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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Poema para Octavio Paz

Poema leído el pasado lunes 12 de mayo en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en un homenaje a Octavio Paz

 

 

 

 

                                            Arpista  del  infierno

                                                       (Variaciones sobre tres versos de O. Paz)

 

El vampiro de boca sonrosada,

arpista del infierno, abre las alas,

y el vendaval del cartílago

descompone

la ropa del día de fiesta.

Somos las criaturas que hacen fila

y buscan la senda

de la perdición.

Somos las criaturas que sueñan y hacen fila

desde que oímos hablar

de un señor de las cosas

menos recomendables.

 

Llevamos deseando tu música degenerada

años que se parecen al siglo.

Y mientras llega la hora

de bajar al infierno,

el metal de tus cuerdas nos acompaña.

 

¿Hay paraíso, hay desenlace feliz, hay domingo?

No nos espera Dios al fin de la semana.

                                                 _________________

[El poema, inédito, forma parte de una reciente serie de ‘Variaciones' sobre versos de diferentes poetas. Los versos en cursiva son aquellos que tomo del poeta homenajeado]

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19 de mayo de 2014
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La guerra en broma

La "drôle de guerre", la guerra en falso o de broma, fue la expresión acuñada por el periodista y novelista francés Roland Dorgelès   -hoy recordado tan sólo por esa frase y por ser el finalista del premio Goncourt que ganó Proust-  para referirse a las primeras escaramuzas de la segunda guerra mundial. Jean Echenoz hace en su última novela ‘1914' (Anagrama, traducción de Javier Albiñana) el libro menos grandilocuente y más elocuente sobre el anterior conflicto bélico a escala internacional del siglo XX, del que ahora se cumplen los cien años. Aquella primera guerra, que fue muy en serio desde su inicio, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, ha tenido una abundante literatura de ficción: novelas de inmensa popularidad como ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis' de Blasco Ibáñez. ‘Adiós a las armas' de Hemingway o ‘Sin novedad en el frente' de Erich Maria Remarque, y novelas de empeño y destacada calidad: ‘Tres soldados' de Dos Passos, ‘Tempestades de acero' de Jünger, ‘El diablo en el cuerpo' de Radiguet, y dos desbordantes tetralogías ‘La rueda roja' de Solzhenitsyn y ‘El final del desfile' de Ford Madox Ford, la segunda mucho más artística que la del premiado disidente ruso.

 

         Echenoz es un extraordinario escritor humorístico, y su método escueto, mordaz, elegante, aplicado en sus obras precedentes a las inventivas recreaciones biográficas del compositor Ravel, el corredor de fondo Zátopek y el científico de la electricidad Tesla, funciona con la misma gracia burlesca en ‘1914', una novela que refleja la carnicería humana de la Gran Guerra a la vez que cuenta con fulgurante sentido de la elipsis el "ménage-à trois" de dos hermanos convencionales y una mujer moderna. El libro tiene un arranque memorable, cuando el protagonista Anthime, al final de una apacible excursión campestre en su día libre del trabajo de contable en una fábrica de zapatos, queda sorprendido por la imagen de un raro parpadeo en los campanarios de toda la zona llana que divisa desde su bicicleta, y por el subsiguiente repique de las campanas que en su rebato anuncian la declaración de guerra. Lo que sigue, en sus menos de cien páginas, es el condensado de una original historia privada que se enmarca con destreza entre batallas y esperas: ciudadanos sin ninguna pericia militar que van a las trincheras, muchos a morir o ser mutilados, y una retaguardia de ancianos y mujeres sufriendo delegadamente la tragedia del frente. Con su habitual ironía, Echenoz afirma que comparar la guerra con la ópera es una impertinencia, en particular "cuando no se es muy aficionado a la ópera", aunque, insiste el narrador, "la guerra, como ella [la ópera], sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa".

      Hay pasajes que están entre lo mejor que ha escrito el autor francés: el casco de un proyectil rezagado que siega el brazo de Anthime, la descripción del combate aéreo que acaba con la vida de otro de los protagonistas. La voz narrativa es ahí seria, sin patetismo, como lo es el hermoso final de la continuidad amorosa en la paternidad. Pero el brillo principal lo da el humor: el recuento (entre las páginas 71 y 74) de los animales de todo tipo, incluyendo insectos parásitos, que acompañan el día a día de los soldados, ha de figurar como antológico en la obra de este incomparable novelista. 

