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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Lo desaparecido

Vivimos entre desapariciones. Las que causa la muerte natural al cabo de una vida larga no son menos dolorosas para quienes las sienten, pero  permiten el leve consuelo de lo que es común e inexorable. Junto a ellas, la muerte criminal o accidental, por su deliberación o su brusquedad, parecen castigos de un dios desconocido más que hecatombes. El siglo XX estuvo marcado por sus desaparecidos, que, al darse en una época que ya permitía el recuento, la publicidad y hasta el castigo, los hizo visibles y a veces históricos. En Argentina, unas mujeres entradas en edad y ataviadas con un pañuelo en la cabeza iniciaron la batalla de la restitución de los suyos, y después de innumerables trabas consiguieron que muchos de esos fantasmas tuvieran linaje, aunque no todos cuerpo presente. La población armenia diezmada en Turquía, los miles de oficiales del ejército polaco fusilados entre marzo y abril de 1940 por la policía de Stalin y arrojados en fosas secretas del bosque de Katyn tuvieron menor suerte, o más tiempo de penalidad. Y en España, por la indecisión administrativa de unos gobernantes bienintencionados y la mala voluntad de quienes gobiernan ahora, siguen mal enterrados, aunque sepamos sus nombres, muchos muertos del bando derrotado en la guerra civil.

 

     Los desaparecidos del siglo XXI no tienen un mismo origen territorial, una comunión genética, ni son en su mayoría víctimas de la represalia de un enemigo. Mueren en el trayecto de sus ilusiones perdidas, y su identidad, su rastro y su cuerpo se los tragan las aguas para siempre. Tanto tiempo ha tardado Europa en afrontar esta forma letal de escamoteo de las personas, tanta desavenencia y torpeza hay en los remedios que se buscan para paliarla, que se diría que el género humano -y quiero decir el género humano que tiene país y gobierno estable, ciudad, casa, nombre, documentos- ya se ha acostumbrado a ver caer en la nada la vida de los otros.

      Querría, después de la breve plegaria por los seres desaparecidos en la tragedia, hablar del melodrama de las cosas que faltan. Las cosas que faltan nos faltan a menudo porque nosotros, afortunados longevos, las sobrevivimos. El bar mal alumbrado donde tiraban con arte la cerveza, el taller de la costurera diligente que rehacía la ropa que no queremos tirar, el cine de tu barrio, que cerró y sigue cerrado, el cine de las grandes arterias de la capital, que cerró y se multiplicó en almacén multinacional. ¿Hay que lamentarse tanto de esas pérdidas? Hace unos días di un paseo nostálgico por una tienda, quizá la más hermosa que hubo, a punto de cerrar para siempre en el Paseo de Gracia de Barcelona. Nunca adquirí muebles ni baterías de cocina, ni siquiera mesas de futbolín, mi deporte predilecto, en Vinçon, pero conservaré mientras no se caigan a pedazos, ellos o yo, cosas allí compradas: la estilográfica cónica, las gafas de leer leves y trasparentes, las zapatillas de andar por casa, que son como una estufa sostenible para mis pies, siempre propensos a tener frío. Cada vez que iba a Barcelona me paseaba por Vinçon, que si no tenías dinero para lo más caro te permitía las chucherías inigualables y algo mejor y gratis: ver el talento y el buen gusto aplicado al comercio. También nos acostumbraremos a prescindir de ese maravilloso museo donde lo útil no molestaba a lo superfluo. Lo malo es cuando empiezan a desaparecer las cosas en las que uno cree, las que fundan el mundo que uno sueña, las que sin su existencia nos dejarán menos contentos y más tontos.

    Hace poco menos de siete años recibí una carta de Albert Rivera, que conservo, en la que este entonces recién destapado político me agradecía un artículo, ‘La guerra de las lenguas', publicado en Libération, dentro de una de serie regular de ‘Cartas desde Madrid' que yo mandaba al periódico francés y en el que, sin nombrar a Ciutadans, me hacía eco de ciertas iniciativas contra un nacionalismo excluyente. Era una carta modesta, llena de cordura, que agradecía mi equidistancia en el enrevesado mundo de las confrontaciones identitarias, y en la que Rivera, dándose por aludido, celebraba que yo diese voz a esas voces. Ahora su partido, al que no he votado, ha aparecido en tromba y se deja oír, casi tanto como Podemos, reformando ambos el patrón de nuestra política municipal y autonómica. Rivera me sigue pareciendo un hombre valeroso, lo que no es poco, pero los valores que Ciudadanos empieza a condonar en su apoyo al PP son terriblemente decepcionantes. El PP tiene un presente y un pasado que, al menos de momento, marca nuestro futuro;  Wert se ha ido, pero no sin antes haber perpetrado en la LOMCE un dispositivo en el que, al lado de la segregación escolar por sexos y el enaltecimiento de la catequesis como una de las bellas artes, se instaura la desaparición casi completa en el bachillerato de las clases de literatura. Esta purga de duradero efecto (si no se corta con un antídoto parlamentario en otoño) yo la siento como una agresión y tendría que merecer una respuesta armada, es decir militante, de los escritores, los editores, los traductores y enseñantes concernidos, del mismo modo que lo hicieron las gentes del cine y el teatro con el aumento del IVA. Nadie que no sea un fanático de Rajoy podrá negar que el poder que este ejerce y deja ejercer practica el desprecio a las artes. Y el odio a los artistas. La connivencia o el silencio de Ciudadanos allí donde -gracias a ellos- gobierne un PP anti-social y anti-cultural será, mientras los hechos no demuestren lo contrario, motivo de complicidad, y un baldón imborrable del partido de Rivera.

     Un caso. En Málaga, un alcalde moderado del PP, Francisco de la Torre, ha mantenido durante once años un Instituto Municipal del Libro que era, en mi experiencia de escritor, seguidor de sus homenajes y lector de sus publicaciones de altísima calidad y exigencia (Edgar Neville, Cocteau, Hemingway, María Rosa de Gálvez, el rescate de la memoria española de Jane y Paul Bowles, entre otros), todo un ejemplo. Pues bien, acaba de anunciarse su fin por razones financieras y a resultas del pacto con el que Ciudadanos le ha dado la alcaldía al PP, poniendo entre otras condiciones la "extinción", así se ha dicho, del citado Instituto. La educación, la sanidad, el empleo, la igualdad, pero también la cultura, son las prioridades de este tiempo que se anuncia nuevo, y por los niveles de cumplimiento en esos campos mediremos, aquellos ciudadanos que no militamos pero votamos, la verdad del cambio en el ‘patchwork' electoral de España. El primer objetivo es hacer que afloren las cosas que han desaparecido en los brutales ajustes y recortes. El segundo, si estos nuevos ediles no colman el ansia mayoritaria de renovación, hacerles desaparecer cuanto antes del mapa de la política.

