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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Mi primer bikini

Aún recuerdo bien mi primer bikini, no llevado por mí, aclaro para disipar confusiones, sino visto por mí a la tierna edad de siete años: al día siguiente de haber hecho solemnemente la Primera Comunión en el colegio de los Hermanos Maristas donde estudiaba. El bikini se encontraba en la playa del Postiguet, en pleno centro de Alicante, la ciudad en la que crecí, y el tiempo eran los últimos años 1950, cuando la España Negra aún lucía todo su esplendor cromático. El bikini duró poco tiempo expuesto en la arena, encima del cuerpo de una muchacha que parecía extranjera y lo era: belga, para más información. La chica (y esto se supo más tarde), iba en coche con su familia camino de Granada, y se habían detenido en Alicante para comer y refrescarse, ella en ese bikini colocado encima de un esbelto cuerpo de adolescente. Hasta que llegó a la playa la policía municipal, avisada por una señora piadosa que, vestida con un ‘burkha' español ‘avant la lettre' (espesas medias grises, falda negra, camisa morada de manga larga cerrada hasta el cuello, rebeca de lana, escapulario), se quejó del escándalo del bikini y logró no la detención pero sí la amonestación y la fuga hacia el sur de la familia belga. Yo, que acababa de abjurar de Satanás, de sus pompas y sus obras ante el altar, no llegué entonces a calibrar ni la magnitud del pecado ni la dimensión del busto juvenil.

     Con el crecimiento espectacular del turismo en la siguiente década de los 60, con el síndrome de Benidorm, que se extendió infecciosamente más allá de las costas del Levante, con la muerte del general Franco y el llamado ‘destape' en las películas y las revistas gráficas, el bikini quedó obsoleto, por frecuente, y España accedió a formas más explícitas -y universales- del bronceado integral: el topless femenino, el ‘tanga' masculino, la cala nudista para ambos sexos. Así hasta hoy en este país nuestro de extremos, más que de contrastes, donde hemos pasado en poco más de treinta años desde el siglo XIX al XXI, desde el acoso machista (físico y verbal) a la instauración de los matrimonios gay, por ejemplo. ¿Cambiará el estado de las cosas, en uno de esos movimientos de péndulo que acostumbra hacer la historia?

       Dos noticias de signo distinto pero tal vez complementario me llamaron la atención el pasado verano. Según la primera, un 43% de los españoles, eran datos del diario La Razón, se manifestaba en contra de la existencia de las playas nudistas, aunque estén situadas en lugares costeros recónditos e inaccesibles por carretera (¿serían los encuestados sólo lectores de ese diario, o razonablemente más variados?). La segunda era más inesperada: varios municipios catalanes, y entre ellos el de Barcelona, gobernado por la izquierda, considera la idea de exigir en las calles un ‘dress code' que impida no ya el nudismo sino el torso desnudo masculino de los acalorados turistas (suelen ser ingleses), así como la entrada en recintos públicos  -tiendas, restaurantes, bares-  en bañador y chancletas. ¿Moralidad? ¿Higiene? ¿Apoyo indirecto a los castigados sectores del textil y el calzado? Desconocemos aún cómo ha afectado a la discusión de esas normativas la difusión que El País hizo de las ya legendarias fotos coitales de la Boquería.

    Pero luego vino, difundida por el fiable La Vanguardia, una noticia absolutamente sorprendente, incluso para los que como yo, somos aficionados a la poesía involuntaria de los titulares de prensa, sobre todo la mexicana. "El 88% de la población catalana tiene en su organismo restos del insecticida DDT", pudimos leer en la sección de Sociedad del citado diario. A instancias del departamento de Salud del gobierno catalán, un instituto de investigaciones médicas, después de meses de estudios y pruebas del máximo rigor científico a partir de la sangre aportada por 919 personas, había alcanzado esos resultados, que demostraban la presencia de diferentes compuestos químicos de alta toxicidad en el interior de las personas analizadas. "Ningún catalán está libre de alguno de los 19 compuestos tóxicos analizados", añade el informe.  

    Siento comunicar a mis lectores del resto de España que la amenaza del DDT también les afecta, pues el instituto daba asimismo a conocer que esa carga letal que sin saberlo llevamos dentro (en su mayor parte adquirida a través de las grasas animales) se encuentra por todas las ciudades, y con más virulencia cuanto mayor sea el número de sus habitantes. No se especifica en el informe, al fin y al cabo sólo médico y no ético, si las materias contaminantes se trasmiten a través de la piel desnuda.