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6 de mayo de 2014
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Coste y valor humano

El origen de ‘La mujer del chatarrero' no es una novedad en el cine. Cuenta su director, el bosnio Danis Tanovic, que un día, al leer en la prensa el caso de un matrimonio gitano atrapado en una cruel pesadilla administrativa, les buscó, les visitó y enseguida supo que quería hacer una película de su historia. Lo propio era desarrollar ficticiamente el caso verídico, pero, confiesa Tanovic en una entrevista, para "hacer una ficción [...] como mínimo necesitaría dos años para buscar productores que estuvieran interesados, y tampoco estoy tan seguro de que los hubiera encontrado, porque la historia no es tan sexy". Así que con 17.000 euros de presupuesto obtenidos de un fondo de ayudas de su país, y trabajando con un mínimo equipo de amigos voluntariosos y los cuatro miembros de la familia gitana interpretándose a sí mismos, rodó esta absorbente y breve película-reportaje (75 minutos) que ganó dos Osos de Plata en el festival de Berlín de 2013 y ha tenido carrera comercial en los cines de arte de Europa. Más lógico habría sido ver reflejada amplia y punzantemente la angustiosa peripecia de Senada y Nazif en algún programa de televisión, pero las cadenas privadas, y en España también las públicas, sólo se ocupan de hecatombes, de guerras, de accidentes y, sobre todo, de hechos de sangre, cuanta más sangre mejor. Lo que le sucedió a esta familia no posee ese rango: fue una tragedia privada y consuetudinaria, de las que cada día más alcanzan a otras familias, a otras etnias, otros lugares.

     ‘Un episodio en la vida de un chatarrero', título original y de más pertinencia que el de su estreno español, pudo llegar a más espectadores en formato de documental televisado en ‘prime time'. No siendo así, ‘La mujer del chatarrero' que vemos en la pantalla grande se beneficia sin embargo de la mirada, del preciso tempo narrativo, de la sencilla artisticidad que confiere a su elemental anécdota Danis Tanovic, autor, hace más de diez años, de ‘En tierra de nadie', una memorable alegoría sobre los costes personales de la guerra de Bosnia, ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Si entonces fabulaba y tenía incluso respiro para la humorada y el trazo lírico, ahora Tanovic se limita a poner su cámara detrás y en torno a esa pareja con dos hijas, que subsisten gracias a los desguaces que el marido Nazif consigue y las comidas que la mujer Senada cocina milagrosamente en una minúscula habitación donde también duermen. El aborto espontáneo que ella sufre y la imposibilidad de resolverlo quirúrgicamente, al no disponer de cartilla médica ni de los 500 euros requeridos en los hospitales que recorren, es relatado sin subrayados, sin músicas inquietantes, sin florituras formales; un televisor defectuoso, con nieve perpetua emborronando la imagen, un paisaje exterior desolado, dos niñas revoltosas ajenas a la extrema precariedad, unos vecinos y parientes solidarios, una burocracia implacable, y un desenlace que evita la muerte pero no deja paso al optimismo.

    Tanovic no alecciona, disecciona, sin sacar conclusiones explícitas (aunque sí las apunta cuando habla ante los periodistas). Recuerda en eso ‘Le Havre', el extraordinario cuento moral de Aki Kaurismäki sobre la emigración, si bien el cineasta centro-europeo es menos grave que el finlandés, dotado espontáneamente para el sinsentido y mucho más flemático. Ninguna de ambas podría ser englobada dentro del cine de denuncia, como sí lo está el nuevo título de Stephen Frears, ‘Philomena'. Esta es una película incluso militante, de agitación, habilísimamente camuflada de melodrama lacrimógeno; de ahí el éxito comercial y la lluvia de nominaciones en todos los premios anuales, incluido los de Hollywood, y también, por su primera naturaleza, el fracaso a la hora de obtenerlos. ‘Philomena' y ‘Doce años de esclavitud', haciendo una comparación odiosa pero justificada, están concebidas para hacer llorar, para remover las conciencias, con la diferencia de que el esclavismo es una causa  -afortunadamente, claro- hoy ganada, y lo que fustiga Frears está por resolver.

