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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Mujer sola con perro

Hay en la historia del teatro al menos cuatro obras muy significativas en las que una mujer sola habla con el fantasma de un hombre; tres están mudos en escena, y un cuarto no se muestra de ningún modo. Dos de esos monólogos, La Voix humaine y Le Bel Indifferent, son de Jean Cocteau, Happy Days (1961) está entre las obras maestras de Samuel Beckett, y en el cuarto y más contemporáneo, Diatriba de amor contra un hombre sentado, Gabriel García Márquez, en una insólita incursión teatral, tuvo sin duda dentro de su cabeza tan ilustres y conocidos precedentes. El primero en ser escrito y estrenado, en 1930, fue La voz humana; Jean Cocteau, un prolífico artista en diversos registros, tenía ya más de cuarenta años y varias recreaciones clásicas en su haber, pero su espíritu a la vez profano y zangolotino convivía, como lo haría siempre, con la tragedia mitológica, el drama histórico de libre interpretación y el modelo grecolatino, realzado con sus preciosos y a menudo procaces grafitti. Satisfecho del éxito internacional y duradero de esa corta pieza de media hora (llevada al cine como veremos y convertida en ópera por Francis Poulenc), Cocteau siguió cultivando el monólogo toda su vida, haciendo en 1940 para Edith Piaf, que lo estrenó, El bello indiferente, una variante o pendant del monodrama de 1930, en este segundo caso semi-telefónico, pues la mujer postergada también le habla a la cara al proxeneta desconsiderado.

La voz humana tiene un fundamento preciso contado por Cocteau en el prólogo a la edición del texto, publicado igualmente en 1930, donde el autor habla de “el recuerdo de una conversación sorprendida al teléfono, la singularidad grave de los timbres [de voz], la eternidad de los silencios”. Pedro Almodóvar, que no sigue en The Human Voice las minuciosas precisiones del decorado que Cocteau escribió en su día, se toma libertades muy fieles, teniendo el acierto de no abordar y ni siquiera sugerir la leyenda que acompaña al monólogo, según la cual la escena de ruptura, planto y agria recriminación refleja en realidad la de una pareja de hombres. Aunque esta atribución sotto voce la he visto comentada seriamente, por ejemplo en la monumental edición del teatro completo de Cocteau en la Biblioteca de la Pléiade, la base tiene un origen chismoso: la noche del “ensayo general íntimo” en el gran teatro, lleno a rebosar, de la Comédie-Française donde se estrenó dos días después, el poeta Paul Eluard, que asistía como acompañante invitado por el cineasta ruso Eisenstein, dejó oír su voz en medio de la función, gritando Eluard (quien como otros surrealistas detestaba la frívola libertad de un exhibicionista de gran talento como Cocteau) que la obra era obscena, pues lo que la actriz dice en el escenario “¡se lo dices tú a Jean Desbordes!”, amante por aquel entonces del escritor. Aquel 15 de febrero de 1930 había más de mil espectadores en la sala, y el zafarrancho fue fenomenal, teniendo Paul Eluard que refugiarse en las oficinas del administrador del teatro. “Jean [Cocteau] está encantado. Ha tenido su escándalo”, escribiría más tarde un amigo suyo.

Juzguemos nosotros esa miniatura escénica tal cual es, dejando para la maledicencia o el vaticinio lo que pudiera ser una transposición, a la manera en que ciertas figuras y trasfondos femeninos del teatro de García Lorca y Tennesee Williams tendrían antes encarnadura o moldes masculinos. Y juzguémosla ahora en esta reencarnación en inglés que ha llevado a cabo Almodóvar con Tilda Swinton. El cineasta presenta a su protagonista en un no-lugar industrial en el que los vestidos que la actriz lleva resaltan: una mujer exquisitamente arreglada divaga por un decorado, antes quizá, o en el descanso de un rodaje. Así empieza esta Voz Humana en inglés, pero no sería Pedro nuestro admirado Almodóvar si en el contexto de una obra sublime dejara de introducir la paradoja, o incluso la caricatura. Swinton abandona el taller, estudio de grabación o sala de ensayo teatral para ir de compras; una ferretería bien surtida aunque no sofisticada, en la que el consuetudinario episodio fraternal se consolida ante el mostrador, atendido por Agustín Almodóvar, que ha ido creciendo con sus cameos y ahora dispone de dos hijos adultos presentes en la figuración de esta escena que algunos espectadores consideran un pegote o una humorada fácil. A mí la escena, en un segundo visionado, me pareció un adecuadísimo contrapunto hortera (y no olvidemos que la palabra hortera se aplicaba originalmente sin menosprecio, al menos en la España central, al dependiente de un comercio); la crasa realidad que va pegada al espíritu de la ficción.