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28 de julio de 2015
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Local

Viendo la muy notable ‘A esmorga' reparo en las diferencias que hay entre un cine local y un cine casero. Local no es para mí ese "cine de tazón" castizo y revenido, que tanto daño ha hecho a la cinematografía española. Ni tampoco al decir casero me refiero al cine independiente americano de la llamada Escuela de Nueva York, en la que algunos practicaban con gran talento un "home movie" más cercano al dietario íntimo que al documental. Casera es, por ejemplo, ‘A cambio de nada', la opera prima del actor Daniel Guzmán, que de modo desconcertante ganó tres premios mayores en el pasado Festival de Cine Español de Málaga, siguiendo los patrones de algunos subgéneros nacionales en boga, el lumpen de barriada madrileña, la ancianidad chiflada y  pintoresca, el campo de batalla escolar, los albores del sexo, y todo ello de modo plano y trillado, sin brillo en la palabra hablada ni en el relato, aunque sí es de reconocer el talento natural del adolescente Miguel Herrán, que crea con donaire su personaje de Darío.

       ‘A esmorga' (‘La parranda') llega a los cines del resto de España después de un impresionante éxito de público en Galicia, lo que podría hacer temer que su tirón allí se debiese solo a su carácter atávico. Ignacio Vilar, su director y coguionista, ha hecho una obra enraizada en un paisaje provincial del interior galaico y en un tiempo casi ancestral de la primera parte del siglo XX, pero ante todo ha dotado de vida y espíritu a un lugar imaginario que la película despliega con elocuencia ante nuestros ojos, combinando espléndidamente el contexto rural y las pasiones humanas sin denominación de origen. ‘A esmorga' es, además, la segunda ‘Parranda' del cine español filmada en menos de cuarenta años, a partir de que Gonzalo Suárez hiciese la primera en 1977. Y hay un tercer punto de excepcionalidad e interés, ligado al nombre de quien está detrás de las dos como padre natural, el magnífico escritor Eduardo Blanco Amor, nacido en Orense en 1897. Pocos autores contemporáneos hay que puedan presumir, vivos o muertos, de que un mismo libro suyo haya tenido dos adaptaciones cinematográficas, y las dos de gran interés.

      No puedo aquí, por limitación de espacio y por no forzar demasiado la máquina de mi memoria, hacer la comparación detallada de las dos ‘Parrandas' fílmicas, ambas, sin embargo, y no es cosa frecuente, fieles a la letra de esa extraordinaria novela corta de Blanco Amor, aunque es palmario que la de Ignacio Vilar tiene la grata bonificación de la lengua gallega en la imprescindible versión original del film. Suárez, por su lado, contó con el inestimable beneficio de escribir el guión con el propio novelista, que había vuelto del exilio latinoamericano (en Venezuela, Argentina y Chile, especialmente) y vivió en España hasta su muerte en Vigo sólo dos años después del estreno de esa primera ‘Parranda'. Con un reparto de primera magnitud, encabezado por José Luis Gómez, José Sacristán, Antonio Ferrandis, Fernando Fernán-Gómez, Charo López, Marilina Ross y Queta Claver, Suárez, es de suponer que con la aquiescencia de su co-guionista y autor, trasladó la acción a la cuenca minera asturiana en el año 1934, tiempos socialmente revueltos de los que, si mi recuerdo no me traiciona, quedaba constancia. La no muy alejada deslocalización territorial funcionaba bien, así como la fusión de elementos naturalistas y evanescencias fantásticas.

    En un largo epílogo a la reciente reedición por Editorial Galaxia de la  ‘nouvelle' (presentada en la traducción histórica al castellano, riquísima de léxico y cadencia rítmica, que llevó a cabo el autor en 1960, un año después de su salida en gallego), el novelista Manuel Rivas habla de "una vanguardia de los pobres" al explicar que ‘A esmorga', según las confesiones del orensano, se escribió en "tres weekends", cosa que no parece ser del todo cierta. La vanguardia de Blanco Amor, personaje fascinante como cabo suelto de la Generación del 27, amigo cercano de García Lorca y muy admirado por otros poetas de la época, como Aleixandre, es pobre más que nada de volumen: el libro es breve, la noche de parranda de sus tres beodos protagonistas no alcanza ni la densidad ni la avalancha verbal del ‘Ulysses' de Joyce, su probable modelo, pero lo que no escasea es la invención y el mundo propio creado por Blanco Amor en esta y otras novelas suyas como ‘Los miedos' y ‘Aquella gente‘, o en sus osadas fotografías, que empiezan tardíamente a ser reconocidas como prototipos de un arte de la auto-ficción gay comparable al que hizo otro vanguardista ‘pobre' como Gregorio Prieto. También en ese epílogo se cita la declaración de Blanco Amor de que ‘A esmorga' le fue inspirada en su años mozos por la lectura de Freud, Proust y James, que le abrieron un horizonte más ensanchado por su salida al exilio voluntario: "De haberme quedado yo en España y afrontado la novela, me hubiera quedado en un Wenceslao Fernández Flórez, en un Mata o un pastiche de Valle-Inclán". 

        La peculiaridad nada casera del libro ha sido bien trasplantada a la pantalla por Vilar con un reparto de calidad homogénea en el que destaca Miguel de Lira en el papel del protagonista y narrador Cibrán. Atmósfera y paisaje son elementos corales del relato, que sigue no sólo las peripecias sino la estructura del libro, basada en la confesión de Cibrán al juez, una estructura que muy probablemente es deudora de la de ‘La familia de Pascual Duarte' de Cela. Aunque para mi gusto Vilar abusa de la cámara giratoria en ciertos momentos de epifanía y borrachera, la realización se ajusta a la base literaria y la recrea, con escenas de gran belleza como la de la demente Socorrito en la plaza del pueblo, o las incursiones en el pazo del francés y su muñeca, un mundo mágico entreverado con la potencia telúrica de esa Auria imaginada por Blanco Amor. 

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8 de julio de 2015
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Welles

Alguna voz protestó al ver que el cartel del reciente festival de Cannes llevaba el rostro de Ingrid Bergman, festejando su centenario; el celebrado tendría que haber sido, decían las voces, alguien de su misma edad, Orson Welles. Nadie ama más que yo a la Bergman, actriz de una sutileza y un hechizo incomparables, evidentes sobre todo en su larga y a veces tormentosa relación artístico-amorosa con Roberto Rossellini. Pero Welles es quizá el mayor genio que ha dado el cine, aunque reconozco que su sobrepeso, sus humeantes habanos y su hinchado rostro de bebedor y comilón no habrían lucido tan ‘glamourosos' en los tablones festivaleros.