       Lo que fustigan el co-guionista y actor principal, Steve Coogan, y el director Frears, es el tráfico y abuso de personas débiles por parte de los poderosos, sean estos mafiosos organizados en bandas o congregaciones religiosas que se aprovechan de su aura de santidad. La historia, basada también en hechos reales aunque interpretada por actores de gran envergadura, ocurrió hace más de cincuenta años en la católica Irlanda, y a lo largo de su primera media hora el más que solvente director inglés se deja llevar por una cierta pereza creativa incapaz de superar los lugares comunes del guión. El ambiente en el convento despótico para chicas descarriadas, la vida pueblerina y la vida en las altas esferas del poder político apenas interesan o están ‘déjà vus'. La aparición del personaje de Philomena ya como mujer anciana, encarnada por Judi Dench, promete una solidez que aún tarda algo en llegar. Pero la segunda parte del film es apasionante, y genuinamente conmovedora en muchos momentos, sin prescindir de los resortes melodramáticos, en los que Stephen Frears muestra un gran temple, brindando a Dench alguno de los momentos más notables de lucimiento de su extensa carrera interpretativa (por ejemplo, el examen mudo del álbum de fotografías de su hijo mientras a sus espaldas oye hablar de él a una amiga americana).

      Hay en ‘Philomena' un giro argumental inesperado, brillantemente administrado, que conviene no anticipar; pertenece a otra esfera de los valores humanos que hoy siguen amenazados, y hay dos o tres escenas en su final que tienen un poder de permanencia emocional en la memoria. Son las que unen la enfermedad con el fanatismo, el dolor con la culpa.  

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28 de abril de 2014
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Los Panero (2). El suicida fallido

Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.

Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos, 'presencial' (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa ‘Le Gai Pied', Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, "no ven en torno al suicidio [...] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta". Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.

De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus dieciocho años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial ‘Espejo de sombras' (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María -el "poetiso" de la casa como gustaba de llamarse él mismo- a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: "yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos".

Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de ‘Así se fundó Carnaby Street', el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el ‘imprimatur' paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. ‘Así se fundó Carnaby Street' es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, ‘Teoría' del 73, ‘Narciso en el acorde último de las flautas' del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años 1980. El libro ‘Poesía 1970-1985' que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.

Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los

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21 de abril de 2014
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Los Panero (1). La familia interrumpida

Luis Cernuda escribió una sola obra de teatro, ‘La familia interrumpida', cuyo manuscrito entregó a un joven Octavio Paz en Valencia, durante la guerra civil; el autor se olvidó, el texto se perdió, hasta que el poeta mexicano, buscando otros documentos dejados por él a su madre en una caja, lo encontró y lo publicó en 1985. La obra, fascinante, mordiente, se estrenó mundialmente en España en 1996. ‘La familia interrumpida' fue escrita en torno a 1937, y diez años después Cernuda trató asiduamente en Londres a Felicidad Blanc, la mujer del poeta Leopoldo Panero, que dirigía en la capital británica el Instituto de España franquista. Felicidad, que ya había tenido su primer hijo, Juan Luis, sintió algo, ¿un enamoramiento?, por el escritor sevillano, aun a sabiendas de su homosexualidad. Con la muerte de Leopoldo María, el último Panero vivo, me acuerdo de esta familia interrumpida ya irremediablemente, después de dejar una huella de romanticismo cosmopolita, de ‘malditismo', de franqueza sin tapujos y de civilidad no exenta de narcisismo.

A Leopoldo María, muerto menos de seis meses después que su hermano mayor, las honras post-mortem, una especialidad muy española, le han tratado con mucha deferencia, y en abundancia. Juan Luis, que fue muy buen poeta oscurecido por el brillo diabólico de su hermano segundo, tuvo menos. Las obras de ambos se encuentran en las librerías, y es más que posible que se reediten ahora. Pero yo, reconociendo la singularísima valía de Leopoldo Mª y la gran calidad, en una onda poética ‘cernudiana', de Juan Luis, quiero aquí reivindicar la voz de Felicidad y la figura del hermano pequeño, José Moisés, conocido siempre como Michi Panero.

