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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Filosofar en el taxi

He pasado miles de horas metido en taxis, y lo que me queda, siendo yo un ciudadano desprovisto de coche (aunque con buenas piernas). En general los encuentro acogedores y desde luego muy útiles, siempre que no se haya de cruzar la ciudad de punta a punta en una hora ‘idem'. He de decir, sin embargo, que el hecho de ser un usuario fiel y constante de este servicio público en manos privadas no me hace un incondicional del mismo. No voy a incurrir aquí en el tópico de la higiene y la inclinación derechista, vía radial, de sus conductores; el olor a tigre humano sigue existiendo a veces en invierno, cuando las ventanillas están cerradas, y la COPE se oye con frecuencia en los trayectos, cosa que a mí, todo hay que decirlo, me produce un efecto agridulce: me horroriza lo que oigo en sus tertulias mientras voy recostado en el asiento de atrás, pero así me entero de que España, la otra España, sigue vociferante y tiene su público, no todo él pegado a un taxímetro.

      Pero el tópico se ha quedado rancio. Muchos taxistas oyen la SER, van perfectamente aseados o llevan artilugios odorizantes en su vehículo, con un efecto invernadero tropical bastante embriagador en estos días de frío polar. Y yo me he encontrado, más de una vez, taxistas, hombres y mujeres, con una cultura, literaria sobre todo, muy por encima de la media. Una vez tuve que señalarle al que me conducía a la Terminal 4 de Barajas que, por mucho que se supiera el camino, dejara de leer mientras llevaba el volante. El hombre se extrañó (me había reconocido como novelista al entrar), cerró el libro en el atril que se había instalado ‘ad hoc' y me hizo caso, confesándome a continuación que se había leído la obra completa de Dostoievski sólo haciendo el trayecto desde su parada habitual en la Puerta del Sol a la T-4.

    La disputada Ley Ómnibus que el ayuntamiento madrileño quiere aplicar al sector, siguiendo directrices europeas, es, como tantas leyes actuales en nuestro país, una mezcla de ordenancismo severo y liberalidad salvaje. Según su articulado, el ayuntamiento va a meterse en la camisa de once varas de cómo han de vestir los conductores de estos vehículos, prohibiendo que usen chanclas y pantalones cortos. No a todos los taxistas les sienta bien la ropa deportiva, estamos de acuerdo, pero ahora que hay muchos hijos (y nietos) puestos al volante por la necesidad, sería de hipócritas negar que un escote generoso o una corvas bien torneadas pueden alegrar la carrera al cliente.

       Más adecuada me parece la propuesta de que los taxis no bajen bandera hasta llegar al domicilio que ha solicitado su servicio, así como que acepten el pago con tarjeta de crédito: el taxi en Madrid se ha puesto muy caro, y no siempre uno lleva tanto dinero suelto en el bolsillo. Tampoco estaría mal, aunque esto no lo contemple la Ómnibus, que sus directivos mostrasen cierta misericordia con el usuario. A mí me han bajado los sueldos de ciertos trabajos regulares que constituyen mi ganapán habitual, y algunos propietarios de inmuebles han revisado a la baja los precios de los alquileres mientras dure este período de vacas locas enflaquecidas. Pero nuestros imprescindibles taxistas no quieren ni oír hablar de una reducción de tarifas, que han ido subiendo imparablemente cada año y acaban de subir de nuevo el 1 de enero.

     He leído unas declaraciones de Don José Luis Funes, presidente de la Gremial del Taxi, que me han llenado de estupor. Este señor, pese a su apellido, no debe de ser nada memorioso, pues cuando denuncia el descontrol que ve inminente si se aprueba la Ley Ómnibus olvida que no todos, desde luego, pero sí una parte apreciable de los asociados a su gremio estafan, en particular a los extranjeros, con falsos recargos, trayectos engañosos y taxímetros amañados. Si la ley sigue adelante, añadía Funes, "el transporte de vehículos ligeros va a ser como el africano", proliferando "los taxis ilegales, sin franja, sin capilla y sin seguridad ninguna".

   Aclaro primero que la capilla no es nada de rezar, sino el nombre que se da al luminoso que los taxis llevan encima del parabrisas. Y sigo. Soy también un gran usuario del taxi africano, que, en efecto, carece de capilla y de franja y de precio marcado, pero ofrece una flexibilidad horaria, de asiento, de compartimiento y de ruta tan estupenda que lo uno se compensa con lo otro. Hay, eso sí, que pactar el precio antes de salir, pero ¿acaso no estamos llegando al momento social en que el regateo y las componendas se imponen si uno quiere sobrevivir en la selva económica que crece y amenaza con estrangularnos?

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7 de enero de 2010
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La mejor película del año

Ciertas cinematografías, sobre todo en los periodos heroicos o fundacionales, se apoyaron en un solo nombre, convertido en enseña y en embajada. Angelopoulos en Grecia, Satyajit Ray en la India, Torre Nilsson en la Argentina a fines de la década 1950, Oliveira en Portugal, Ousmane Sembène en el emergente y pequeño cine senegalés de los 60. Cuando existía el Telón de Acero, y estábamos todos, los públicos extranjeros y los artistas locales, muy aguerridos, cada cine de aquel oscuro lado comunista tenía su gran figura, aunque la riqueza de cineastas fuera mayor, como en el caso argentino. El nuevo cine checoslovaco contaba  -antes de americanizarse él- con Milos Forman (si bien los más díscolos preferíamos el formalismo radical de Véra Chytilová), en la entonces unida Yugoslavia el cineasta indiscutiblemente seminal era Dusan Makaveyev, y de Polonia, entre los también prestigiosos Kawalerowicz, Zanussi y Has, Andrzej Wajda capitalizaba desde sus primeras obras maestras ‘Kanal' (1956) y ‘Cenizas y diamantes' (1958) el formidable cuño político-expresionista emanado de la Escuela de Bellas Artes de Cracovia, en la que la mayoría de los directores nombrados se formaron.

 

    Ha sido un duro honor para Wajda ostentar esa representatividad tan focalizada, en medio de los muchos avatares políticos por los que Polonia ha pasado en el siglo XX, y tanto tiempo: nacido en 1926, y autor de una filmografía de más de treinta títulos, conviene señalar que ‘Katyn' está realizada por un hombre de 81 años que sigue en ejercicio y tiene una nueva película, ‘Tatarak', rodada este mismo año. Confieso que, arredrado por la megalomanía algo rimbombante de su anterior ‘Pan Tadeusz', fui a ver ‘Katyn' con un asomo de pereza, encontrándome, sin embargo, con una conmovedora pero delicada obra maestra, para mí la mejor película vista en este año que acaba de terminar, y la confirmación del especial talento de su autor para el relato épico sostenido por una profunda vibración lírica y un gusto por lo grotesco y lo macabro que los lectores de Schulz o Witkiewicz reconocerán complacidos.

     Wajda es un historiador de la intimidad afectada por la historia, y como tal ha ido contando en sus obras más enraizadamente ‘polacas' el acontecer de su país a lo largo de casi dos siglos. Imposible aquí resumir los pasos de esa vía dolorosa de revelación y examen nunca dogmático. En el caso de ‘Katyn', la historia se mezcla con la autobiografía, ya que el padre del cineasta fue uno de los más de 15000 oficiales del ejército polaco asesinados en los primeros meses de 1940 en una sistemática matanza ordenada, a instancias del siniestro Beria, por el politburó del partido comunista soviético; llevando después a cabo una de las operaciones de propaganda más mistificadoras de la historia, el gobierno estaliniano atribuyó ese exterminio masivo de hombres desarmados a los nazis, con el logro asombroso de engañar a las fuerzas aliadas y a la complaciente Europa occidental durante casi cuarenta años, hasta que las propias autoridades de la URSS reconocieron en 1990 la responsabilidad directa del NKVD. Aun así, Wajda elude los lamentos del album familiar: "no quisiera que la película fuese mi búsqueda personal de la verdad, ni una vigilia sobre la tumba del capitán Jakub Wajda. Lo que quiero es contar una historia sobre el sufrimiento y el drama de muchas familias, sobre la mentira de Katyn que yace sobre la tumba de Stalin y que obligó a guardar silencio durante medio siglo a los aliados occidentales de la URSS en la guerra contra Hitler".