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4 de noviembre de 2009
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La promesa cumplida

Escribo este texto con el ánimo de disculparme ante una serie de personas cuyo número desconozco: aquellas que, habiéndose sentido molestas e incluso agredidas por mi artículo de la revista Tiempo ‘Dibujos animados', replicaron con cortesía y mesura, no por ello dejando de ser contundentes en sus opiniones contrarias a la mía. Quiero citar por su nombre en primer lugar a Álvaro Pons, que se dio con razón por aludido, si bien mi alusión no ponía en entredicho sus trabajos como crítico y comentarista del cómic en El País, que suelo leer; una de las motivaciones del artículo era lo que yo veía (y veo) como desmedida importancia reciente dada al cómic en detrimento de otras actividades y facetas artísticas. Mi arremetida iba principalmente dirigida contra esa descompensación, no contra las personas que gustan de las historietas, las siguen y las crean. Asimismo, de ningún modo se podía traslucir de mis palabras de Tiempo que yo pidiera la desaparición o el silenciamiento de las publicaciones, revistas, profesionales y editoriales que se ocupan del cómic, cosa, por cierto, que sí es lo que han pedido hasta la saciedad la mayoría de quienes me han insultado en nombre del cómic, reclamando ‘autos da fe' y boicots públicos, profiriendo comentarios homófobos de la peor calaña, mentiras de índole personal y otras injurias graves, que habrían sido indudable causa de denuncia y persecución legal de no haberse escondido sus perpetradores en el cobarde anonimato del seudónimo o el nombre suplantado (otro perseguible delito).

 

    Especial consternación me produjo, en ese apartado, la carta del señor Antonio Altarriba, catedrático de literatura francesa de la Universidad del País Vasco (la misma en que yo fui profesor de Filosofía del Arte durante casi diez años), por su tono vindicativo y su exigencia de un ‘mea culpa'; ni siquiera como broma pesada son aceptables este tipo de actitudes próximas a la ‘fatwa', y mucho menos  -debería saberlo el señor catedrático- en el contexto vasco. Citaba Don Antonio Altarriba con interés una novela mía, cosa que le agradezco sinceramente (es una de mis preferidas), pero también me llamaba caduco, apoyándose en la autoridad de Umberto Eco. Pues bien, le citaré al señor Altarriba un texto reciente de mi no menos admirado Eco en el que, escribiendo sobre su trabajo de columnista periodístico, se refería a quienes a menudo le han preguntado si él trasvasaba a esas breves piezas reflexiones más desarrolladas en sus libros mayores. Todo lo contrario, era su respuesta; lo que quiere plasmar en esas columnas es "la reacción irritada, el impulso que lleva a la sátira, la estocada crítica escrita al hilo de la actualidad".

       Imposible expresar mejor que Eco la forma y el similar propósito de ‘Dibujos animados', esté yo equivocado en mis opiniones o acertado (y hay más gente refractaria al cómic de la que lo hace saber públicamente, créanme). Tengo, como cualquier otro ser humano, derecho a mis fobias, y de ellas se nutre, para bien o para mal, el mundo del columnismo, muy distinto al del editorial o el reportaje periodístico, que exigen ecuanimidad y comedimiento. Yo no me mostré ecuánime, lo acepto, ni comedido en la expresión de ese rechazo, y por ello he apreciado aún más la contribución escrita al debate de quienes  -como Beatriz Olivenza, ‘Lepetomane' o el dibujante de historietas que firmaba Oliveira-  siendo opuestos a mis criterios han tratado de entenderlos y permitirme la libertad de opinar.