La voz de Felicidad nadie que haya visto ‘El desencanto', la excepcional película de Jaime Chávarri producida por Elías Querejeta, la podrá olvidar. Bella, inteligente, elegante, sabia, la viuda de Panero se movió toda su vida entre escritores, los de su familia (empezando por el marido, al que amó), los amigos del padre y de los hijos, y los que ella soñadoramente se apropiaba (Cernuda, Calvert Casey). Pero Felicidad Blanc encontró tiempo, después de enviudar y de irse independizando sus hijos, para escribir, y esa voz cultivada con la que se expresaba encontró continuidad en las páginas de ‘Espejo de sombras', unas memorias escritas con libertad y buena prosa que salieron en 1977 y hoy son una rareza bibliográfica. Aún más secreto es su segundo libro, ‘Cuando amé a Felicidad', editado en 1979 como carpeta en una preciosa colección de arte que dirigía Lalo Azcona, ilustrado por el estupendo pintor Juan Gomila,  prologado por Carlos Bousoño y con una cita de Scott Fitzgerald introduciendo un breve compendio de cartas, relatos y viñetas que forman un retrato encantador de esta importante mujer.

En cuanto a Michi, su dandismo recalcitrante le impedía trabajar más de unos meses seguidos, pero también escribió, en prensa, en privado (sus cartas de adolescente tienen genio) y explorando con gracia y descaro la ficción. Ahora que ya no están marcando estilo, nos merecemos todos unas obras completas de los Panero, una familia de disipados que nunca se disipará.

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8 de abril de 2014
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Película con cocaína

        Se sabe poco de él, pero su única obra narrativa perdurable es extraordinaria. Publicada por vez primera en 1936 por una editorial parisina de emigrados rusos, ‘Novela con cocaína', firmada con el seudónimo M. Aguéiev, llamó la atención, tuvo alguna buena crítica y quedó en el olvido hasta su reaparición en los años 1980, cuando el misterio de su autoría dio pábulo a una atribución a Nabokov que su viuda Vera protestó airadamente. Hoy se sabe que el autor fue un moscovita de descendencia judía llamado Marko Levi, residente doce años en Turquía y repatriado en 1942 por la policía turca a su país de nacimiento, donde llevó una oscura vida de profesor de alemán hasta su muerte en 1973. De la novela (publicada en buena traducción española por Alba) destacan, casi como un leitmotiv del narrador en primera persona, las dualidades y los desdoblamientos que le causa su drogadicción, resumidos en esta exclamación: "Se desdoblaba la sensación de tiempo".

        ‘El lobo de Wall Street' es una película con mucha cocaína, y yo diría que no toda la que se esnifa, ni tampoco las extensas proezas eróticas, primordialmente bucales, resultan, desde el punto de vista del espectador, imprescindibles; el tiempo narrativo pesa más de una vez, sin duda porque nosotros no la vemos en trance psicotrópico ni vamos tan raudos como los personajes del film. El director refleja la historia verídica, ‘remasterizada' para la pantalla, de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un joven neoyorkino que empezó como honrado corredor de bolsa y se despeñó voluntariamente en la escalada de la riqueza fraudulenta, el sexo y las drogas: la eterna historia de un ‘Rake´s Progress', contada, al contrario que en la famosa serie pictórica de Hogarth, en cuadros sin conexión, sin sátira y sin moraleja (aunque sí con casa de locos). Este progreso y caída del libertino Belfort arranca poderosamente, con la trepidación que Scorsese sabe dar a sus películas no-intimistas: las primeras arengas en la oficina, los ascensores saturados de felaciones, y, sobre todo, esa secuencia memorable del almuerzo en que el instructor Mark Hanna (un prodigiosamente metamorfoseado Matthew McConaughey) le da clases aceleradas de desenfreno al aprendiz. Junto a DiCaprio, todos los actores secundarios lucen como protagonistas en el kaleidoscopio de la acción, que unas veces nos hace pensar en un ‘Calígula' bancario y en traje de calle y otras en ‘Casino', cinta de ‘gangsters' del propio Scorsese que tiene más de un punto de contacto con ésta.