Hay otros modos mejores de acordarse de él y celebrarle, y hablo aquí de tres: el hallazgo, en los archivos suyos que conserva la Universidad de Michigan, de un borrador de diario autobiográfico inédito, y la aparición de su novela ‘Mr. Arkadin', distinta a la película, que reedita Anagrama a la vez que publica un libro realmente extraordinario, ‘Mis almuerzos con Orson Welles'. Se rumoreaba, dentro del fabuloso anecdotario que acompañó la vida de Welles, que entre 1983 y 1985 el no muy distinguido cineasta Henry Jaglom había almorzado regularmente en el célebre restaurante Ma Maison de Los Ángeles con su amigo Welles, y que éste había aceptado grabar las conversaciones. La leyenda era cierta, las cintas aparecieron y estaban bien conservadas, y hace dos años salieron en inglés, en una modélica edición del periodista de Vanity Fair Peter Biskind. El libro puede leerse como una novela, y tampoco me extrañaría que se viese más pronto que tarde en un escenario teatral. La situación es sencilla; los dos comensales, que se conocen, se aprecian y siguen muy bien el hilo del otro (cosa que Jaglom cumple espléndidamente teniendo enfrente a un memorioso sabio como Orson), hablan a rienda suelta, sin veladuras, y con una gracia verbal más propia de la alta comedia que de la cháchara de sobremesa. Siendo Ma Maison también legendario, de vez en cuando, como en un vodevil, se cuelan otros personajes que vienen a comer al restaurante y pueden ser, entre otros, nada menos que Jack Lemmon y Zsa Zsa Gabor; todos tienen su intervención, y sus réplicas.

    Welles, lengua afilada donde las hubo, no se corta al hablar de sí mismo, de sus devaneos y sus fracasos de amor, contando con sinceridad el difícil matrimonio con Rita Hayworth, de quien da un retrato fascinante. Cuando es demoledor con los demás (odia el cine de genios como Chaplin, Hitchcock o Woody Allen, y desprecia a Laurence Olivier, Spencer Tracy y Charles Laughton) nunca se muestra fatuo, pues sabe que su propia genialidad fue a menudo menospreciada, viéndose obligado a trabajar como actor en películas infames para sobrevivir y poder filmar las suyas. En el libro, irresistiblemente  cómico, no deja de aflorar un motivo patético, el del fracaso. Welles hizo al menos seis obras maestras del séptimo arte, pero mayor es el número de lo que no pudo hacer, como ese ‘Rey Lear' recurrente en las conversaciones, desde su origen, su transacción y su definitivo abandono poco antes de morir.

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18 de junio de 2015
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El cuadro robado

La ficción sobre las obras de arte ocultas, perdidas o robadas -una copa sagrada, un collar de perlas preciosas, un manuscrito, una colección de cuadros, una madonna-  es muy extensa y viene de antiguo. Henry James dejó en sus cuentos un repertorio extraordinario, si bien en su caso tales extravíos y sus correspondientes búsquedas eran, más que históricos, psicopáticos. Después de James, la narrativa ha continuado ese argumento, aunque, con una excepción, no conozco ninguna novela española ni película que trate del peligro o daño sufrido por las grandes pinturas del patrimonio clásico en momentos de zozobra bélica (nuestra guerra civil sería el paradigma) y de su salvación y traslado, al modo en que lo refleja, por ejemplo, la película norteamericana ‘Monuments Men', estrenada el año pasado.

 

     ‘La dama de oro', que se estrena ahora, tiene poco que ver con aquella, interpretada y dirigida con simpática superficialidad por George Clooney; las relaciona el nazismo y las bellas artes, en un conglomerado que rara vez falla dramáticamente en la pantalla, sobre todo si lo defienden actores del calibre de Bill Murray, John Goodman o Cate Blanchett (en ‘Monuments Men'), y de Helen Mirren y Daniel Brühl en ‘Woman in Gold', título original de ‘La dama de oro'. Naturalmente, la obra maestra del género, en clave perversamente sarcástica, es ‘Malditos bastardos' de Quentin Tarantino, en la que el séptimo (con su actor pistolero, su crítico resabiado, su proyeccionista intrépida) representaba al arte escamoteado. Pero claro, el film de Tarantino era pura invención, fantasía situada en contextos reales, mientras que ahora hablamos de dos ficciones autentificadas, ya que ambos se basan en acontecimientos sucedidos y en personajes existentes.

     La película de Clooney era épica, y en los rasgos de ese género de alcurnia griega radicaba su principal atractivo; el reducido batallón al que el presidente Roosevelt encomendó la recuperación de las obras de arte sustraídas durante la guerra por las tropas hitlerianas existió, y sus hombres, un puñado de artistas, conservadores de museos, arquitectos y profesores de arte, fueron seguramente tan torpes en las armas y tan valientes en las operaciones de rescate como los que describe el film en clave de sacrificio heroico. Aquella era una película deliberadamente sentimental producida y realizada por Clooney (un cineasta interesante) después de ‘Los idus de marzo', su película cínica y política. ‘Monuments Men' no era política, y sus sentimientos tendían al lagrimeo más que a la reflexión, pero pasados muchos meses del día en que la vi aún recuerdo el ‘pathos' de la escena en que el grupo de rescatadores, que ha sufrido pérdidas en sus filas, descubre los inmensos subterráneos donde están almacenadas las obras robadas por los nazis, reconociendo alguno de los miembros del pelotón aquel retablo o aquella talla renacentista a la que en su vida civil anterior había dedicado todos sus conocimientos.

      También emociona ‘La dama de oro', como melodrama a la antigua usanza que es, sin el brillo que el Hollywood de Sirk o de Minelli sabía conferir a estas cosas pero jugando una baza de difícil negación para tantos de nosotros: la película del rutinario realizador Simon Curtis habla de una hipótesis sobre la que se funda nuestra cultura, nuestro modo de ser artistas o nuestro modo de ser amadores del arte, y según la cual cada obra desaparecida, quemada, sustraída del lugar en el que fue concebida y hurtada a quien supo en primer lugar apreciarla y tal vez costearla, es una pérdida de la conciencia social, del bien común del espíritu. Curtis, y antes que él su guionista Alexi Kaye Campbell, banalizan los elementos, pero la historia del retrato que Gustav Klimt pintó a petición de un cultivado judío vienés, plasmando a la trágica y fascinante Adele Bloch-Bauer (que moriría joven), y que ocupó la pared de una casa en la que los ricos favorecían el mejor arte y a la que llegaron las SS para desposeerles y enviarles a la cámara de gas, posee los elementos de la gran tragedia de motivo artístico, y como tal despierta nuestro interés y puede hacer llorar, en más de un pasaje de juicio o de reencuentro vienés, a las almas sensibles.

