por favor, nos llevemos nuestras basuras (¿nuestra propia mierda?).

Pocas veces se nos ocurre que siendo personas aseadas creemos desperdicios alrededor y menos que, públicamente, los vayamos esparciendo. Sin embargo la compañía tiene razón. Botellas de plástico, cartones del 7-Eleven, latas de Red Bull. Cada cual es un foco de residuos que polucionan el exterior. Y el exterior hoy, tanto como antes el interior, ha venido a convertirse en lugar sagrado, puesto que el medio ambiente simboliza grados de salvación o de perdición moral.

Australia no es un país singularmente limpio. Es como un país anglosajón más, pero incluso en el avión se reparte una bolsa con cierre entre los pasajeros para que depositen sus detritus y la tripulación los eche en contenedores sellados que irán al crematorio municipal. Las basuras, como las personas muertas, han ido recibiendo un tratamiento que los aparta de la vista y los convierte pronto en cenizas que, al cabo, no son ni fu ni fa.

Las cenizas son inertes. Tan inertes como las arenas que, por sedimentación a lo largo de 40 millones de años (día más, día menos), han formado el monte Uluru y las imponentes cordilleras del Kata Tjuta sobre el centro del paisaje australiano.

En el siglo XVIII, cuando los ingleses se establecieron aquí, los aborígenes serían unas 750.00 almas que hablaban 250 lenguas, siendo uno de sus principales centros sagrados estas montañas moradas.

Moradas, violetas, rojas o doradas según la luz solar y la excursión que haya preparado la agencia. Aunque, en realidad, puesto que el Uluru y sus entornos se hallan en el centro del desierto (un 65% de Australia), preparan tours para asentarse allí y verlas de todos los colores.

El asentamiento es, habitualmente, de tres días y los viajes son prácticamente eternos. Una vez allí, sin embargo, los guías ordenan dar la vuelta al Uluru para hacerse cargo de su belleza e incluso de su perímetro de 10,6 kilómetros.

Cosa semejante -caminatas de cuatro horas- ocurre con los Kata Tjuta modelados por la erosión como cúpulas o cabezas mondas: "Muchas cabezas", les llamaban hace 50.000 años los anafngu. Y así los siguen llamando ahora, aunque ya no les sirvan para nada.

En 1992 fue abolido un decreto británico que declaraba estas tierras australes como de nadie y sin nadie. Hoy se les ha reconocido a los aborígenes la propiedad de la mitad del territorio, pero realmente no se ve un aborigen sino por casualidad. O solo se les nota precisamente en la limpieza. La limpieza que se ha hecho de su raza, sea contagiándoles mortíferas enfermedades europeas, primero; sea confinándolos, después, en reservas donde se alcoholizan a la manera de los indios norteamericanos. Excepto en el arte actual, que trata de imitar sus aderezos, su vida es tan solo un souvenir. Pero, en fin, la ausencia, ¿no puede considerarse igual a la limpieza y viceversa?

Paseando las varias horas necesarias para dar la vuelta al Uluru (el monolito mayor del mundo) se reconocen cavidades, grutas y pliegues espectaculares, obras maestras del land art. Obviamente, ni uno de esos tramos llamativos les pasó inadvertido a los anafngu que interpretaron sus colores y formas como mensajes divinos. Tan divinos que, actualmente, cuando oficialmente se ha ordenado un respeto formal por los ancestros está prohibido fotografiarlos. Los turistas que llevan continuamente sus cámaras en posición de "fuego" deben sofrenarse ante estos sensitive sites bajo la amenaza de multas tremendas.

Claro está que no se mancillaría la roca con los disparos del iPhone, pero lo que cuenta no es el objetivo o el objeto, sino el espíritu. Lo invisible de adentro y lo intangible de afuera se confunden en el mismo mandato de la limpieza extrema. No residuos en las ciudades, no retratos en los montes, no restos de las personas. La cultura del cero absoluto es ya una rama de la desmemoriada cultura perfecta.



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6 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ilusión del caballo

¿Puede ser que una sola carrera de caballos paralice a todo un país? Puede ser, aunque pueda no entenderse a la primera. Ni acaso tras varios intentos. Pero esto es lo que sucede en Australia con el Melbourne Cup Day (primer martes de noviembre) que absorbe la atención de todo el país desde las 3 de la tarde a unos tres minutos después cuando culmina la liza ecuestre más importante del año y en la que los australianos (y no australianos) cruzan apuestas por valor de cientos de millones de dólares.

Se trata pues no solo de una fiesta deportiva sino de una comunión lúdica, viciosa y entusiasta que mantiene en vilo al espectador durante un recorrido de 3.200 metros. El ganador de esa carrera internacional en la que participan los mejores 24 caballos con un peso mínimo de 49 kilos y una edad mínima de tres anos recibe más de tres millones de dólares: un 85 el propietario, un 10% el entrenador y un 5% el jockey. No hay nada , sin embargo, para el caballo pero su precio se multiplicará por cuatro.

Pero ¿cómo alcanza a ser tan importante en la cultura australiana una carrera de caballos? Fernando Savater contestaría que no se trata de algo australiano sino planetario y de esa forma trascendente se vive aquí por el pueblo llano y elevado ¿No hay una fiesta igual en su país?, me preguntan. Y a estas alturas ya no se sabe qué decir porque no hay razón para referirse a un Corpus Christi, a la fecha de la Constitución o al Día de la Raza. Nada es lo que era. Hasta los "clásicos" en el fútbol se han devaluado mucho mientras los clásicos en la Commonwealth se han hecho cada vez más más ricos.

El primer ganador de la Melbourne Cup tuvo por recompensa un reloj de oro, mientras el 'ultimo abarca millones de dólares. Lo hermoso es, con todo, la brevedad del acontecimiento (3 minutos y 20 segundos, este ano) y la intensidad que su celeridad suscita junto a la histeria que se vive en cada pub donde gritan entre montones de cervezas montanas de apostantes. Fiorente fue la yegua ganadora de este 2013, entrenada, por primera vez, desde el actual formato de 1875, por una mujer australiana, Gai Waterhouse, superestrella del mes.

Cada cultura, en cada tribu, tuvo en la prehistoria a un animal como tótem. De ahí debe de proceder el culto al dragón en China, a la vaca en la India o al toro en parte del Mediterráneo. En Australia, obviamente, debería ser obviamente el canguro y, sin embargo, el amor batiente está puesto en los galgos o en los caballos veloces. Ni la oveja, los marsupiales o los cocodrilos son sagrados. Más aún: en los ;últimos anos han entrado modestamente en el menú casero de modo que si en España se aprecia el rabo de toro aquí lo que cuenta, aun con bajo precio, es la cola de canguro. El guiso está bien si al comerlo se olvida la estampa del animal sacrificado pero no es tan suculento cuando el color ratonero del animal se suma al sabor del bocado.

Un estudio entre zoológico y antropológico daría la clave de esta relación cultural ambigua entre el animal omnipresente en el souvenir y el habitante australiano. De un lado el canguro procura una inequívoca identidad australiana, de otro lado es una identidad demasiado unívoca. Canguro por millones y por todas partes. Extrema reducción de la imagen australiana al cangurismo.

¿Nos quejamos en España de la simplificación flamenca y taurina? Pues he aquí la supersimplificación. Frente a la elegancia equina de la excitante y fashion Melbourne Cup, tan elegante y británica, la desastrosa figura de un pobre animal que se ha quedado, evolutivamente, sin poder ir hacia atrás y sin dos patas para correr más hacia adelante.

 



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29 de noviembre de 2013
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El Boomeran(g)
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