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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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La carta al hijo, al padre y al otro de Alejandro Zambra

Es, quizás, la última vez que la mujer y el hombre –los dos jóvenes, muy jóvenes vistos desde ahora– hablan cara a cara. Acaban de firmar la venta del piso en el que vivían juntos hasta hace unos meses. Sólo hablan de plusvalías, repartos y margen de beneficio. Él se presenta, entonces, ante la mirada de ella, como una persona diferente, como otro que parece no haber sido jamás una prolongación de su propia existencia, como si nunca hubiesen sido la misma persona. Desde ese día, cada vez que ella cuenta la anécdota, insiste en la epifanía dolorosa que supuso aprender a ver de una vez al otro ajeno.

Últimamente, parece que la mirada, la importancia de seleccionar lo que se mira, está sustituyendo al hasta ahora omnipresente relato cuando intentamos aprehender cuanto nos rodea. La recuperación es positiva. El concepto puede aplicarse también para el desplazamiento por el que nos conduce Alejandro Zambra. Su última historia publicada, Literatura infantil, que él insiste en llamar ensayo, nos hace mirar a los otros, y también vernos a nosotros mismos como otro. No son lugares comunes, o tal vez sí, pero narrados en voz baja, lo cual convierte la historia inmediatamente en algo muy genuino por lo íntimo y por la cercanía que reclama.

Precisamente, aceptar lo más ridículo, por tópico, por imitación o por carecer de sentido u honorabilidad, es lo que nos acerca al origen en el que antes que el verbo o la acción es el miedo. Zambra ha escrito una novela sobre su paternidad, pero sólo para empezar. Para empezar a seguir construyendo el espacio que ya lleva tantos años trazando, especialmente en la deslumbrante Poeta chileno, publicada en 2020. Le habían precedido, con éxito, Bonsái, Formas de volver a casa o La vida privada de los árboles. Ahora, el autor habla de su hijo porque necesita escribir de lo que le lee, de la importancia de construir una biblioteca en la que crecer, en la que aprender a ver el mundo y en la que esconderse. Hablar de literatura infantil es confesar la necesidad de la escritura para aceptar las propias frustraciones, los errores y las mentiras, y reírse y seguir adelante. Cuán deliciosamente hiriente resulta el humor autoparódico de Zambra. Como si sólo pudiéramos perdonarnos las miserias al convertirnos en personaje literario, como si sólo nos soportáramos como trasuntos o sosias, al vernos en otro.

Paradójicamente, lo que permite vernos como un extraño, nos enseña a mirar también al otro y verlo. No se trata de mirar al prójimo como si nos viéramos a nosotros mismos, en absoluto, porque el otro siempre será una mejor constatación de la realidad que nosotros mismos. Existimos cuando nos ven, de la misma manera que el Zambra que ha escrito este libro estará completo cuando su hijo lo lea. Hasta entonces, la condena a permanecer inacabado nos vaticina a sus lectores más momentos de plenitud leyendo los libros como este que vendrán.

De la carta al hijo a la carta al padre. El error de la protagonista de la anécdota inicial –que sin formar parte del magnífico libro de Zambra algo sí tiene que ver: podrían ser la pareja separada por el fútbol que efectivamente aparece en la novela– fue creer que realmente el extraño con quien compartió piso y vida –como suele decirse– formaba parte de ella. En algún momento remoto, fuimos una parte de nuestra madre, y antes, de nuestro padre. El momento exacto en el que ese vínculo se extingue y ya no somos más parte de nadie parece ser el objeto de la exploración que lleva a cabo Zambra, quien comienza su libro ensayo fundido con su hijo en una sombra y lo acaba con la planificación de un escenario imaginario, tal vez imposible, en el que podría volver a estar en comunión con su hijo y su padre.

Por momentos, el autor parece encontrar en la lectura uno de los espacios donde experimentar esa sensación de fusión vital: la lectura de un libro, pero también la de cartas. Sin embargo, un poco avergonzado de la presunción del propósito y la grandilocuencia de la idea, el propio Zambra descubre la imposibilidad de la comunión, porque en los parámetros impuestos por la vida real esas cosas no acostumbran a suceder o encajar, o porque sencillamente él mismo las boicotea. Leer juntos en voz alta o repasar los subrayados hechos por otro en un libro se parece mucho a los juegos en los que se entablan conversaciones en un lenguaje inventado o se imaginan palabras imposibles. Al fin y al cabo, leer no es más que un juego, como la propia escritura, como la propia vida.

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4 de julio de 2023
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Bailando lento con ORLAN

 

“Soy sensible, no frágil”: esta es la advertencia de ORLAN, la artista plástica francesa y pionera de la performance nacida como Mireille Suzanne Francette Porte, en Saint-Étienne, Francia, en 1947. A lo largo de su trayectoria ha llamado la atención sobre el cuerpo y su manera de sentir y expresarse, y tras la experiencia del confinamiento, ha decidido cantarlo, susurrarlo, en lo que presenta como su más reciente performance: el CD Le slow de l’artiste.

