Skip to main content
Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

Blogs de autor

El museo de los nuevos alimentos

Anunciada en su día -y tal vez ocurrida sin darnos cuenta- la muerte de la novela, que seguía a la del teatro, a la de la pintura de caballete y la música tonal, en agonía el cine visto en los cines y los periódicos leídos en papel, asistimos ahora boquiabiertos a los últimos estertores del cochinillo asado, la fabada, la oreja a la plancha y la morcilla frita. El cocinero de firma es el artista de la vida moderna, y los restaurantes entendidos sólo como el lugar ameno del buen yantar se le han quedado pequeños. Ferràn Adrià, tal vez el más artístico de los nuestros, lo ha dicho bien claro y lo ha corroborado anunciando para el año próximo el cierre de El Bulli, que renacerá al cabo de tres años de reflexión profunda convertido en un Centro de Creatividad. Adrià, que es un hombre de inteligencia (su comida la he degustado poco), estuvo como recordarán de artista invitado en la Documenta de Kassel del 2007, ha dado cursos en Harvard y fue objeto el año pasado de ‘Food for Thought, Thought for Food' (‘Alimento para pensar, pensamiento para comer', así podríamos traducirlo), unos de los libros más portentosamente vacuos que jamás se hayan publicado, aunque sus autores-compiladores fuesen dos hombres también muy inteligentes y admirados por mí: el pintor (de caballete, en este caso) Richard Hamilton y el crítico y museísta Vicente Todolí.

    Envalentonado quizá por las 348 páginas (en la edición inglesa que conozco) de disparatado encomio que hay en dicho libro y por los seminarios y cátedras de gastronomía que brotan como hongos por doquier, el cocinero Adrià dijo recientemente en la ciudad norteamericana de Cambridge que "Lo normal es que nadie le discuta a un científico sus teorías o sus ecuaciones, pero en la cocina todo el mundo se atreve a opinar". Cada vez  -y no son muchas- que alguna amiga aventurada me lleva a cenar a uno de estos templos de la nueva cocina, me acuerdo de las citadas palabras de Adrià en Cambridge cuando, tras el pago de la abultada cuenta, la amiga me pregunta qué me ha parecido la exquisita y rebuscada comida; me callo por prudencia, o por cortesía, si invita ella. Se acabaron los tiempos en que aún era legítimo salir de un figón juzgando bien o mal la densidad de la salsa de unas albóndigas, el punto de sal del bacalao ajoarriero, la dulzura de un arroz con leche elaborado con el cereal no estrictamente liofilizado.

    Si cunde el ejemplo de esta casta de artistas que antes sólo eran grandiosos artesanos de las cosas de comer, y se extiende el temor sagrado a pasar dictamen sobre la reconversión alquímica de una tortilla paisana o el proceso de esferificación de los pimientos morrones, no tardará en llegar el día en que el cliente tampoco se atreva a opinar contundentemente sobre el corte de la chaqueta de moda que se está probando o sobre la inestable pero bellísima silla de diseño ofrecida en la tienda de muebles. Hoy (o quizá mañana) poca gente desea verse circunscrita a la artesanía, una de las palabras más nobles, más antiguas y más gratificantes del cualquier idioma y de cualquier historia de la civilización. El cocinero quiere hacer ciencia con la comida, y esta pretensión ha alcanzado a algunos maravillosos profesionales como Juan Mari Arzak, que se ha metido, en colaboración con Jon Rodríguez, asesor para Estrategias Futuras de la casa Philips, en una llamada "cocina extrasensorial", lo que traducido para el lego significa que algunos de sus platos comestibles llevan luz dentro, encendiéndose así en un momento dado ante el comensal las bombillas implícitas en una carne de corzo o un lomo de pescado. El citado Jon Rodríguez, hombre emprendedor, ha anunciado que sus investigaciones van a llegar hasta el logro de una "cocina diagnóstica", algo, por cierto, que ya se pudo barruntar cuando la página de Tendencias de este periódico reprodujo hace pocas semanas la colección de muestras del Banco de Sabores de Arzak: una foto de contenedores trasparentes alineados en tres alturas que daba una grima espantosa, tan parecidos esos productos a los especimenes de tejidos internos del cuerpo humano enfermo que hay en los hospitales oncológicos.

     ¿Es esto el nacimiento de una innovadora sensualidad gustativa que mi paladar, por zafio y por antiguo, es incapaz de apreciar en lo que vale? La idea la he considerado yo mismo, por supuesto, sobre todo relacionándola con la sensación parecida que me producen algunas exposiciones de artes plásticas (no todas), algunas novelas y ensayos anunciados como de ruptura y algunas películas provenientes, con su abultada carga de premios, de Grecia, de Irán o de Sundance. Parte de mi argumento en este artículo, consiste, sin embargo, en sostener que por mucho camelo que haya en cierta cocina y cierto arte de vanguardia, la esfera del juicio no coincide, como tampoco lo hacen los procedimientos ni las finalidades. Comer no es todavía, aunque se empeñen los estudiosos y los ‘chefs', una actividad del espíritu trascendental.