    Para rellenar sus casi dos horas de metraje, ‘La dama de oro' se detiene en la parte legal de este caso que todos leímos en su momento en los periódicos. La alta abogacía y los dignatarios austriacos aparecen pintados en el trazo grueso de los desaprensivos, y Maria Altmann (encarnada en su fase adulta por la Mirren) reviste los caracteres de la mujer justa, valerosa y empecinada; cuando hace suya la némesis nos arrastra, y cuando deja correr el humor produce carcajadas, aun contando con el pesado lastre que supone tener de co-protagonista permanente al estólido Ryan Reynolds. Hay una secuencia memorable, la visita de Maria a la casa de sus tíos los Bloch-Bauer, donde de niña veía colgado el cuadro de su tía Adele rodeada en el lienzo por la hermosa cenefa de teselas de oro que a Klimt le inspiraron, tras un viaje a Italia, los mosaicos de la iglesia de San Vitale en Rávena. La secuencia me recordó episodios similares del interesante libro '21, Rue la Boétie', de Anne Sinclair, la nieta de otro perjudicado por el nazismo, el marchante judío Paul Rosenberg, aunque casi todo el mundo conoce más a Sinclair, nacida Anne Schwartz, por haber sido la tercera mujer de Dominique Strauss-Kahn y su máximo apoyo mientras el político y banquero fue encarcelado y procesado. La ya anciana Maria de Helen Mirren recorre ese espacio infantil, ahora ocupado por las oficinas de una multinacional, y su sola mirada, su presencia superviviente, nos habla sin palabras, suficientemente, de esa epopeya de crimen y rapiña que tuvo lugar hace sólo setenta años en un lugar central de nuestra Europa.

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28 de mayo de 2015
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Tanta Teresa

Hay tantas Teresas en la santa de Ávila que resulta difícil elegir una u otra, ahora que se presentan ante nosotros con motivo del quinto centenario de su muerte. Por todas siento fascinación y todas me acompañan, excepto la que se castiga el cuerpo y el alma por amor a un dios que en mí no manda. Santa Teresa es una alta montaña de la literatura y, haciendo un fácil juego lingüístico, es nuestro Montaigne, por la riqueza deslumbrante de su prosa, por la lucidez penetrante de su mirada, y por su manera franca de contarse a sí misma, aunque naturalmente, el escritor francés tenía un espíritu más jovial y mundano, y, aun siendo un piadoso hombre del ‘establishment', no se sometió, como sí lo hizo Teresa, a la servidumbre voluntaria de Jesucristo.

       Se la reedita y se escribe sobre ella; del montón de libros que veo en las tiendas me llaman la atención los dos que ha publicado Lumen, una edición muy pulcra del ‘Libro de la vida', con prólogo de Lolita Bosch, y en especial ‘Malas palabras', que es una novela a dos voces, una tomada de la propia monja carmelita, y la otra superpuesta y entreverada de manera brillante por la joven novelista Cristina Morales. Morales recrea, expande y comenta narrativamente un episodio central de la vida de Teresa de Cepeda, con una rica escritura que hace justicia (y nunca sombra) a la de la santa, tomándose  libertades imaginarias muy sugestivas, como en el episodio de los juegos infantiles (páginas 70-72) y en el delicioso trazo de un espíritu de la coquetería (páginas 153-156). Y es muy ocurrente hablar de la "teología de la experiencia".

     También es de recomendar la edición de la obra poética teresiana que acaba de sacar la editorial Vitrubio bajo el título ‘El ser que no se acaba'. Muchos españoles, incluso aquellos que ignoran de quién son, pueden citar de memoria los versos "Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero". Pertenecen a uno de sus celebrados poemas místicos, pero hay otras composiciones en su obra, que comprende asimismo la poesía festiva y didáctica, igual de buenas. Por ejemplo el bellísimo ‘Coloquio de amor', un diálogo entre Dios y el Alma inquieta: "Lo que más temo es perderte".

      En algunos pasajes del ‘Libro de la vida', y también en su otro gran texto de carácter doctrinal, el ‘Libro de las Fundaciones', el lector no abocado a la religión puede sentir cierto agobio laico. Para ese lector, y yo soy uno de ellos, el libro por el que comenzar la subida a la cumbre de la literatura de Teresa de Jesús es sin duda ‘Las Moradas', también llamado ‘Castillo interior' Se trata de una alegoría espiritual contada como un relato de aventuras en el que la narradora busca las puertas de la fortaleza divina donde le espera su salvación. Hasta llegar a ella y ver la luz, hay lóbregas estancias que atravesar, y en el tránsito por los misteriosos paisajes del alma el viajero puede llegar a ser un personaje de Kafka, ansioso pero esperanzado.

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19 de mayo de 2015
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Guanajuato: del Quijote al Pípila

Es una ciudad de subterráneos románticos y esculturas, y estas se ven desde que uno llega al centro de la hermosa capital atravesando el subsuelo de túneles abovedados: en la cima de uno de los cerros que la circundan, la mole enardecida de un salvador local saluda con su antorcha de piedra, mientras que las calles más populosas están jalonadas de ‘quijotes' (y algún ‘sanchopanza'). La primera estatua tiene un fundamento patriótico: Juan José de los Reyes, llamado El Pípila, realizó el 28 de septiembre de 1810 la heroicidad de incendiar, en la primera batalla de la guerra de independencia, la puerta de la Alhóndiga de Granaditas, asegurando así la toma de la ciudad. El monumento estatuario se visita, y la visita es muy recomendable, tomando el funicular a espaldas del céntrico Teatro Juárez; la vista desde lo alto, apostado el visitante a los pies del coloso, resulta espectacular, sobre todo al atardecer, y si se quiere seguir la senda del Pípila es obligado ver la severa fábrica de la Alhóndiga, con los murales grandilocuentes pero llamativos del interior, hoy más museístico que mercantil. El héroe da nombre asimismo a uno de los primeros túneles abiertos  -para canalizar las aguas fluviales, que fluyen por debajo- a primeros del siglo XX, si bien el conjunto de esas vías subterráneas más bien hace pensar en los espacios lóbregos y suntuosos que grabó Piranesi.