La obra se compone de veinte temas en los que ha contado con la colaboración de diferentes figuras de la música y la escena francesas, como Sir Alice, Jean-Claude Dreyfus, Terrenoire, Yael Naim, La Femme o Romain Brau. En su empeño constante de –en sus propias palabras– “salirse del marco”, crea un espacio sonoro, mental y experiencial para propiciar el acercamiento al prójimo. Canta: “el mundo está en los otros”, con Iury Lech, cerrando el CD.

Mirar y sentir el cuerpo de quien tenemos delante como acto creativo doble. Ella ya ha experimentado sobre el concepto de darse luz a sí misma. Lo hizo en 1964, con la fotografía “ORLAN S’Accouche d’Elle M’Aime”, en la que podía apreciarse cómo de su cuerpo emergía un maniquí. Esa auto-maternidad y los diferentes alumbramientos artísticos han sido su única descendencia, porque asegura que “los bebés suponen más polución”.

Para que renazca el cuerpo, ahora utiliza la música lenta y sensual, gemidos y susurros, para invitar a tocar al otro, a besarlo, a tener sexo, de la misma manera que en 1977 propició que todo aquel que pagara cinco francos recibiera un beso, con lengua, de la artista, en su polémica y célebre performance en el Grand Palais. Nos dice en «Nous sommes blessé.e.s, écorché.e.s., bouleversé.e.s., transpercé.e.s.», interpretada con Blue Carmen, que las canciones que hablan de amor nos atraviesan y nos hieren. Somos sensibles, pero no frágiles, por eso sus letras son también una oposición taxativa a la violencia. Aunque en el fondo cree que la única solución posible para evitar el apocalipsis en el que vivimos sería “un suicidio colectivo”, llama a la resistencia, especialmente a las mujeres.

Si el disco pretende ser una provocación para que los jóvenes aprendan a bailar lento y se abandonen a los encantos de la insinuación y la imaginación del erotismo, sus últimas exposiciones, en la Galería Rocío Santa Cruz de Barcelona y en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en el marco de PhotoEspaña, son un llamamiento a las mujeres para que asuman el llanto, pero como un proceso de purificación que les haga “salir del marco”. A través de collages digitales, se ha hibridado ella misma con Dora Maar, a quien “Picasso siempre la pintaba llorando”.

Sigue su lucha artística y feminista. Para denunciar lo nocivo y el absurdo de los cánones de belleza, se sometió a nueve operaciones quirúrgicas, la mayoría convertidas en performances. En su rostro quedan como aviso dos protuberancias sobre las cejas: son dos implantes de pómulos mal colocados. Como descolocados están sus rasgos y las lágrimas de Dora Maar en la serie de hibridaciones que instan a aceptar la vulnerabilidad, sí, pero para convertirla en un arma y bailar sensualmente, descubriendo los cuerpos como algo exquisito, sin amenazas.

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21 de junio de 2023
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Todo el amor del mundo, pero exiliado

El exilio es un concepto clave en la vida del filósofo y escritor Albert Camus (Mondovi, actual Dreán, Argelia francesa, 1913-Villeblin, Francia, 1960) y de la actriz María Victoria Casares (La Coruña, 1922-Alloue, Francia, 1996). Lo es también para la sublime historia de amor a la que juntos dieron forma. Como si el hecho de ser desprendidos del lugar en el que nacieron les condenara a una duplicidad vital: la vida truncada que, sin embargo, no deja nunca de desarrollarse; y la responsabilidad de vivir la existencia que el azar, el destino, la providencia o el absurdo les ha impuesto.

Palabras como ‘exilio’, ‘destierro’, ‘desierto’, ‘mar’ u ‘océano’ aparecen con frecuencia en la arrebatadora correspondencia entre el premio Nobel de Literatura y la que fue considerada como una de las intérpretes teatrales y cinematográficas más importantes del siglo XX, de quien a finales de 2022 se conmemoró el centenario de su nacimiento. De la misma manera que ella, hija de Santiago Casares Quiroga, ministro y jefe de Gobierno bajo la presidencia de Manuel Azaña, se vio obligada a exiliarse con su madre en Francia en 1936, a los catorce años; y a él la inestabilidad y la miseria de la Argelia en la que nació lo llevaron a la capital francesa, su amor está imposibilitado para desarrollarse en ningún otro territorio que no sea la imaginación, el deseo, el pensamiento y la escritura de estas cartas. Las publica la editorial Debate, con texto establecido por Béatrice Vaillant y traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Es en estos escritos donde la relación se hace más fuerte, donde adquiere todos los significados que la convierten en una fuente de energía y motor para la existencia de dos personas convertidas en leyenda.