    Dos apostillas finales en esta polémica que doy por mi parte cerrada con el presente artículo. Es muy preocupante para la salud mental de los miles de sinceros aficionados al cómic que algunos de sus, digámoslo así, cabezas responsables, exhiban la ignorancia del señor Pau Martínez, Bibliotecario de la Red de Bibliotecas Populares de Barcelona y miembro del Grupo de Trabajo de Biblioteca y Cómic del Colegio Oficial de Bibliotecarios de Cataluña, como firmaba en la carta dirigida al director de la revista Tiempo . Don Pau me llama a lo largo de su muy extensa misiva "el director", tal vez desconociendo que soy únicamente un cineasta ocasional (una película y media hasta la fecha, y ya he cumplido los sesenta) pero autor de más de veinte libros, y, si se me permite la aclaración puntillosa, ganador con mis novelas, publicadas en sus mayoría en conocidas editoriales catalanas como Anagrama, Seix Barral o Plaza & Janés, de premios como el Herralde, Azorín, Barral, Salambó o Nacional de Literatura. Quiero confiar en que los lectores de la red de bibliotecas que dirige el señor Martínez tengan más acceso que él mismo a alguno de mis libros. Tampoco era tranquilizadora la carta al director del señor Alejandro Casasola, Director del Salón Internacional del Cómic de Granada; estaba plagada de faltas de ortografía.

   Más triste para mí, por lo que revela, ha sido comprobar el odio que -con sus conocidos ribetes fascistoides- surge a la menor ocasión, y aun sin venir a cuento, en torno al cine español, del que antes que nada me considero espectador, no más defraudado por sus producciones que por las de otras cinematografías comparables. Es llamativo que esos improperios maximalistas los expresen quienes han querido lincharme a mí por expresar no una descalificación de raíz del cómic sino una falta de sintonía personal.  

   No quise herir con ‘Dibujos animados', sino polemizar, y por eso pido perdón, no por tener las ideas que tengo en este particular sino por haberlas formulado de manera que el artículo pudiese parecer, más que una protesta, un afrenta.

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2 de noviembre de 2009
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Sobre el cómic 1

Antes de escribir, esta misma semana, acabado el rodaje de la película, el texto prometido a raíz de la polémica surgida por mi artículo de la revista ‘Tiempo' llamado ‘Dibujos animados', anticipo hoy la primera réplica urgente que se publicó -en un amplio dossier dedicado al asunto por la propia revista en su número del pasado 2 de octubre- a fin de que se conozcan todos mis pasos en este asunto.

Fobias y amores locos

Escribo este artículo, siguiendo la muy razonable petición de ‘Tiempo', para tratar de explicarme ante aquellas personas que, en un número sorprendentemente elevado, se han sentido ofendidas por mi artículo ‘Dibujos animados'. Y escribo, por desgracia, para una minoría, pues, junto a la legítima argumentación razonada de una queja o un rechazo a mi texto, lo predominante en esas ofendidas reacciones ha sido la expresión de un grotesco fanatismo propio de secta de iluminados. Por fortuna sé de sobra que los amantes del cómic, la historieta y el cine de animación ni mucho menos son todos de esa baja calidad. Reitero aquí que no aprecio tales formas de expresión, pero me precio de tener entre mis mejores amigos a entusiastas del cómic, como, por ejemplo, el filósofo Fernando Savater, la poeta y profesora Ana Merino o el poeta Luis Alberto de Cuenca, sin olvidarme del inolvidable Terenci Moix, autor de uno de los primeros ensayos serios sobre la materia, que leí en su día y conservo anotado, con la dedicatoria del autor, en mi biblioteca.

No me gustan las películas de animación (dediqué un capítulo de mi reciente libro ‘El cine de las sábanas húmedas' al porqué) ni tengo ‘feeling' por la historieta, que conozco (sin seguirla religiosamente al día, eso no) más de lo que piensan algunos de mis indignados replicantes. Pero ¿por qué tanta saña sobre un artículo de 40 líneas? Cuando uno escribe en periódicos, como yo lo hago regularmente desde hace 40 años, la vehemencia puede a veces ser un instrumento para iniciar una polémica; haciendo un recuento rápido, recuerdo haber escrito, sin ser yo un columnista del género ‘killer', textos más abrasivos que ‘Dibujos animados' contra, por ejemplo, el teatro del celebrado director Pandur (al que prefiero llamar ‘Pladur'), el cine del iraní Kiarostami y el flamenco, éste último en estas mismas páginas. Eran artículos que reflejaban mis gustos y trataban de expresar una disidencia sin pretender -al contrario que muchos de los que ahora me han contestado en cartas y foros- boicotear, prohibir ni atentar contra la existencia de ninguno de ellos. Mi único ‘delito' en todos estos casos está hoy por hoy amparado por la ley y es además incruento, pues no sale del campo del juicio estético; Kiarostami sigue imparable su carrera de honores internacionales y el cómic goza de excelente salud, realizado, publicado, leído masivamente y premiado.