      La acumulación de orgías y expletivos, de señoritas complacientes y yates rebosantes de langostas, dan a veces la impresión de antídoto disolvente a esa anterior obra tan acaramelada y tan ñoña a ratos (sin dejar nunca de ser brillante) que fue ‘La invención de Hugo'. Pero siempre hay un artista al timón. La disputa de Jordan con su primera mujer bajo la marquesina del teatro, o la larga escena de mismo Belfort y su lugarteniente Donnie (Jonah Hill, otra creación de característico) empastillados hasta las cejas y pegados al teléfono en la cocina de la mansión, son de un deslumbrante refinamiento formal. O el final, una idea de genio en el guión que el cineasta resuelve con virtuosismo: el ya maduro y derrotado Jordan Belfort dando un curso a los lobeznos del Wall Street del futuro, esos ‘madoffs' de nuestra realidad que se engranan en la rueda de la corrupción como catecúmenos de la religión del dinero.

      Por lo demás, ‘El lobo de Wall Street' es un ejemplo de alta calidad del cine frenético que ahora prolifera, en el que la cámara ya no es aquella pausada estilográfica de los cineastas franceses de la Nouvelle Vague, sino más bien una pistola de Marey o un lápiz óptico. El modelo de los directores del frenesí visual y el montaje a toda pastilla (nunca mejor dicho) viene sobre todo de Hollywood, aunque no faltan secuaces en otras cinematografías menos pujantes. Es un idioma hecho de velocidad y movimiento, como puede verse en otro título reciente y de gran éxito en los Estados Unidos, ‘La gran estafa americana' (‘American Hustle‘) de David O. Russell, quien utiliza señaladamente el acercamiento y alejamiento de cámara a los actores como sintaxis, si bien su montaje de planos es menos sincopado que el de Scorsese. Se trata de un cine que puede marear y que está hecho para marear, para reproducir los vaivenes y la inestabilidad substancial de sus personajes, de sus relatos.

     Pero no todo el cine que quiere hablarnos del desasosiego, del trasiego, de la dispersión y la desubicación, es tan móvil. Simultáneamente a ‘El lobo de Wall Street' y ‘La gran estafa americana' he visto ‘Caníbal', la notable película de Manuel Martín Cuenca que estuvo entre las finalistas de los principales premios Goya de este año (ganados todos, con merecimiento, por David Trueba y su ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados‘). Entre los cineastas españoles de su generación (Martín Cuenca nació en 1964), este almeriense comparte con Jaime Rosales y Javier Rebollo, y en cierto modo con Pablo Llorca, la parsimonia deliberada, el gusto por la composición en plano largo y fijo, tan estático a veces que nos hipnotiza, nos cautiva, en las antípodas del arrebato de Scorsese, pero no por ello con menos arte. ‘Caníbal' dibuja la existencia de otro extremado lobo depredador, el sastre granadino Carlos, quien en su afán de apropiación de lo que desea se traga a las mujeres. La extrema frialdad del cineasta, que queda marcada, al inicio, por el hermoso plano inmóvil de casi cuatro minutos ante la gasolinera, es una alternativa radical a la plasmación del exceso. Otra manera de ser tempestuoso en la negación y el recato.

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1 de abril de 2014
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La carta de Treglown

El antiguo director del Times Literary Supplement, Jeremy Treglown, responde en una carta al director de El País (18.3.14) a lo que yo escribí sobre su libro ‘Franco´s Crypt' en un artículo de opinión del citado periódico (que el seguidor de El Boomeran puede consultar, si lo desea, en este mismo blog, donde lo reproduje con fecha del 18.2.14). La carta es templada, aunque no exenta de truco. De ninguna manera podrá el lector de mi artículo ver en él "falsas impresiones" como las que el ensayista inglés cree detectar. Su libro, un híbrido carente de dirección y de verdadera substancia, tiene graves omisiones, desde luego, pero también "errores", como el periódico, en un ladillo editorial de cosecha propia, subtitulaba, para contrariedad de Treglown. Los errores, en un libro lleno de hipótesis como ‘Franco´s Crypt', no sólo pueden ser factuales; hay errores de juicio, y esta obra de Jeremy Treglown incurre en ellos con frecuencia.

