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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El crimen de los aparatos

Soy poseedor, como todos ustedes, de una variada gama de electrodomésticos de las marcas más reconocidas, y mi satisfacción global con ellos es grande; tanto, que la mayoría ha crecido a mi lado, alcanzando una edad apenas un poco menos longeva que la mía. De hecho, el microondas, al que me siento enormemente apegado, y el ordenador de consola, constituyen, cada uno a su modo, vestigios de una era electrónica pre-moderna. ¿Se le puede tener cariño a un lavaplatos, a un fax, a una maquinilla de afeitar, a un tocadiscos? Se le puede. Yo soy la prueba.
Imaginarán, por tanto, el estupor, la congoja, la ira y el desencanto que se apoderaron de mí al saber que las empresas Philips, LG, Panasonic, Toshiba y Samsung habían sido declaradas culpables de un grave delito de fraude comercial junto a otra, Technicolor, de la que no creo tener ningún producto en mi parque doméstico de aparatos. La operación fraudulenta, como lo contaba una noticia fechada en Bruselas hace pocas semanas, consistía en "amañar el negocio de los tubos catódicos", componente técnico que, sin estar seguro de lo que es en puridad, debo de tener empotrado, de nuevo como todos ustedes, en la entraña del televisor. Los altos ejecutivos de esas firmas, conchabados en la conspiración, se reunían periódicamente en hoteles de lujo asiático y allí pactaban los precios del tubo en cuestión, su reducida producción, para encarecerlo de modo abusivo, y el reparto de cuotas y mercados, que ha durado por lo visto diez años. Delatadas dichas prácticas por un ‘arrepentido', la Comisión Europea les ha impuesto conjuntamente la mayor multa de la historia comunitaria, 1.470 millones de euros. Mucho dinero, diría yo, para la mayoría de nosotros. ¿Y para ellos?
Pasado el momento de la consternación inicial, de la melancolía doméstica, de la cólera retrospectiva, algo mucho peor que el ‘caso criminal de los tubos catódicos' cobra relieve, sobre todo si lo relacionamos con otros delitos de envergadura conocidos por las mismas fechas. A saber: la Unión de Bancos de Suiza (UBS), pagará 1.250 millones de euros por manipular los tipos de interés del mercado interbancario, algo en lo que sigue al Barclays británico, entidad que tuvo que abonar en junio de 2012 el equivalente a 360 millones y por las mismas causas, mientras que nuestra Comisión Nacional de la Competencia (CNC) ha castigado con una multa de 119 millones a tres de las grandes operadoras telefónicas, Movistar (que habrá de pagar 44,49 millones), Vodafone (43,52 millones) y Orange (29,95 millones), por cargar precios excesivos al servicio mayorista que prestan, a los operadores móviles que no disponen de red propia, en el envío y recepción de mensajes de texto (SMS). Muchas siglas, mucho dinero, mucha multa. Muchísimo sinvergüenza.
Se trata, sin embargo, de prácticas corrientes, casi podríamos decir que acreditadas y previstas en el funcionamiento del mundo mercantil. Un mundo en el que los consumidores, los usuarios de una pantalla de plasma o un frigorífico, los clientes de un banco, los ilusos que nos comunicamos tecleando en el móvil lo que los franceses, en simpática ‘espagnolade', llaman "textòs", estamos como víctimas propiciatorias en el centro de una red tensada, por un lado, por los empresarios entregados al logro de la estafa, sabedores de que en el extremo opuesto de la red está la autoridad, en estos casos disfrazada del Tío Paco de la rebaja, o de magnánima diosa de la multa. Y se extiende así entre nosotros la conciencia de que el delito forma parte del curso de las cosas, instaurándose el principio tácito de que engañar, abusar, estafar, amañar, y robar con guante blanco son modalidades inherentes al tejido de nuestra trama vital. Todo el mundo lo hace, o lo haría, es el corolario de ese principio, imperfecto sólo por una razón: a alguno de los delincuentes se le pilla. De hecho, el fundamento de tal sistema es el juego de azar, sujeto a las caprichosas vueltas de la bola de la culpa en la ruleta de la justicia. ¿Y si toca?
Si toca, llega la super-estructura del organigrama: la multa. La multa como panacea, como redención, como respiradero del fétido submundo del robo sistemático, es decir, sistémico. Y con ello, la gran sospecha en aumento: ¿Depende la continuidad del tinglado del equilibrio entre esas dos deidades protectoras que Santayana, con ácida ironía, veía como los amigos sobrios que sostienen la borrachera del error humano, manteniéndolo en límites aceptables? Para el filósofo angloamericano nacido en Madrid las dos deidades eran el Castigo y el Acuerdo.
La multa y el pacto, en términos políticos actuales. Y de ese modo, la financiación ilegal de un partido, con su cuantiosa propina embolsada por el intermediario, el comisionismo de los alcaldes y los concejales, el uso de dinero público para gastos privados, el desvío de lo sustraído a cuentas en Suiza o paraísos de latitudes más cálidas, son patas del sistema, patas de lobo con pezuña negra blanqueada, que en público conviene denostar y sin las que, pueden decir los cínicos, el ‘status quo' no se mantendría estable.
Encima de las patas está el cuerpo social, más y más separado en función de su debilidad y su musculatura. El prevaricador, el defraudador, el estafador, si es detectado por la ley, saca pecho y paga. Rara vez paga su culpa; paga la calderilla de una pena pecuniaria para la que lleva años acumulando reservas. Ningún banquero corrupto o inepto en la cárcel, pese al daño sin reparación causado a millones de ciudadanos; ningún político indigno y vil, de cualquier sigla, en la cárcel, pues si acaso llegara a entrar, no tardará el indulto de sus conmilitones o de sus colegas de otra ideología, convertidos por ‘compañerismo' en cómplices de la inmoralidad; ninguna empresa multinacional suspendida en sus actividades por el lucro indebido. Y, por el contrario, el pequeño delincuente, el insolvente, el que le adeuda al banco una suma que no tiene, por no tener trabajo, o el que le debe al gobierno de su ciudad un tributo que el gobernante no deja de acrecentar, ah, ése habrá de responder con todo lo que tenga, y con lo que no tenga, y será desposeído, humillado y encausado con una celeridad pasmosa que los poderosos de la balanza dilatan años y años con las mañas de sus caros asesores legales.
Decía La Rochefoucauld que "Somos muchos más duros con los que nos traicionan en pequeñas cosas que con los que cometen grandes traiciones a los demás". Vivimos un momento de grandes traidores, no todos criminales, aunque los traidores a su cometido representativo, a su función rectora, son igual de dañinos. Cada día resulta más difícil confiar en los ‘aparatos'; los de la política según está establecida, los de la empresa, ávida, por encima de todo, de ganancia en la cúpula, los de los organismos supranacionales, tan a menudo aquejados de parálisis. Mientras, en Grecia, que fue la cuna de la civilidad, asaltan estos días las sedes de los partidos, las oficinas de los periódicos y a ciertos gobernantes significados con bombas incendiarias y cócteles Molotov hechos en la cocina. No es una buena noticia. En realidad, ni siquiera es noticia. Se esperaba. ¿Desesperaremos?