     Ferran Adrià ha sido acusado en más de una ocasión de la peligrosidad de sus ingredientes ‘moleculares', y un reputado crítico gastronómico, el alemán Jörg Zipprick, denunció por ejemplo el uso sistemático por el genio de El Bulli de colorantes, emulsivos y polisacáridos que podrían causar cáncer intestinal. Adrià lo ha negado, y la sospecha inherente a estas acusaciones que siempre han acompañado el nacimiento de lo nuevo es que se trata de gestos reaccionarios, una llamada al orden de lo convencional y lo trillado. Soy el primero en reconocer las bondades de una sana alimentación, más allá incluso de la dieta mediterránea, pero, sinceramente, no veo más progresista el escamoteo de laboratorio de unas berzas que llegan a la mesa con efectos de "piedra pómez flotante" que el mojar el pan alguna que otra vez en el caldillo dejado por unos callos con garbanzos.

     Por no hablar de la pérdida de la convivialidad desenfadada en favor de la ‘gravitas' experimental propia de esos centros del arte culinario donde hay que hacer cola de años para acceder, como a los festivales de Bayreuth o las cuevas de Altamira. La idea de comer vigilado por un ojo artístico me angustia, y siempre que estos grandes cocineros, con la mejor intención, salen de los fogones y recorren su restaurante para recibir los plácemes del festín ofrecido, pienso en la pesadilla que supondría ver aparecer de detrás de los anaqueles de una biblioteca pública donde quince o veinte personas estuviesen leyendo las últimas producciones de la novela española, a tal autor o autora queriendo saber qué te ha parecido a ti ese uso de la segunda persona narrativa en el capítulo 3, todo sin puntuar y con notas a pie de página, de su reciente libro.

Leer más
profile avatar
25 de noviembre de 2010
Blogs de autor

El duelo de Berlanga con Bataille al fondo

No soy amigo de las ‘denominaciones de origen' en el campo de las artes, y aun así nunca he podido sustraerme a la impresión de la profunda valencianidad del cine de Luis García Berlanga, que en alguna ocasión asocié a una cierta escatología huertana difícil de superar en nosotros, los valencianos, por mucho que se viaje y se pulimente uno. Escondido tras su eterno aire de despiste y manera un tanto trompicada de hablar, Berlanga era, me atrevo a decir, el cineasta español más culto que ha existido y tal vez exista jamás. Tenía una gran memoria fílmica, sabía mucho de arte contemporáneo, y lo había leído prácticamente todo, fuera y dentro de la literatura erótica, en la que sus saberes impresionaban: estaba al tanto de cualquier novela dieciochesca de libertinos capciosos y a la vez era un lector constante del erotismo teórico, con un entendimiento muy sagaz de la obra de Georges Bataille.

    Ahora que estamos de duelo recuerdo la que para mí (pero no para muchos admiradores suyos) es su última obra maestra cinematográfica, el cortometraje ‘El sueño de la maestra', quinto episodio onírico del guión de ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!' que la censura prohibió y no fue por tanto rodado en 1952. Filmada cincuenta años después en un estudio de Madrid, esta breve película es radicalmente valenciana desde sus títulos de crédito, que dicen, sin más, "una falla de Luis G. Berlanga", añadiendo en el siguiente rótulo, para mayor broma: "'Plantá' en la Plaza del Caudillo en 1952, y ‘cremá' en 2002". Por cierto que el primer ‘ninot' que se ve en ‘El sueño de la maestra' es el auténtico General Franco hablando a las masas desde un balcón, aunque con voz falsa (en la brillante imitación de la vocecilla meliflua de Franco que hizo el humorista Luis Figuerola-Ferretti). El Caudillo del noticiero se dirige a su pueblo: "¡Españoles! Como caudillo vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación os la voy a pagar", y el discurso continúa como un disco rayado que emite frases reiteradas y bobaliconas, remedo de la muy similar arenga del alcalde de Villar del Río en ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!',  hasta llegar a la parte final: "Y es que una vez que nos hemos librado del yugo del imperio austro-húngaro, los americanos han venido y se han quedado", introduciendo el texto que Berlanga reescribió en 2002 unos sobreentendidos sexuales característicos de su "falla cinematográfica" : "Los Estados Unidos son un gran pueblo, una gran potencia, con un  enorme poder de penetración. ¡Arriba los americanos!". Después viene el exaltado sueño erótico y el orgasmo múltiple de la señorita Eloísa, la maestra interpretada por Luisa Martín.