    Wajda se muestra como narrador de gran empuje desde la primera e inolvidable escena del film, la de los fugitivos polacos atrapados en el puente entre dos ejércitos hostiles entre sí y hostiles a la población civil atemorizada; a continuación planta su cámara entre los oficiales detenidos en la estación ferroviaria, paseándola en una serie de majestuosos ‘travellings' sobre esa tropa humillada y culminando la secuencia con el desgarramiento de la bandera polaca y el uso que los soviéticos hacen de los trozos de tela para cubrirse los pies ateridos. Momentos como el saqueo de la universidad, la oración espontánea de la milicia en los barracones o, en la parte final, la matanza en las zanjas del bosque, recuerdan esa admirable capacidad de Wajda para individuar tragedias colectivas, muy resaltada en ‘Katyn' por la fusión nunca descompensada del material de archivo y lo nuevamente filmado. Como en muchos de sus mejores films, el gran realizador de epopeyas no sacrifica los matices, ni una peculiar y refinada poética de los objetos: el crucifijo herido bajo el capote militar, el sable del general devuelto por la criada fiel, el rosario, la caja de cenizas del capitán.

     El mayor acierto en la construcción del film es el escalonamiento de personajes femeninos que van poniendo de relieve, con sus propias andanzas de búsqueda y duelo, el vacío emocional dejado por los militares desaparecidos. Esa cadena dramática de esposas, hijas o madres en perpetua indagación alcanza el verdadero ‘pathos' gracias también a las actrices, en especial Danuta Stenka, que interpreta a Roza, la orgullosa y elegante mujer del general, y en el papel de la esposa y madre de dos de las víctimas, Maja Komorowska, una actriz imposible de olvidar desde sus apariciones en el ‘Decálogo' de Kieslowski. A menudo operístico en el aliento narrativo (y qué bien ayudado por la partitura fílmica que le ha escrito Krzysztof Penderecki), Wajda, también un distinguido hombre de teatro, rinde algo más que homenaje a las artes escénicas en la peripecia para mí más atractiva de la película, los ensayos de la obra sobre Antígona en la que participa Agnieszka (otra gran intérprete, Magdalena Cielecka) y con la que se establece un elocuente paralelo temático y sugestivamente metafórico en el motivo del sacrificio de la trenza.

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4 de enero de 2010
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Casablanca

Para muchos que no la conocen o la comparan con Marrakech o Tánger, Casablanca tiene más nombre que realidad y más leyenda que enjundia. No es ésa mi opinión. La película de Michael Curtiz es un clásico del romanticismo ‘hollywoodiense', y aunque su equipo de rodaje y sus míticos actores jamás pusieron los pies en Marruecos, el halo de la niebla en el aeropuerto (en realidad el de Los Ángeles) y la música del Rick´s Café, de ‘La Marsellesa' y de ciertas frases dichas en unos estudios de California por Ingrid Bergman, Humphrey Bogart, Peter Lorre y Claude Rains, parecen superponerse a esta grandísima, un poco caótica y enormemente atractiva ciudad.

       Casablanca tiene de todo, pero hay que ir a buscarlo entre el espeso tráfico y la densidad de sus seis millones de habitantes. Sus playas, en especial la de Aïn Diab, son tan espléndidas (bravas de mar y finísimas de arena) como las del resto de la hermosa costa atlántica que va desde Asilah a Sidi Fini. Su antigua medina, sin estar desde luego al nivel de la de la cercana Rabat, ofrece el laberinto intrincado que se espera y una oferta comercial algo más barata de lo habitual; dentro de sus murallas, y cerca de la elegante Puerta de la Marina, se encuentra la mezquita dieciochesca de Jamáa El-Hamra. La ciudad cuenta también con otro zoco más moderno y pintoresco en el interior de la medina moderna, el llamado Barrio de los Habous, edificada en los años 1920 al lado del Palacio Real. Y luego hay en Casablanca dos cosas inencontrables en ninguna otra ciudad del país: la extraordinaria y muy numerosa arquitectura Art Déco (sólo comparable, a mi juicio, a la de Bruselas y Riga) y un hito que no diré que es una obra de arte pero sí constituye uno de los mayores espectáculos del mundo del exhibicionismo religioso: la Gran Mezquita Hassan II.

    A pesar de su gran tamaño, Casablanca es además una ciudad transitable a pie, en una amplia zona urbana, siempre que uno tenga buen calzado y piernas favorables. Se puede ir, por un lado, en dirección al mar, partiendo de la plaza central de Mohamed V, bordeando o atravesando la Antigua Medina y llegando a la zona portuaria para visitar la Gran Mezquita; en dirección opuesta, hacia el sureste, se haría el recorrido arquitectónico Art Déco, no sólo por las más conocidas calles del centro, la peatonal Príncipe Moulay Abdallah y los bulevares de Mohamed V y de París, sino alcanzando también el barrio de Mers Sultan, donde se hallan algunos de los edificios más singulares en su mezcla racionalista y neo-morisca. Lo que está lejos es la llamada ‘corniche' o cornisa marítima: no menos de veinte minutos en taxi desde la Plaza Mohamed V. La Corniche ‘casablanquesa' resulta interesante por su animada vida nocturna, sus decadentes locales con terraza y piscina, siguiendo la más tradicional nomenclatura del exotismo internacional (‘Tropicana', ‘Miami', ‘Sun Beach'), y sus discotecas, donde no se hace ascos a la mezcolanza, alcohólica y sexual. Pero volvamos al Casablanca diurno.

    La rutilante mezquita Hassan II no es el mausoleo del difunto rey (como el de su padre Mohamed V en el centro de Rabat) ni un lugar sagrado de peregrinación. Se empezó a construir en 1986, por deseo expreso de Hassan, quien quiso dotar a la mayor ciudad del país de algo grandioso unido a su nombre. Su inauguración en 1993 supuso un acontecimiento nacional, aunque no faltasen voces (amortiguadas por la censura o el temor) críticas con el dispendio y los modos de recaudar las aportaciones ‘voluntarias'. Sinceramente: no es una maravilla del universo, ni creo que llegue nunca a serlo en los ‘hits parades' del ramo, pero impresiona mucho visitarla cualquier día, y en especial los viernes, para verla funcionar como una perfecta y aparatosa máquina de la creencia. La Gran Mezquita es un lugar de culto vivo, que acoge en su inmenso interior (con capacidad para 25.000 personas) a un número regular muy abultado de orantes, convertidos en una masa bullente y colorida al salir del templo camino de las enormes explanadas (donde caben 80.000 almas) que se extienden frente a la galería abierta y el minarete. Al otro lado de los altos y sólidos muros sólo hay mar rugiente, pues la mezquita se construyó robando doce hectáreas de costa arenosa al océano.

      La ciudad está tan orgullosa de su mezquita que la comparte con los infieles, al contrario de lo que sucede en el resto de Marruecos, donde no es posible entrar en esos lugares de oración sin ser musulmán. Abierta todos los días de la semana (los viernes sólo hasta las 2 de la tarde), es aconsejable, pero no siempre obligatorio, la visita guiada de pago, que permite llegar a alguna de sus dependencias más recónditas. Aunque las fuentes (41) de la Sala de Abluciones y la azulejería de sus bonitos ‘hammams' (baños árabes) resultan chillonas en comparación con los ejemplos clásicos del arte andalusí, la inmensa Sala de Plegarias tiene, en su magnificencia, algo de portentoso. Vacía de fieles, y sólo así nos es posible entrar en ella, sus altísimos techos escayolados, sus grandes lámparas de cristal de Murano, su exquisita marquetería en madera de cedro y sus avenidas laterales de columnas de mármol recubierto de cerámica en la base causan asombro, cuando no arrobo místico. Para mí lo más llamativo del edificio son sus puertas, veinticinco, hechas de latón y titanio muy finamente labrado en la superficie. Por la noche, visible desde muchos puntos de la ciudad, el minarete, al que sus 210 metros convierten en la edificación religiosa más alta del mundo, lanza desde su cima un rayo láser que señala la Meca.