Se han recopilado un total de 865 misivas, además de apuntes y anotaciones de cuadernos. La primera es una nota breve que él le dirige a ella para concretar un encuentro. Está datada en junio de 1944. El día 6 de ese mes habían coincidido en una lectura dramatizada, cuando María Casares era exalumna de la Escuela de Arte Dramático y había sido contratada por el teatro de Les Mathurins para actuar en El malentendido, de Camus. Desde 1942, él se encuentra separado de su mujer, Francine Faure, que es maestra en Orán y no ha podido viajar a París por la ocupación alemana. A finales de 1944, Francine regresa, María se aleja, y, en octubre, Camus escribe una desgarradora carta en la que se despide de la joven actriz pidiéndole «Que no se te olvide ser grande» y deseando «que mi amor te proteja». Dos años después la pareja vuelve a coincidir, de nuevo un 6 de junio, y retoman su relación, que ya no se vería interrumpida hasta la muerte, el 4 de enero de 1960, en un accidente de coche del autor de La peste. La última misiva es del 30 de diciembre de 1959: «Bueno. Última carta. Solo para decirte que llego el martes por carretera; subo con los Gallimard el lunes (pasan por aquí el viernes)».

La relación amorosa a la que le costaba ocupar una posición prioritaria en el acontecer del día a día de los dos personajes, parece ser, sin embargo, lo único que da sentido a sus vidas. Los escritos de ella permiten entender con qué pasión la actriz era capaz de desterrarse de sí misma para ser poseída por los sentimientos de los personajes que interpretaba. Acudimos con ella, noche tras noche a su representación de Dora en Los justos, de Camus, al raudal emocional que no controla al ser la portadora de un mensaje universal, pero también a los ataques de risa que se contagian entre los intérpretes sobre el escenario. Se muestra un temperamento desbordante, de una punzante ironía y de un gran talento para la escritura.

Las cartas, en su mayoría, están redactadas durante las separaciones a que obligan los retiros de él en zonas con climas propicios para tratar su tuberculosis, o bien durante las giras profesionales que cada uno ha de realizar por sus respectivas profesiones. Para no distanciarse, se obligan a escribirse cada día, compromiso que cumplirán los primeros de los casi dieciséis años que duró su relación. Ninguno de los dos es indiferente a cuanto sucede a su alrededor. Además de conocer la actividad cultural de la ciudad, podemos saber cómo respira el París de los cincuenta, con huelgas que conseguían paralizar la capital; el clima prebélico con la omnipresente amenaza de la bomba de hidrógeno, o las presiones del Partido Comunista para conseguir adhesiones a sus manifiestos entre los escritores, directores, dramaturgos y actores.

Ella deja constancia de su contacto frecuente con movimientos de republicanos españoles, incluso con Juan Negrín, quien fuera presidente del gobierno de la Segunda República. También aparecen asociaciones e iniciativas de apoyo a los represaliados por el franquismo que cuentan con el apoyo y la admiración de Camus, con ascendencia familiar española. Otros conflictos, como la situación política y social en Argelia o su enfrentamiento con la intelligentsia francesa, pertenecen más íntimamente al escritor, aunque no deja de compartirlos con su amante. Los dos sufren crisis anímicas y nerviosas, lagunas de fe en su trabajo y en la creación, pero también somos testigos de la culminación de la carrera de ella, a la que seguimos en sus giras por América, Europa, la URSS y el norte de África con el Théâtre National Populaire; así como de la consagración y la recepción de los libros de él, considerado uno de los principales representantes de la filosofía del absurdo, con la concesión del Nobel en 1957. No faltan tampoco los celos, las ausencias tan absorbentes como los encuentros de los amantes, o los respectivos flirteos con otras personas. A Camus se le atribuyen, además, en los últimos años de su vida, relaciones con la actriz Catherine Sellers y con la danesa Mette Ivers.

La correspondencia fue publicada en Francia en 2017 por la editorial Gallimard, el sello habitual de Camus, supervisadas por su hija, Catherine –gemela de Jean, el otro hijo del escritor–. Se las había vendido Casares y la hija del Nobel se decidió a publicarlas para evitar que se difundiera una copia no autorizada que alguien había conseguido en el entierro de la celebérrima actriz.

No todos los seres humanos están llamados para el heroísmo, ni a convertirse en leyenda o receptáculo de «todo el amor del mundo». Por suerte, para asomarse a esos abismos, la literatura propicia construcciones apabullantes como esta.