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4 de febrero de 2013
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Sin ser Rimbaud

Leos Carax no es el Rimbaud del cine francés. Ha vivido demasiado después de su fulgurante debut (tiene ya más de cincuenta años), ha escapado de Francia a veces pero no se ha perdido en ningún desierto, y aunque el infortunio le acecha (los graves accidentes sufridos por sus actores Denis Lavant y Guillaume Depardieu, la muerte trágica en agosto de 2011 de su mujer, la actriz rusa Katerina Golubeva) él sigue incólume gozando del apoyo del ‘set' más ‘chic', como demuestra que estrellas del renombre de Kilie Minogue y Eva Mendes trabajen para él en ‘Holy Motors' rebajando sin duda su salario. Sin embargo, ningún otro cineasta que yo conozca ilumina el infierno como Carax, y ninguno deslumbra en la oscuridad de los signos tanto como lo hizo Rimbaud en su corta obra poética.

     ‘Holy Motors' es su quinto largometraje, dentro de una trayectoria muy pausada, no siempre por voluntad propia. Debutó en el festival de Cannes de 1984 con ‘Boy Meets Girl', un ágil ejercicio de homenaje adolescente al espíritu y a ciertas formas de Godard; la resonancia que alcanzó ese film le permitió rodar poco después la primera de sus obras maestras, ‘Mauvais sang', un título que es un guiño deliberado a Rimbaud, quien en el segundo fragmento de ‘Una temporada en el infierno', titulado ‘Mala sangre', escribe entre sus maravillosas exclamaciones esta jaculatoria: "¡Qué siglo de manos! Yo nunca dominaré mi mano." Alex, el protagonista de ‘Mauvais sang' (Denis Lavant), es requerido por unos ‘gangsters' para el robo de un milagroso antídoto que podría salvar a la humanidad de una nueva plaga infecciosa (el SIDA ya causaba víctimas en 1986, fecha de la película), y lo que buscan en él es precisamente la velocidad de su larga mano. Alex no la domina, y podría decirse que Carax, que tiene para la escritura fílmica una de las manos más portentosas del cine contemporáneo, tampoco. ‘Los amantes del Pont Neuf' siguió en 1991, y a esa segunda obra maestra delirante del director le sucedió en 1999 ‘Pola X', en gran parte fallida adaptación de la novela de Herman Melville ‘Pierre o las ambigüedades', que Carax transpuso a una Francia escindida entre la "vie de château" y la ‘banlieu' parisina de los emigrantes.

     Trece años han pasado, así pues, antes de que Carax, que fue perdiendo fulgor a medida que sus películas cobraban la mefítica fama de traer desgracias y bordear el ridículo, haya realizado la tercera y turbadora obra maestra de su filmografía. Aunque el cine de Carax ha sido siempre proclive a los géneros, con atisbos del ‘gothick', del ‘gore', de la ciencia-ficción y el ‘thriller', ‘Holy Motors' alcanza el apogeo de todos ellos, añadiendo, en las única escenas sentimentales de una película que elude el romanticismo de las emociones, el musical. Carax es también una ‘rara avis' en las riquísimas bandas sonoras de sus películas, que trabaja cuidadosamente, con músicas pre-existentes (desde Mahler a David Bowie) o escritas ex profeso, nunca puestas para rellenar sino para dar un contrapunto a la textura dramática de la historia. Los dos números musicales de ‘Holy Motors' desafían con toda bravura (y superan) los abismos de la ridiculez. En el primero, la larga secuencia del interior y la azotea de la Samaritaine, los grandes almacenes cercanos al Pont Neuf abandonados y llenos de derrelictos antes de su reconversión inmobiliaria sirven de grandioso féretro a la canción de despedida que interpreta Kylie Minogue, en un estilo que evoca el de las tragedias cantadas de Demy (‘Los paraguas de Cherburgo', ‘Una habitación en la ciudad'). Pero hay otro posterior, que marca el fin de la jornada del protagonista, Monsieur Oscar, su regreso al hogar personificando al "hombre de la casa", y la canción excelente del vocalista masculino para mí desconocido nos introduce muy sugestivamente en una casa de muñecas en la que los juguetes son simios amorosos.