Esa ficción empieza a continuación con la voz hipnótica y los modos extraterrestres que confiere a su andar la gran actriz británica, que se interpreta, al menos en la superficie, a sí misma: una actriz entrada en años a la que aún llaman los productores avispados que gustan de su palidez espectral y de su estilo interpretativo “mezcla de locura y melancolía”. Pero en el decorado suntuoso donde sucede la acción representada hay un tercer invitado, que se configura como co-protagonista: el perro Dash, una presencia que en el texto de Cocteau es poco perceptible y apenas se deja ver en Una voce umana, la cinta de Rossellini a la que volveremos. Almodóvar, aparte de elegir a un animal muy sustantivo y hermoso, le da voz o palabra canina, y más que eso: le da sentido. Sabemos por el texto que el perro pertenece al amante invisible e inaudible de la mujer, y como tal se comporta el animal en la extraordinaria secuencia del traje masculino sobre la cama y los hachazos que dieron pie al costumbrismo ferretero. La nostalgia del amo ausente que siente el perro no le impide el mostrar interés en lo que sucede delante de él: a Dash le han dirigido como actor, fuese el propio Pedro o un  entrenador de animales quien lo hiciera, y como actor se comporta. De ahí que el final del mediometraje, que no conviene contar en sus importantes detalles, sea no solo una añadidura enormemente enriquecedora del guionista-cineasta, sino una vindicación de los damnificados: la mujer, que ha perdido a su amor de mala manera, y el perro, que la sigue y seguramente la comprenda gracias a lo que a ambos les une. El dolor sentido.

No he visto nunca la adaptación televisiva (con Ingrid Bergman) de La voz humana, pero me he dado el gusto, además de releer el monólogo y escuchar la grabación por Julia Migenes de la ópera de Poulenc, de revisar L'amore, ese atractivo y raro díptico de Rossellini concebido en 1948 a mayor gloria de Anna Magnani, que interpreta a la mujer amargada de Cocteau y a la pastorcilla simplona pero visionaria del segundo segmento, Il miracolo, una portentosa adaptación por Federico Fellini (que interpreta un papel central) de la novela corta de Valle-Inclán Flor de santidad. Del talento de la Magnani no hace falta glosa. El morbo lo da la comparación de dos adaptaciones y dos intérpretes tan eximias y tan distintas. La habitación de Un cuore umano está entre el neorrealismo y el interiorismo del cine de teléfonos blancos, en esta ocasión negros. La casa de la mujer sola de The Human Voice es un olimpo decorativo donde reina una diosa destronada. El italiano jugoso y chillón de la Magnani nos sabe a melodrama operístico. Tilda Swinton hiela con su tajante dicción inglesa, que esconde sin embargo las mismas pasiones de una mujer al borde de una crisis mortal. Las dos suplican y las dos toman píldoras, pero ninguna perece. La de Rossellini hunde en el plano final su cabeza de espeso pelo negro sobre la cama. La de Almodóvar también se desploma pero se levanta y anda. Lo que hace a continuación quizá ya no sea amor. Tampoco es condescendencia.