     Por no salir del ámbito de lo sacro, me gustaría destacar en el segundo paseo urbano, el que tiene como ‘leit motiv' el Art Déco, una de las piezas más originales de la ciudad en ese estilo: la iglesia católica del Sacré-Coeur, hoy sin culto y situada, por cierto, junto al Consulado Español y el Instituto Cervantes local. La iglesia, con sus dos bellas torres gemelas de cubos superpuestos, es obra (iniciada en 1930) de Paul Tournon, uno más de la pléyade de excelentes arquitectos franceses autores de la mayoría de edificios de formas geométricas levantados en Casablanca en la remodelación urbana del período más ‘iluminado' y emprendedor del protectorado francés, el que va de 1928 a 1940. El nombre de Tournon se suma a los de Albert Laprade, Adrien Laforgue, Joseph Marrast y Marius Boyer; a éste último se deben las trazas de la Wilaya o ayuntamiento de la ciudad (1928-1936), en pleno centro administrativo. Teniendo más encanto, casi frente por frente, la Poste o sede central de Correos (obra bastante anterior de Laforgue), la Wilaya de Boyer merece sin duda la pena por las vistas desde su llamado ‘campanile' (al que se accede en ascensor) y sobre todo las dos grandes pinturas que flanquean la escalera de honor, estupendos ejemplos del arte de Jacques Majorelle, otro francés que creó con su obra un Marruecos imaginario, perdurable más allá del tiempo de las colonias.

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30 de diciembre de 2009
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Dublín sin boda

Dublín es la ciudad favorita de dos secciones muy específicas de la población europea: los que estudian inglés y los que se van a casar. Les veo más sentido a los segundos. Dublín (en general Irlanda) es un lugar de gran hermosura natural, relativamente pequeño y abarcable y habitado por personas locuaces; tiene además para el viajero católico practicante la oferta de sus muchas iglesias, no tan hermosas como las de Italia pero siempre abiertas. Constituye un misterio para mí, sin embargo, que tanta gente de la Europa no anglosajona piense que el mejor sitio para aprender inglés es la capital de Irlanda: algo así como si se hubiera extendido la convicción de que el destino idóneo para aprender español fuese Lugo. No dudo del nivel docente de las numerosas escuelas de lengua que se ven en Dublín, además de las que no se ven, repartidas por la campiña y anunciadas profusamente en la prensa española. Lo que tampoco es posible negar es el acento de los dublineses, tan señaladamente distinto del inglés ‘standard' como lo puede ser el castellano de los lucenses (el gaélico, lengua de arcana y dulce música, se oye poco en la ciudad). Pero ahí están, en corros o pandillas dicharacheras, los chicos de ambos sexos, españoles, franceses, italianos, a la salida de las academias de la zona céntrica situada entre el río y el Gran Canal, cargados de cuadernos y gramáticas y con el cigarrillo preparado; esto último no llama tanto la atención en un país de gran densidad fumadora.

     El segundo segmento humano al que me refiero se observa sobre todo los fines de semana y está compuesto de ingleses que, en formaciones estrictamente masculinas o femeninas, recorren las calles cercanas a Temple Bar uniformados y llevando en la cabeza artilugios vibrátiles: grupos organizados de amigos y amigas que han elegido la acogedora ciudad para sus despedidas de soltero. Me dicen los que saben de asuntos matrimoniales que también Girona (bien servida por una compañía aérea ‘low cost'), aparte de Palma de Mallorca, son destinos preferentes de estas celebraciones; en Dublín llaman grandemente la atención, en mi caso desde que llegué al aeropuerto, si bien no dejé de verlos en los siete días de estancia, ellas con camisetas alusivas a la condición gallinácea (las despedidas de chicas se llaman en inglés "hen parties", fiestas de gallinitas) y ellos con similares ‘tee-shirts' y un aderezo de cuernos de plástico para afirmar que están en medio de una "stag party", una fiesta de ciervos machos. La cercanía entre el Reino Unido e Irlanda, la cantidad de los ‘pubs' dublineses y la alta calidad de la cerveza local, la negra sobre todo, se dan como los principales motivos de esta proliferación del turista pre-nupcial.

    Para el soltero no-casadero o para los ya casados, Dublín dispone de muchos otros atractivos, bastantes de ellos ligados a la letras. Es sintomático que el primer cartel de propaganda que el recién llegado ve al bajar del avión sea una bienvenida al "país (pequeño país, eso no lo dice el anuncio, pero lo sabemos: poco más de 4 millones de habitantes en total) de los cuatro premios Nobel de literatura". Los cuatro son Bernard Shaw, Yeats, Beckett y, el más reciente, el poeta Seamus Heaney, pero la lista de nombres con los que la República de Irlanda ha enriquecido la literatura en inglés es deslumbrante: desde pensadores como Berkeley o Burke a dramaturgos (Sheridan, Synge, O´Casey, Behan) y novelistas (Jonathan Swift, Oliver Goldsmith, Bram Stoker, Flann O´Brien, James Joyce, hablando sólo de los muertos, y no de todos). Y luego está, naturalmente, Oscar Wilde. La ciudad los resalta, los honra y los tiene abundantemente esculpidos, por mucho que en su día los viera partir sin poner remedio, camino de Gran Bretaña, el oscuro objeto de un amor y un recelo nunca del todo bien compensados. El escritor británico V.S. Pritchett, en su excelente y a menudo muy ácido libro sobre Dublín, dijo que los irlandeses son los peores enemigos del escritor irlandés, y "éste sólo puede triunfar fuera de ella, en Inglaterra o en América".

    En el corazón de la zona georgiana de la ciudad, Merrion Square, el curioso puede dar la vuelta a la plaza, rodeando uno de los muchos parques de Dublín, St. Stephen´s Green, y siguiendo la estela de los escritores que allí nacieron o vivieron: Oscar Wilde, el autor de relatos góticos Le Fanu o el primer Nobel irlandés, Yeats, descrito en la placa correspondiente como "senador, poeta y dramaturgo". En la mansión de esquina, 1 North Merrion Square, donde Oscar pasó una buena parte de su juventud, contienden dos placas en el muro, la del escritor y la de su padre, el eminente cirujano y oculista de la reina Victoria Sir William Wilde, un caballero de vida amorosa agitada y hábitos de higiene puestos en duda por sus contemporáneos. Siendo justos, podría haber habido una tercera placa conmemorando a la madre y esposa de los dos hombres, Lady Wilde, poetisa refinada y animadora, vestida siempre con un toque excéntrico, de un salón literario de gran relieve. La mansión de los Wilde, hoy ocupada por el Colegio Americano, se puede visitar, aunque su interior carece de interés; mucho más popular entre los turistas es cruzar la calle y buscar en un recodo del parque la estatua de alabastro que se le erigió al autor de ‘De Profundis' en la pasada década. Aunque las columnas de granito y figuras aladas que le acompañan son de una notable cursilería, hay ocurrencias ‘wildeanas' grabadas en la piedra, y una de ellas, "Ser natural no es más que una pose", cuadra perfectamente a la languidez irónica y estudiada que tiene su cuerpo de ‘dandy' recostado, no se sabe muy bien porqué, en un peñasco.