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10 de abril de 2023
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A bailar con Sonia Pulido

Ellas ya hace rato que bailan o que están preparadas para empezar a hacerlo. No se sabe cuándo empezó la música ni cuándo puede acabar, ni si procede de ningún otro lugar que no sean sus propios cuerpos en movimiento. Movimientos y posturas que crean un ritmo coral, como los que le gustan a Sonia Pulido (Barcelona, 1973), un colectivo –que es un juego óptico y cromático– haciendo funcionar un engranaje que avanza hacia donde los acontecimientos, indefectiblemente, serán siempre lo mejor que pueden ser.

Afirmar que el universo de Sonia Pulido es una celebración del mundo nos acerca a uno de los tópicos de los cuales ella misma huye en su exigencia de buscar la representación más cargada de sentido, todavía capaz de sorprendernos. No se trata de una pretensión metafísica o espiritual, de caminar hacia grandes experiencias impresionistas ni epifanías. Desde su imaginación transformadora, sus ilustraciones para libros, prensa o carteles representan la carne, los cuerpos y la materia donde reside la vida. Las texturas de fondo, el aire y el cielo que se hacen visibles, así como los estampados de la ropa de las protagonistas, los rasgos faciales y las marcas de la piel son tratadas de la misma manera, depositarias de la memoria que es historia personal y colectiva. Afirma que los carteles deben ser un grito, porque en toda su obra hay una evidente mirada que quiere ser intervención política y social, especialmente dando visibilidad a la mujer. Como ella misma asegura: la acción colaborativa de los individuos representados –incluyo animales y objetos– son «marca de la casa».

Consciente de la tarea principal de una ilustración, y respetuosa con los textos o productos culturales que sus trabajos acompañan, los dibujos de Sonia Pulido no resultan nunca invasivos. Se trata de aportar su ritmo en la proyección de las imágenes para que el mensaje fluya más fácilmente. Contribuir al conjunto como lo hacen las mujeres de sus carteles al cruzar los brazos entre ellas para llegar más alto y conseguir la solidez de un tótem. O reflejando la inquietud oculta en la aparente placidez, unos remos que faltan en las manos de quien se había propuesto navegar en una mañana laborable rutilante: aquí el símbolo capaz de resumir un denso artículo de economía que alerta sobre los planes de jubilación. Aciertos como este en captar la poética de la cotidianidad le han convertido en una firma reclamada en publicaciones como The Wall Street Journal, The Boston Globe o The New Yorker.

El encargo de los carteles para la Fiesta Mayor de la Mercè de Barcelona de 2018 supuso un punto de inflexión en su trayectoria y en su práctica profesional. Los diferentes premios que recibió la campaña demostraron la firmeza de su paso adelante. Desde entonces, ha creado la imagen de citas culturales internacionales destacadas, como el Jarasum Jazz Festival de Corea, o la programación de la Central City Opera de Denver (Colorado, Estados Unidos).

Es necesario seguir avanzando, como los cuerpos y rostros desenvueltos creados por Pulido. Para la exposición que puede visitarse hasta el 6 de abril en Barcelona, en la Sala Teresa Pàmies, del Centro Cultural Urgell, ha escogido como título «Hey, Ho, Let’s Go», emblema de The Ramones. La misma actitud decidida está en su acercamiento a la Naturaleza. Los libros ilustrados de botánica y fauna han supuesto, últimamente, un reto para la ilustradora. Después de muchos años en los que ha contribuido de manera decisiva al auge del libro ilustrado y la novela gráfica en este país –en 2020 recibió el Premio Nacional de Ilustración–, dando forma a verdaderos tesoros, como Caza de conejos, en dueto con el genial escritor Mario Levrero, o Porque ella no lo pidió, con el siempre sorprendente y subyugante Enrique Vila-Matas, o la cubierta para el ensayo de Rebecca Solnit aparecido recientemente en Lumen, ¿De quién es esta historia?, llegan encargos internacionales que le acercan a la divulgación científica, que no reclama estrictamente una ilustración naturalista, pero sí rigor en la representación. La sorpresa, para ella y para nosotros, ha sido descubrir que la propia Naturaleza no es escasa en los juegos ópticos que la cautivan. Sólo se trata de saber mirar para darse cuenta de que la materia se dispone en texturas, colores y luces que quieren sumarse a la danza de la mirada celebratoria de Pulido. También la Naturaleza tiene su propia carga de historia, aunque no siempre es agradable.

Nada más lejos de la idealización. Se trata de acudir al humor y la ironía para asimilar la realidad en sus paradojas. No hay que «dar bola al monstruo, lo arrastro conmigo hacia delante», afirma. Tampoco es hedonismo, ni optimismo: desde una etapa de serenidad conquistada, hace aflorar la voluntad para tener ganas de pasarlo bien y bailar a pesar de todo. Asegura que durante una época tuvo que hacer grandes esfuerzos para no descodificar la realidad constantemente como si la tuviera que dibujar, como si fuera un borrador imperfecto que había que corregir –la cursiva la añado ahora–. Su curiosidad le impide alejarse demasiado de lo que sucede fuera de las propias obsesiones. Afortunadamente para quienes disfrutamos de su obra, no se ha propuesto crear un reino donde evadirse, sino facilitarnos el trayecto a un ritmo que es, sin duda, el mejor de los posibles.