    La filmografía de Berlanga se cerró con esta punzante y astracanada lectura del tema ‘bataillano' de la experiencia límite en relación con el paralelo emocional de la santidad extrema y el erotismo trasgresor. Estigmatizada como Teresa de Jesús y embelesada por una botella de coca-cola, la señorita Eloísa dice haber concebido a través del flujo de esa bebida refrescante, lo que, lógicamente, le produce una conciencia de pecado de la que sólo "una ejecución purificadora" en la hoguera podrá redimirla. Sus propios alumnos la encienden en el aula, y entre llamas falsas y resplandores de teatro la señorita Eloísa se consume o hace que se consume al grito de "¡Gracias, Dios mío, thank you, Eisenhower, Franco, Franco!". Nuevas imágenes de archivo muestran entonces un hongo nuclear y a la antigua maestra de 1952 (la actriz Elvira Quintillá) en su cama, arrebolada, terminándose así el cortometraje.

       La hoguera como paradigma del sacrificio carnal de tantas mártires cristianas, la transverberación de Santa Teresa como "violento orgasmo venéreo" según lo insinúa Bataille en el capítulo sobre ‘Mística y sensualidad' de su obra ‘El erotismo'; Berlanga, con su limitación de tiempo (se trata de un film de menos de diez minutos) y carácter (insolentemente festivo-fallero), presenta en ‘El sueño de la maestra' uno de esos "estados teopáticos" descritos por Bataille, en los que la intensidad de la crisis mística está apoyada por el proceso delirante de auto-excitación sexual. El goce erótico de la muerte violenta y la crueldad ‘ejemplar' de los castigos corporales aparecen así como los temas subyacentes de una película que -según confesó en su día el propio director, pienso que socarronamente- pretende de hecho exponer la injusta brutalidad de la pena de muerte.

Leer más
profile avatar
22 de noviembre de 2010
Blogs de autor

La muerte tiene un precio

El dolor que la muerte produce a los vivos también está sometido al tráfico de dinero y al abuso, y ésa fue para mí la noticia más luctuosa de los pasados días de difuntos, propicios para recordar y tal vez llevar unas flores a quienes faltan de nuestro lado. Como no pude hacerlo, por culpa de un pequeño accidente que limita mis movimientos, me dediqué a ver por televisión lo que daban sobre la fiesta de Todos los Santos. La primera comprobación de que no todo es santo ese día me vino a través de un extenso y bien hecho reportaje en el informativo vespertino de la Cuatro, con las declaraciones destacadas de un sepulturero casi tan filosófico como el Gravedigger de ‘Hamlet' (pienso que lo que acabo de decir es redundante: ¿acaso no hay que ser muy filósofo para tener un trato constante con cadáveres y cuidar los despojos de nuestros semejantes?). El sepulturero de la Cuatro no hacía retruécanos como el de Shakespeare, pero era igual de contundente: "Ya no vienen tantos como antes", dijo a las cámaras, y no se refería a los que vienen a quedarse eternamente en el camposanto, sino a los que vienen de visita pesarosa o de cumplido. La gente cumple menos, por lo visto, con el ritual de acompañar un rato de un día al año a los allegados que ya no están en vida.

    Sin duda eso se debe en parte al aumento de las cremaciones; muchas personas (un 30% del total de fallecidos, según Cuatro) la prefieren al enterramiento, y su preferencia no está, o no está sólo basada, me parece, en la economía. El precio medio de una cremación es unos 500 euros más barato que el del entierro, que hoy está en torno a los 2.500, pero hay evidentemente razones sentimentales y ecológicas en esa decisión tomada por quien sabe que va a morir o por los familiares al producirse una inesperada muerte; para unos, es una forma de no dejar huella ni espacio, siquiera simbólico, en la tierra, para otros la drástica voluntad de disiparse en la estratosfera o ir a caer al fondo del mar y allí, entre las algas y las espinas, fundirse con la naturaleza del agua.

      Todo lo que deseo para mi propio entierro es no ser enterrado vivo, dijo Lord Chesterfield, expresando un temor recóndito que Edgar Allan Poe recogió turbadoramente un siglo después en alguno de sus relatos y ahora aparece en la reciente película de Rodrigo Cortés ‘Buried'. Ni el noble ‘wit' británico Chesterfield ni el conductor norteamericano de camiones caído, tras una emboscada en tierras de Irak, en ese cajón de madera donde nos angustia durante hora y media, le dan importancia al modo de ir vestido a la última cita que los seres humanos apalabran, casi siempre sin querer, con la muerte. Me impresionó, así, saber a través de ese reportaje de Cuatro que la creciente industria para-funeral (mil millones de euros cambian de mano cada año) está lanzando catálogos de ropa ‘chic' para aquellos que van a ser incinerados; el tejido arde sin resistencia, los botones son de madera, y las cenizas mezcladas del cuerpo y la vestimenta van a parar, otra novedad, a unas urnas biodegradables hechas de arena y proteínas naturales. El lado sostenible del tránsito final.