     La ciudad gira en torno a dos puntos cardinales, el río y la universidad. Dublín tiene cerca del centro su puerto marítimo, pero el Liffey es un río tan ameno y caudaloso que el amante de las aguas puede conformarse navegándolo (hay cruceros fluviales de distinta extensión) o paseando por sus dos orillas urbanas. La ribera sur bordea la llamada área medieval, donde se encuentran el Castillo y la no muy impresionante catedral de Christchurch, y también la zona de bares de Temple Bar, refugio favorito de las concentraciones avícolas y venatorias de los británicos. La ribera norte exhibe la fachada más monumental de la ciudad, con los macizos pero elegantes edificios neoclásicos del arquitecto James Gandon, el Palacio de Justicia, conocido como las Cuatro Cortes, y la Aduana o Custom House. También es atractiva, aunque más tardía, la sede central de Correos, subiendo por O´Connell Street desde el río, un lugar lleno de connotaciones históricas para los irlandeses, pues desde su escalinata de acceso leyó el patriota Pádraig Pearse la declaración de la república, dando así comienzo a los sangrientos sucesos de la Pascua de 1916; ardió en el asedio de las tropas inglesas, y volvería a ser escenario de combates armados durante la guerra civil de 1922, dejando las balas huellas aún hoy visibles en las altas columnas dóricas de su pórtico.

     Pasear por un Dublín nocturno, no sólo alrededor del Liffey, es un ejercicio placentero; los Romanos nunca llegaron a la isla, pero la ordenación urbana de la capital dio paso a mitad del siglo XVIII a un "Comité para hacer calles anchas y cómodas", y el posterior desarrollo de la ciudad las ha respetado. Tan sólo las noches de los viernes y sábados estas amplias calles se ven un tanto abarrotadas, sobre todo en la cercanía de los locales con música en vivo; el ‘folk', incluso para un turista con buenas intenciones étnicas, puede llegar a hacerse, por omnipresente y por chillón, empalagoso.   

   Los ‘pubs' de Dublín tienen fama, y se visita mucho el más antiguo de todos,  The Brazen Head (la Cabeza Bronceada), situado junto al río, enfrente de las Cuatro Cortes, y activo desde el siglo XII, antes de que fuera legal vender alcohol públicamente. A mí me gustaron sobre todo los bares tradicionales de dos hoteles con historia, el Shelbourne, junto al citado parque de St. Stephen´s Green, y el más modesto del Hotel Lincoln´s Inn, al lado del Instituto Cervantes pero más significativo aún porque en él se conocieron James Joyce y Nora Barnacle, que trabajaba allí de camarera. Dublín ofrece ahora muchos recorridos y mementos ‘joycianos'; mi homenaje más fiel fue la pinta de cerveza Guinness en el astroso pero atmosférico ‘pub' de Jack Kavanagh, donde aún hoy beben los enterradores del cementerio de Glasnevin, uno de los escenarios del ‘Ulysses'.

    Decir universidad en Dublín equivale a decir Trinity College, un conjunto académico que ocupa una extensa parte del centro desde su fundación a finales del siglo XVI gracias a una cédula de la reina Isabel I, interesada en impedir que sus jóvenes súbditos irlandeses fueran a estudiar a Europa y se contagiasen del papismo. La universidad fue durante siglos un reducto exclusivo de protestantes, si bien hoy los estudiantes son en su mayoría católicos. La arquitectura que vemos paseando por su agradable entorno abierto al público es casi toda decimonónica; una de las construcciones menos vistosas en su exterior alberga sin embargo uno de los ‘musts' absolutos de la ciudad, la biblioteca. La gente hace cola para ver el Libro de Kells, con sus páginas bellamente iluminadas en el siglo VIII por unos monjes escoceses; la exposición montada a propósito del libro es algo vulgar, y las láminas abiertas pocas. La gran recompensa a la larga espera es subir después a la biblioteca, una especie de nave catedralicia donde los volúmenes, los anaqueles, las ingeniosas escaleras y la bóveda cubierta de madera nunca, como en otras grandes bibliotecas, arredran. Aunque grandiosa, tiene algo de teatro de cámara donde uno gustosamente se pondría a hablar con los libros.

     Hay muchos museos en Dublín, y tres inolvidables. La Galería Nacional de Irlanda ofrece una vasta colección de muy buena pintura británica e irlandesa y una serie apabullante de obras maestras de la escuela italiana y española, con un extraordinario retrato de la actriz Antonia de Zárate pintado por Goya. El estimulante Museo de Arte Moderno, dirigido por el poeta y crítico mallorquín Enrique Juncosa, ocupa el antiguo Hospital Real, quizá el más noble edificio de la ciudad. Al norte del río, y desdeñando el tontísimo Museo de los Escritores, no hay que perderse, dos puertas más allá, la Hugh Lane Gallery, también conocida como la Dublín City Gallery. Los cuadros impresionistas que se muestran fueron coleccionados por el magnate Sir Hugh Lane antes de morir torpedeado en el Lusitania, pero el visitante tiene que guardar tiempo suficiente para enfrentarse, al fin del recorrido, a un sublime paisaje de catástrofe: la reconstrucción minuciosa del estudio de Francis Bacon, que sus herederos legaron a la ciudad natal del gran pintor fallecido en Madrid. Amontonados en un desorden casi inverosímil ("Trabajo mucho mejor en el caos", dijo Bacon), las cajas, recortes, maletas y lienzos acuchillados tienen un poder hipnótico, y en la sala contigua hay obra suya poco conocida y toda magistral.

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28 de diciembre de 2009
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Austin: cultivada rareza

En el año 2000, un grupo de ciudadanos de Austin, celosos de preservar ciertas peculiaridades de la ciudad, lanzó la frase "Keep Austin weird" ("Que Austin se mantenga rara"), y lo que al  principio no fue más que la ocurrencia de unos extravagantes, en poco tiempo se convirtió en un lema ahora asumido desde la alcaldía. ¿Cómo de rara es Austin? Al principio no lo parece mucho. Situada más o menos en el centro de Texas, no es la ciudad más hermosa del estado (seguramente lo sea San Antonio), ni la más grande (Houston), ni la más artísticamente avanzada (Dallas), pero al ir conociéndola se empieza a ver su encanto, su mezclada personalidad, su acusado perfil humanista. Se trata de una ciudad universitaria, y la universidad es no sólo el ‘alma mater' sino -o así me lo pareció a mí- el espíritu del lugar. Repartida entre una serie de edificios eclécticos, alguno muy bonito, la universidad tiene un hito arquitectónico, la Torre, que rivaliza o le hace un guiño al otro gran punto descollante y emblemático, la cúpula del Capitolio.

     Los americanos adoran tener capitolios en sus capitales, y se esmeran en su construcción, pero el de Austin es realmente impresionante; me contaron mis anfitriones que Borges, visitante asiduo de la ciudad, se hacía siempre llevar allí, tocando con sus videntes manos, antes de entrar, los nobles muros de granito rojizo. El presente Capitolio se empezó a levantar en 1882, y al terminarse, seis años después, se dijo que era el séptimo edificio más grande del mundo. Como todo capitolio que se precie, es de estilo clásico, neo-renacentista éste, pero con esa elegante solidez geométrica que tienen en los Estados Unidos sus símbolos de piedra, desde las grandes fábricas a los primeros rascacielos. Abierto cómodamente al público a todas horas, no en vano es lugar de representación del pueblo, la visita es muy recomendable, ofreciendo, además de sus cuadros, sus salones y sus galerías de columnas, una rareza que nos llama la atención; en el suelo de mármol de la rotonda central, están grabadas las enseñas de todos los países o estados a los que la orgullosa Texas perteneció a lo largo de su historia: la Estrella Solitaria de la breve República de Texas, el Sello de la Confederación, la flor de lis de los Borbones franceses y el león y el castillo de las armas castellano-leonesas.

    Espectacularmente iluminado de noche, se dejará a un lado la mole del Capitolio cuando el viajero se acerque a la cuadrícula del distrito musical y ‘golfo' en el Downtown, famoso en una ciudad donde la asombrosa profusión de iglesias de todas las religiones (yo tenía seis rodeando mi hotel) no impide, por ejemplo, la existencia de una bulliciosa comunidad gay, con sus lugares de esparcimiento al oeste de la calle 4. La calle 6, en su parte este, es la que alberga otra gran cantidad de templos que dan a Austin su más laica y celebrada espiritualidad. En esa zona, cruzada por dos grandes arterias, las calles Lavaca y Guadalupe, y jalonada por la llamativa silueta, entre romántica y vaquera, del Hotel Driskill (precioso y de muy buen comer su restaurante), se halla, en una serie casi ininterrumpida de animados locales nocturnos, la mayor  oferta imaginable de música en vivo: country, folk, blue, jazz, etc. Según mis amigos melómanos, el de más solera es el Elephant Room, en Congress Avenue, y allí, en efecto, asistí yo una noche a una emocionante ‘jam session' a partir de las composiciones de Thelonious Monk. Para los nostálgicos de la edad de oro del ‘pop', la peregrinación obligatoria, lejos de allí, en North Lamar, es el Threadgill´s, un atractivo bar de carretera al viejo estilo donde en los primeros años 1960 empezó a cantar la tejana Janis Joplin, estudiante entonces de la universidad de Austin.