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27 de febrero de 2023
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El universo en una canica y un grito

Una mujer a las puertas de la madurez, sobre un montículo de arena cerca de lo que fue su escuela de primaria, exclama –en un grito silencioso– que quiere dejar de tener nueve años. Que quiere abandonar de una vez por todas ese montículo que representó sus años de escolar. Otra mujer, de una edad aproximada, a quien le cuesta mucho más controlar su ansiedad, está sentada también sobre un montículo de tierra en un montaje teatral. Exclama, a su vez, mucho más explícitamente, antes de acabar masticando y tragando –ella, que confiesa tener una relación muy complicada con la comida– puñados de tierra y abono.

La primera escena corresponde a la novela Ojo de gato, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que felizmente ha recuperado Salamandra en magnífica traducción de Victoria Alonso Blanco. La segunda escena se enmarca en el documental Angélica. Una tragedia, de Manuel Fernández Valdes, de 2017, que sigue los ensayos de una de las obras teatrales de Angélica Liddell (Figueras, 1966). El componente biográfico de las dos obras es más que evidente. Así como la exploración en la relación entre dolor y creación, la infancia como lastre y aquello de lo que queremos huir sin conocerlo, sin sospechar siquiera el nombre o la forma de lo que amenaza. El asesino silencioso. Nada de ello es una novedad. La novela de Atwood reconstruye la asfixiante infancia, la adolescencia y la juventud de la artista plástica canadiense Elaine Risley, que con frecuencia se ha leído como trasunto de la autora. El libro tiene más de tres décadas, y se podría decir que, si no lo es, merece ser considerado un clásico. Por su parte, Liddell es ya una dramaturga y escritora depositaria de un gran reconocimiento europeo. Sin embargo, el mensaje de ambas, cuando tanto, tan incansablemente y tan agobiantemente se ha hablado de feminismos, llega y sorprende por el impacto, la fuerza y la legitimidad de lo genuino.

En las dos obras hay mucho de autolesión. Sin pretensiones, y a veces sin espectadores, como cuando se baila en la oscuridad. Atwood y Liddell se autolesionan para sentir el cuerpo y explorar la tierra, con el tremendismo que corresponde a un cuerpo que se reivindica como el principio, el final y el único refugio posible de todo. Un cuerpo que recuerda la condición humana, en estos dos casos la femenina.

Primero el cuerpo como parte de la Naturaleza y de la existencia global de la que brota, y luego la creación. La creación como voz expresiva que emerge para consolidarse como un segundo cuerpo, cuando ya no sabemos qué es el alma: el otro espacio que es imprescindible para que pueda pasar el tiempo, haber movimiento y, por lo tanto, habitar. Para todo ello, es imprescindible la observancia de una férrea disciplina, porque incluso para abandonarse hay una serie de normas. El universo y la Naturaleza tienen sus leyes. Escribe Pavese en su diario –otro ejemplo de la relación entre dolor, creación y existencia– que lo que diferencia a los genios, a los creadores de verdad, es su capacidad para sentir el dolor, para utilizarlo y –ahí la distinción– trascenderlo. No dice que lo superen, sino que son capaces de seguir adelante, de hacer algo meritorio con él porque no se quedan atrapados en la herida. La cargan y la utilizan cuando conviene. En algún momento es necesario observarla desde fuera, como si perteneciera a otro. Gritar para que los sentimientos se materialicen y amplíen un paisaje que en algún momento deviene plural y compartido. Liddell y Atwood coinciden en enseñarnos que incluso a los bosques hay que cuidarlos disciplinadamente.

La Wendy de Peter Pan, que te hace creer que puedes conseguir todo lo que desees, en la obra de Liddell; una canica de ojo de gato que parece contener el mundo, en la novela de Atwood: son los símbolos o metáforas que funcionan como continentes que, como por arte de magia, se nos presentan repletos de lo nuestro. El no menos tópico efecto del espejo. Imágenes subyugantes que activan la memoria ajena por su autenticidad, por su vínculo con el cuerpo, la sangre y lo que duele, por su mirada atenta y valiente.