      Con la suprema libertad del rapto lírico, con el uso medido del paroxismo, con el sinsensentido como norma, ‘Holy Motors' presenta un viaje al fondo de la noche contemporánea, un retrato al sesgo del subsuelo de la vida violenta, que el propio director resumió así: "veinticuatro horas de la vida de un ser que viaja de vida en vida, como un asesino solitario y frío yendo de una presa a otra [...] a veces hombre, a veces mujer, a veces joven, a veces viejo moribundo [...] asesino, mendigo, director general, criatura monstruosa, trabajador, padre de familia". Es una descripción veraz e incompleta. En los doce personajes que Lavant interpreta, caracterizándose ante nosotros cada vez en el camerino del interior de la limusina que le lleva por París, hay un ejecutor y una víctima, y la identidad cambiante nunca revela el enigma: ¿está su bárbara crueldad impuesta por él mismo, o se la imponen los dueños de la ficción capital que rige el mundo? Y la sutileza, la fragilidad del sanguinario, ¿resulta a menudo tan radiantemente bella por el esfuerzo de un alma singular o porque tiene detrás el gran aparato de la perfección técnica?

      Hay, en esta película de refinada elaboración digital, tres grandes motores sagrados. El primero es París, la ciudad de los sueños realizados de Carax, presente en todas sus obras, y en cuatro de ellas con la categoría de trágico ‘lugar ameno' situado en torno al Sena. ‘Holy Motors' se llama también el garaje donde de noche acuden a morir las limusinas en las que, se supone, viajan cada día a su destino de seres de ficción los actores o marionetas como Monsieur Oscar. Allí esos vehículos duermen, se hablan de chasis a chasis, se quejan de su suerte: el mundo prescindirá pronto de sus carrocerías gigantescas y anacrónicas, que no caben en nuestras calles ni en nuestra economía. ¿Pero seguirá existiendo el ‘holy motor' de nuestro cuerpo? Nada es más sagrado que la carrocería del ser humano, pero esta película atrevida, inquietante, feroz y delicada, nos sugiere, en su tejido de imágenes, inexplicables muchas y todas hechizantes, que tal vez ya no seamos dueños de nuestro propio cuerpo, de nuestra propia mecánica individual, embutida, como en el verso de Nicanor Parra, de ángel y bestia.

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22 de enero de 2013
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Lista de afrancesado

Después de los libros, esta segunda lista es de películas, las mejores que he visto en el año 2012, y me tomé la molestia de hacerla a requerimiento del novelista Juan Francisco Ferré, que las publica en su blog. Mis comentarios serán también en este caso parcos, aunque no puedo evitar una constancia: de las diez, cuatro son francesas. La vitalidad y la variedad, la ambición, el nivel de logro, de esa cinematografía no tienen hoy para mi gusto comparación en ninguna otra, y me satisface además que mi número 1 sea un anciano maestro de más de 90 años. Resnais, sin embargo, llevaba un tiempo fatigándome con sus meta-películas; ‘Les herbes folles', por el contrario, es una comedia de espejos de doble faz y recovecos en los que perderse resulta una aventura deliciosa. Sobre ‘Elena', ‘Fausto' y ‘En la casa' ya he escrito en este blog, y también colgaré en unos pocos días mi larga reseña de la extraordinaria ‘Holy Motors'. Asimismo, el curioso puede consultar en El Boomeran(g) lo que escribí conjuntamente sobre las estupendas obras de Fernando Trueba y Pablo Berger. Finalmente, de ‘Casa de Tolerancia' (‘L´Apollonide') de Bertrand Bonello, y de ‘The Turin Horse' de Béla Tarr admiro la envergadura de su concepción, aunque ambas tengan para mí zonas opacas que me expulsan (un poco) de la pantalla. En cuanto a ‘Skyfall', es la mejor manera de celebrar el 50 aniversario de la saga James Bond, pese a que no encuentro adecuado para encarnarlo al excelente actor Daniel Craig. Su ‘miscast' queda compensado por el perverso rubio amanerado que interpreta con genio Javier Bardem.

Et voilà la liste!

1 Las malas hierbas
2 Holy Motors
3 Elena
4 El artista y la modelo
5 Fausto
6 En la casa
7 Blancanieves
8 Casa de tolerancia
9 The Turin Horse
10 Skyfall

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15 de enero de 2013
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La lista

Como en años anteriores, respondí a la solicitud del suplemento Babelia (donde colaboro) y mandé una lista de los diez mejores libros de 2012. Y también, como en las veces anteriores, imponiéndome a mí mismo ciertas reglas: no opinar sobre libros de narrativa contemporánea en lengua española, mi terreno (aunque no habiendo publicado yo ninguno este año) y señalar en poesía los nombres de autores jóvenes no siempre suficientemente conocidos.
Acompaña mucho que, pasados más de veinte años de su muerte, aún queden inéditos (extraordinarios los dos primeros relatos) de Bernhard, y que siga la lenta pero exhaustiva labor de traducir (bien) a Gracq. De Michon, de Auster, de Javier Pradera, poco hay que añadir. Destaco por el contrario la gran riqueza del material recopilado por Bonet en su antología del ultraísmo, el descubrimiento para mí deslumbrante del poeta libanés vivo Abbas Beydoun (que llega traducido por Luz Gómez, la introductora en España del gran Mahmoud Darwix, con quien se relacionó Beydoun), el placer inmenso del libro sobre los ‘padres’ poéticos (con algunas traducciones propias comentadas) de Narcís Comadira, con Gimferrer el mejor poeta catalán actual, y la confirmación (si fuera precisa) del talento de Álvaro García y José Luis Rey, dos poetas que además de ser andaluces nada en común tienen en su escritura.
Ésta es la lista, pues:
1. Goethe se muere, de Thomas Bernhard (Alianza Editorial)
2. Capitulares, de Julien Gracq (Días contados)
3. Un minuto de retraso sobre lo real, de Abbas Beydoun (Vaso Roto)
4. El origen del mundo, de Pierre Michon (Anagrama)
5. Las cosas se han roto, Antología de la poesía ultraísta, edición de Juan Manuel Bonet (Vandalia)
6. Marques de foc, de Narcís Comadira (Ara Llibres)
7. Canción en blanco, de Álvaro García (Visor)
8. Diario de invierno, de Paul Auster (Anagrama)
9. Las visiones, de José Luis Rey (Visor)
10. Camarada Javier Pradera, edición de S. Juliá (Galaxia Gutenberg)

