Vicente Molina Foix
Cumplidos ya los 30, entre 1963 y 1965, Francisco Brines pasó dos cursos enseñando en Oxford, donde más de una década después se le recordaba con gratitud y una pizca de ironía oxoniense: en esos años nadie nunca le oyó una palabra en inglés. Algunos alumnos suyos de los años 60, más tarde profesores en las mismas aulas, insistían en su modestia; uno de ellos afirmaba haberle oído a Brines dos «thanks you» avergonzados. La modestia y la timidez lingüística no son necesariamente virtudes poéticas; hay muchos genios soberbios y políglotas, además de Neruda, pero Brines pertenece a la bella categoría de lo anti-pretencioso. Qué pareja más compasada debieron formar entonces él y Claudio Rodríguez, que enseñaba en Cambridge, paseando por la campiña bajo la mirada benévola de Clara, la mujer de Claudio.
Cuando empezamos a leer en serio, muy pronto, nos gustaban más los catalanes, Gil de Biedma, Barral, Ferrater, si bien la meseta española no sólo daba berzas: ahí estaban, junto al citado Claudio tan vidente, Pepe Hierro o los astures a la madrileña Bousoño y Ángel González; todos amigos, en un grupo culto, vivaz y muy nocturno, aunque la mayoría pasaba consulta por la tarde en el locutorio de Aleixandre. De la rivalidad catalano-mesetaria habló nuestro nuevo Cervantes de hoy, esencialmente valenciano él, en una entrevista que en 1980 le hizo Isabel Burdiel en los cuadernos Cuervo, donde Brines, siempre conciliador, igualaba a las dos facciones por su «poesía escrita […] desde la propia biografía, la ironía y un sentimiento muy concreto de frustración», añadiendo inteligentemente que todos ellos era «jóvenes burgueses con mala conciencia, y esa situación vital yo la entendía bien. Más que la crítica directamente política les interesaba la acusación de su propia clase».
Siendo velintónico, Paco Brines es cernudiano, como demostró en su elocuente discurso de entrada en la RAE contestado por otro miembro del grupo de los aleixandrinos seniors, Paco Nieva. Sin embargo, su desolación rara vez está malhumorada, ni su amar fue quimera. Las elegías de Brines llevan consigo el consuelo, como recuerdan estos hermosísimos versos de La despedida de la carne: «Misericordia extraña / ésta de recordar cuanto he perdido, / y amar aún su inexistencia.»