Al margen de uno de los más llamativos, su comparación peregrina de ‘La familia de Pascual Duarte' de Camilo José Cela con la obra de Samuel Beckett y Jean Genet, que Treglown trata de substanciar en su respuesta a mi artículo sin datos fehacientes, el autor de ‘La cripta de Franco' introduce una falacia no patética, sino más bien cómica, para justificar lo que sin duda constituye el defecto esencial (y contaminante) de su argumentación, la ausencia casi total de los poetas del siglo XX en su panorama de la cultura española de guerra y posguerra. La falacia consiste en pretender que si los eliminó fue para no traicionarles, ya que "la poesía, según la famosa definición de Robert Frost, es lo que se pierde al traducir". La frase de Frost es, por supuesto, un ‘boutade' sin mucha gracia, que asombra que un estudioso utilice como base de un libro como éste. Según tal argumento, no podrían existir en ninguna lengua antologías traducidas de los grandes poetas, bajo de riesgo de alta traición. El número de obras que prueban lo contrario es considerable, y uno imagina que Treglown las conoce. Todo parece indicar que le resultaba más cómodo prescindir del riquísimo y complejo núcleo que en el pensamiento cultural español del pasado siglo supuso la poesía, prefiriendo la anecdótica de alguna serie televisiva de éxito y algún lugar común lorquiano o almodovariano.

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25 de marzo de 2014
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Thomas Bernhard: la caja vacía del arte

El protagonista de la novela de Bernhard ‘Maestros Antiguos', Reger, el gran crítico musical del ‘Times', contempla día sí y día no a lo largo de más de treinta años un cuadro de la colección del Kunsthistoriches Museum de Viena, ‘El hombre de la barba blanca' de Tintoretto, y un día, citado con el filósofo Atzbacher en el museo, monologa: "Llenamos nuestra caja fuerte espiritual de esos Grandes Ingenios y Maestros Antiguos y recurrimos a ellos en el momento decisivo para nuestras vidas; pero cuando abrimos esa caja fuerte espiritual, está vacía", añadiendo más adelante que los grandes maestros como Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano o Goya, "se nos deshacen ante los ojos increíblemente deprisa y al final un arte de supervivencia, aunque sea genial e indigente, se revela como un indigente intento de supervivencia".

Pero ¿hay algún arte de supervivencia, algún sustitutivo que no nos deje solos? Reger, uno de los imprecadores más elocuentes de Bernhard, tiene respuestas para eso. Otros, en otros libros del autor austriaco, se hacen otras: ¿Es la música, por su desvaída entraña inmaterial, o la arquitectura, por su enfermiza arrogancia en el espacio, un "bocado resistente" a la burla del tiempo? En su novela ‘Corrección' se cuenta precisamente la construcción de una vivienda cónica en medio de un bosque para la hermana del narrador-constructor, el filósofo Roithamer, basado en la figura de Ludwig Wittgestein y en el edificio que éste le diseñó en Viena a su hermana Margarete.

Los nihilistas incansables evocados en este repaso a las ideas estéticas bernhardianas, tan inspiradas por Wittgenstein, aparecen como ejecutantes de una manía artística irrealizable, como saboteadores de lo permanente, como figuras de un juego que queda en tablas.

[Notas de presentación de la conferencia dada en el Museo Reina Sofía de Madrid, dentro del ciclo ‘Luces y letras: Los escritores y el arte']

 

Libros Mencionados

Bernhard Leitner: ‘The Architecture of Ludwig Wittgenstein'. Studio International Publications Ltd.  

Los siguientes títulos de Thomas Bernhard, todos en traducciones de Miguel Sáenz:

‘Maestros antiguos'. Alianza Editorial

‘Corrección'. Alianza Editorial

‘El malogrado'. Alfaguara

‘El sobrino de Wittgenstein'. Anagrama

‘Ritter, Dene, Voss' (También conocida como ‘Un almuerzo en casa de los Wittgenstein') (Teatro). Hiru, colección Skene

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18 de marzo de 2014
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Cine imperdible

La lengua inglesa, sobre todo en su vertiente norteamericana, acuña términos cinematográficos de incómoda traducción. Cuando una película se recomienda como un ‘must', decir que es un "deber" suena escolar. Por no hablar de ‘blockbuster', esos films gigantescos de peripecia y de presupuesto que a menudo, derrotados en nuestra lengua, llamamos llanamente ‘blockbusters'. Uno de los adjetivos intraducibles que más me han gustado siempre es ‘unmissable', formación figurada y no del todo ortodoxa que se aplica a esas películas que uno por nada del mundo puede ‘to miss', es decir, perderse. Lo que pasa es que, al menos para mí, el cine ‘unmissable' no siempre es cine bueno. Hay directores de los que por un cúmulo de razones (su nombre sacrosanto, nuestra esperanza o ansia, el aura acumulada en años de ejercicio) no nos perdemos ningún título, aun sabiendo que su carácter prolífico augura que de cada cuatro quizá sólo una esté a la altura. Es mi situación personal respecto a Manoel de Oliveira, a Woody Allen y a los hermanos Coen.