De igual modo, cuando alguien desprecia olímpicamente, con el inevitable defecto de la generalización en que incurrí, "el cine francés", "la ópera" o "el arte conceptual", yo, deplorando esa actitud, no empuño las armas ni pido cabezas; algunas de ellas son cabezas queridas. Está, por otro lado, la escala de valores artísticos, y en ese sentido creo sinceramente que Ionesco o Boris Vian se merecen más conmemoración que Astérix, del mismo modo que pienso que la avalancha mediática a favor del mundo del cómic no tiene su correspondencia en el tratamiento de la videocreación o la música clásica contemporánea, terrenos que a mí me interesan muchísimo más.
Cuando leí el viernes 18 mi artículo ya publicado en ‘Tiempo' (lo había escrito con anticipación, para no mezclarlo con el rodaje de mi película ‘El dios de madera'), me pareció que había dos pasajes desproporcionados. Uno es la comparación filatélica, y por ella pido disculpa, pues es claramente injusta, aun como ironía. También iba a disculparme por la frase del "escaso aprovechamiento", pero ahora, al leer los comentarios más cafres (Tiempo ha publicado sólo cartas comedidas en su "Buzón" impreso) que me han llegado lo reconsidero. En gente de mucha valía intelectual (el reciente y tristemente desaparecido Juan Antonio Ramírez, cuyos estudios sobre el cómic y la arquitectura fílmica me apasionan, es uno de ellos) la frecuentación de la historieta no causa daños colaterales; en otros, por desgracia, parece fomentar la zafiedad y la tontuna.

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26 de octubre de 2009
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La sustancia de los sueños

Lévi-Strauss dijo una vez en una famosa entrevista en Cahiers du Cinéma que "el cine es la sustancia de los sueños", y durante muchos años yo creí entender la frase. Ahora no estoy seguro. Es cierto que el cine, por su naturaleza deslizante, y a ratos (siempre que no lo haga Marguerite Duras) vertiginosa, parece destinado a condensar lo soñado de un modo que nuestra cabeza, en cada despertar, añora o envidia. Y es un misterio que, así como la pintura onírica decidida, es decir, auto-consciente (Fuseli, Magritte, Chirico, Dalí), muchas veces resulta no sólo empalagosa sino ilustrativa, por el contrario, las secuencias de sueños en ciertas grandes películas (Hitchcock, Bergman, Buñuel, Busby Berkeley) sean tan convincentes, casi verídicas.

     La frase del antropólogo francés me ha venido a la cabeza en las últimas semanas por un hecho que expongo. Mientras rodaba ‘El dios de madera' no soñaba (y ya saben los lectores asiduos de este blog lo soñador que yo soy, si se me permite la frase pomposa). Al principio pensé que era un simple problema físico. Tomaba casi todas las noches un inductor hipnótico de baja potencia media, y se dice que esas pastillas, además de conciliarte con el sueño, entorpecen los mecanismos de liberación del subconsciente. Pero había noches en que no tomaba ningún preparado somnífero, y días, uno y medio cada semana para ser exacto, en que tampoco rodaba, y seguía sin tener sueños, sin recordar siquiera al despertarme haber soñado. ¿Llenaba el cine de modo suficiente mi cabeza de esa sustancia dicha por el autor de ‘Tristes trópicos'?

  Anteanoche volví a soñar, y puedo contarlo, no sin vergüenza. El sueño era de cine, y la acción sucedía en un festival cinematográfico al que acudía de invitado. Una vez sentado en el patio de butacas de la sala grande, en lo que parece una sesión de gala, advierto que no me han dado el resguardo por las maletas que he dejado a la entrada. Me levanto de golpe y salgo a buscarlo en los retretes; imprudentemente, dejo mi chaqueta en el respaldo de la butaca. Al volver de la búsqueda infructuosa me encuentro rodeado de grandes damas del cine y el teatro español que, capitaneadas por Gemma Cuervo, abandonan en estampida la proyección. Veo que mi chaqueta sigue donde la dejé, pero yo no me siento en ese sitio, sino en una butaca próxima a la que ocupa Sara Montiel, que lleva un perrito en un canastillo. Arturo Fernández nos saluda efusivamente desde su palco. En la sala, mucha gente fuma mientras la película continúa.