 

    Las figuras callejeras de los protagonistas de la novela de Cervantes, no todas de igual mérito artístico, se deben a la profunda conexión de la ciudad con un libro, y con el frenético amor a ese libro mostrado toda su vida por Eulalio Ferrer, el republicano español exiliado en México e impulsor entre otras iniciativas del Museo Iconográfico del Quijote, que recoge en un bello palacio colonial la colección de pinturas, grabados, ediciones ilustradas y demás parafernalia quijotesca donada a la ciudad por el mecenas nacido en Santander. Se une a esa pulsión personal de Ferrer el impulso de un grupo de universitarios que empezaron en 1953 a representar al aire libre los Entremeses cervantinos, siendo ese el germen que acabaría fructificando, casi veinte años después, en la creación del Festival Internacional Cervantino, que el próximo octubre celebrará su edición número 43.  

     Visitar Guanajuato durante el Festival Cervantino es como visitar dos ciudades, la monumental y la imaginaria, la bulliciosa y la recogida, la que llena sus calles de una multitud festiva y la que alberga en sus teatros, iglesias y auditorios académicos conciertos de cámara, ciclos de conferencias y talleres de creación escénica y musical. Acontecimiento de honda raigambre en todo México, resulta equiparable en ambición, variedad y programa al (más extenso y renombrado) de Edimburgo, habiéndose reforzado su calidad desde que, en los dos últimos años, dirige el festival el novelista Jorge Volpi, buen conocedor de la ópera y el teatro.

     Durante el mes que dura el festival, Guanajuato está poblada de criaturas de las ficciones sueltas y revividas por cada rincón de sus plazas. Pero la otra, la permanente e histórica, ofrece, no sólo en el perímetro de su centro predominantemente barroco, una notable cantidad de atracciones. En contraste con la nobleza altiva de los palacios, conventos y templos, los barrios populares escalonados en el circo natural de su geografía lucen radiantes con la mancha de sus colores vivos. Entre los museos, además del ya citado, merece una visita el de Diego Rivera, nativo de Guanajuato, que dispone de una no muy extensa pero representativa colección de obra suya expuesta, con cierta teatralidad ingenua, en la casa de estilo tradicional donde nació y pasó sus primeros años. Cerca del museo está uno de los edificios más imponentes de la ciudad, la Universidad, escuela-hospicio ya en el XVIII y con un interior rico en mementos que nos recuerdan que, además de ser la capital del estado de su mismo nombre, fue temporalmente capital de la República durante el gobierno de Benito Juárez, muy presente aún en la ciudad, a la par que el general Porfirio Díaz, otro presidente que enriqueció su patrimonio urbano y artístico.   

    Hay que salir sin embargo del centro histórico para descubrir las riquezas del suelo y el poso de los muertos. En una misma excursión, de medio día de duración, hacia el norte, siguiendo la llamada Carretera Panorámica, se puede ver la joya arquitectónica de Guanajuato, la iglesia de San Cayetano de la Valenciana, cuya fachada y retablos interiores en estilo churrigueresco denotan la magnanimidad de quien la hizo construir, el conde de Rul, propietario de la cercana Mina Valenciana, que fue la más rica de la zona en la extracción de plata y sigue aún operando. Después de la opulencia del templo, la mina tiene un aspecto un tanto desastrado, y por ello muy verosímil, en la visita que se permite hacer. De la famosa plata de Guanajuato, tan apreciada en la metrópoli desde que empezaron a explotarse sus yacimientos, se ve poca, excepto en algunas muestras del proceso de su obtención.

    La excursión acaba en una nota fúnebre. Aunque no soy un gran aficionado a la muerte, he de decir que las muy populares Momias de Guanajuato constituyen un espectáculo incomparable, de un patetismo lúgubre que pronto es superado por la disposición escenográfica y dramática, a veces semejante al teatro de Tadeusz Kantor, de los cientos de cadáveres momificados por la peculiar composición de la tierra local. Muchos tienen una historia que contar en su pose, en sus harapos o su anatomía, y el relato nos llega y nos conmueve.

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13 de mayo de 2015
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Vértigo y psicosis

El primer logro de la nueva película de Paul Thomas Anderson, sensiblemente superior a la obra de Thomas Pynchon que adapta, es preliminar y novelístico: una voz femenina, juvenil y de poco volumen, comenta los hechos desde el inicio como narradora externa y vuelve a hacerlo en diversos momentos, incluso apareciendo en imagen y desapareciendo sin justificación, como los fantasmas. Dicha voz no corresponde a la de la novela de Pynchon, narrada en tercera persona (aunque con mucha intervención autoral en un correlato policiaco, lleno de apartes y citas, que son lo mejor del libro); así que pronto resulta evidente que Anderson introduce esa voz y esa figura quebradiza como uno más de los espejismos de un film que trata sobre los mundos paralelos de lo real y sobre lo invisible inherente a lo visible.

 

    ‘Inherent Vice' (‘Puro vicio' en la ingeniosamente infiel traducción española) refleja la vida vertiginosa de una amplia galería de personajes californianos de finales de los años 60, adictos todos a las facilidades del sexo, los estados lisérgicos y las ensoñaciones de la marihuana, y practicantes algunos de la espiritualidad hippie, la pequeña estafa y el gran crimen. La época, puesto que se trata de un film de época, está maravillosamente bien pintada, sin alardes de producción ni abusos del color local; como explicó el director, entrevistado por la legendaria revista de cine ‘Sight & Sound', el modo de captarla se basó en una minuciosa elaboración fotográfica (extraordinario su iluminador, Robert Elswit) que, trabajando en celuloide y no en imagen digital, busca y consigue el look de "una postal desvaída, una portada de un disco o un libro de bolsillo". Las caracterizaciones son memorables, como las sabe hacer Hollywood, y la banda sonora, muy presente en todo el metraje, tiene variedad y sorpresa, aunque a título personal eché en falta a Rocío Dúrcal, que aparece como referencia icónica en la página 338 de la novela de Pynchon cantando "con su corazón a punto de romperse" por la radio del coche del protagonista Doc Sportello. Oír en esta película a nuestra tonadillera sí que habría sido un colocón auditivo.