    El cliché de un estado cuyo símbolo más presente es el de los ‘longhorns', los largos cuernos curvos de las vacas, no debe ocultar que en Austin, y también en Dallas y Houston, los millonarios petroleros han hecho posible la existencia de museos y centros culturales ejemplares. En Austin, esa generosidad del mecenazgo alcanza una sofisticación deslumbrante. La describo en tres paradas. La primera en la Nettie Lee Benson Latin American Collection, que dispone de un fondo de manuscritos y libros iluminados tal vez incomparable. La visita le deja a uno boquiabierto sin cesar, pues cuando se acaban de disfrutar los mapas mexicanos del siglo XVI, deliciosamente ingenuos, van apareciendo las ‘joyas' contemporáneas, entre las que el original de ‘Rayuela' corregido por el propio Cortázar se asemeja a un primitivo incunable. La segunda es el museo Blanton, otra donación privada donde se amalgama un núcleo central muy bien seleccionado de pintura barroca italiana con diversas muestras de arte americano contemporáneo. Por último, el Harry Ransom Center, que más que un centro de humanidades es la más maravillosa cueva de Alí Babá que yo conozca. En el Ransom, hogar definitivo de los archivos privados de  -por citar sólo adquisiciones recientes- Doris Lessing, Borges, Burgess, Malamud, Narayan o Stoppard, llega a ser vertiginosa, como en un juego de sueños realizados, la posibilidad de ver la primera foto de la historia, las páginas a mano de Proust y Faulkner, antes de pasar a los vestidos originales de Escarlata 0´Hara (tienen el legado de Selznick) o las tijeras gigantes que Dalí diseñó para el ‘Recuerda' de Hitchcock.

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23 de diciembre de 2009
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Oh, Calcuta

La prensa, más bien mala, que en las últimas décadas ha tenido Calcuta va de la pornografía al horror. En 1969, el crítico teatral inglés Kenneth Tynan, ya famoso entonces por haber sido la primera persona en pronunciar la palabra ‘fuck' (follar) en la BBC, escribió el libreto de una revista musical, ‘Oh! Calcutta!', pronto convertida en uno de los más grandes éxitos de la escena británica. Aunque en el ‘collage' pergeñado -con bastante gracia- por Tynan había textos de, entre otros, Samuel Beckett y John Lennon, la notoriedad del espectáculo se debió a sus desnudos integrales y constantes, motivo de un escándalo puritano que prosiguió en los primeros años 70, mientras seguían también las largas colas para comprar sus entradas, casi todas de reventa, en el West End londinense. Nada hindú había en la obra, ni siquiera el título, que, después de leer algunas cábalas retorcidas, el propio Tynan tuvo que explicar: se trataba de un retruécano a partir de un lienzo del pintor surrealista francés Clovis Trouille donde se muestran de modo prominente las nalgas de su modelo, y que Trouille llamó ‘Quel cul t´as' (‘Qué culo tienes').

   ‘Oh! Calcutta!' no llegó a los teatros de Calcuta, y en la imaginación de los viajeros occidentales que aman la India la capital bengalí continuó siendo "la ciudad de la noche espantosa", como la calificó Rudyard Kipling en una serie de artículos periodísticos enviados tras una breve estancia, mientras se alojaba en el Great Eastern Hotel, imponente edificio de gran solera decimonónica cerrado ahora por trabajos de renovación. La dimensión gigantesca y apelmazada de la urbe, su población, calculada ahora en catorce millones dentro de su área metropolitana pero seguramente incalculable en términos reales, la pobreza de la mayoría, el rastro de las enfermedades, la situaban ya en el siglo XIX, cuando era la capital colonial de los británicos en la India, como uno de los jalones que, al lado de Pekín, "llevan al camino de la revolución mundial", según el dicho, seguramente apócrifo, de Lenin.

    La revolución no ha estallado en Bengala (y ya vimos los efectos letales de la que sí estalló en China), a pesar de su larga tradición reivindicativa y sus conflictos armados, miles de personas duermen al aire libre cada noche en el centro de la ciudad, y el ‘claxon' de su cerca de un millón de taxis es la señal acústica de mayor resonancia. Aun así, Calcuta no resulta más densa ni abigarrada ni sucia ni cruda que otras ciudades asiáticas presentes en las rutas turísticas, poseyendo para mi gusto unas hechuras y una atmósfera de gran capital atractiva, inquieta y -a su modo arrollador- cosmopolita. Nunca la llamaría ‘ciudad de la alegría', como Dominique Lapierre en su tópico libro, pero a mí me sedujo desde el primer momento.

    Calcuta (hoy rebautizada nacionalmente como Kolkata) fue una completa creación de los británicos, y por ello es la mega-ciudad de la India donde más destacan el rastro del colonizador y la ausencia de edificios notables anteriores al siglo XVIII, época en que empezó a prosperar, siguiendo los intereses comerciales de la Compañía de las Indias Orientales y los vaivenes políticos del Raj o gobierno colonial. Al principio sólo había allí tres aldeas (una de ellas, Kalikata, proporcionó el nombre) y un gran río, el Hooghly (Hugli en español), que sigue majestuoso y no muy claro de aguas atravesando la ciudad y dividiéndola en dos mitades, más que separadas, opuestas. La orilla izquierda es la que no se visita, aunque el viajero que llegue el tren es la primera que pisará, y las zonas importantes de la ‘rive droite' se extienden todas en torno al gran parque conocido como el Maidan, donde está, camuflado para el viandante al ser hoy de uso gubernamental, el antiguo Fuerte William de las tropas inglesas. El Fuerte, los placenteros campos de hierba del parque, llenos los domingos de jugadores nativos de cricket, el grandioso pero relamido Memorial de la Reina Victoria, y una buena parte de la ciudad son, sin embargo, abarcables para quien, pidiendo el preceptivo y asequible permiso, suba a lo alto del Monumento a Ochterlony, una columna de 48 metros de altura que ha perdido el nombre del prohombre en cuya memoria la erigieron los ocupantes en 1828, llamándose ahora Minarete de Shahid. Como casi todo en Calcuta, su estilo es occidental, aunque tiene unos motivos turcos y hasta egipcios que lo hacen muy singular. Desde el mirador del minarete hay buenas vistas del río, de la fea catedral neogótica de San Pablo y del céntrico barrio situado entre Chowringhee y Park Street, donde están los centros de ocio, los mejores restaurantes y la mayoría de los hoteles recomendables. Al noreste del Maidan se halla otra de las zonas más vivas de la ciudad, alrededor de la gran plaza Dalhousie, donde destaca el bonito mamotreto victoriano del Writer´s Building, que, pese a su nombre, no alberga salones literarios ni bibliotecas sino sedes administrativas del gobierno bengalí. Andando o en ‘rickshaw' (en Calcuta, pese a la prohibición estatal, quedan muchos acarreados a pie por sus conductores) el paseante puede desde allí acercarse a las animadísimas calles lindantes con la universidad (repletas de puestos de venta de libros viejos) y al Palacio de Mármol, la joya arquitectónica de la ciudad.