 

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7 de enero de 2013
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Los números imaginarios

Antes de ser una obra teatral estrenada a finales del año 2006, y antes de ser adaptada al cine por François Ozon en 2012, ‘El chico de la última fila' se llamaba, mientras la escribía Juan Mayorga, ‘Los números imaginarios', un título infinitamente más hermoso que el que le ha puesto Ozon a su película y más sugerente para mí que el que Mayorga le dio a su pieza antes del estreno en un teatro del ‘off Madrid'. Mayorga es matemático de formación y ejerció la enseñanza de esa disciplina, pero no seré yo quien se adentre en las pistas autobiográficas; lo que me interesa es resaltar unas palabras que el autor escribió para la edición de su comedia: "Los números imaginarios -raíz cuadrada de menos uno: sólo pensar en ella me da vértigo- son un maravilloso delirio de esa forma de poesía llamada Matemáticas. No son reales, pero se les puede sumar, y multiplicar, ¡y dibujar! No son reales, pero resuelven problemas de este mundo. Se parecen a esos seres ficticios -Ana Karenina o los Karamazov, el Hombre del Saco o el Flautista de Hamelin- que no existen y, sin embargo, son menos frágiles que usted y que yo. La vida suele ser más frágil que las ficciones con que la sostenemos".
Al ver en París en 2009 el montaje que hizo Jorge Lavelli, Ozon compró los derechos de ‘El chico de la última fila', escribió él mismo el guión y la convirtió en ‘Dans la maison', ‘En la casa', adaptación en gran medida muy fiel al original y libre en algún punto de relieve, que comentaremos. El resultado cinematográfico, lo único importante en la traición obligatoria que supone toda traslación de un medio a otro, es estupendo. ‘En la casa', después de un arranque al que -según los principios de mi educación fílmica ‘behaviorista'- le sobra la aceleración de fotogramas, cuenta con una trepidante velocidad de relato las peripecias, a veces intrincadas, del texto escénico de Mayorga; Ozon lo sigue en muchos momentos al pie de la letra, aunque sea la suya una caligrafía francesa que se permite guiños deliciosos, como el mantenimiento de una nomenclatura hispanisante y levemente falsa en los protagonistas, sobre todo esos tres miembros de la familia observada, aquí llamados los Rapha, en correspondencia al nombre que el muchacho algo lerdo y su progenitor algo burdo tenían en la obra de teatro, Rafa (Rafa hijo y Rafa padre).
Ozon, un director a quien sigo desde sus comienzos como cortometrajista, es, como todos los autores prolíficos, muy desigual. Ha hecho películas excelentes (yo citaría su mediometraje de 1996 ‘Regarde la mer', y los largos ‘Les amants criminels', ‘Bajo la arena', ‘Swimming Pool' y el más reciente ‘Mi refugio'), y ejercicios de estilo a mi juicio totalmente fallidos, sobre todo en el género de la comedia grotesca. Sin embargo, la comedia es un molde que le conviene, y le ha dado, cuando hace drama, la virtud de la precisión. En un principio, su humor era más expresionista y acre, al modo de Fassbinder, una influencia directa en su filmografía de los años 1990; últimamente su ironía vuelve a raíces francesas clásicas, un clasicismo que iría desde Marivaux hasta Resnais, el gran Resnais de, por citar un título, ‘Les herbes folles', estrenada en España tardíamente con el título de ‘Las malas hierbas'.
‘En la casa' no es una comedia, sino una tragedia ribeteada de humor, y en eso el cineasta también sigue al dramaturgo español. Todos los dispositivos ilusionistas, los desvíos narrativos, las entradas en el espejo del que no siempre se sale a la realidad, están en el riquísimo texto de Mayorga, que asimismo planteaba las nociones que más le han fascinado a Ozon: la figura del narrador como retratista entrometido, el acto de la creación en tanto que abuso de las intimidades y los lugares ajenos, la suprema compensación ‘moral' de buscar, formalizar y revelar lo escondido, lo negado, lo temido. Y así la ecuación de Mayorga, abstracta pero llena de sumas concretas, le sirve a Ozon, dotado del arma incisiva que supone la cámara de cine, para observar y rasgar muy patentemente el tejido de la fantasmagoría.
La fábula sufre, como decíamos, algún cambio en la pantalla. La expansión de los espacios dramáticos está bien hecha, por ejemplo en las escenas de la galería de arte de Jeanne/Juana, con el brillante añadido de las dos gemelas desconfiadas, que no aparecían en la función. Otras soluciones puramente ‘ozonianas' son quizá veleidosas: no creo que la sugerencia homosexual del beso inesperado de Rapha hijo a Claude dé más enjundia a la relación, ni el mostrar a Claude y a Jeanne en la cama, una cama real o imaginaria, claro está, resulta, a esas alturas de la película, un sendero apetecible. ‘En la casa' y ‘El chico de la última fila' tratan de la pérdida, es decir, del perderse continuo que es la ficción, o los sueños, o las imágenes nacidas de la pulsión del deseo, pero la trama densa de Mayorga ya contiene los suficientes signos de bifurcación del sentido para que el espectador, atendiéndolos o siguiéndolos en sentido contrario al aparente, refutándolos, enriqueciéndolos, sea, también él, a su manera, un supremo hacedor ficticio.
El sabio hombre de cine que es Ozon, después de embarullar un tanto los treinta minutos últimos, termina ‘En la casa' con un hallazgo de enorme elocuencia y belleza. Derrotados por su conspiración imaginaria, o vencedores, quién sabe, de la batalla de la audaz mentira contra la estrecha verdad, Germain y Claude acaban solos ante la casa de las historias, conscientes de su poder, levemente culpables de sus estropicios, y en cualquier caso golosos del descubrimiento de haber entrado, al principio por un mero guarismo irracional, en un mundo del que nunca podrán escapar.