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15 de enero de 2023
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Pasiones indestructibles

Cuando Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) se encuentra en estado de gracia, resulta una escritora sublime, virtuosa en transmitir los muchos caminos que pueden conducir al éxtasis. Lo estuvo en Vita, en Ella, tan amada y en La larga espera del ángel. En ellas reconstruyó momentos históricos o biografías de un modo que me atrevería a calificar de monumental: respectivamente, la historia de su familia, la biografía de la fascinante escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y la vida de Tintoretto. Su copioso y minucioso trabajo para documentarse y estudiar aquello de lo que quiere escribir hasta conocerlo tan bien que cree llegado el momento de poder inventarlo –la expresión es suya, en su última novela– hace inevitable que el resultado sea grandioso. La desmesura de quien no ignora –que no es lo mismo que saber– que para encarnar una ínfima parte de la existencia es necesario incluir todo lo que se ha ido acumulando en el propio camino. No hay pasión, secreto, gesto o palabra que resulte baladí; de la misma manera que la historia también la protagonizan las proscritas, las que viven al margen, las enfermas, las poseídas y las desheredadas. Éstas últimas, más legitimadas que nadie, porque acaban siendo amas de todo lo que les ha sido negado, porque el deseo y la imaginación también son formas de existencia. Y, al final, cualquier existencia ha valido la pena para la Historia.

La grandeza de La arquitectriz, su última obra aparecida este otoño en Anagrama, reside en el hecho de que no es únicamente –aunque sí principalmente– la biografía de la primera mujer arquitecto. A través de los días de la artista Plautilla Bricci (1616-1705), pintora y arquitectriz, y las muchas vidas que los atraviesan, Mazzucco recrea el poder de los papas en el siglo XVII, especialmente los de Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII, con sus intrigas, sus ejércitos y sus guerras en una Roma plagada de pintores buscavidas y pendencieros, ansiosos de vincular su nombre a la eternidad de la ciudad. Los talleres, las tabernas, los teatros y las academias aparecen como escenarios con frecuencia similares, entre los que circulan con la misma facilidad la magnanimidad y la miseria. De ahí la importancia de los símbolos, de las historias particulares que sirven para sintetizar todo un siglo de oro y de peste. Mazzucco lo hace mediante la pasión como gramática capaz de organizar y dar sentido a todo. La pasión de Plautilla Bricci por hacer algo meritorio con su vida y la del abad Elpidio Benedetti por formar parte de la corte papal. Sin saber si las respectivas condiciones empujan a las ambiciones, o si bien sucede lo contrario, lo más evidente es que ambos están condenados a una historia de amor secreta y negada, imposibilitada de cualquier descendencia ni trascendencia. Desahuciados de una sociedad que les impide ser quienes son, su venganza consistirá, precisamente, en dar lo mejor de ellos a la ciudad a la que pertenecen: Villa Benedetta, la otra gran protagonista de la novela, el edificio que es fruto de las intrigas, los secretos, la intimidad, la clandestinidad, en definitiva, la complicidad. La villa es el grito expresivo y la reafirmación de lo que no ha podido ser, el contraste entre la ausencia y la materia, como escribe Mazzucco. Conocida como el bajel por su forma, la construcción es el símbolo de muchas derrotas, incluida la de Leone Paladini, idealista aspirante a artista que, dos siglos después, como voluntario de la compañía Medici en defensa de la República Romana contra los franceses, asistirá a la demolición, casi piedra a piedra, del legado de Plautilla y Benedetti. Sin embargo, Mazzucco demuestra que hay pasiones imposibles, pero indestructibles.

La narración omnisciente y minuciosa de las vidas de los protagonistas y su entorno lleva a La arquitectriz de la riqueza de la novela histórica a la indagación psicológica tan característica de Mazzucco y tan efectiva en el momento de reflejar la naturaleza humana, aceptando la sensibilidad que hace frágiles y vulnerables, que transforma en cuerpos resecos en su negación a quienes asumen la responsabilidad de construir cada día un legado que tarde o temprano acaba por configurar un paisaje enorme.

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27 de diciembre de 2022
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La realidad lesionada de Daniel Morata

Ese punto de luz, que es un destello, y que aparece y desaparece, es la orilla. Es difícil calcular la distancia que nos separa de ella, pero sabemos que está. Y necesitamos dar por hecho que está siempre, aunque desconozcamos la fuente de la que surge. En la obra pictórica de Daniel Morata no hay luz, ni siquiera intermitente, pero la presencia de los destellos discontinuos me ha hecho pensar en los últimos trabajos del artista. Tal vez porque, entre lo más reciente, ha decidido cubrir el fondo del lienzo de colores oscuros, en ocasiones incluso negro. Alterna el fondo blanco del lienzo y del muro de su estudio con el negro para instalar sobre ellos fragmentos o retales de lienzos que había pintado antes. Es necesario subrayar el adverbio. El tiempo es una clave determinante en la última producción de Morata, si no es el tema principal de toda su obra.