    Y El País se ocupaba hace poco del grupo ASV de Servicios Funerarios, creado para proporcionar a sus clientes (vivos) la posibilidad de tener escrita la biografía de un ser querido muerto, glosado y rememorado en una publicación como las de verdad, bien encuadernada y adornada de fotos y mementos. La justicia poética en el más allá de las editoriales y los suplementos literarios.

    Lo más macabro, sin embargo, de todo este comercio lo supe el martes 2, el antiguamente llamado Día de los Difuntos, gracias al noticiero de Pedro Piqueras en TeleCinco, donde se informaba con todo detalle de las iniciativas que algunos desaprensivos están tomando para vender sus ‘parcelas' fúnebres, se supone que desahuciando antes los restos de sus propios difuntos. El programa filmaba con cámara oculta (aunque borrando el rostro de los negociantes) una oferta ante la puerta principal del cementerio de la Almudena, y como la ley, naturalmente, no permite esta siniestra compraventa, los propietarios de columbarios, tumbas y panteones lo disfrazan de cesión amistosa, después de recibir en metálico el precio acordado. El nicho mediano estaba en el mercado a dieciocho mil euros.   

     Hay tanto dinero negro en juego que ya se ha llegado a la fase del blanqueo de sepulcros.

Leer más
profile avatar
15 de noviembre de 2010
Blogs de autor

El fin de las solteras

Con un nombre que es en sí mismo una promesa novelesca, C.H.B. Kitchin resulta algo más que un excéntrico de talento. Tuvo una vida (entre 1895 y 1967) llena de incidencias, en la que tal vez la literatura no fue lo crucial. Como a Lord Berners, con quien tiene otras afinidades, la música le ocupó tanto como la prosa, y también parecen importantes su vida social, en los aledaños de Bloomsbury, y su vida sexual, en la ‘coterie' gay formada con sus amigos Francis King y J.R. Ackerley, escritores más substanciales que él. ‘A toda vela', su primera novela, traducida aquí recientemente por Periférica, la publicaron (en 1924) Leonard y Virginia Woolf, a pesar de que la autora de ‘Orlando' se muestra despectiva al describir a Kitchin, diez años después, en una entrada de su diario: "un hombre más bien engreído y susceptible, supongo; tiene una buena opinión de sí mismo y es ligeramente vulgar". La Woolf, que aparte de editarle dos libros le trató bastante, bien podía tener razón, pero a juzgar por ‘A toda vela', su autor da la impresión de persona de refinada cultura, de una mordacidad inteligente ("Yo he ido a Copenhague nueve veces -añadió la señorita Gweller-. Una menos que a Madame Butterfly") y un temperamento con toda la melancolía y toda la insolencia del ‘fin de siglo'; más que del grupo de Bloomsbury, parece un rezagado del Decadentismo, algo así como un Ronald Firbank con la gracia para dialogar y el oído ‘social' de Ivy Compton-Burnett.

    La novela nos cuenta (y es un decir, pues Kitchin no relata: esboza) la frustrada y a la postre trágica historia de amor que una joven independiente, Lydia Clame, siente por un huidizo caballero, Geoffrey Remington, sin por eso dejar de moverse intensamente en sociedad dentro de un círculo de señoritas de sobrados medios. El mundo de las solteras emancipadas y locuaces es muy sugestivo, hay una sub-trama de referencias culturales, que cubren desde Goethe a Mallarmé, pasando por Saint-Simon, Leopardi y Richard Strauss, pero hacia el final del libro, como si Kitchin quisiera mostrarnos que su tejido de novelista no se detiene sólo en el bordado, hay un capítulo, el XVIII, vigoroso, trepidante y de un patetismo verdadero. Es muy interesante asimismo el uso de una tercera persona narrativa que a veces se explaya en la digresión, en el comentario al margen de la peripecia y en una forma de monólogo interior sin conciencia que enriquece notablemente el trazo de los personajes.

Leer más
profile avatar
11 de noviembre de 2010
Blogs de autor

Con Mario

Tres semanas antes de que lo ganase, pasé cuatro horas con Mario Vargas Llosa en Madrid sin hablar en ningún momento del Nobel. Conozco al escritor peruano y a su mujer Patricia Llosa desde hace quizá treinta años, sin poder jactarme de ser un amigo íntimo de la pareja. Hemos coincidido a lo largo del tiempo en numerosos actos literarios y cinematográficos, recordando yo en particular unas jornadas sobre Cine y Literatura organizadas por Ricardo Muñoz Suay en el marco del festival de cine de San Sebastián, cuando era su director Luis Gasca; qué diferencia, por cierto, y qué decadencia entre aquellos festivales donostiarras y los últimos. A Mario, fiel cinéfilo y aventurero también en la realización cinematográfica, le había gustado menos que a mí la película ‘Querelle', proyectada fuera de concurso, pero estuvimos de acuerdo en la impronta de Jean Cocteau que esa película y otras de Fassbinder revelan.