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24 de diciembre de 2012
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El extranjero en casa

Imposible saber qué habría pensado Mahmud Darwix de la resolución aprobada en la ONU el pasado jueves 29 de noviembre. El gran poeta palestino, en mi opinión una de las voces fundamentales del siglo XX, murió hace más de cuatro años, y su relación con los dirigentes de su pueblo fue a menudo conflictiva; tras haber redactado la Declaración de Independencia de Palestina proclamada en Argel en noviembre de 1988, Darwix, que era miembro del comité ejecutivo de la OLP, se enfrentó a Arafat por la firma de los acuerdos de Oslo, dimitiendo de su puesto en 1993. La vida del poeta refleja y en muchas circunstancias coincide con la de su gente. Nacido en 1941 en Birwa, una aldea cercana a Acre que el ejército judío arrasó en 1948 durante la llamada ‘Nakba' ("el Desastre"), su familia, expulsada de su tierra y desposeída de sus propiedades al igual que los más de 700.000 palestinos afectados por la Partición de 1947, se refugió en Líbano, de donde regresaron clandestinamente a Galilea, estudiando y trabajando después el joven Mahmud como periodista, militando en el partido comunista y siendo encarcelado varias veces entre 1960 y 1970 por las autoridades israelíes. Desde 1971 fue un constante exiliado, aunque, como él mismo manifiesta sin ambigüedad en sus escritos, su exilio pudo beneficiarse de unos privilegios que sus compatriotas nunca tuvieron; a él le fue posible, al contrario que a ellos, elegir la preferencia de "vivir como extranjero en el exilio y no como extranjero en casa" (cito de ‘En presencia de la ausencia', su extraordinaria autobiografía en prosa aquí aparecida el año pasado y por la que muy justamente obtuvo hace unas semanas el Premio Nacional de Traducción Luz Gómez García, su introductora en España y frecuente articulista en estas páginas).
¿Se habría contentado Darwix con esos 138 votos de la Asamblea General a favor del reconocimiento como ‘potencia observadora' de la ANP, o le seguirían pareciendo un acomodo benévolo pero inútil para mantener la ficción de que el estado palestino "no pasa de ser un texto literario"? Su amigo Edward Said, que colaboró con él y tradujo al inglés la citada Declaración de Independencia, escribiría más tarde que "A Darwix y a mí nos preocupaba que los políticos mutilaran nuestros textos, y más todavía que nuestro Estado fuera, a fin de cuentas, tan sólo una idea". La idea de un estado palestino conviviendo con Israel entre fronteras que la comunidad internacional delimite según los acuerdos de 1967 y haga respetar a ambas partes es, sin embargo, la única que puede llevar no sé si la paz a los ánimos pero sí la justicia del mal menor a esas tierras tanto tiempo dominadas por el encono y la violencia.
Las últimas fotos de los palestinos son jubilosas, celebrando la votación favorable en la ONU y el regreso a Ramala de quien ha sabido forjarla, Mahmud Abbas. Resulta difícil olvidar, con todo, que pocos días antes de esa jornada de éxito celebrado incluso por los ‘enemigos fraternos' de la franja de Gaza, vimos otras imágenes terribles, capaces de ahondar el horror generado por ese largo conflicto. Acostumbrados todos nosotros a ver correr a los ciudadanos judíos huyendo con espanto de los cohetes lanzados desde el otro lado de la franja, a la procesión de los bebés amortajados y las madres veladas llorando tras un bombardeo indiscriminado del Tsahal, confieso haberme sentido especialmente conmovido por dos recientes; la que vi en El País el 25 de noviembre, firmada por el fotógrafo de la agencia France Presse Mohammed Abed, y la de Mohammed Salem, de Reuters, publicada en La Vanguardia cuatro días antes. La primera mostraba a tres escolares de Gaza, dos niñas y un niño, escribiendo en la pizarra agujereada de un aula completamente destruida por las bombas; la segunda era la del hombre arrastrado, el traidor (supuesto traidor) que habría colaborado con el enemigo y fue brutalmente lapidado, colgado y después exhibido como un cristo atado de pies por las calles de Gaza gobernadas por Hamás. Siento aversión por Hamás, una organización más terrorista que emancipadora movida por una feroz ideología pseudorreligiosa opuesta, con el crimen si es preciso, a los principios de la libertad y la igualdad individual. Pero no menos repugnantes me resultan las actitudes éticas de la extrema derecha sionista (que está en el poder), los hostigamientos a la población civil palestina y las colonizaciones ilegales de tierras en disputa que el gobierno israelí permite o estimula. Con una diferencia; en Israel, los halcones que mandan y los cada vez más numerosos ‘ultras', igual de bárbaros que sus homólogos musulmanes, tienen el contrafuerte valioso (y a veces valeroso) de una prensa, de una oposición y de unas minorías sociales que expresan la disensión y luchan por ella.
La resolución aprobada en la ONU da fuerza a una idea y refuerza a Abbas, un líder que inspira confianza, aunque seguramente no es un santo; se insiste por ejemplo en su incapacidad para controlar los índices de corrupción y abuso de sus subordinados. Pero quién quiere santos en aquel infierno. La única salida viable pasa por un acuerdo basado en la justicia de lo posible, no en la realización de lo soñado. Y a las superpotencias (si es que Europa aún lo es) les corresponde la urgente tarea de aislar a los extremistas de Gaza y de Jerusalén, tarea que en un momento dado, si la palabrería y el pacto sistemáticamente incumplido trajesen más violencia, podría obligar al uso de una fuerza aliada entre Oriente/Occidente.
La realidad de esa idea tímidamente enunciada el 29 de noviembre en Nueva York no evitará que veamos nuevas imágenes turbadoras. Hasta que se le imponga la evidencia de que no puede acabar con Israel, ni seguir disparando cohetes a su población, ni negar la existencia a su lado de un estado judío, Hamás utilizará a sus propios civiles de la martirizada Gaza como peso de carne muerta en la balanza del mesianismo político, de un modo siniestro que recuerda al de las víctimas que ETA y sus portavoces juzgaban necesarias para la ‘liberación' total del pueblo vasco. Pero asimismo será ineludible un día ver las fotos nada gratas de la expulsión de los miles de colonos hebreos ilegales y la demolición forzosa de los asentamientos en tierras que corresponden legítimamente a los palestinos, algo que la ONU, en una votación difícil de ganar, tendrá tarde o temprano que plantearse. Conseguir que salga adelante será el principal legado que Obama puede dejar al acabar su presidencia.
No serían imágenes de desquite por las que en 1948 y más tarde humillaron a los palestinos; el pueblo hebreo ha sufrido históricamente vejaciones, algunas imborrables. Se trata de encontrar el espacio de una solución que, póstumamente, le quitara la razón a Mahmud Darwix, cuando, en el tono elegíaco, nunca lastimero, más bien irónico, del perdedor lúcido, imagina este diálogo en su citado libro de memorias: "Preguntas: ¿Y qué significa patria? Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el color del cielo. Y no te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas...y no cabemos nosotros?".