   Mañana he de buscar la entrevista completa de Lévi-Strauss.

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23 de octubre de 2009
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El derecho a irse

A veces conviene irse de Madrid, o de cualquier otro lugar donde uno viva. "Le droit de s´en aller", el derecho a escaparse o simplemente salir del sitio fijo donde se está, era, para Baudelaire, uno de los derechos humanos que -escribiendo él mucho antes de la existencia de la ONU y otras org.com- los ciudadanos tendrían que reclamar a sus mandatarios. He vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, y precisamente este verano he cumplido mis treinta años de residencia ininterrumpida en la capital, en la que ya antes, de estudiante universitario, había residido cinco cursos, y a la que volví después de pasar casi una década en Inglaterra. Salgo en viajes cortos o largos siempre que puedo, aunque eso, por supuesto, lo comparto con la mayoría más o menos pudiente, que se desplaza para hacer turismo o para cumplir un trabajo. Al alivio del irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver, pues la añoranza de la propia cama o de algún ser querido puede ser más poderosa que el perderse extramuros.

Desde fuera, la ciudad en la que vivimos adquiere perfiles extravagantes, o eso he sentido yo en las muchas semanas pasadas en Valencia. Las conversaciones telefónicas con los amigos, las noticias locales madrileñas que leía cuando algún visitante traía las ediciones del periódico compradas antes de salir de viaje, las imágenes televisadas de algún suceso o evento (la Noche Blanca, por ejemplo) en calles y espacios cerrados que conozco bien y frecuento, me daban la sensación de que la vida diaria, ‘mi' vida diaria más regular, trascurría sin mí con la misma rutina o desorden o ruido o jarana que posee cuando, día tras día, yo la co-interpreto con ese reparto de millones de madrileños. Cosas que me he perdido y cosas de las que me he librado. Me he perdido el espectáculo teatral ‘orwelliano' de Tim Robbins, un artista plural al que admiro y con el que desayuné (él mucho más copiosamente que yo) una mañana inolvidable en el Hotel de las letras de Gran Vía. Tampoco he podido acompañar en sus estrenos teatrales a Sancho Gracia (‘La cena de los generales'), Carlos Hipólito (‘Don Carlos') y Toni Cantó (‘El pez gordo'), tres magníficos actores amigos de quienes no me querría nunca perder nada. En el otro plato de la balanza, veo con alivio que cruzar la calle Serrano, un itinerario para mí frecuentemente inevitable, sigue siendo más peligroso que adentrarse en la jungla del Amazonas, o lo que quede de ella.

Recibir esas impresiones madrileñas desde Valencia ha tenido para mí otro valor añadido, pues salgo de una familia de una valencianidad genéticamente pura, dentro de la que yo mismo, por el destino de nacer 200 kilómetros al sur de la capital de la Comunidad, soy el más ‘alejado'. Mi madre nació, con todos sus hermanos, mis tíos, a tres kilómetros de donde escribo esta columna, mi padre y mis abuelos eran de Sueca, y en las cercanías de ese pueblo arrocero he rodado planos de una película que dirijo. Tengo desperdigados por el resto de la comunidad a la totalidad de mis ‘relatives', con excepción de mi hermano, otro largo residente de Madrid.
La capital del Turia ya no debería llamarse así, pues el río Turia no pasa, con sus aguas alguna vez arrolladoras, por la ciudad, habiendo en su cauce ahora jardines, fuentes, canchas de tenis y sendas para los corredores y practicantes de la bicicleta. A medida que uno sale del centro sin dejar la antigua ribera fluvial, el cauce está más seco y sólo adornado en sus paredones desnudos con mensajes de amor de los grafiteros -unos seres muy sentimentales, pese a las apariencias-, casi todos ilegibles desde la altura de nuestra mirada peatonal. Sin duda Dios sí los ve.