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21 de diciembre de 2020
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El otro mundo

Sentado en el beato sillón que da título a su famoso poema, Jorge Guillén era optimista: “El mundo está bien hecho”. Esa declaración en verso, que después de la Guerra Civil tuvo un eco político en dos poetas de opuesta ideología, José García Nieto y Victoriano Crémer, responde a un tiempo y a un carácter; al cabo de pocos años de escribir Beato sillón el gran autor de Cántico salía con su familia al exilio, donde pasó más de tres décadas.

Se acaba el peor año de nuestras vidas, y las fechas favorecen las remembranzas, los recuentos, los recelos y, con prudencia, las esperanzas. Trump ha perdido, la lucha climática gana defensores, las vacunas se inyectan, el Brexit quizá le cueste a Boris Johnson más de lo que pensaba, Hungría y Polonia tendrán que repetir curso en la escuela de la democracia, y Francia pone coto a un separatismo fanático que también conocemos en España. Siempre he creído que Francia es el laboratorio social de nuestro futuro, aunque no todo lo bueno se cuece allí, ni el Oriente produce únicamente amenazas. Es casi seguro que el mundo está peor hecho de lo que Guillén sostenía, pero tiene remedio. Y ahora que se habla tanto de reyes, me acordé de un pesimista de buen humor, el autor de El rey Lear, que pone en boca de uno de los perjudicados de esa tragedia, el joven conde Edgar, hijo y heredero repudiado, estas palabras: “El cambio deplorable es desde lo mejor; / desde lo peor se pasa al júbilo”.

El mismo día en que hubo noticias de Abu Dabi leí en estas páginas a Najat el Hachmi, una mujer norteafricana de origen que escribe, estupendamente, en catalán y español. Su valiente artículo desafiaba el socorrido argumento de que el color o la exclusión exculpan la violencia. Hay males en el mundo, en lo alto y abajo, que hieren a la humanidad.

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17 de diciembre de 2020
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De lo húngaro

Es impecable irse a pecar fuera cuando no se puede hacer en tu tierra: las españolas que abortaban en Londres, los que veíamos en Perpignan o más lejos películas prohibidas, los hispanos que daban vivas a la república en Portugal cuando aquí aún andaba Franco fusilando. Pecados de la carne o del alma, veniales todos. Pero la escapada ha tenido esta vez una moraleja cruel que nos alivia: József Szájer, eurodiputado húngaro extremo-derechista, ha terminado su carrera política, dicen que brillantísima, por un asunto de sado-maso gay que muchos adultos consintientes practican sin problema en sus recintos.

Szájer representa lo más vil de la política: la represiva mentira pública que tapa un complaciente vicio privado. Pero las fotos que se han podido ver del apartamento del sexo duro en Bruselas, así como el relato oral del master chef de la orgía, me han recordado, como paradoja, a uno de los grandes del periodo refundacional de los Nuevos Cines, el director Miklós Jancsó (1921-2014). Hoy está, me parece, un tanto olvidado, y quizá demodé, porque su extraordinaria concepción coreográfica de lo político no se lleva, y tal vez en su propio país los desnudos íntegros de sus actrices haciendo alegorías anti-fascistas podrían ser censurados.

Por mi gran apego al cine de Jancsó me aficioné a todo lo húngaro, inclinación que no he abandonado excepto en el fútbol, donde también hubo virtuosos como Puskas, aunque en ese terreno carezco de autoridad. Oigo con mucha frecuencia la música, digamos que clásica ya, de Bartók, el cine de Jancsó (y sus contemporáneos Gaál o Szabó) hoy lo sustituyo por el de otro radical de la vanguardia, Bela Tarr, y sigo descubriendo excelentes novelas de Tibor Déry, György Konrad, Dezsö Kosztolányi o Lászlo Krasznahorkai, a la espera de que Péter Nádas, autor de esa gran obra maestra que es Libro del recuerdo, publique más. Húngaros de mejor fuste.