      Estoy feliz últimamente porque mi constancia con los dos últimos (contando a los Coen como unidad indisoluble) me ha dado grandes alegrías. ‘Blue Jasmine', que vi por hábito pese a los disgustos de la execrable ‘A Roma con amor' y las anodinas ‘Si la cosa funciona' y ‘Conocerás al hombre de tus sueños', me parece el retorno de Allen no sólo al solar patrio sino al talento del retratista ácido, agudo, aquí sobre todo en las semblanzas de los personajes varones que pululan como moscardones o melifluas libélulas en torno a esa desquiciada abeja reina tan laboriosa que interpreta superlativamente Cate Blanchett. En cuanto a ‘A propósito de LLewyn Davis‘ (‘Inside Llewyn Davis'), se trata de una de las películas mayores de estos cineastas que para mi gusto llevaban demasiados años tirando de su prodigioso fondo de armario visual en apagadas adaptaciones novelísticas y ‘remakes'. Sólo, si hago memoria de los disfrutes ‘coenianos' recientes, recuerdo el prólogo hasídico de ‘Un tipo serio'. Poco más.

    ‘Inside Llewyn Davis' es un relato de extrema originalidad formal disfrazado de estampa impresionista sobre la escena musical del ‘folk' neoyorkino en el inicio de la década 1960. Arranca con una prolepsis, aunque eso, lógicamente, no lo sabemos hasta el final, y su discurrir narrativo es errático, sobresaltado, como lo es la existencia del protagonista. Si bien hay un episodio (extraordinario) de carretera, el trayecto hasta Chicago de Llewyn Davis (Oscar Isaac) con el intrigante músico monologante Roland Turner (John Goodman, en una de sus habituales creaciones de maestría absoluta) y su taciturno chófer, la película no es una ‘road movie'. Ese viaje, y la no menos impresionante escena de la prueba musical en el club nocturno vacío propiedad del poderoso empresario Bud Grossman, son segmentos de una línea que nunca anticipa lo siguiente ni lo hila al modo convencional; el descubrimiento de personajes, datos argumentales y accidentes reproduce con gran libertad y a la vez verosímil cadencia el curso de una vida condensada en una semana, tiempo real de la acción. El relato se hace ante nosotros durante el metraje del film, sin dejar nunca de sorprender y a la vez sin exhibición de lo indefinido, lo inconcluso, lo enigmático. Cine de vanguardia sin penalizaciones.

      ‘A propósito de Llewyn Davis' no es un musical, como lo fue, y es otra de sus obras maestras, ‘O Brother!'. Pero da gusto ver cómo estos dos artistas Ethan y Joel filman con palmaria precisión los momentos de las canciones interpretadas en diversos escenarios. Son emocionantes en su sencillez, en especial la que canta Oscar Isaac, siempre con su buena voz, ante Grossman (magnífico F. Murray Abraham. Aunque no faltan las hilarantes: los cantantes folklóricos irlandeses o la escena de la velada en casa de los Gorfein con los músicos medievalistas, esta última una de las secuencias que nunca podría faltar en una antología de "the best of the Coens". Y tampoco es un ‘biopic', género que los hermanos afirman detestar. Inspirada en la vida y andanzas del verdadero Dave Van Ronk, y en su libro de memorias ‘El alcalde de MacDougal Street', ‘Inside Llewyn Davis' reinventa esos referentes y los sitúa en una esquiva América bellísimamente reconstruida  -sin alardes hollywoodienses- en su lado no salvaje pero sí tenebroso. Divierte el histórico guiño final a un sosias de Bob Dylan debutante.