     Este palacio, construido en 1835 por un magnate local, Raja Rajendra Mullick, se me antoja como la réplica anglo-india a la fantasía indo-china del Pabellón Real de Brighton, mandado edificar veinte años antes por el Príncipe Regente de Inglaterra y futuro rey Jorge IV. Igual de extravagante aunque menos refinado que el de Brighton (obra al fin y al cabo de un gran arquitecto, John Nash), el Palacio de Mármol de Calcuta revela el sueño mundano y acaparador de un Ciudadano Kane bengalí que desde adolescente viajó por toda Europa comprando -a veces se diría que al peso- toneladas de objetos artísticos: mesas de lapislázuli, aceros toledanos, espejos rococó, lámparas de Murano y pinturas, infinidad de pinturas, algunas firmadas por Reynolds y Rubens. Todo ese ‘bric-à-brac' se amontona en estancias muy imponentes aireadas por patios que siguen el modelo doméstico hindú, y el conjunto formado por la mansión, los jardines y el pequeño zoo se visita, sin que perdamos nunca de vista que aquello sigue siendo la residencia de los Mullick.

    Muy cerca del Palacio de Mármol merece la pena echar al menos una ojeada a la casa familiar de los Tagore, toda una institución política y cultural muy determinante en el llamado Renacimiento de Bengala. El abuelo de Rabindranath fue el iniciador de lo que podríamos calificar de capitalismo nacionalista ilustrado, pero es evidente que el surco de reforma social y renovación artística (tanto literaria como musical) dejado por el Premio Nobel del año 1913 fue duradero, llegando su influjo hasta otra de las grandes figuras de la cultura bengalí del siglo XX, el director de cine y novelista Satyajit Ray. Ray es uno de los grandes cineastas de la historia, si bien conviene señalar que, mucho antes del nacimiento de Bollywood y sus filiales regionales, Calcuta fue centro de producción y escenario de numerosas películas de calidad, no sólo de Ray sino de otros muy interesantes directores bengalíes como Mrinal Sen, Buddhadeb Dasgupta o Shyam Benegal. El cine sigue siendo importante en el estado, y al sur de Chowringhee llama la atención el gran complejo que acoge la escuela de cine y la cinemateca. Por otro lado, Calcuta tiene seguramente el mejor museo de arte del continente, el Museo Indio, destartalado edificio cuya planta baja ofrece una apabullante colección de esculturas de las distintas fases y regiones del país.

    Los ingleses abandonaron Calcuta a su suerte en 1911, cuando la capitalidad del Raj fue trasladada a Delhi. De entonces data, según los más nostálgicos lugareños, el comienzo de su decadencia, o al menos de su convulsa fama. Gobernada por la izquierda, sacudida por los frecuentes ‘saltos' de la guerrilla maoísta y el flujo masivo de refugiados de la cercana Bangla Desh, saneada sin duda en los últimos años (y parece innegable en ese sentido la labor de los centros de acogida de la Madre Teresa), Calcuta se distingue aliviadoramente en un país tan piadoso como la India por su predominio laico (apenas se ven templos de cualquier religión). Y quizá no es casual que el rincón para mí más sugestivo de la ciudad fuera un camposanto hoy sin uso ritual. Me refiero al Cementerio de South Park Street, terreno de enterramiento para los residentes británicos sólo en activo entre 1767 y 1830, cuando, al quedarse pequeño, se extendió a un más amplio y desangelado solar situado enfrente. El romanticismo del cementerio de South Park es genuino: sus hermosos mausoleos un tanto dilapidados parecen formar parte de un grabado neoclásico de Piranesi que el color local de un remoto Oriente hubiera iluminado con árboles tropicales, aves cantoras y plantas aromáticas.

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21 de diciembre de 2009
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Metafísica del champán

Como un asesino, he vuelto al lugar donde cometí algunos excesos juveniles poco tiempo después de llegar a vivir a Madrid. Yo frecuentaba entonces, a la tierna edad de diecisiete años, dos lugares de la ciudad: un café y un cine. El café era el Chócala, en la calle Alcalá, donde una vez por semana se reunían los integrantes de la revista de cine Film Ideal, en la que yo había sido admitido, como si de una secta se tratara, gracias a la publicación de un artículo mandado espontáneamente desde mi provincia natal. Además de tomar copas en el Chócala, los ‘filmidealistas', sobre todo los más seguros de sí mismos, que no era mi caso, organizaban también actos cuasi-dadaístas con motivo del estreno de alguna película dirigida por un maestro reverenciado. Hubo varios ‘estrenos espectáculo' en aquella época de devociones cinéfilas un poco talibanas, pero el que yo recuerdo especialmente es el de la película ‘Dos en la carretera', que debió de tener lugar hacia 1968 en el Avenida, mi cine  predilecto de la Gran Vía.

    El Chócala sigue intacto, casi frente por frente al aplomado caballo del general Espartero, pero no los cines a los que tanto íbamos recalcitrantemente y a veces en grupo. De los grandes coliseos emplazados en la por aquella época llamada avenida de José Antonio Primo de Rivera sólo quedan en función cinematográfica, un tanto despedazada, el Callao, el Capitol y el Palacio de la Prensa, mientras otros están clausurados o se han convertido en contenedores de musicales de Broadway o ‘shopping malls'. Todo muy americano, como antes, pero con otro calibre. Hace tres días entré con una mezcla de nostalgia y susto en el Avenida, escenario del citado estreno de ‘Dos en la carretera', al que los más exaltados críticos de la revista llevaron botellas de champán y vasos de plástico para brindar antes de la sesión, en el amplio vestíbulo, a la salud de los protagonistas Audrey Hepburn y Albert Finney y del director de esa maravillosa comedia, Stanley Donen, cuya obra fílmica, según la expresión de uno de los más ocurrentes ‘filmidealistas', representaba en el cine la metafísica del champán.

     El Avenida es ahora una sucursal de la multinacional de ropa H&M, mientras que el otro gran cine contiguo, el Palacio de la Música, sigue en obras, tapiado, para dar cabida en su día a un local dedicado a la música, lo que es una buena noticia, una de las pocas que nos da el sádico equipo municipal ‘gallardoniano'. Se me hizo extraño entrar, bajo la atenta mirada de un ‘segurata' (mucho menos marcial que los antiguos porteros del cine), en el ex-Avenida, que sigue luciendo bien en el vestíbulo de mármol policromado, con sus pinturas galantes y su doble escalera espejeada. Los remodeladores han hecho guiños al local anterior, dejando por ejemplo los rótulos que indican la Sala 1 y la Sala 2, una partición que se inauguró 2002, cuando ya amenazaba la crisis de las audiencias cinematográficas. Lo que no hay es patio de butacas ni pasillo central, ni pantalla, habiendo en lugar de los acomodadores opulentos, un tanto prusianos, que se veían en tiempos de esplendor, dependientes espigados, algunos con ‘piercings' y aun así bastante eficaces. Se han cometido estropicios, desde luego, sobre todo en las escaleras automáticas, el techo y la planta sótano, que, la verdad, no recuerdo qué función tenía en su día pero ahora parece un quiero y no puedo de lujo goyesco e informalidad ‘prêt-à-porter'.

       No hay que mitificar innecesariamente. El Avenida no era una obra maestra de la arquitectura, y por tanto la alteración de sus interiores no es un magno delito contra el patrimonio. Construido en 1927 por el arquitecto José Miguel de la Quadra-Salcedo, el edificio carece de carácter: ni es racionalista, como por fecha le podría haber correspondido, ni regionalista, afrancesado o vienés, al modo en que lo son, en dosis variables, algunos de sus más bellos vecinos de esa parte de la Gran Vía. Ahora bien, despejada de los inmensos cartelones cinematográficos pintados a mano que tanto nos gustaban, la fachada queda neta y elegante, y está de noche bien iluminada.

     Convertirse en un templo del vestuario moderno  -sin atrezzo suntuario pero amplia selección de bisutería- no es el peor destino para un antiguo cine. Baste recordar, a ese respecto, la transformación del Infantas en supermercado ‘low cost' y la pura y simple demolición o ruina de otros añorados locales del barrio de Salamanca como el Carlton o el Mola. Hay algo escenográfico (y es otro de los méritos de sus actuales ocupantes) en la disposición de las ropas y los complementos en este nuevo H&M, que, con un poco de imaginación, puede hacernos pensar en una Audrey Hepburn que, en tiempo de penuria, ya no desayuna en Tiffany´s sino en Starbucks.  