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17 de diciembre de 2012
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Sangre de la conciencia

En las primeras páginas de ‘Invasor', la apasionante novela de Fernando Marías ahora llevada al cine por Daniel Calparsoro, Tina, la locutora de televisión casada con Pablo, el protagonista, le dice a su marido: "¿Te imaginas que los sirios, por poner un ejemplo, que no tengo nada en contra de los sirios, nos hubiesen invadido y se pasearan con metralletas por la Puerta del Sol?". La novela de Marías fue publicada por primera vez en 2004, cuando la guerra de Irak era un acontecimiento que nos tocaba de cerca a todos, a los combatientes, a los caídos, a los testigos lejanos. Han pasado ocho años y ese frente se cerró; ahora son los sirios -o los palestinos- quienes ocupan las noticias de nuestra vida diaria y quienes siguen muriendo, en guerras civiles sobre las que se ciernen sombras ajenas.
La novela, reeditada con motivo del estreno de la película, sigue siendo tan elocuente como en su primera aparición: una exploración de las falsificaciones oportunistas y los intereses espurios que están detrás de todos los conflictos bélicos, y un reflejo de la conciencia de culpa del ‘justo' que descubre la injusticia de las invasiones disfrazadas de supuestos actos de salvación. Los guionistas y el director han hecho un eficaz trabajo de adaptación, separándose de lo que en el libro tenía una notable potencia catártica, la idea de la identificación somática y simbólica entre el asesino y la víctima, pero respetando, en imágenes de gran potencia visual y trepidante ritmo, las intenciones del original. Desde su vertiginoso arranque fílmico, una emboscada, una huída y una matanza, la historia de Pablo (Alberto Ammann), el médico militar destacado en acción humanitaria en Irak junto a su amigo el enfermero Diego (Antonio de la Torre), cobra un relieve genuinamente trágico. La segunda parte, situada en una retaguardia aparentemente idílica del norte de España, lejos de estancarse aporta vigor al relato, que deja de ser una película de guerra para convertirse en un ‘thriller' político. Hay que señalar, en esta segunda mitad, la densidad que le da a su personaje de viscoso funcionario gubernamental el actor Karra Elejalde, dentro de un reparto que funciona sin fisuras.
Se trata, en mi opinión, de la mejor película que Calparsoro ha hecho hasta la fecha, con momentos verdaderamente inspirados; por ejemplo, la punzante escena de la transfusión de sangre, auténtica clave semántica de la peripecia (más en la novela que en la película, todo hay que decirlo), y la del ahogamiento en la playa coruñesa, tan brillante en la forma como patética. El paisaje gallego está, en todo momento, astutamente utilizado.
Me parece que el término se utiliza hoy menos que antes, pero yo diría que ‘Invasor' es un peliculón. Ignoro el dinero que ha costado y las ayudas que ha tenido, pero sí sé que no tiene nada que envidiarle a los films bélicos norteamericanos más recientes. Y no sólo por la consistencia de la historia y la solvencia de la realización. ‘Invasor' conmociona asimismo como un alegato audaz contra el despotismo de los señores de la guerra. Que haya sufrido, con excepciones honrosas, una fría acogida de la crítica española, así como una tibia respuesta del público, confirma que el pensamiento débil se extiende cada vez más en la primera, y respecto al público, ¿qué vamos a decir? Mal guiado por los comentaristas, vapuleado por los impuestos que gravan las entradas y ocupado en las compras navideñas (los que puedan costearlas), no ha tenido la ocasión o el nervio de encararse con un fantasma tan mal enterrado entre nosotros como es la guerra de Irak.

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10 de diciembre de 2012
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Auto sacramental