Algunas de las múltiples teorías que con más o menos rigor científico, filosófico o espiritual han querido definir el tiempo, coinciden en describirlo como movimiento. En el estudiado equilibrio de muchas de las series de Morata –donde la retícula ha tenido una presencia estructural decisiva: la redundancia de conceptos está justificada en un artista que vuelve sobre lo dicho– se da un falso movimiento, o un leve desplazamiento que pretende camuflarse. A lo largo de los años, ha llenado sugerentes cuadernos de la agencia de viajes de su hermana, Dominique, como un cuaderno de bitácora continuo. Anotaciones de impresiones que llama aforismos gráficos, dibujos en los que libera el trazo para volver a una necesidad expresiva infantil. Ha viajado con asiduidad, pero no es difícil deducir que el suyo es un desplazamiento más imaginativo que físico.

En las composiciones de retales que le ocupan ahora, el movimiento es un equilibrio de la materia y el tiempo es un ejercicio de contención de la memoria. Ha rasgado y descuartizado los lienzos que realizó en un tiempo anterior, y no sólo para negarlos. No se trata de desdecirse de lo dicho en una trayectoria marcada por la coherencia, sino de dar un paso adelante que suponga una destilación de lo que se ha ido acumulando. Su rotunda afirmación «No pinto nada», que había de dar nombre a parte de su producción, efectivamente recuerda a Bartleby, pero –como ha demostrado magistralmente Enrique Vila-Matas en su última novela– se trata de trascender al escribiente. Más allá de ceder a la tentación de la inmovilidad, se produce un abandono explorador del territorio ambiguo y exiguo de lo que queda. Porque los restos cada vez son menos. Lo son si, como nos aconseja Rilke –recojo la cita del filósofo Joan Carles Mèlich– nos adelantamos a todas las despedidas y a todos los inviernos, también al invierno que está bajo todos los inviernos y es «tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá».

Con los fragmentos que Morata rescata, realiza composiciones que considera bodegones. Presenta los restos de lo que fueron sus obras. Presentación de lo que quiso representar y que se ha transformado en un conjunto de signos sin significado. Fragmentos que son el último reducto de un ser: el germen que, paradójicamente, se encuentra al final. El artista nos señala una distinción que considera importante, entre la presentación y la representación. La presentación es el vano intento de mostrar lo que es, lo que el artista siente que existe; mientras que la representación sería –volviendo a la tópica afirmación de Klee–mostrar lo invisible. En otras palabras no menos usadas: encarnar lo imaginado. Sin embargo, las obras de Morata no son carne, son piel: piel agrietada, maltratada, cargada de memoria que, paradójicamente, quiere liberarse del bagaje que nos obliga a una construcción constante para dar con lo que se ha dado en llamar identidad –la plasticidad de la memoria de la que hablan los psicólogos y los neurocientíficos–. Este artista propone renunciar a todo el bagaje para llegar al vacío, al descanso, al silencio, al germen que a pesar de ser irreductible porque existe es minúsculo, falaz y azaroso.

La presentación de reductos que fueron cuadros compone una suerte de trampantojo de la materia. Trampantojo porque la realidad no puede encarnarse, ni siquiera con la más virtuosa de las figuraciones, y la expresión artística como la entiende Morata estará siempre condenada a representar una realidad lesionada, una materia que ya no sirve para construir, sino para testimoniar. Porque es consciente de que el paso siguiente es el de la degradación, se adelanta, como nos aconseja Rilke, a lo que tememos y hacia lo que tendemos inexorablemente, como si al avanzarnos pudiéramos asumir todo como sucedido y fuéramos capaces también de alcanzar la calma y el sosiego de la orilla, de la tierra firme.

No obstante, la renuncia a la representación no es del todo cierta. De nuevo el engaño del trampantojo o el juego del esquivo. Ahí está, también, el humor sutil y algo macabro de Morata. Porque los cuadros e instalaciones en que trabaja últimamente son, a pesar de todo, una presencia, y una presencia que renuncia también a su creación de espacio, ya que tampoco tienden a la escultura. No se crea espacio, sino que lo ocupa –en una pared, en un cartón– para, de nuevo, negarlo, como el silencio que se impone tras el pensamiento incesante y las palabras agotadoras propias de un mundo hiperconectado.

Y aunque son fragmentos, retales, restos y ruinas, merecen ser rescatados y coleccionados. Morata también quiere que veamos su trabajo como el gabinete del coleccionista. Esos recuerdos manipulados, precarios, inventados u olvidados conforman la colección que nuestro plástico cerebro presenta como nuestra identidad. El artista colecciona sus propias obras para constatar un conjunto o un camino realizado: el pasado no existe, solo quedan restos, unas ruinas que a la vez son anuncio de un futuro, piezas incompletas habitadas por un vacío que corresponde a lo que fue y a lo que debemos rellenar todavía, con la perspectiva del mismo éxito.