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11 de diciembre de 2020
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Pensar, mirar, buscar

En 1964 Jack Kerouac contestó a mano el cuestionario que un alumno de doce años para quien el novelista era su escritor favorito le había mandado desde Boston, como parte de un trabajo escolar obligatorio. A una de las preguntas del audaz niño, "¿Cuál cree que es el modo ideal de vida?", Kerouac le respondía: "Eremita en los bosques, cabaña de un único cuarto, estufa de leña, lámpara de petróleo, libros, alimentos, retrete, sin electricidad, solo agua de riachuelo o arroyo, dormir, ir a pie". El cineasta navarro Oskar Alegria, que probablemente no sea un beatnik, tuvo entre el invierno de 2017 y un prolongado verano de 2018 una aventura fluvial en la que el río Arga fue para él el agua primordial de una infancia trascurrida en sus orillas, desde las que entonces se divisaba una isla en el centro del río, un Zumiriki, título del largometraje ahora estrenado, ocho años después de su primera película La casa Emak Bakia. Las raras palabras bien provistas de "kas" muy sonoras anuncian ya desde su morfología una pertenencia y una raíz del cine de Alegria, que con esta segunda y fascinante obra se configura como uno de los nombres clave del actual cine-ensayo (mejor diríamos cinéma-essai, dada la filiación con Montaigne), al lado, dentro de nuestro país, de José Luis Guerín, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe o Isaki Lacuesta.

Zumiriki tiene un arranque engañoso que parece encaminarse a una exaltación de lo regional y lo telúrico: una ermita campestre, una romería de la Virgen en la montaña, un padre labriego que hacía cine amateur con sus allegados. Todo muy previsible y muy rústico. Pero Alegria no sólo introduce desde el principio las secuencias caseras en Super8 de su padre; cita lo que este decía, "filmar sin pensar", y a eso se entrega el hijo en este film nunca ingenuo sino sofisticadamente cerebral, en el que todo está planeado a la vez que sujeto a la indeterminación de los elementos, al capricho animal y a los accidentes del hombre, entre ellos la muerte. Así que el aventurero, o el deambulador, o el evocador sentimental, decide ir a la margen del Arga y hacerse una cabaña unipersonal como las que, por mencionar solo algunos famosos reclusos voluntarios, ocuparon Heidegger en la Selva Negra, Wittgenstein junto a un lago noruego, Mahler en los Dolomitas, Strindberg en un pequeño archipiélago cerca de la capital sueca, Dylan Thomas y Bernard Shaw dentro de los jardines de sus respectivas casas de campo británicas. Entre ellos había, según sabemos, enemigos sin más del ruido ajeno, quienes al recluirse dejaban atrás un matrimonio nublado o un bloqueo creativo, y los que iban en pos de un uso egotista del tiempo y una inspiración fluida e ilimitada. En su propia confinación, Heidegger, quizá el más significado de todos, encontraba un "lugar de pensamiento" en el que, además de estar solo en su escarpada pradera, cultivaba la fidelidad a una "memoria campesina".

Aislado pero sin rechazar a los naturales del lugar, Alegria, después de levantar y adecentar su básico habitáculo sobre el solar de una antigua borda de su familia, sale a buscar el genio del lugar, sus figuras comunes y los excéntricos, y sobre todo no cesa de mirar ese paisaje idílico ahora anegado por las aguas de una presa construida en tiempos posteriores a su niñez. Su objetivo no es un veraneo fresco a la manera norteña, ni una tarea de mitificación infantil, aunque haya ciertos atavismos; evoca a su padre, a dos navegantes vascos que hicieron una larga travesía a vela en 1962 (cuyas imágenes de aficionado usa), y la figura evanescente de un hombre solitario que ocupó la orilla opuesta a la suya y al morir dejó cien vacas desvalidas. Noventa y nueve fueron al matadero y una, "joven y oscura", se escapó del rebaño, eludiendo el gancho de las carnicerías. "Esta película", dice el narrador en primera persona," pretende encontrarla". Los incidentes y hallazgos (por no decir peripecias y ocurrencias) de Zumiriki nunca cansan; la épica de la subsistencia a lo Robinson Crusoe mantiene su potencia narrativa probada a lo largo de siglos, y todo explorador que sepa contar su historia nos interesa, aunque conste -en el Oskar Alegria también protagonista del film- que su equipamiento, además de las dos gallinas ponedoras y las dos camisetas de cuerpo entero, la negra y la blanca, más propias del Oeste americano que de Navarra, incluía algún moderno utensilio para el bricolaje y cuatro cámaras de video de alta definición (las imágenes son con frecuencia de una gran belleza, tanto en el paisajismo como en el interiorismo.) Lo extraordinario de Zumiriki es que este intruso amigable divaga sin parar, y a menudo sin parar de andar; sus divagaciones son el reino de lo imprevisto, y los demás imprevistos que no emanan de él le dan a esta historia su argumento. Sin olvidar a la vaca oscura, personaje ausente cuya silueta está presente, y no estamos contando el final. El desenlace podría haber sido la garduña voraz instalada en el trono vacío del invasor humano ya desaparecido, pero al narrador Alegria le hacía falta un epílogo que quizá el espectador no necesita a estas alturas del largo metraje. El autor recompensa ese prolongamiento regalándole a su público un tour de force de imaginería nocturna y suspense acuático.