     Una gran película de los Coen, como es ésta, implica el brillo de algo que nunca falta en su cine, ni siquiera en las obras menores que para mí han realizado desde ‘El hombre que nunca estuvo allí' hasta la aquí comentada. Me refiero, naturalmente, a la calidad literaria de los diálogos y a la caracterización de los personajes. La ironía, la ocurrencia verbal, la sentenciosidad y su contrario, la cháchara, marcas de la casa, deslumbran a menudo en ‘A propósito de Llewyn Davis', como lo hace la composición de los secundarios, que así  adquieren el relieve de primeras figuras. Los Coen se sirven para ello, además del equipo de arte con el que trabajan, del buen ojo para el reparto y el trazo iconográfico de los tipos; aquí hay varios memorables, pero recordemos, no sólo por atavismo, el que componía estupendamente Javier Bardem en ‘No es país para viejos', dando entidad a un personaje bastante vacuo.

      Como persona nada propensa a los pequeños felinos sólo le veo un defecto a ‘Inside Llewyn Davis': la excesiva presencia gatuna. Los animales, incluso el rey de todos ellos, que es el perro, dan quebraderos de cabeza en el cine, como ya nos advirtió el maestro británico del séptimo arte. Muchas veces son tan inevitables como los desnudos, por exigencias de guión. Pero aquí el gato Ulises se pierde demasiadas veces, mira demasiado a la cámara, hace demasiadas monerías. El pequeño mamífero cumple actoralmente, si el actuante es el mismo en sus dos encarnaciones; a mí se me hicieron siete.  

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10 de marzo de 2014
Blogs de autor

La compradora anónima

Una compradora anónima que se describe como "mujer aún joven" me escribe desde Tarragona preguntándome cómo definiría yo en un folio el libro que acaba de adquirir (legalmente) y se dispone a leer en un próximo viaje. La carta, brevísima, está, muy bien escrita, en papel, así que no tengo motivos para no contestarle, a mano, dando después a conocer mi respuesta a través de este blog.

 

El invitado amargo nace de un robo y unas hojas escritas tiradas por el suelo de una habitación donde entraron ladrones buscando dinero. Sólo encontraron papeles, y esos papeles, que el dueño de la casa leyó al recogerlos, pusieron en marcha una ‘máquina soltera' construida literariamente por dos personas que estuvieron muy cerca durante una época muy lejana, los primeros años 1980, y treinta años después se reconocieron en la escritura.

            Uno de los dos autores, el que fue robado, le sugirió al segundo, propietario intelectual (por no decir moral) de los papeles tirados por el suelo, que esas palabras de entonces  -intercambiadas en un epistolario que resistió la lejanía, las mudanzas de domicilio, los enconos, las enfermedades-  podrían ser ahora la base de una reconstrucción verbal. La memoria sería el acompañante de las palabras escritas, nunca su disfraz.

             Así se fue gestando, en un itinerario que nunca dejaba ver a ninguno de los dos la siguiente vuelta del camino, este libro: un recuento verídico tratado con los dispositivos de la ficción, un ensayo narrativo sobre los sentimientos y los resentimientos del amor, un doble autorretrato en el que los autores van recreando a sus protagonistas, llamados, como ellos mismos, Vicente y Luis. El numeroso reparto se completa con un Premio Nobel, una bella mujer joven y una mujer anciana, un arrendador aventurero y galante, un traidor, unos viajeros. Algunos tienen nombres conocidos, otros no, pero todos son, como los propios Luis y Vicente, personajes de una tragicomedia de la felicidad, la infidelidad, la vocación literaria, la búsqueda personal en un país cambiante, la ilusionada España de los años 1980 vista desde el áspero tiempo actual.

          Los dos autores pactaron antes de ponerse a escribir un principio moral (no habría censura, ni auto-censura) y unas normas de composición formal que constituyen la esencia de El invitado amargo. La modulación de las voces, dejadas a la autenticidad de entonces y al humor prevaleciente ahora en cada uno, el uso libre del excurso, las vueltas atrás y las anticipaciones intercaladas. Y una, muy central: todos los capítulos, firmados en alternancia por ambos, se escribían sin previo acuerdo y le llegaban al otro manteniendo la intriga, como en las novelas por entregas del siglo XIX. Con la diferencia de que en ese ‘feuilleton' los dos autores-protagonistas sabían el final, pero no las sorpresas y revelaciones que su propia historia les podía deparar.

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4 de marzo de 2014
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El Boomeran(g)
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