    Me probé un chaquetón ese día pero no me compré nada. Echaba de menos las burbujas.

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18 de diciembre de 2009
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Canto de villanos

Es inútil que los que no tenemos niños, ni abeto en casa, ni creencias, nos rebelemos contra el ruido que hace la Navidad. Tiene una justificación bíblica. Si nos fijamos bien, las dos estampas más perdurables de la natividad de Jesús son la compañía que le dan en el pesebre, junto a sus padres, la mula y el buey, mugiendo y rebuznando de dicha, y la llegada de los Reyes Magos, que con tanto séquito y tanto animal de carga debieron de montar un gran belén ante el portal. Resignación, pues, amigos, si suenan las zambombas, las voces ebrias de las comidas de empresa (las que no hayan cerrado o economizado) y los gritos de los patinadores al darse un porrazo, ahora que el municipio, al menos el de Madrid, ha puesto en el centro urbano pistas de hielo.

     Yo reivindico aquí, pese a todo, un sonido navideño que no puede ser más tradicional y hasta ñoño: el villancico. No estoy seguro de que las familias los sigan cantando en la intimidad, aunque me han dicho que se hacen concursos (como los de belenes) y que en las noches más señaladas de estas fiestas se pueden oír, más o menos desafinados, en las calles de algunos pueblos celosos de sus costumbres. En cualquier caso, he pasado los últimos días oyendo villancicos, y les aseguro que ha sido una experiencia estética de lo más emocionante. Se trata de un disco, y en él todo se une para hacerlo memorable, además de altamente recomendable. Por un lado está la calidad de las piezas, que luego comentaré brevemente. Y por otro la altura del empeño, pues significa la recuperación discográfica de un maestro del Renacimiento español, Joseph Ruiz Samaniego, hasta ahora sólo vagamente conocido por los estudiosos, que sólo sabían de él que fue un hombre de mal talante nacido en un lugar ignoto y activo en la provincia de Zaragoza, entre Tarazona y la capital, desde aproximadamente 1653 hasta la fecha certificada de su muerte en 1670.

    El disco se titula ‘La vida es sueño...' y ha sido editado por el prestigioso sello francés Alpha 153, que distribuye en España Diverdi. Los intérpretes, excelentes, son los llamados ‘Músicos de su alteza', una agrupación española que dirige Luis Antonio González, especialista en músicas antiguas. Las diez obras grabadas de Ruiz Samaniego lo revelan como un maestro de la polifonía que nada tiene que envidiar a los grandes compositores contemporáneos activos en Venecia, París o la Inglaterra isabelina, ni tampoco a predecesores hispanos de la talla de Victoria y Guerrero. Oímos una música de ocasión (varias de las composiciones fueron escritas para las festividades de la Virgen del Pilar, y una de las más hermosas, ‘De esplendor se doran los aires', deja entrever un fondo melódico de jota aragonesa) constantemente inventiva y, siendo religiosa en su mayoría, llena de vivacidad; conviene recordar, a ese respecto, que la palabra villancico es de la misma familia que el término ‘villanesca', definido por Diego de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana de 1611 como "canciones que suelen cantar los villanos cuando están en solaz". Un villano en el siglo XVII era un aldeano, y hoy es un malo. No hay que ser ni lo uno ni lo otro para disfrutar en la siempre estridente navidad los maravillosos cantares de este redescubierto Ruiz Samaniego.

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16 de diciembre de 2009
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El sótano de Allende

Sólo estábamos la guardiana y yo esa mañana de domingo del pasado mes de noviembre en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, al sur del céntrico Barrio Brasil de Santiago. Situado en un palacete de estilo ecléctico, entre los muchos que bordean la avenida República, este museo tiene un origen español y una historia inevitablemente agitada. Surgido de la iniciativa personal del crítico de arte sevillano José María Moreno Galván (fallecido en 1981), en un gesto de apoyo solidario al gobierno de Allende que obtuvo la respuesta inmediata de muchos grandes pintores (Lam, Saura, Frank Stella, Matta, por citar algunos), nunca llegó a abrirse en vida del presidente socialista, quien alentó desde el comienzo la propuesta de Moreno Galván y llegó a ver antes del golpe militar de septiembre de 1973 la primera obra generosamente donada, una hermosa pintura de Joan Miró. Treinta años tardó la colección formada en llegar definitivamente a Chile, tras unos avatares que recuerdan, y por similares condicionantes políticos, los que sufrió el ‘Guernica' de Picasso antes de su devolución a España.

     El museo expone en rotación un número limitado de los 2000 cuadros reunidos, estando en todo momento alguna parte del fondo en exposición itinerante por diferentes países extranjeros. El día de mi visita solitaria lo expuesto era en su mayoría pintura surrealista, no toda muy distinguida, aunque también estaban colgados varios de las grandes lienzos en permanencia. Una vitrina de la planta baja muestra objetos personales de Allende al lado de un peculiar muro de las lamentaciones hecho con fragmentos encadenados de sus discursos políticos. "¿Y los sótanos?", le pregunté a la amable guardiana. En mi guía Lonely Planet de Chile, edición española de 2009, se hablaba de que el visitante podía reconocer en ellos "cables telefónicos enmarañados e instrumentos de tortura dejados en tiempos de la DINA, que empleó el edificio como estación de escucha". La señora hizo un gesto difícil de interpretar: entre la sonrisa de disculpa y la mirada huidiza: "No hay acceso al sótano ahora, aunque usted podrá observar al salir, si se fija, restos del cableado y las antenas de escucha en el tejado".

     Al día siguiente por la noche seguí con atención, sentado en mi habitación del hotel Plaza San Francisco, a unos cientos de metros del Palacio de la Moneda, un largo y animado debate  -emitido en directo por el Canal 13-  entre los cuatro candidatos a las elecciones presidenciales chilenas celebradas este domingo 13 de diciembre. Me fascina especialmente, entre las tonalidades del castellano americano, la chilena, que oí por primera vez en España a dos magníficos escritores aquí largo tiempo residentes, José Donoso y Mauricio Wacquez; un habla levemente atropellada y hasta ansiosa, capaz, sin embargo, de la melodía más dulce. Esa noche escuché, tratando de sustraerme un poco a la encantadora música de sus acentos, los discursos cruzados entre el centro-derechista Sebastián Piñera, el comunista (aliado con la izquierda cristiana) Jorge Arrate, el independiente y antes diputado socialista Marco Enríquez-Ominami (MEO en su abreviatura no despectiva), y el candidato de la gobernante Concertación entre socialistas, radicales y democristianos, Eduardo Frei hijo, que ya fue presidente en un mandato anterior y repite opción al estar obligada la presidenta Michelle Bachelet (con un 80% de aceptación popular ahora mismo) a dejar el cargo por el límite constitucional de cuatro años.

      No soy un conocedor profundo de los entresijos de la política actual de aquel país, aunque Chile, el Chile del Frente Popular y el Chile de Pinochet y sus gorilas, fue para mi generación, acabada la guerra de Vietnam, el máximo punto de referencia moral, similar, me atrevo a decir, a lo que la España de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista fue en la conciencia de muchos de nuestros mayores de Europa y América. La pasión chilena y la amarga nostalgia ‘allendista' volvieron naturalmente a revivir (y en este caso también para numerosos ciudadanos españoles que eran niños o no habían nacido en septiembre de 1973) con los episodios del mandato judicial de Baltasar Garzón y la detención en Londres, a finales de 1998, del exdictador Pinochet, con el decepcionante final de la liberación del militar criminal decidida por un gobierno, el de Tony Blair, que ya empezaba, si no antes, la cadena de vergonzosas traiciones al espíritu progresista que decía encarnar. Devuelto a Chile, el general, como es sabido, jamás llegó a ser debidamente juzgado, utilizando argucias y mentiras hasta la muerte, en su propia cama, el 10 de diciembre del 2006.