El indagador Oskar Alegria se había fogueado el año 2012 en una búsqueda distinta, de la mano o por inspiración de Man Ray. La casa Emak Bakia es otro lugar ameno al que nuestro cineasta llega por ser cinéfilo, tras conocer el mediometraje abstracto y para-dadaísta que Man Ray realizó en 1926 y llamó Emak Bakia. Tan misterioso pero vascuence título ("déjame en paz", sería su traducción) le conduce, a través de la erudición ligeramente llevada, de las coincidencias y los hallazgos fortuitos, a una casona en la costa vasco-francesa donde el artista de origen norteamericano residió y rodó. La digresión es el territorio donde Alegria se siente más seguro, y nosotros mejor acompañados. Su película contiene lo siguiente: una primera aparición del clown de Fellini Alfredo Colombaioni (que resurge en Zumiriki), un delicioso ballet con el flirt de una mano de plástico y una servilleta voladora, unas entrevistas explicativas a Bernardo Atxaga, Ruper Ordorika, un tendero de ropa vintage y dos expertos en Man Ray (quizá sobren todas), una visita a la tumba del polifacético artista en el cementerio de Montparnasse, una panorámica muy variada de las fachadas con nombres autóctonos de los chalets costeros del golfo de Vizcaya, una disertación en imágenes del modo de dormir de los cerdos, y como acicate, un alegato en pro de la ruptura de formas en el relato fílmico que el director pamplonica asume como una enseñanza del cine experimental de Man Ray, que hizo en total cuatro interesantes películas. Sin olvidar el lado, nada oscuro, del Alegria narrador, quien parece a lo largo de sus dos ensayos cinematográficos sentir nostalgia del cine de aventuras y piratas, del western, del thriller, y hasta de las sagas heroicas, que él reduce a la persistencia y la sagacidad del modesto héroe tenaz: la vaca fugitiva, el ordenado hombre de la cabaña, la novelesca princesa rumana (prima de Nabokov, ni más ni menos) cuyos antepasados construyeron la casa Emak Bakia, hoy residencia estival para trabajadores franceses jubilados.

En realidad, Alegria busca pasados sin futuro o auroras que no tengan fin. La expresión emak bakia ya no se usa en el euskera de hoy, y de los zumirikis solo asoma, cuando baja el nivel del río, la copa de algún árbol resistente a las avenidas. Entonces, además de observarlo y encontrarlo donde siempre estuvo, hay quien quiere también bañarse en sus aguas.

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7 de diciembre de 2020
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Bajorreal

Esto no es una columna sobre la monarquía borbónica, sino sobre el fenómeno de dos de los más grandes escritores españoles del siglo XX que, en su fase larvaria pero ya haciendo esgrima, comparecen en el libro El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg, 2020). Unidos desde su juventud por una a veces reñida amistad de iguales, Luis Martín-Santos, que murió en un accidente en 1964, y Juan Benet, llevado por el cáncer en 1993, planearon a fines de los años 1940, en una pensión madrileña, una travesura sublime: escribir al alimón casi 70 cuentos breves en los que su compilador minucioso, Mauricio Jalón, no siempre ve clara la autoría; es probable que fuese en algunos compartida, a modo de cadáver exquisito a 4 manos de quien ya era médico y quien aún estudiaba en la escuela de Caminos.