     También las amistades comunes nos han mantenido en sintonía, a veces agitada por las polémicas; una a causa de mi querido Azorín, al que el autor de ‘La casa verde' le negaba en su discurso de entrada en la Academia valores de novelista que yo sí le veo, y la otra, cruzada públicamente en cuatro artículos en las páginas de opinión de El País, sobre el siempre vidrioso asunto de las ayudas al cine y la necesidad o no de una cultura sufragada en parte por el estado. En este caso, la discrepancia era, me parece, más política que estética, y los belicosos argumentos por ambas partes no impidieron que, al siguiente encuentro fortuito, la cordialidad y generosa disposición de Vargas Llosa siguiera intacta.

    De esas horas que pasé con el matrimonio en su casa de Madrid, continuadas después en un ‘tête-à-tête' con Mario en un cercano restaurante, resalto una anécdota. La conversación, distendida, extensa y en privado -con las libertades de opinión que eso permite y las cláusulas que eso impone-, fue para mí muy grata y enriquecedora, destacando en sus palabras su seria curiosidad sobre tantas y tan diversas cosas, su prodigiosa memoria de libros y personas y situaciones, su interés por mantener diálogos y no largar monólogos (que uno escucharía gustoso sin embargo). Hablamos de Roger Casement, ese personaje real que el escritor ha tomado como protagonista de su nueva novela ‘El sueño del celta', y que me ha fascinado desde que, viviendo yo en Inglaterra en los años 1970, su figura controvertida en lo político, lo heroico y lo sexual empezó a ser revelada. Hace dos años, cuando ‘El sueño de celta' estaba en su primera fase de escritura, le mandé desde el cementerio de Glasnevin, en Dublín, una foto tomada allí mismo de la gran lápida inscrita que cubre la tumba de Casement. Por la noche, cenando con otros escritores, el novelista irlandés Colm Tóibín oyó con interés no exento de envidia la noticia de esa ‘work-in-progress' de Vargas Llosa. "Qué buen tema, y qué lástima que a ninguno de nosotros se nos haya ocurrido", dijo Tóibín.

    La ocurrencia, la inteligencia y la resistencia de Mario. Estábamos en la puerta de su casa madrileña y teníamos que despedirnos; salían al día siguiente temprano con destino a Nueva York, donde le llegaría, exactamente tres jueves después, la llamada sueca. Aún tenía que meter en la maleta libros y papeles necesarios para sus cursos de Princetown. "No vas a dormir apenas", le dije inquieto, con la dependencia que tengo respecto al sueño. "Estoy acostumbrado. Desde niño duermo sólo cuatro horas; no necesito más". Otra formidable forma de resistencia de Vargas Llosa.

    Después de oírle hablar ayer en la presentación madrileña de ‘El sueño del celta', a la resistencia de Mario hay que añadir su ‘resiliencia', si se me permite el brutal anglicismo a partir de la palabra ‘resilience', que denota la fortaleza moral. El flamante y merecido premio Nobel dijo en su diálogo público con Iñaki Gabilondo que todos los laureles y las obligaciones y las alegrías del premio los dejará de lado cuando vuelva a enfrentarse -y está deseando hacerlo cuanto antes- a las incertidumbres gozosas que a cualquier escritor, por grande que sea, le produce siempre la página en blanco de un nuevo libro.

Leer más
profile avatar
5 de noviembre de 2010
Blogs de autor

Recuerdo de Chabrol

En el año 1976, Claude Chabrol se sometió a sí mismo al Cuestionario Proust, proclamando allí que su ocupación preferida era la meditación; a la siguiente cuestión, su sueño de felicidad, contestaba esto: "No tener tiempo para meditar". En la hora de su muerte, cumplidos los ochenta y con una filmografía de más de cincuenta largometrajes y muchos otros títulos cortos o televisivos, parece que aquel sueño lo pudo cumplir, pues ha sido, entre los cineastas europeos de calidad, el más prolífico.

       Chabrol sumó su nombre a la imagen de marca de la Nouvelle Vague, y ya desde el principio (siendo estupenda su segunda película, ‘Les cousins', de 1958) no tuvo más remedio que contar con la sombra proyectada en torno a él por sus más radiantes amigos Godard y Truffaut. Las parcelas o cotas de poder se delimitaron pronto; Godard era el gran reinventor del relato fílmico, y Truffaut y Chabrol, más ‘americanistas' que ningún otro director del grupo salido de la revista ‘Cahiers', se repartirían el legado de la continuidad de un cine no por personal menos sujeto a las normas de la narrativa clásica. En razón del excelente libro de entrevistas que hizo con Hitchcock en 1966, Truffaut pudo parecer (al menos hasta la aparición de Brian de Palma) el heredero formal del maestro anglo-americano. Yo creo que lo fue Chabrol, quien, más calladamente que el autor de ‘Los cuatrocientos golpes', estudió y aplicó a sus películas, sobre todo en su período cumbre de finales de los años 60 y primeros 70, la invención estilística y la sabiduría técnica de ‘Hitch'. En sus memorias, ‘Et pourtant je tourne...', Chabrol declara su filiación con un homenaje de (quizá falsa) modestia: "El padre Hitchcock decía: "I try to achieve the quality of imperfection". "Intento conseguir la extrema calidad de la imperfección". Hay que pensar siempre en ello".  