‘Cosmópolis' es una película de encargo que David Cronenberg se esfuerza denodadamente en hacer suya, hay que decir que con bastante éxito. Surgió cuando el emprendedor Paulo Branco (cuyo historial de productor se puede leer como una estimulante historia paralela del cine de autor más cosmopolita y extraterritorial) le mandó la novela de Don DeLillo (2003) sugiriéndole que él era el director adecuado para filmarla. A Cronenberg no sólo le gustó la novela y la proposición sino que se mostró sumamente diligente; tardó tres días en copiar en su ordenador los abundantes diálogos del libro, sin cambiarlos, y otros tres en rellenar los intersticios con acciones. Así que, al cabo de seis días, Branco recibió el guión terminado. "Demasiada prisa", le contestó, cuenta Cronenberg. Pero lo aceptó y consiguió el dinero para una producción relativamente cara, en función sobre todo del sueldo de varios de sus actores y el minucioso trabajo de post-producción digital.
Es una lástima que Cronenberg, que ha hecho una película ardua y discursiva, no haya llevado más lejos su radicalidad, ciñéndose, por ejemplo, con mayor detalle a lo que sucede en el interior de la limousine en la que Eric Packer, un joven y apuesto multimillonario de 28 años, pasa un día entero viajando -más al modo del Ulises irlandés que del homérico- desde su lujoso ‘penthouse' neoyorkino hasta una peluquería de barrio donde desea que le corte el pelo el barbero de su infancia. La limusina blanca, que llega a su destino muy pintarrajeada de ‘grafitti' y golpeada, es un espacio maravilloso, del que el director, con la metalizada fotografía de Peter Suschitzky, obtiene resonancias metafóricas; el interior, muy estilizado por el diseño y las lentes deformantes de la cámara, parece el de una nave espacial surcando la estratosfera. La película, en ese sentido, recupera, sin auténticos meteoritos ni extraterrestres, el molde de la fantaciencia ‘gore' con la que Cronenberg, antes de entregarse a Freud y Foucault, se hizo un nombre entre los cinéfilos aficionados al género. El exterior que se ve desde los asientos y los sofisticados ‘gadgets' del automóvil -una Nueva York sincopada y deslizante (rodada en su mayoría en Toronto)- parece el de una galaxia no especialmente desarrollada tecnológicamente en la que deambulan muertos vivientes y sombras fugitivas, y el desenlace, de carácter místico y simbólico, podría evocar el de ‘2001', aunque casi todo procede del libro de DeLillo.
Los medios de que dispone el cineasta canadiense, que son limitados, desvirtúan algo los episodios más trepidantes del libro, como la larga escena de la manifestación callejera, o el latido urbano a modo de bajo continuo que el autor tan bien describe en su novela con estas palabras: "el gran flujo rapaz, donde la voluntad física de la ciudad, los egos febriles, los asertos de la industria, el comercio y las multitudes dan forma a cada uno de los momentos anecdóticos" (traduzco yo mismo de la página 41 de la edición americana en bolsillo publicada por Scribner).
Esa disociación formal entre el dentro y el fuera, para la que el cine está especialmente capacitado, es el gran logro del director canadiense, al que se le ha reprochado la fidelidad a los diálogos de DeLillo. Suenan a veces excéntricos, sobre todo cuando los dice un actor tan infaliblemente nulo como siempre lo es Robert Pattinson, pero a mí me gustaron desde que, suspendida mi incredulidad auricular, empecé a pensar que la ‘Cosmópolis' de Cronenberg es un auto sacramental, y no trato de hacer un chiste fácil. El automóvil deviene un escenario teatral, un altar de los sacrificios con tecnología punta, y el héroe del relato se va encontrando con personajes alegóricos que le sueltan, todos ellos, un monólogo en forma de parlamento en verso o aria cantada. Algunos de los solistas son magníficos: Paul Giamatti (un actor por el que rara vez siento empatía) en su ‘finale' concebida como una declaración y una confesión (es muy hermosa la idea de la cortinilla que les separa a ambos, a modo de rejilla de los confesionarios católicos), Juliette Binoche o la cultivada prostituta que vende cuadros de Rothko, Samantha Morton en su financiero ‘stream of consciousness', y el desquiciado Mathieu Amalric en la divertida secuencia de ‘slapstick' nihilista con las tartas de merengue. Lástima que sus filigranas interpretativas se estrellen contra ese muro plano de Robert Pattinson.
Es curioso el sentimiento final que la película destila. No creo que Don DeLillo pueda reclamar nada ni quejarse, pues ninguna adaptación cinematográfica podría ser más escrupulosa que ésta. Pero a la vez, Cronenberg, por respeto (o pereza), reduce al novelista y le quita esa respiración externa que el cine puede dar, sin traición, a los textos narrativos. No soy un incondicional del autor de ‘Libra', un novelista muy dotado y también muy dado a veces a expresarse por medio de ‘slogans' de padre de la iglesia apocalíptica. Trasponiéndolo tan literalmente en el guión escrito en seis días de pegamento y copia, el director expone esa flaqueza del escritor, aunque él la defienda con uñas y dientes en su respuesta, de casi una página, a la pregunta muy malintencionada que le hicieron en la revista ‘Film Comment' sobre si tales personas, los personajes de ‘Cosmópolis', hablarían realmente de ese modo; Cronenberg saca a colación al Dr. Johnson, y compara a DeLillo con Pinter y a Mamet, quienes también, en efecto, hacen hablar a sus criaturas escénicas de un modo inapropiado y foráneo, pero nunca predicativo ni sentencioso.

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3 de diciembre de 2012
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Himnos de paz en guerra