En 300 páginas asistimos al fascinante espectáculo de la inmadurez del genio afilando armas para el asalto al campo de la novela, más allá de sus (exigentes) ocupaciones en la psiquiatría y la ingeniería. El libro, completado con otros materiales de interés, lleva el título que le habían puesto al proyecto común nunca editado, y en el que, siguiendo el espíritu de su erudición impertinente, se rescata aquí el esbozo de una medio-jocosa corriente literaria que llamaron bajorrealismo.

Sabemos lo que ambos hicieron en la literatura de lengua castellana, en el caso de LMS con la trágica brevedad de su obra. Hay piezas memorables de Benet, como Mientras el Ebro sonríe, Vértigo de la ciudad en noviembre o El matrimonio, que ocupa dos líneas, y, siendo más numerosos, excelentes cuentos de LMS, Delicatessen, Amor, Nadia, donde brilla el buen lector de Kafka. El bajorrealismo del tándem no prosperó como tal: ambos tomaron caminos opuestos, Martín-Santos bajo la advocación de Joyce y Sartre, Benet escrutando a Faulkner y Proust. De los dos han quedado obras maestras. Estas piezas son su primer aliento.

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3 de diciembre de 2020
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Estos pelos

Es una foto memorable que cayó en el olvido, quizá por su apariencia anecdótica. Ilustraba, con otras tomadas en la actualidad, la entrevista de Javier Moreno a Barack Obama, y nadie que leyera el periódico el pasado jueves 19 habrá dejado de reparar en esa imagen: el niño negro, vestido de domingo, poniendo su mano en la pelambre corta del entonces presidente, que se agacha: pelo rizoso afro, el de ambos. La historia reciente de Norteamérica se condensa en dos pelos, el genuino e igual que el niño comprobaba en Obama, y el levantisco rubio dudoso de Trump. Eso me llevó a una consideración peluquera de la política, que tiene en Inglaterra ejemplos señeros, la permanente Thatcher y el desmadejado rubio natural por estratos de Boris Johnson. Dos formas de peinarse a lo tory. Ya puesto, hice memoria histórica, aunque el franquismo dio poco juego estético al cabello. En las Cortes el corte era monótono y monocolor, apenas había mujeres, cardadas o no, y solo la primera izquierda aportó novedades: la melena leonada de Rafael Alberti, el inmarcesible flequillo González.

En los últimos años hemos recurrido a menudo al bello plata gastado de Christine Lagarde, y la variedad actual da gusto verla, bastante más que oírla. En Europa la cosa empezó, como ha de ser, con los griegos; las entradas a lo Varoufakis atraían mucho a las mujeres, y la calvicie franca de aquel breve ministro de finanzas produjo, yo diría, un efecto llamada en nuestras cabezas. Podemos o la antítesis: las espesas rastas de Alberto Rodríguez, la coleta mutante de Pablo Iglesias. En los bancos de enfrente, un prototipo: la lacia y rubia fría hitchcockiana representada por Cayetana Alvárez de Toledo.

Una visión muy cruda de la mentira escondida en el tinte capilar y en nuestra sociedad se dio el otro día en Washington, donde los churretes negros caían sin piedad por las mejillas de Giuliani, el abogado de Trump.

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26 de noviembre de 2020
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Vida de Brines

Cumplidos ya los 30, entre 1963 y 1965, Francisco Brines pasó dos cursos enseñando en Oxford, donde más de una década después se le recordaba con gratitud y una pizca de ironía oxoniense: en esos años nadie nunca le oyó una palabra en inglés. Algunos alumnos suyos de los años 60, más tarde profesores en las mismas aulas, insistían en su modestia; uno de ellos afirmaba haberle oído a Brines dos "thanks you" avergonzados. La modestia y la timidez lingüística no son necesariamente virtudes poéticas; hay muchos genios soberbios y políglotas, además de Neruda, pero Brines pertenece a la bella categoría de lo anti-pretencioso. Qué pareja más compasada debieron formar entonces él y Claudio Rodríguez, que enseñaba en Cambridge, paseando por la campiña bajo la mirada benévola de Clara, la mujer de Claudio.