     Su segunda mujer, Stéphane Audran, ya sale como actriz en ‘Les cousins', y casi nunca falló en sus repartos a partir de entonces, pero al casarse los dos en 1964 podría decirse que ese matrimonio (disuelto en 1980) realzó extraordinariamente la carrera del director. Entre ‘Champaña por un asesino' (1966) y ‘Al anochecer (1971), se suceden las obras maestras ‘chabrolianas', en un trabajo de simbiosis o entendimiento cómplice que, como señaló el crítico Robin Wood, no incurre en el trato mimoso de Fellini con Giulietta Massina ni "se permite la intrusión de liosos elementos autobiográficos", como en el caso de Godard y Anna Karina.

   Audran, trabajando junto a actores del rango de Michel Bouquet, Jean Yanne o Anthony Perkins, da a las películas de esos años su temperatura adecuada, con una intensa turbulencia aliviada a menudo por el humor. Para muchos aficionados, ‘El carnicero' es la cima del arte de Chabrol, y, sin discutirlo, yo expongo aquí mi fijación con la que aquí se llamó, en tontísimo título, ‘Accidente sin huella' (‘Que la bête meure', 1969). Basada en ‘The Beast Must Die', la novela de Nicholas Blake homónima (y seudónima: Blake era el alter ego policiaco del gran poeta Cecil Day Lewis), este apólogo protagonizado por un padre que busca venganza del hombre que atropelló mortalmente a su hijo adquiere unas profundas resonancias morales sobre la culpa en el ambiguo tratamiento que se le da al desenlace, distinto al del libro, siendo magistral y muy propio del cineasta parisino el modo de irrupción de la tragedia en la placidez provincial. También es de resaltar el efecto estremecedor de la primera de las ‘Cuatro canciones serias' de Brahms en la banda sonora (un apartado, por cierto, siempre muy esmerado en la filmografía del autor, padre de un músico). Las palabras tomadas del Eclesiastés, en la traducción bíblica de Lutero que utilizó el compositor alemán, igualan en la muerte a la bestia y al ser humano, y la referencia resulta esclarecedora en un film que explora  -como es frecuente en la obra de Chabrol- el sustrato animal latente en el corazón de los hombres.

    Chabrol fue un hombre muy leído, el que más de la ‘Nueva Ola' junto a Rohmer, y es triste o paradójico por eso que sus adaptaciones literarias más ambiciosas, ‘Madame Bovary' (1990) o ‘Los fantasmas del sombrerero' (1982), de su admirado Simenon, no le salieran bien. Sería pertinente, y para la mayoría de espectadores no-franceses muy revelador, que se reeditasen en homenaje póstumo los excelentes programas televisivos que filmó a principios de los años 70 para la ORTF, entre los que destacan sus dos adaptaciones de Henry James (un autor que idolatraba) y la serie de ‘Historias insólitas', donde hay una, que nunca he visto, a partir de un cuento de Cortázar.

   La longevidad, en todo caso, no estropeó su talento. A falta de ver ‘Bellamy', aún no estrenada, guardo muy buen recuerdo de varias de sus últimas obras (‘Gracias por el chocolate', ‘La dama de honor', ‘Borrachera de poder'), en las que, tal vez más imperfecto que antes, el maestro no perdía mordacidad ni el don de convertir las frecuentes escenas de comida en un pequeño teatro del mundo pasional de los burgueses.

Leer más
profile avatar
2 de noviembre de 2010
Blogs de autor

Cansinos hijos

Después de lidiar con los patriotas de la literatura a raíz del último Nobel, ahora los hijos. Qué fatiga tener que hablar de lo obvio porque el orgullo herido de los nativos o los familiares se encrespa hasta el ridículo. En este caso, recibo el ataque de alguien que, sin conocer personalmente, respetaba, por su labor de difusor y buen editor de la obra del padre, Rafael Cansinos Assens, a quien ni siquiera su hijo me va a enseñar a amar. Probablemente, antes de que este hoy indignado Rafael Manuel Cansinos Galán tuviera uso de razón literaria para advertir los méritos de su progenitor, yo ya lo admiraba; en mi biblioteca, a pocos pasos de donde escribo esto, conservo primeras ediciones de varios de los títulos de Cansinos padre que compré siendo estudiante (y ya lector suyo), alguno con la fecha de compra: febrero de 1965. Don Rafael Manuel, si mis sumas no fallan, contaría entonces la tierna edad de seis años.