      La novela abunda en citas fílmicas que le dan a menudo la textura de un palimpsesto del ‘thriller'; en pantalla corrían el riesgo de la redundancia, aunque se agradece la alusión al clásico director de fotografía James Wong Howe, muy nombrado por Pynchon y aquí introducido únicamente en una de las escenas más brillantes, la primera visita a la casa de Sloane Wolfmann, la mujer del magnate desaparecido que da pie a la peripecia. La brillantez estilística es un signo distintivo de Paul Thomas Anderson, y si esa riqueza formal es siempre de agradecer y alcanzaba cotas sublimes en ‘Magnolia' y ‘Pozos de ambición', en ‘Puro vicio' constituye su razón de ser, una vez que la trama pronto deja de interesar, por fútil y deliberadamente embrollada. El espectador, aunque se pierda en los espejismos, tiene la garantía de la constante invención visual, del inesperado giro en el montaje, de la belleza de algunos ‘set pieces', como el del burdel especializado en el ‘cunnilingus' y esa última cena que celebran en el caserón un grupo de ‘flower people', más cercana en el homenaje plástico a la ‘Viridiana' de Buñuel que a las santas cenas de Leonardo o Tintoretto. Mención especial merecen las dos secuencias de mayor relieve y densidad, situadas ambas en instituciones: la sede de ‘Colmillo Dorado' (‘Golden Fang') donde se practica a mansalva la ortodoncia y la pederastia, y con un personaje, el del Doctor Blatnoyd, de una psicosis cómica arrolladora, y la clínica o cárcel del Instituto Chryskylodon, con sus pacientes de túnicas blancas y sus dirigentes de negro adoctrinamiento fílmico. Recuerdan esos pasajes al mejor David Lynch, si bien Anderson los engrana con sentido en su relato, por desaforados y granguiñolescos que sean.

     En una película hecha de personajes numerosos y cambiantes, el reparto es esencial, y ‘Puro vicio' no flaquea a ese respecto. A Joaquin Phoenix pocos elogios se le pueden añadir en una carrera de su (de vez en cuando voluntariamente interrupta) solidez; aquí domina la acción, con gran variedad de peinados, desde el principio al fin, y nunca nos cansa su permanente adormecimiento o desgana heroica. Josh Brolin interpreta con genio al importante policía y estrella de la publicidad Bigfoot Bjornsen, y luego está, destacadísima en el papel de Shasta, la exnovia del detective, Katherine Waterston, que tiene, en el plano-secuencia de su confesión a Doc en la cabaña, con coito final incluido, un discurso trascendental sobre la invisibilidad, clave del film. En brevísimas pero llamativas intervenciones, se dejan notar Maya Rudolph, que es la esposa de Paul Thomas Anderson, como recepcionista del despacho de Doc, y Jeannie Berlin encarnando a la capciosa y resabiada Tía Reet.

    Lo que es bueno hacer, y yo siempre hago, quedarse en la sala del cine a ver todos los títulos de crédito, por extensos que sean, en esta ocasión lo desaconsejo; hay canciones gratas de oír mientras pasa el rodillo de nombres, pero Anderson, en vez de añadir un extra o un chiste epilogal, como hacen algunos directores juguetones, ha querido rendirle un tributo a Thomas Pynchon, y así el último fotograma reproduce la muy trillada frase sesentayochesca que el novelista pone como ‘motto' del libro: "Bajo los adoquines, ¡la playa!". Pynchon sin duda se refiere, en un guiño, a la playa cercana a Los Angeles donde trascurre gran parte de la historia, y su adoquinado sería, lógicamente, el pavimento de la especulación inmobiliaria. El espectador ya lo sabía, y el cineasta tendría que haber dejado oculto ese obvio mensaje entre las cubiertas del libro que tan estupendamente expande en su adaptación.

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4 de mayo de 2015
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Perucho

Es bueno no olvidar a Joan Perucho, y que vuelvan a las librerías sus obras y se conozca mejor su figura. Yo le descubrí por partes, leyéndole en mi adolescencia en la revista ‘Destino', que no sé por qué razón llegaba a mi casa y me descubría a gente como Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Nestor Luján, Sebastià Gasch y, entre otros, Perucho. Pero Perucho, naturalmente, no sólo era el periodista culto y ocurrente de aquel singular semanario. Era el poeta de advocación surrealista asociado al grupo Dau al Set, el viajero real e imaginario, el descubridor temprano (en 1956) de la obra de Lovecraft, que tanto le influiría, el miniaturista en prosa y el novelista irónico y fantasioso; facetas de una rica personalidad que con el tiempo fui disfrutando y recoge muy bien Julià Guillamon en su reciente ‘Joan Perucho, cendres i diamants. Biografia d´una generació', Galaxia Gutenberg, 2015.

 

     Y para leer a Perucho y no sólo sobre él es muy recomendable la extensa antología (400 páginas) ‘Juan Perucho. De lo maravilloso y lo real', publicada a finales del 2014 dentro de la magnífica Colección Obra Fundamental patrocinada por la Fundación Banco Santander y disponible en librerías. Aunque la prologuista y seleccionadora del volumen, Mercedes Monmany, cita la declaración de Perucho "por encima de todo, me siento poeta", se echa en falta alguna muestra poética suya (sus libros de distintas épocas ‘El mèdium', ‘El país de les meravelles' y ‘Els morts' abundan en piezas excelentes), si bien el lector puede apreciar al poeta en prosa que fue y sí está representado en el libro generosamente. Autor bilingüe, como sus cercanos Pla y Cunqueiro, Perucho se auto-traducía a veces del catalán al castellano, mostrando en las dos lenguas sus recursos de gran escritor.

    Es difícil destacar en un conjunto tan rico títulos concretos, pero me atrevo a hacerlo, señalando alguno de mis preferidos: ‘Diana y el Mar Muerto', uno de sus estupendos cuentos mínimos, cualquiera de las historias apócrifas con las que se abre el volumen, o el repertorio selecto de brujos, magos, fantasmas, ocultistas, sabios y santos que ocupa dos de las secciones más suculentas de la antología. Es un acierto el haber compilado en la parte final retazos memoriales, recuentos de viajes por Europa y Oriente y un florilegio de artículos, entre los que destaca ‘El nacionalismo', de mordiente ironía.

      Lo que juiciosamente no incluye ‘De lo maravilloso y lo real' son obras novelísticas, que fragmentadas pierden sentido. Pero estoy seguro de que el lector que descubra a través de las piezas breves la alta escritura de Perucho (fallecido en 2003) buscará alguna de sus numerosas novelas. En esa categoría siento debilidad por ‘Las historias naturales', aparecida en 1960 y reeditada más de una vez desde entonces. Es el libro que dio a conocer a Perucho también fuera de nuestro país, revelando a un autor situado en la misma órbita que Borges o Calvino. La peripecia de su protagonista, Antonio de Montpalau, investigando sobre el trasfondo de las guerras carlistas la desaparición de la tierra de la misteriosa "avutarda géminis' nos lleva de sorpresa en sorpresa, y termina con un divertido índice onomástico en el que tienen cabida criaturas como el ‘áurea picuda', el ‘otorrinus fantasticus' o el ‘phallus impúdicus', una "seta vergonzante" capaz de curar la alopecia.