Cuando empezamos a leer en serio, muy pronto, nos gustaban más los catalanes, Gil de Biedma, Barral, Ferrater, si bien la meseta española no sólo daba berzas: ahí estaban, junto al citado Claudio tan vidente, Pepe Hierro o los astures a la madrileña Bousoño y Ángel González; todos amigos, en un grupo culto, vivaz y muy nocturno, aunque la mayoría pasaba consulta por la tarde en el locutorio de Aleixandre. De la rivalidad catalano-mesetaria habló nuestro nuevo Cervantes de hoy, esencialmente valenciano él, en una entrevista que en 1980 le hizo Isabel Burdiel en los cuadernos Cuervo, donde Brines, siempre conciliador, igualaba a las dos facciones por su "poesía escrita [...] desde la propia biografía, la ironía y un sentimiento muy concreto de frustración", añadiendo inteligentemente que todos ellos era "jóvenes burgueses con mala conciencia, y esa situación vital yo la entendía bien. Más que la crítica directamente política les interesaba la acusación de su propia clase".

Siendo velintónico, Paco Brines es cernudiano, como demostró en su elocuente discurso de entrada en la RAE contestado por otro miembro del grupo de los aleixandrinos seniors, Paco Nieva. Sin embargo, su desolación rara vez está malhumorada, ni su amar fue quimera. Las elegías de Brines llevan consigo el consuelo, como recuerdan estos hermosísimos versos de La despedida de la carne: "Misericordia extraña / ésta de recordar cuanto he perdido, / y amar aún su inexistencia."

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19 de noviembre de 2020
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La indecencia

No siendo historiador ignoro si en los tiempos modernos ha habido un periodo en el que coincidieran, como ahora, tantos jefes de estado odiosos, y me refiero aquí a un odio universal, no partidista ni solo ideológico, sino fundamentalmente estilístico. Porque una cosa es tenerle manía a tu alcalde pedáneo y discrepar radicalmente de una presidenta territorial, y otra muy distinta verse afectado por un diluvio lejano que a todos nos arrastra o nos salpica. Mi lista actual de bestias negras blancas de rasgos humanos se extiende por varias latitudes, y ustedes tendrán las suyas, coincidentes o no, pero es imposible, incluso para los memoriosos de la segunda parte del siglo XX, recordar una explosión de júbilo como la causada en el mundo por la caída de Trump.

Pensé en lo que dijo Paul Auster respecto al contrincante al que iba a votar, sin que le entusiasmara: "Biden is a decent man". El adjetivo inglés tiene un significado muy amplio, pues tanto abarca la falta de obscenidad como el carácter amable. De las once acepciones que el Diccionario Oxford conciso da de decent, ninguna de ellas le cuadra a Trump, y casi todas a Biden. Lo que significa que, más allá de otros razonamientos, setenta millones de norteamericanos votaron el pasado miércoles a sabiendas a alguien de tan exhibida indecencia como Trump. ¿Desea tanta gente, y en países civilizados, ser regida por el fanfarrón, por el sexista, por el hazmerreír, por el que habla de todo sin saber de nada, por el que aferra la carne involuntaria de una mujer por la costumbre que tiene de agarrarlo así todo? ¿Son sus votantes iguales que el votado, le envidian, o sólo se aprovechan del fantasma para fastidiar y dar miedo? ¿Dónde saldrá el próximo fantoche de la política? Una alegría añadida a la celebración: saber que es posible cortarle el rollo en directo, urbi et orbi, al presidente de los Estados Unidos.