    He seguido leyendo desde aquel tiempo, siempre con gusto y provecho, los libros de Cansinos Assens, los de creación, los de traducción y los -para mí más importantes- de ensayo, y me precio de haber leído en su mayoría las casi 1500 páginas de la espléndida edición en dos volúmenes de su Obra Crítica que mi amigo Alberto González Troyano publicó en 1998 en Sevilla y tuvo a bien regalarme.

    Nada tengo que añadir al texto de mi blog ‘El peso de Borges' que tanta ira le ha provocado a este hijo. Cansinos Assens fue un excelente escritor y un hombre de letras sin duda incomparable en la literatura española, pero no por ello deja de ocupar una fila que está detrás de otras ocupadas por Azorín, Juan Ramón, Machado, García Lorca o Valle Inclán, estos dos últimos mis términos de comparación en el mencionado texto. No se trata de hacen un ranking, sino de señalar algo que las obras de arte poseen, y yo diría que exigen: valores. Un criterio, por cierto, que hoy se desdeña, con resultados funestos en el campo de la crítica.

   Tengo predilección por autores de los llamados malditos, raros o atípicos, muchos de ellos injustamente olvidados. Me gusta enormemente Djuna Barnes, pero no por ello olvido que Faulkner era su contemporáneo de muy superior estatura. La trascendencia del interesante Valery Larbaud no es igual que la de Proust. Ni el enigmático John Webster, autor de dos extraordinarias tragedias isabelinas, puede medirse con Shakespeare. Tampoco -y es un criterio fundado en lecturas, no en modas-  Cansinos Assens con Valle Inclán.

   Lo peor del asunto es que, queriendo defenderle, el hijo de Cansinos Assens deshonra a su padre, cayendo en lo que un hombre tan cosmopolita y cultivado como fue el autor de ‘La novela de un literato' jamás, creo, habría caído: responder a la opinión distinta con la descalificación y el grosero ataque personal. Y le diré de paso que tampoco rinde un buen servicio al nombre del padre sacando a relucir el hecho (falso) de que yo y otros escritores como Manuel Vicent vivamos de las "columnas ocurrentes". Soy novelista, poeta, traductor y ensayista, y a veces hago otros trabajos subsidiarios para vivir de lo que me resulta propio y más me justifica y me gusta: la escritura. ¿No hacía lo mismo, y quizá más voluminosamente que nadie, Rafael Cansinos Assens?

Leer más
profile avatar
25 de octubre de 2010
Blogs de autor

El peso de Borges

Borges murió hace casi veinticinco años, pero su vuelo se sigue viendo por todo el cielo de la literatura. El influjo de su obra en los escritores es tal vez el más universal que hoy existe, y también en la tierra que pisan los lectores, muchos de ellos en las antípodas, crece el número de quienes lo descubren o lo releen. Lo que sucede con Borges en la Argentina es de un carácter distinto, quizá más preocupante; allí su peso sobre los escritores cae inexorable, marcando de un modo tan indeleble a tantos de los mejores que uno se pregunta -haciendo un juego de ucronía- cómo habría sido en los últimos treinta años la ficción escrita en Argentina de no haber nacido en Buenos Aires, a finales del siglo XIX, un hombre llamado Jorge Luis Borges.

    Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco' sería Bolaño de no existir un Borges), yo estoy pensando en algunos ejemplos de ese ‘borgianismo' instintivo o quizá genético tal y como lo veo en excelentes escritores argentinos que he leído recientemente: Edgardo Cozarinsky, César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia, fijándome en los dos últimos, uno por su reciente y lamentable desaparición a la edad de 68 años, y en Piglia por la actualidad de su estupenda ‘Blanco nocturno' (Anagrama), de la que un crítico español ha dicho ocurrentemente en su reseña que es la novela gauchesca que Borges nunca escribió.

     El caso de Fogwill tiene otro perfil. Me lo presentaron el viernes 6 del pasado agosto en Montevideo, donde participábamos, junto a otros escritores, en el Festival Eñe, le oí esa misma tarde hablar, compartí el desayuno y sus gruñidos al día siguiente en el buffet del Hotel Columbia, frente al Río de la Plata, y dos semanas después leí su necrológica. Al margen de sus méritos literarios, que son muchos, Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades'. Lo curioso es que las ‘boutades' de Fogwill son absolutamente ‘borgianas', siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

   Sin la circunspecta ironía de aquél, Fogwill arremetió a las bravas en ese festival financiado por entidades privadas y públicas de España contra los españoles, uno de los pasatiempos preferidos -tanto en privado como en algunos de sus escritos y declaraciones- por el autor de ‘El Aleph'. Y también Fogwill usaba con frecuencia la conocida argucia engañosa de Borges de poner por las nubes a escritores curiosos o secundarios (Cansinos Assens) para vituperar mejor a los verdaderamente importantes como Valle Inclán o Lorca. Las bromas sobre españoles (o ‘gallegos') abundan en los textos de Fogwill, y son en su mayoría francamente divertidas, sobre todo leídas en España y por nativos. La escena cómica en la "pizzería de españoles' de su relato ‘Muchacha punk' es memorable, pero yo me quedo con ese apunte del hermoso texto autobiográfico que precede a sus ‘Cantos de marineros en La Pampa', donde, tras decir otras maldades, señala porqué los grandes almacenes londinenses nunca emplearían a españoles. La explicación que da es ‘puro Borges'.