     El debate en Canal 13 tuvo momentos muy vivos, y uno que, desde el punto de vista español, disfruté particularmente: las palabras de MEO, un político joven (36 años) de físico atractivo y vacilante discurso, acusando a Piñera de tener como consultor en política y gurú personal a José María Aznar, un jefe de estado, dijo, que ha mentido a los ciudadanos y fue "el hombre que arrastró a España a una de las guerras más crueles que ha conocido el mundo". A Frei se le acusó de haber aceptado el cambalache del retorno sin cárcel en firme ni enjuiciamiento en España del general Pinochet, y esa acusación, de nuevo esgrimida por MEO, salpicaba a Arrate, que era ministro en aquel gobierno progresista de Frei y, discrepando de la mayoría del gabinete, protestó pero no dimitió, por no hacerse  -dijo con la elocuencia que tiene este antiguo profesor de economía-  "un llanero solitario". MEO, por su parte, tuvo que arrostrar las críticas, de Piñera y Frei, a sus connivencias con los gobiernos de Chávez y los hermanos Castro, respondidas por él con una inquietante mezcla de coquetería y populismo.

     En Chile, fue mi impresión de viajero, Allende está presente, pero yo creo que para una parte muy substancial y tal vez mayoritaria de la población más como icono del pasado que como inspiración de cara al porvenir. Su estatua, de una gran fealdad artística (sobre todo en comparación con la de los presidentes anteriores que la acompañan en la plaza Constitución), está erigida a pocos metros del bombardeado palacio donde se quitó la vida tan dignamente, y no faltan en los alrededores las huellas o presencias de aquellos trágicos días: unas, conmemorativas (por ejemplo la placa mural que recuerda a los miembros de su ‘guardia de corps' caídos el infausto 11 de septiembre), y otras aún encaminadas a la restauración de la verdad, como el anuncio, en la entrada del cercano Ministerio de Justicia, de un servicio médico estatal que con una pequeña muestra de sangre "puede ayudar a identificar los cuerpos encontrados y los que se podrían encontrar".

    El mismo Palacio de la Moneda se visita libremente, con cita previa fácil de obtener, tras la decisión tomada en 2000 por el presidente Lagos. El recorrido guiado incluye los lugares del crimen: el salón blanco donde el presidente resistió hasta el último momento, la ‘chaise longue' donde se reclinó para dispararse a la cabeza, la ventana del primer piso en la que fue fotografiado por unos escolares que pasaban camino del colegio, la puerta por donde fue sacado su cadáver, tapiada posteriormente por los golpistas.

    Es comprensible que los chilenos voten el 13 de diciembre pensando en el futuro, teniendo además una situación económica -no sólo comparativamente- airosa. El país, sin embargo, y de nuevo especulo, no va a desligarse con facilidad de su aún reciente historia; en los días de mi estancia saltó a la prensa el conflicto creado por la decisión de la presidenta de nombrar como comandante en jefe del Ejército al general Fuente-Alba. El militar, subteniente con mando en 1973, nunca ha sido imputado, pero el solo hecho de haber tenido que declarar dos veces en el caso de la llamada Caravana de la Muerte bastaba para hacerle inconveniente a ojos de las asociaciones de familiares de desaparecidos. Pero me extrañó que en el amplio folleto que entregan gratuitamente al visitante del Palacio de la Moneda, con seis pequeñas fotos del estado en que quedó el edificio neoclásico tras los ataques con bomba de las fuerzas rebeldes, el único nombre propio que no se menciona en ninguna de sus páginas sea el de Salvador Allende.

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14 de diciembre de 2009
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El visor de Chus

En un momento dado de la historia de España aparecieron, enclavados en un piso de la calle Leganitos de Madrid, los que con el tiempo serían llamados "los Visores", antes de que cada miembro del clan adquiriese consistencia propia, aunque la tenían ya como conjunto, sobre todo en razón del material altamente inflamable que manejaban en la trastienda de un local que era fundamentalmente librería pero también hacía, creo, las veces de rincón de tertulias, editorial y distribuidora de libros. En los cuatro apartados bordeaban la legalidad franquista entonces vigente.

      Se sabía que eran varios hermanos, pero era difícil saber cuántos exactamente, pues, envuelta en la rutina de los apellidos García Sánchez, se escondía una facción de activistas de alcance largo y diverso. Yo he llegado a conocer en mi vida a tres de ellos: Miguel, Jesús y, de modo más fortuito, a  Aristónico, competente notario de profesión pese a su nombre de filósofo cínico de la Antigüedad. Miguel y la familia que empezó a formar poco después han sido siempre presencias cercanas y muy queridas, asociadas infaliblemente a los libros que ellos han editado, distribuido y vendido en la excelente tienda que lleva el nombre de Antonio Machado en la calle Fernando VI de Madrid. A Jesús, que en el siglo prefiere ser llamado Chus, le he tratado con una gran asiduidad en los últimos cuarenta años, solo o en compañía de otros, y no pocas veces junto a Conchita, que a su estado civil de esposa unía las condiciones de librera y antóloga, ésta última una categoría que imprime carácter.

    Contar los avatares de los hermanos García Sánchez requeriría las dotes de un novelista-río de la escuela Biedermeier, que no es mi caso. Por eso quiero centrarme, hablando sólo del ‘visor' Chus, en dos aspectos (el futbolístico, por ejemplo, como irredento seguidor del Atlético de Madrid, no lo toco en profundidad). Lo que yo físicamente más le he visto hacer a lo largo de varias décadas en su amplio local de la calle Donoso Cortés es vender libros, aunque ahora que lo escribo me doy cuenta de que no; más que venderlos le he visto manejarlos, dominarlos, ‘saberlos'. Chus es el ISBN más confiable que existe, con la ventaja, frente al sistema de archivo informático, de que cuando él te da el dato de un libro de hoy o de hace treinta años casi seguramente lo ha leído y acompaña la información con un comentario. No en todos los títulos me dejo guiar por él, pues es un lector drástico en su inmensa cultura, pero siempre le escucho. Es muy vigorizante escuchar a Chus despotricar contra cierto poeta o cierta novelista para él indebidamente entronizados, tanto como lo es oír la cálida expresión de sus grandes amores literarios, llamativa por ser este hombre más bien austero en el registro sentimental.

    Que un librero conozca y ame los libros debería ser habitual, y lo es, o lo era. En Chus García Sánchez se superponen además la producción y la defensa del libro en varios frentes, lo que le convierte, allí donde esté, en un todoterreno de la lucha cuerpo a cuerpo contra la ignorancia. Su colección Visor de poesía no necesita aquí más comentario; en el territorio de lo mejor que se ha publicado en las últimas décadas en castellano es un bastión, palabra que le va mejor que pilar a un hombre contundente como él. Y hay algo suyo que me apetece sacar a la luz, pues no es enteramente del dominio público: en la intimidad a Chus le gusta hablar el idioma abstracto de la poesía concreta, que ha estudiado a fondo y  -también él-  ha difundido como antólogo. En todo caso, el muy amplio catálogo que ese sello de Visor ofrece demuestra la versatilidad, la ambición y el buen ojo del editor.

     Acabo por el lado oculista del asunto. Doña María Moliner da en su diccionario esta definición, y es la única que da, del vocablo ‘visor': "Dispositivo de las máquinas fotográficas que sirve para enfocar". La palabra me gusta mucho, y no sólo por mis veleidades cinematográficas. Hay algo ‘voyeurista' en esa familia semántica que incluye expresiones como "de viso" y términos como "visera", un aditamento que nunca he comprobado si Chus García Sánchez lleva al estadio Vicente Calderón cuando va a ver jugar a su equipo. Entre todas las acepciones posibles de ‘visor' en los diccionarios me quedo con la de Moliner. Porque si algo llevo viéndole hacer a Chus desde que éramos jóvenes todos, los vivos y los que nos faltan, es enfocar. Ajustar la prodigiosa lente de su máquina poética para darnos la imagen más certera y profunda del campo de la palabra escrita.

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9 de diciembre de 2009
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El Boomeran(g)
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