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27 de abril de 2015
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Mística y lascivia del deporte

La fotogenia del atletismo deportivo es infalible, incluso cuando repugna lo que hay detrás de esos turgentes músculos sudorosos o el airoso vuelo de una jabalina. Repugna, por ejemplo, adivinar en las gradas a los berlineses que aplaudían las proezas olímpicas filmadas en 1936 por Leni Riefenstahl, cineasta oficial del régimen nazi, e incluso sin llegar a esos extremos, siempre el público enardecido por la pelea implícita en el deporte despierta, al menos en mí, la sospecha de lo gregario, cuando no el rechazo de lo lesivo. El documental de Gabe Polsky ‘Red Army', coproducido por Werner Herzog, mezcla también política con uno de los deportes menos sexy que ha dado la historia, el hockey sobre patines. Polsky sigue, con entrevistas diversas y material de archivo, el destino de quien fue la gran estrella del equipo nacional de la URSS en la época estalinista, Slava Fetisov, así como su posterior desgracia, pero confieso aquí mi aburrimiento de espectador ante las evoluciones por el hielo de unos jugadores vestidos con un traje recauchutado, un casco, unas botas con tobilleras de pastorcilla alpina, unas manoplas, y en la mano esa vara torcida para intentar meter la bola en la diminuta portería contraria. Cuando el entrenador del equipo soviético les dice a sus muchachos que jueguen en la cancha como si bailaran el ‘swing', el impulso liberador de la danza del que hablaba Nietzsche no hay quien lo vea por ninguna parte.

De otro tipo de épica deportiva con trasfondo político trata ‘Foxcatcher', la película que, tras unos interesantes tanteos anteriores, consagra a Bennett Miller como uno de los mejores directores del nuevo Hollywood. Miller llamó la atención en 2005 con ‘Truman Capote', el primero de los dos ‘biopics' realizados con un año de diferencia. El suyo contaba con un reparto más bien modesto pero encabezado por el gran Philip Seymour Hoffman, confeccionador de una prodigiosa imitación del autor de ‘A sangre fría' que, por su propia naturaleza mimética y fanfarrona, resultaba muy inferior al fino trabajo de recreación llevado a cabo por Toby Jones en el segundo ‘Capote' de Douglas McGrath, film muy ornado de estrellas pero de menos empaque narrativo. Entre ‘Truman Capote' y ‘Foxcatcher', Miller hizo, con guión de los celebrados y para mi gusto sobrevalorados guionistas Aaron Sorkin y Steve Zaillian, ‘Moneyball' (en España subtitulada ‘Rompiendo las reglas'), que resulta muy curiosa, revisada hoy, como una especie de borrador escolar demasiado prolijo de la magistral antiepopeya que es ‘Foxcatcher'. En ‘Moneyball' el deporte era el béisbol, y Billy Beane, el director del equipo de los ‘A´s' (‘Athletics') de Oakland, era Brad Pitt; ‘Foxcatcher' fija su atención en la lucha libre, de nuevo con un mentor del conjunto de púgiles, el millonario John Du Pont (Steve Carell, en una interpretación más que memorable, hipnótica), puesto frente a un joven medallista olímpico, Mark Schultz (excelente Channing Tatum), al que Du Pont invita misteriosamente a su mansión para hacerle, en momentos de depresión y desconcierto de Mark, una proposición imposible de rechazar.

Así como ‘Moneyball'' se detenía en la mecánica del béisbol, en su entramado financiero, en sus trilladas convenciones, a las que se enfrentaba, al modo habitual del héroe americano solitario, su protagonista, Billy Beane,  ‘Foxcatcher', sin eludir el trasfondo de las manipulaciones y los entresijos de todo gran negocio rentable y popular, concentra su atención morbosa, aunque nunca explícita, en la relación que el magnate ornitólogo y filatélico establece con su pensionado hijo adoptivo Mark y con el hermano mayor de éste, Dave, también figura internacional de la lucha libre, que en inglés llaman ‘wrestling', sin necesidad de adjetivo. Todos los personajes de estas dos obras de Bennett Miller vivieron de verdad (a veces romanceada) lo que se cuenta, y el director ha querido hacer cine histórico contemporáneo y muy intrínsecamente estadounidense. En ‘Moneyball', lastrada por una peripecia familiar y un personaje filial de poca monta, se destaca el carácter visionario del auténtico transformador del béisbol que fue Beane, el hombre que "quería decir algo" a través de ese estrambótico juego de bolas lanzadas al aire y carrerillas de un extremo a otro del césped. ‘Foxcatcher' apunta más lejos, y llega en todo adonde se propone su director.

Es una de las películas más desasosegantes y amenazadoras que he visto en los últimos tiempos, e incluyo en el lote los títulos oficialmente góticos y ‘gore'. Al principio, el espectador confiado, como yo trato de serlo siempre, piensa que va a asistir a una saga de crisis profesional y mejoramiento espiritual, aderezadas ambas por las figuras de estilo de la lucha. Todo cambia desde que Mark, con sus andares pesados de bolo humano, entra en la grandiosa propiedad que da título al film y se encuentra con ese hombre de apariencia más bien insignificante de quien desconocía, hasta su llegada, que se trata de uno de los más acaudalados de América (los hechos reales ocurrieron en el último tercio del siglo XX), luchador obseso, patriota obtuso y desequilibrada figura paterna que nutre, mima y apremia a sus pupilos como su propia madre Jean Du Pont (extraordinaria pero, para desgracia nuestra, demasiado breve prestación de Vanessa Redgrave) le trata a él mientras mantiene en los terrenos de la finca su cuadra de purasangres.

En ‘Foxcatcher' sí hay ballet en las atractivas escenas de combate, coreografiadas como un ritual de cuerpos que se enlazan para castigarse y sentirse. Pero la trágica historia, que no contaremos, pues tiene un desenlace sorprendente, discurre como una danza macabra movida por el deseo reprimido que Du Pont siente por los fornidos hombres de su equipo, y en especial por Mark, a quien, no atreviéndose a declararle su inclinación, acecha en la oscuridad (turbadora escena de Du Pont/Carell vestido de esmoquin mirando por el ventanuco de la casa de invitados donde duerme Mark), le golpea bajo el pretexto del entrenamiento y lo trata de convertir en una versión carnal y disoluta de su propio sueño místico: un americano puro, sano, triunfal, belicoso, que ha perdido el norte y busca su salvación en las armas.