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13 de noviembre de 2020
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Papa y papás

 

El mismo día en que Pablo Casado hizo de delantero centro en las Cortes hubo otra recolocación centrista en más altas esferas, donde se aplaudió menos. Gracias a una crónica de Daniel Verdú desde Roma supimos de un documental ruso en el que el papa Francisco prosigue su resbaladizo toma y daca en el tema de la homosexualidad; lo inició a bordo de un avión en 2013, recién elegido ("¿quién soy yo para juzgar a los gays?"), lo atenuó poco tiempo después al recomendar el psicólogo a los niños con "síntomas raros", aunque el mes pasado su encíclica Hermanos todos (Fratelli tutti) nos pareció el non plus ultra del igualitarismo. Pero ahora resulta que los homosexuales siguen pecando si además de creyentes son practicantes: la noticia es que el papado acepta el amor platónico y la unión civil (faltaría más). Bergoglio, vigilado de cerca por la curia vaticana, reparte el sufrimiento: a los hijos que muestren la tendencia no hay que echarlos de casa, pero tampoco es de recibo que un crío afeminado o una cría machorra "generen dolor" a sus progenitores.

Quise mucho a mis padres, que me quisieron a mí muchísimo, sin saber en toda su verdad mis sentimientos amorosos. No me hicieron sufrir ni yo a ellos, creo. El lema del ejército norteamericano ("don´t ask", "don´t tell", no pregunte, no diga) fue durante siglos un pacto sobrentendido de silencio, llevadero mejor en grandes superficies y familias de manga ancha. Hoy es distinto. La homosexualidad quiere hablar, esté donde esté, y no solo ser compadecida. Cuando las sectas dogmáticas proliferan y las religiones de Libro manifiestan intransigencia respecto al descarriado, la más extrema de todas se lanza a la calle a sacrificar ovejas negras del rebaño de enfrente. Decepciona en un momento así que la iglesia de Jesucristo no sea, por un asunto de cama, aquella vanguardia caritativa y humanista en la que muchos creímos antes de perder la fe que nos castigaba.

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6 de noviembre de 2020
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Blanco del crimen

Las vidas color negro han de importarnos a todos, sin olvidar por ello a quienes mueren por el matiz distinto de sus ideas. Leyendo prensa francesa y hablando con amigos del país vecino me he acordado de nosotros mismos. No ya de los atentados sangrientos que España, como Francia, ha sufrido en lo que va de siglo, sino de un solo muerto anterior: la degollación de Samuel Paty me trajo a la memoria el tiro en la nuca a otro inocente, Miguel Ángel Blanco, un 13 de julio de 1997. El asesinato del joven edil del PP en Ermua tuvo, como el del profesor de Conflans-Sainte-Honorine, el apoyo clerical que nunca le faltó a ETA. Las manos ciudadanas levantadas tras el tiroteo en 1996 del jurista Tomás y Valiente volvieron a pintarse de blanco un año después, sobre la piel de las ideologías, en toda España. Nació entonces el espíritu de Ermua, y ahora puede nacer un esprit de Conflans.

Decían los etarras que el pueblo vasco estaba oprimido, y en más de un púlpito bramaba como predicador de ese falso sermón el gudari por gracia divina; su equivalente en Francia es la figura del imán-cónsul de un estado que no existe aunque se rige por mandamientos. Uno de ellos ordena matar al infiel. Una mayoría de musulmanes de buena voluntad cree en ese dogmático estado supranacional, pero no mata. Hay sin embargo una quinta columna mundial, un yihadismo ambiental en palabras de Gilles Kepel, que ya se deja oír contra el espíritu de Conflans, criticando las acertadas palabras de Macron sobre el separatismo islamista dentro de una república de libertades. Ermua supuso el principio del fin de ETA. El cierre de mezquitas contaminadas de odio y el desenmascarar a quienes, con el pretexto de la exclusión social (real) hacen la guerra santa, es una necesidad, con tal de que los pecadores justos dejen de ser objeto de venganza, blanco de la matanza.

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29 de octubre de 2020
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El Boomeran(g)
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