Tengo con Valencia una relación de la que el Dr. Freud podría haber sacado mucho partido psíquico. Por la hondura y densidad de mis raíces, yo iba a menudo a la capital del Antiguo Reino, y al niño aquella monumentalidad de su centro histórico le impresionaba entonces menos que otras opulencias más frondosas y hasta chillonas: las frutas de cerámica del Mercado Central, las ‘mascletás' de las fiestas de San José, y los propias fallas, que eran mucho más hiperrealistas y grandiosas que las que por San Juan se plantaban en Alicante. En esos viajes, mis padres hablaban el valenciano con los suyos, y mis hermanos y yo quedábamos, entendiéndolo casi todo, un poco excluidos de esa lengua atávica que a nosotros no nos enseñaron. Desde fuera, Madrid se me aparece como un lugar añorado, a ratos ajeno, como lo son las ciudades que se desconocen, aunque estoy seguro de que cuando en pocos días regrese la encontraré igual de levantada y extenuante, igual de entretenida. Y al poco de estar en ella viviendo allí todas las horas del día, me habré merecido, como ustedes, mi derecho humano a huir de ella a la primera ocasión.

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21 de octubre de 2009
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Más sobre ‘chafandines’

No quiero quedar como un chafandín en este blog que termina aquí una primera parte dedicada al rodaje de ‘El dios de madera', satisfactoriamente terminado en Valencia, y al que seguirán de forma más salteada algunas entradas sobre el proceso que inicio la semana próxima y más fascinante resulta para mí: el del montaje. Y por ello respondo a jfsebastian, mi comentarista del pasado día 11, que además de su leve y educada queja, hace una interesante glosa sobre las hablas mezcladas del lugar de origen de la familia de su mujer, Olivenza.

    Intrigado yo mismo por la nebulosa de la palabra ‘chafandín', he querido, antes de explicarme, consultar a las autoridades, y para mí ninguna más alta que Doña María Moliner, cuyo Diccionario de Uso del Español es uno de los libros que más veces he abierto en mi vida. Pues bien, yo, que tenía una idea atávica de lo que es un chafandín según la lengua de mi madre, veo que Doña María define el término en términos prácticamente idénticos a los que le daba mi madre: "Persona vanidosa y poco juiciosa o de poco valor", añadiendo como acepción similar la de "botarate".

   Lo curioso es que ‘botarate' es otra palabra recurrente en ‘El dios de madera'. De hecho es la penúltima que se oye en la banda sonora, dicha a través de un mensaje cibernético, por el personaje de Yao (Madi Diocou). La última, susurrada entre la sonrisa y el llanto por María Luisa (Marisa Paredes), es chafandín.

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16 de octubre de 2009
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Diario de rodaje 12. El rape y yo

A costa de ser acusado de exhibicionista no me resisto a incluir y comentar brevemente esta estupenda foto que mi amigo Axier Uzkudun tomó en Valencia durante el rodaje de una secuencia en el interior del nuevo mercado de Mosén Sorell, y que me ha mandado junto a otras no menos estupendas también impresionadas en los días que allí pasó.

   Una de mis muchas contradicciones es detestar el género costumbrista en literatura y en cine y amarlo desvergonzadamente en la pintura, con una especial inclinación a esa rama del ‘ismo' que son los bodegones con figuras, en los que desaparece casi por completo la dimensión metafísica o moralizante que las naturalezas muertas tienen en Zurbarán o Cotán o algunos flamencos. A mí me gustan los italianos en esta rama florida del arte: las carniceras orondas de los Bassano, las viejas friendo huevos (sobre todo si los pinta Velázquez) y los desdentados pescaderos que sonríen como si llevaran todo el pescado vendido antes de empezar a pintarse su cuadro.

  Así que he hecho muchas bromas en mi carrera de crítico de cine contra lo que llamé "cine de tazón", una sublimación figurativa del casticismo hispano, y luego fui y metí en ‘Sagitario' a Enrique Alcides, el joven protagonista, bebiéndose uno de achicoria en una cocina very Spanish donde tenía detrás, junto a una pila de platos sin lavar, a su madre quejosa, interpretada por Mónica Randall.

