Vicente Molina Foix
Alguna voz protestó al ver que el cartel del reciente festival de Cannes llevaba el rostro de Ingrid Bergman, festejando su centenario; el celebrado tendría que haber sido, decían las voces, alguien de su misma edad, Orson Welles. Nadie ama más que yo a la Bergman, actriz de una sutileza y un hechizo incomparables, evidentes sobre todo en su larga y a veces tormentosa relación artístico-amorosa con Roberto Rossellini. Pero Welles es quizá el mayor genio que ha dado el cine, aunque reconozco que su sobrepeso, sus humeantes habanos y su hinchado rostro de bebedor y comilón no habrían lucido tan ‘glamourosos’ en los tablones festivaleros.
Hay otros modos mejores de acordarse de él y celebrarle, y hablo aquí de tres: el hallazgo, en los archivos suyos que conserva la Universidad de Michigan, de un borrador de diario autobiográfico inédito, y la aparición de su novela ‘Mr. Arkadin’, distinta a la película, que reedita Anagrama a la vez que publica un libro realmente extraordinario, ‘Mis almuerzos con Orson Welles’. Se rumoreaba, dentro del fabuloso anecdotario que acompañó la vida de Welles, que entre 1983 y 1985 el no muy distinguido cineasta Henry Jaglom había almorzado regularmente en el célebre restaurante Ma Maison de Los Ángeles con su amigo Welles, y que éste había aceptado grabar las conversaciones. La leyenda era cierta, las cintas aparecieron y estaban bien conservadas, y hace dos años salieron en inglés, en una modélica edición del periodista de Vanity Fair Peter Biskind. El libro puede leerse como una novela, y tampoco me extrañaría que se viese más pronto que tarde en un escenario teatral. La situación es sencilla; los dos comensales, que se conocen, se aprecian y siguen muy bien el hilo del otro (cosa que Jaglom cumple espléndidamente teniendo enfrente a un memorioso sabio como Orson), hablan a rienda suelta, sin veladuras, y con una gracia verbal más propia de la alta comedia que de la cháchara de sobremesa. Siendo Ma Maison también legendario, de vez en cuando, como en un vodevil, se cuelan otros personajes que vienen a comer al restaurante y pueden ser, entre otros, nada menos que Jack Lemmon y Zsa Zsa Gabor; todos tienen su intervención, y sus réplicas.
Welles, lengua afilada donde las hubo, no se corta al hablar de sí mismo, de sus devaneos y sus fracasos de amor, contando con sinceridad el difícil matrimonio con Rita Hayworth, de quien da un retrato fascinante. Cuando es demoledor con los demás (odia el cine de genios como Chaplin, Hitchcock o Woody Allen, y desprecia a Laurence Olivier, Spencer Tracy y Charles Laughton) nunca se muestra fatuo, pues sabe que su propia genialidad fue a menudo menospreciada, viéndose obligado a trabajar como actor en películas infames para sobrevivir y poder filmar las suyas. En el libro, irresistiblemente cómico, no deja de aflorar un motivo patético, el del fracaso. Welles hizo al menos seis obras maestras del séptimo arte, pero mayor es el número de lo que no pudo hacer, como ese ‘Rey Lear’ recurrente en las conversaciones, desde su origen, su transacción y su definitivo abandono poco antes de morir.