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15 de abril de 2015
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La lengua en la urna

De repente, los escritores inspiran confianza. Tradicionalmente, el escritor, hombre o mujer, era para la mayoría de los ciudadanos españoles, los que no leen, y por tanto para la mayoría de los políticos, que tampoco, una figura delicada y remota, tan digna de respeto como superflua. Es tan grande la agitación interior y el desconsuelo de la ciudadanía, tan airada la indignación contra nuestros representantes con mando, que los intelectuales, inesperadamente, han cobrado un valor de uso electoral, por encima o fuera de sus obras. Filósofos, catedráticas de humanidades, novelistas, poetas, cineastas; más que los nombres concretos, que pueden aumentar a lo largo de un año electoral abierto a los sobresaltos y los virajes, lo sintomático es el énfasis puesto en su oficio. Apenas se repara en que Ángel Gabilondo ya fue ministro con los socialistas, que Luis García Montero es un militante y activista destacado dentro de Izquierda Unida, muchas veces en compañía de Almudena Grandes, con quien está casado, o que Carmen Amoraga, la novelista galardonada en el Nadal y el Planeta, desempeñó una concejalía en su localidad natal valenciana; en ellos, y en los demás candidatos anunciados por los partidos (Ángeles Caso, Fernando Delgado, Eva Alcón, etc.), importa más que su compromiso ideológico su impronta.

Naturalmente, no serán los primeros dentro del llamado mundo de las artes y las letras que, caso de ser elegidos, intervengan en la gobernación de un país o comunidad. Lo hicieron en la historia del siglo XX, por citar a unos pocos, José Vasconcelos en México, Manuel Azaña en nuestra Segunda República, Václav Havel en la antigua Checoslovaquia, y más cercano a nosotros y vivo, el gran filósofo Massimo Cacciari, dos veces alcalde de Venecia; todos validaron su misión política en las urnas, como también lo hizo otro extraordinario escritor, Mario Vargas Llosa, derrotado en los comicios presidenciales de su país de nacimiento. Junto a ellos, los compañeros de viaje, los ‘groupies', los valientemente comprometidos en causas muy específicas: Susan Sontag en Sarajevo, enfrentada en ese letal conflicto serbo-croata a otro escritor de calidad, el pro-serbio Peter Handke, Fernando Savater tomando iniciativas civiles y escribiendo con inteligencia y audacia contra los matones de ETA y sus asociados, o García Márquez, apoyando hasta la muerte la dictadura castrista. Este último caso es un paradigma  -por la magnitud literaria del colombiano y por su aborrecible postura-  de que escribir hermosos versos o novelas sensacionales no es garantía de ecuanimidad, de altura moral ni de clarividencia: estoy pensando en otros premios Nobel como Saint-John Perse, Neruda, Camilo José Cela. ¿Qué tienen entonces en la España actual las gentes de letras que las hace deseables a los dirigentes políticos y, hablo por mí, tentadoras para los votantes?

En un primer movimiento, impulsivo, podría pensarse en la frivolidad, siempre que se acepte la premisa, discutible, de que "ser conocido" sin ser leído es un timbre de gloria en nuestra cada vez más extendida sociedad del espectáculo. Recuerdo la ocasión, hace no muchos años, en que Álvaro Pombo, que apoyaba entre otros escritores a UPyD, participó en un mitin en un barrio madrileño en el que habló, en calidad de candidato del partido creado por Rosa Díez; su candidatura era al Senado, y él la juzgaba simbólica, convencido de que los votos requeridos no llegarían a su lugar en la lista (que yo voté por sintonía más ‘pombiana' que ‘rosadiana'). Pombo sería simbólico, pero su presencia en el estrado fue contundente. A mi lado, en la parte trasera del espacio al aire libre donde trascurría el mitin, una señora rondando los cuarenta, con uniforme de enfermera bajo el chaquetón, escuchó la fogosa intervención del novelista santanderino y quedó subyugada, abriéndome espontáneamente su corazón: "Yo la verdad es que pasaba por aquí y me he quedado a escuchar a estos, sin saber quienes son. Pero el señor de la barbita... Hay que ver qué postinero. Yo, que no voto desde los veinte años, podría volver a votar a alguien que habla así y no como los políticos, y que no promete el oro y el moro, pero se explica tan bien. Me lo he de pensar. Y dice usted que este señor escribe libros. Voy a recordar su nombre y a ver si leo algo suyo".

No todos los escritores tienen la inteligente elocuencia de Pombo, ni tampoco en los hemiciclos se oyen sólo simplezas y anacolutos; hay señorías, de todos los sexos, que son ‘piquitos de oro', mientras que narradores de largo aliento y poetas mercuriales en la página escrita llegan a un recital o a una charla y se quedan mudos, cuando no pasmados ante el público. Y entonces, si no es la elocuencia ni la clarividencia, ¿qué puede ser?

Yo diría que es algo misterioso, como la propia literatura y toda forma de arte. Bellísima persona o truhán, la novelista y el poeta son, por naturaleza, seres imaginarios, no sólo imaginativos (en los mejores casos). Viven por la palabra y de ella se nutren, luchando por lograrla y sirviéndola, mimándola con su pleitesía y su entrega, que admite pocos rivales. Algunos escritores tienen también ideas, disparatadas a veces e incongruentes en libro, pero su aplicación, por fallida que resulte, no trae la desgracia del destinatario; a lo sumo el tedio. El lector puede abandonarles sin remordimiento, y buscar en la estantería otro título; no hay obligación de seguir atado cuatro años a un mismo autor.

En un momento en que la realidad vivida nos resulta agobiante y odiosa, desesperante y para tantos españoles desesperada, la irrupción de los fabuladores entre los obedientes al organigrama de un partido es, más que refrescante, lenitiva, aunque no nos cure de todos los males. Cuando el lenguaje de los más altos dignatarios ha caído en el descrédito, llegan los escritores, gente de palabra; hablan en otra lengua de otros mundos, incluidos los mundos irrealizados, sin duda los que más necesitamos. Pero ¿y si al final del mandato resultan, ellos también, incapaces o embusteros, y hay que quitarles la confianza y el voto? Nos habrían decepcionado en su papel de intermediarios civiles, sumándose así a los demás representantes políticos. Con una diferencia. Acostumbrados, en su mayoría, a no hacerse ricos con su oficio habitual, su regreso a la ficción, y no al escalafón, podrá reconciliarnos con ellos en el trabajo que es el suyo de siempre: la promesa de un disfrute de bajo coste y alto rendimiento emocional.

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10 de abril de 2015
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