  Y, sin premeditarlo, dos de mis escenas favoritas de aquella opera prima fílmica y de ‘El dios de madera' que ahora filmo son bodegones. En ‘Sagitario', la cámara se paseaba encima de una mesa llena de viandas y delante de una pared de cocina cargada de cacillos y espumaderas, mientras José Pedro Carrión, en su papel de cocinero untuoso, citaba a Santa Teresa. En ‘El dios de madera', para una escena en la que Yao, el inmigrante senegalés (Madi Diocou) merodea por un mercado ‘high tech' antes de comprarle a María Luisa/Mavi (Marisa Paredes) unos modestos tamarindos, montamos un gran puesto de pescado, y mi equipo de arte me regaló como protagonista indiscutible del elenco el terrorífico rape de grandes fauces que vemos en el primer término de la foto. A Yao le causa efecto en la película, y a mí me despertó no el hambre sino las ganas de filmar. Luego me dejé retratar ante el monstruo.

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14 de octubre de 2009
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Diario de rodaje 11. ‘Chafandín’

Hace dos años empecé a tomar notas y escribir pequeñas viñetas para un libro que algún día, espero, terminaré, y de terminarlo a mi gusto saldría bajo el título de ‘Palabras que mi madre decía'. Mi madre era de Valencia, y hablaba corrientemente el catalán valenciano con sus hermanos, sus padres y mi padre, que había nacido en Sueca, pueblo natal de dos glorias literarias del Antiguo Reino, el versificador sicalíptico y sainetista Bernat i Baldobí, autor de ‘El virgo de Visanteta', y el gran ensayista Joan Fuster. Mis hermanos y yo, todos nacidos en distintos pueblos de la comunidad valenciana, no aprendimos sin embargo la lengua vernácula, que en Alicante, ciudad en la que fuimos creciendo, apenas se oía (y menos, en época de Franco, se podía leer o estudiar).

Pero en el habla diaria de mi madre el valenciano, con sus modismos impuros y su contaminación castellana, salía a relucir frecuentemente. Doy dos ejemplos culinarios. Hasta que, a la edad de 16 años, llegué a Madrid para estudiar en la Universidad Complutense, yo no sabía de la existencia de la zanahoria y el mejillón, que en mi casa eran conocidos como la carlota y la clóchina. Y los casos se multiplican para los términos domésticos, burlescos o invectivos. Recuerdo algunos favoritos, que figuran con su glosa o su episodio novelesco en ese futuro libro sobre el vocabulario de mi madre: badulaque, cagapoquitos, leja.

El personaje de María Luisa en ‘El dios de madera' no está, ni de lejos, basado en la persona de mi madre, que nació casi cuarenta años que la María Luisa de Marisa Paredes y tuvo una historia, una educación y una vida completamente distintas a las de la actriz madrileña y la dueña ficticia de la boutique ‘Mavi'. Aun así, y espero que no sólo como homenaje filial, el modo de hablar de María Luisa (no de Mavi, que "hablaba distinto", como dice el guionista de la película) recoge palabras que mi madre decía, y una de ellas, "chafandín", adquiere en la historia de las relaciones de los cuatro personajes centrales relevancia. Es, de hecho, la última palabra que se escuchará en la banda sonora.

¿Y qué es un chafandín, se preguntarán los muy jóvenes o los no nacidos en esta zona? Para saberlo tendrán que ir a los diccionarios, o, si tienen más empeño, ver la película, pues allí, en un momento especialmente inspirado de la actriz Marisa Paredes, su personaje da la pertinente interpretación del término.

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9 de octubre de 2009
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Diario de rodaje 10. Hitchcock y el austrohúngaro

Todos los directores que hacen un cameo o una pequeña aparición en sus películas imitan a Hitchcock, que hizo de ello un rito infalible, tanto como el de Berlanga al introducir en algún diálogo o parlamento de sus films la palabra "austro-húngaro". Otra cosa son, claro, los directores-actores o con aspiraciones a serlo: Truffaut, que tan mal papel hacía en ‘Encuentros en la tercera fase' (y hasta en ‘El niño salvaje'), Pialat, Joao Cesar Monteiro o, por citar dos casos más próximos y aún en galopante actividad, Fernando Colomo y Antonio Hernández.

Estas cosas suelen iniciarse, y lo sé porque lo he oído de la boca de varios de sus protagonistas, como un juego dentro del aburrimiento obligatorio que -mezclado con los incomparables ‘chutes' de adrenalina- un rodaje implica en las largas esperas del maquillaje o la iluminación.