Leer más
profile avatar
18 de octubre de 2010
Blogs de autor

Premio y patria

Comento brevemente los comentarios a mi comentario sobre el Nobel de Vargas Llosa. Todos los agradezco, excepto los pocos, dos o tres, que se permiten el insulto personal, esa característica tan frecuente (y tan flagrante) en la escritura de la Red.

      A los patriotas que se han sentido ofendidos por mi reflexión sobre Miguel Ángel Asturias les responde mejor de lo que yo podría hacerlo ‘Isabel', a quien podríamos llamar la comentarista número 25. Jamás me fijo en la nacionalidad de los artistas que admiro, y es paradójico que alguien me tache ahora de gachupín, cuando lo que más me han llamado siempre en España es extranjerizante de gustos. Tranquilizo en todo caso a ‘Mar Vila', que ve la mano negra catalanista en mi escrito. No soy catalán, ni he vivido jamás en Cataluña.

      También informo a ‘Aulic' de que he escrito más de una vez (en la revista Letras Libres, en El País, en otros medios) sobre la obra de Mario Vargas Llosa, y no necesitaba en este caso, tratándose mi entrada de un breve apunte de celebración de su premio, reiterar unos elogios que me saldrían espontáneamente y comparto (imposible pues la originalidad) con tantísima gente repartida por todo el mundo.

   Y yo no sería tan osado como ‘Diego Giraldo' en su vaticinio irónico. Si repasara él la lista de premiados del Nobel desde que empezó a darse el premio y se tomara la molestia de leerlos uno por uno (como yo mismo hice en un momento dado de mi vida), podría comprobar que la posibilidad de que Molina Foix lo gane próximamente no es tan descabellada. Peores cosas se han visto.

Leer más
profile avatar
14 de octubre de 2010
Blogs de autor

El décimo

Al décimo premio Nobel de la lengua castellana no le ha tocado la veleidosa lotería de Babel con la que tan a menudo nos sorprende la Academia Sueca.

El de Vargas Llosa es un premio ‘gordo', y en él sólo nos sorprende  -sólo un poco, la verdad- lo que ha tardado en cantarse.

Deseándolo (y ahora celebrándolo con todo entusiasmo), yo tenía muchos recelos, siempre que, al llegar la hora señalada del mes de octubre, se hacían cábalas y sonaba inevitablemente el nombre del autor de ‘La fiesta del chivo'. ¿Cómo van a premiarle, me decía a mí mismo, habiendo esos mismos señores suecos premiado poco tiempo antes a Elfriede Jellinek o a Dario Fò? 2010 ha sido un año fasto. Aún hay cordura en el mundo.

Nosotros no podemos quejarnos, en cualquier caso. De los diez escritores hispanos galardonados, al menos siete son excelentes. Me refiero, naturalmente, contando hacia atrás, a Octavio Paz, a Gabriel García Márquez, a Vicente Aleixandre, a Pablo Neruda, a Juan Ramón Jiménez y, ‘last but not least', a Don Jacinto Benavente, que escribió basura y cantó el ‘Cara al Sol' (¿no hizo lo recíproco Neruda?) pero tiene numerosas obras de teatro de una sorprendente modernidad. Dos de los diez son, si no compartibles, comprensibles: Gabriela Mistral, Camilo José Cela, éste premiado cuando ya era tarde, la chilena cuando no había más remedio.

Y queda Echegaray, un ‘conundrum' sin explicación posible. Yo tengo una. En 1904 la Academia aún no había aprendido a equivocarse, pero daba sus primeros palos de ciego.

 

El undécimo

Con las emociones de la noticia conté mal, yo que nunca he sido muy propicio a la aritmética. Vargas Llosa es, por supuesto, el undécimo autor de lengua castellana premiado con el Nobel, y mi olvido tuvo también quizá algo de lapso freudiano. El olvidado era Miguel Ángel Asturias, un autor que leí ‘dutifully' más que ‘willingly' en mi juventud de estudiante, y ahí se quedó. Monumental, meritorio, comprometido, y lleno de un color local hoy para mí un poco desvaído.

 

Leer más
profile avatar
8 de octubre de 2010
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.