Intriga y estimula leer estas líneas: "Seduzco a una mujer con la herida del pecho, con la herida de la pierna. La atraigo con el dedo roto hacia la cama". Las palabras proceden de un poema titulado ‘Frialdad', y están en el recién aparecido libro de Abbas Beydoun ‘Un minuto de retraso sobre lo real' (Vaso Roto, Madrid/México, 2012). ¿Y quién es Abbas Beydoun? Yo desde luego no le conocía hasta que hace unos días llegó a mis manos este bellísimo libro de prosas poéticas, traducido del árabe con su habitual calidad por Luz Gómez García, quien, dentro de una larga y amplia trayectoria, ha hecho conocer en España a uno de los grandes poetas del siglo XX, el palestino Mahmud Darwix, fallecido en 2008. Beydoun, libanés de Tiro, nacido en 1945, es además periodista y novelista, y recogió en libros anteriores sus conversaciones con Darwix y su propia experiencia carcelaria tras la invasión israelí de su país. Vaso Roto anuncia nuevas publicaciones poéticas suyas.
Recuerdo de mi único viaje a Líbano, hace casi tres años, la impresión de sus mujeres, jóvenes y maduras, con o sin velo, fumando en los numerosos cafés del centro no sólo cigarrillos sino la tradicional pipa de agua o ‘narguilé', en una muestra de libertad, al menos gestual, difícil, cuando no suicida, en otros países árabes. Seguía viva la reminiscencia de la guerra civil acabada en 1990, y visibles las cicatrices urbanas de los bombardeos de la aviación israelí en la operación Lluvia de Verano de 2006, pero al atardecer, la capital, Beirut, aún con los tanques del ejército apostados en muchas esquinas, se llenaba, sobre todo en la zona de su paseo marítimo, de un plácido y jovial discurrir de gentes muy similares a nosotros no sólo en rasgos físicos sino en la ansiosa búsqueda de una felicidad tan a menudo esquiva. ¿O es que vamos a creer que en Líbano y en Túnez, en la franja de Gaza, en el Egipto de las revoluciones, y hasta en la martirizada Siria de hoy, no hay lugar para que alguien, sobreviviendo a la tragedia y al dolor, tenga un pensamiento lírico, un arrebato erótico, una salida humorística, y los ponga por escrito?
Darwix fue el prototipo de ese poeta nunca abrumado por la historia, que tanto pesa en sus versos, pero no el único. Días antes de leer al libanés Beydoun, conocí en las jornadas poéticas de Cosmópolis, en Córdoba, al egipcio Ahmed al-Shahawi, a punto de volver a las incertidumbres políticas de su país. No sin antes dar a conocer sus versos de ‘Nadie piensa en mi nombre', editados el año pasado en Costa Rica, y donde leemos en su brillante poema ‘Imágenes celestiales' lo siguiente: "En la niñez, / me criaron los gusanos de seda. / A los cuarenta / -a pesar de la profecía-, / aún no he salido de la crisálida" (la traducción en este caso es de Mohamed Abuelata).
Sólo entenderemos el calibre de lo que sucede, no todo positivo, en los bullentes países del Oriente Medio cuando también leamos a sus muy notables escritores, entre los que cuento desde hoy a Abbas Beydoun, quien en el primer libro de los tres que componen ‘Un minuto de retraso sobre lo real' traza sus experiencias, algunas muy divertidas, en Alemania, convoca con sentido a Brecht, a Gunther Grass, a Kiefer, a Stockhausen, y a la vez no pierde la memoria histórica de la gravedad, como en el poema de la última parte que gira en torno a un paquete bomba encontrado en una zona de su ciudad: "El paquete también desapareció, quizá en nuestras cabezas, igual que en nosotros una guerra tras otra ha dejado bombas sin estallar".

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26 de noviembre de 2012
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Gutiérrez Aragón y el otro

Siempre he creído que Manuel Gutiérrez Aragón era otro, y que por tanto alguien nacido en Torrelavega había logrado el sueño del más grande poeta visionario de todos los tiempos, Arthur Rimbaud, que dijo aquello de "Je est un autre". Esa impresión la tenía yo antes de conocerle, basándome en sus películas, en los guiones que él escribía para otros realizadores, en los artículos suyos publicados en la revista ‘Triunfo' y el diario ‘El País', y en el hecho de que fuese el primer director de cine español contemporáneo que hizo teatro, mucho antes de que las crisis llenaran nuestros escenarios dramáticos de cineastas multifuncionales. Luego le conocí, entrada ya la década de los 80, y a día de hoy, casi treinta años después, aún no sé con cual de los ‘gutiérrezaragones' me trato.
Últimamente, Manolo ha rizado el rizo de su propia ‘otredad' y sostiene que ya no es del cine, sino de la literatura. Como le admiramos, le seguimos también, y le reconocemos, en su nueva ‘persona', que ha dado dos novelas de calidad publicadas en tres años y le ha hecho ganar un premio, el Herralde, equivalente, diría yo, a la Concha de Plata de San Sebastián, si el Oro se lo dejamos al Planeta.
Algunos maliciosos insinúan que esa transubstanciación novelesca de Gutiérrez Aragón se debe a la pereza y a la manía; la pereza que le daría, a punto ya de entrar en su segunda madurez, localizar y filmar exteriores en su querido territorio mítico -y maniático- de los bosques umbríos entre Santander y Asturias, donde, cuando hacía películas, se iba a rodar siempre que le dejaban. La novela, que también dicen que está en crisis, ofrece sin embargo escenarios exóticos y repartos de masas con el simple uso de la imaginación y el teclado. Y sin tener que hacer ‘cásting'.
Mi vaticinio es que Manolo nunca resolverá del todo su contienda de ‘alter egos', y como siempre ha sido un inquieto, volverá, sin abandonar sus otras encarnaciones, a dirigir películas. Sería una lástima que alguien que ha realizado, a mi juicio, un buen puñado de los mejores títulos de la historia de la cinematografía española, creando una manera propia de reflejar nuestra realidad con lo irreal, no siguiera por ese camino. Sólo se me ocurre, como inconveniente, un problema de nomenclatura. Al cine le gustan las grandes marcas: lo berlanguiano, lo almodovariano, lo buñuelesco. Hay que reconocer que lo gutierrezaragoniano, o lo gutierrezaragonesco, suena menos contundente, y es algo que Manolo comparte con otros cineastas no menos distinguidos y de difícil adjetivación: Trueba y lo truebesco (o truebano), Borau y lo borauesco, Garci y lo garciano, Coixet y lo coixetesco, por no hablar de la figura de otro antiguo presidente de esta casa, que obliga a hablar de lo delaiglesiano. Difícil de decir pero fácil de apreciar. Así que mientras Manuel Gutiérrez Aragón se decide a volver o no a ponerse detrás de una cámara, nosotros, sus amigos y ‘fans', podemos ocuparnos en la disquisición de encontrarle un adjetivo que defina uno de los estilos más singulares del cine europeo contemporáneo.

(Texto publicado en el programa del acto de entrega a M. Gutiérrez Aragón de la Medalla de Oro de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España) 

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19 de noviembre de 2012
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