Cuando el director de ‘El dios de madera' se embarcó en el rodaje de ‘Sagitario' dos queridos amigos más cinéfilos que él, Guillermo Cabrera Infante y su mujer Miriam Gómez, le preguntaron medio en broma si él iba a salir de refilón en el film, como Hitchcock en los suyos; para los tres amigos, Hitchcock ha sido el más grande director de cine de la historia, y la cita o recuerdo parecía un memento debido al maestro. El director de ‘Sagitario' les contestó en serio que no.

Pero luego llegó el rodaje mismo, las esperas, los momentos muertos, la viveza del juego de sus actores, y el director escéptico (o temeroso) de ese juego de auto-homenajes cambió de idea, y una noche, rodando una plano en que Eusebio Poncela y Héctor Alterio salían comentando una película francesa que acababan de ver en una sesión de filmoteca o cine-club, decidió meterse él mismo en el plano, del brazo de María Ruiz, amiga de muchos años y directora de casting de ‘Sagitario'. Sólo unos pocos espectadores minuciosos le descubrieron, fundido entre la figuración.

Al empezar el rodaje de ‘El dios de madera', el director, dado que en el film hay mucha presencia de imágenes secundarias (fotos, filmaciones antiguas, ‘chats' y fragmentos de vídeo casero), jugó con la idea de introducirse trucadamente en una foto de boda significativa en la trama, haciéndose pasar por un hombre autoritario y santurrón: la figura de un ser más odiado que amado. Luego cambió de idea, y una mañana en que le pareció que había pocos figurantes en una escena de salida de misa se disfrazó. Pidió "ropa de derechas" a su formidable equipo de vestuario y, tomando del brazo a una figurante contratada, se mezcló entre los feligreses de la iglesia de San Nicolás, algo lejos del grupo de amigas que también salían de la parroquia, María Luisa (Marisa Paredes), Reme (Lola Moltó) y Chon (Ángela Castilla).

La figuranta desconocida a la que llevaba por el brazo resultó ser una culta, progresista y muy simpática profesora que hacía ese trabajo "for fun" (enseña inglés), y por tanto el director y su pareja representaron en su ligero cameo lo que no eran. Casi fueron actores un minuto.
 

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7 de octubre de 2009
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Diario de rodaje 9. Peluqueros de verdad y mentira

Me sorprendo a mí mismo volviendo una y otra vez a las peluquerías, en la ficción, pues hace tiempo que, por razones logísticas que no vienen al caso, el pelo me lo corto en casa. Uno de los primeros cuentos que escribí, ‘Cuento de la peluca', pertenecía tal vez al género fantástico, y hace poco se ha reeditado en una antología. Tiene quizá algo ‘monterrosiano', aunque yo no había leído entonces a Monterroso. Hay cabello lacio, alopécico, en mi segunda novela, ‘Busto', pero por esa novela y por ese pelo ‘setentista' no pondría yo ahora la mano en el fuego. Y hay peluqueros entreverados, dos si no recuerdo mal, en ‘El vampiro de la calle Méjico', aunque en apariciones episódicas. En mi libro más reciente, ‘Con tal de no morir', el cuento central (que no, en mi opinión, capital) de esa colección de relatos se llama ‘El peluquero de verdad', y a bastantes de sus lectores les ha gustado mucho. Quizá más que otros cuentos del libro que a mí me gustan más. Graham, mi peluquero de verdad, es inglés, y el crítico del Times Literary Supplement que reseñó hace un par de meses ‘Con tal de no morir' resaltaba mucho una imagen del relato, en la que el narrador compara los embates amorosos de Graham y su pareja española con la Armada Invencible chocando contra las duras rocas de Dover.

También hay peluquería y peluqueros en ‘El dios de madera', con un guiño egipcio y una clientela de mayoría interracial, por no decir étnica. Calculo que casi un 20% de la acción de la película trascurre en el interior de ese salón unisex, ‘Cleopatra', donde trabajan Rachid, co-protagonista del film (Soufiane Ouaarab), y su colega y tal vez amante ocasional Susa (Nuria Herrero). Creo que es la primera vez que expongo por escrito esta rara fijación peluqueril mía, aunque no por ello voy a tomar la decisión de ponerme en manos de un psicoanalista. Prefiero seguir, sin hacerme preguntas, en las de mi peluquero de toda la vida.

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6 de octubre de 2009
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El Boomeran(g)
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