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19 de noviembre de 2022
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La condición vulnerable y el abrazo de la Cultura

La condición vulnerable no es una esencia ni una substancia. Es una estructura, una manera de estar en el mundo aceptando la fragilidad inherente al ser humano. En este momento en que nos hacen creer que es tan necesario posicionarnos y definirnos a través de un lenguaje cada vez más (falsamente) específico y reductor, aceptarse dentro de la condición vulnerable nos permite abandonarnos a la ambigüedad. De nuevo, como en la novela de Vila-Matas, la ambigüedad como un paso adelante de la contradicción. Porque la existencia no puede ser sino una ambigüedad, aunque la neurociencia y la investigación en el genoma humano aparentemente hayan descubierto todos los mecanismos y sistemas que explican que se produzca la vida. Ambigüedad porque al final muchos y muchas se encuentran en la conclusión de que el único sentido es que no hay ningún sentido.

Ese sinsentido es el punto de partida de la filosofía literaria a la que da forma y propugna Joan-Carles Mèlich. La ha ido construyendo a lo largo de todos sus libros, pero es en La condició vulnerable (Arcàdia, 2018, con reimpresión en 2019, y una delicada y magnífica obra de Leticia Feduchi en la cubierta) donde la ofrece más instructivamente. Utilizo el verbo “ofrecer” reivindicando su significado más literal y todos sus matices; de la misma manera que lo hago con el adverbio “instructivamente”. El profesor y pensador Mèlich trasciende todo academicismo y erudición para estar cerca de las personas con quien quiere comunicarse. Es el entusiasmo de quien quiere compartir la desesperación asimilada, combatida y nunca superada, porque el drama de la existencia no puede superarse. Y, además, con una escritura muy cuidada y acertada a la hora de crear el espacio sensitivo, la ontología propicia para que se produzcan las imágenes que modela. De la misma manera que Camus en El mito de Sísifo recorrió las principales metafísicas –que el sartriano autor de La condició vulnerable nos hace ver como superestructuras totalitarias que imponen dogmas a través de un uso indistinto de moral y ética– para denunciar que, al final, todas acababan sucumbiendo a la necesidad de creer en algo trascendente, en este reconfortante libro, se nos muestra que lo más urgente es aceptar que la vulnerabilidad estructura todo lo que nos pasa, porque somos seres pasionales, somos lo que nos pasa, y no lo que el destino, la providencia o las estructuras de poder pretenden que seamos.

Una vez apalabrado el pacto con el sinsentido, se trata de hacer de la precariedad virtud. He aquí la idea más alentadora de Mèlich, el origen de su atractivo entusiasmo. La (hiper)sensibilidad no es una enfermedad, o tal vez sí lo es, pero eso tampoco es ningún problema en una sociedad absolutamente enferma, una sociedad en la que sólo se sobrevive con una ética de dualidad, entre dos, en la que tú y yo aceptamos cuidarnos. Cuidados que son gestos con los que se construye cada uno de los días que nos toque vivir.

Por suerte –seguimos haciendo de la necesidad virtud–, quien acepte su condición vulnerable puede encontrar otros consuelos que le protejan de la intemperie. La obra de Joan Carles Mèlich es un buen ejemplo. Siendo conscientes de ello o no, contamos con toda una tradición cultural que ha dado forma y ha descrito la vida vulnerable, ambigua y sometida a la contingencia. Qué revelación supone llegar a un territorio en el que de pronto nos reconocemos, donde la literatura no es un mero pasatiempo, donde la poesía proyecta imágenes que son aliento, donde el teatro amplía las escenas que experimentamos como existencia, donde el arte nos lleva a espacios eternos. Trato de imaginar el conmovedor consuelo que supone la escritura o cualquier otra forma de expresarse para quien es capaz de mantenerse con vida mientras encuentra sentido al absurdo ejercicio de crear imágenes que representan lo que duele aunque no tenga forma porque es una ausencia. Ya no se trata de hacer visible lo invisible, porque ya nos advirtió Gabriel Ferrater que cuando lo inefable nos tienta es fácil morir devorado. Para Mèlich, la forma del dolor está clara: es nuestro cuerpo y cuanto siente, necesita, reclama y pierde.

El poder lenitivo de la Cultura. Dice Joan Carles Mèlich que dice Emmanuel Lévinas que toda filosofía no es más que una interpretación de Shakespeare: más concretamente, de esa sombra que se pasea por el escenario. En La condición vulnerable, para tratar de entender la filosofía literaria, aparecen citados a modo de ejemplo numerosos fragmentos de libros, pinturas, películas o escenas teatrales. Me siento tentada a añadir el final de Farenheit 451, donde se llega a aquel paraíso en el que los habitantes se han conjurado para salvar libros aprendiéndolos de memoria. Mèlich no cree en ninguna forma de paraíso, mientras que el infierno parece estar siempre acechando, tal vez por este motivo no ha querido hablar del libro de Ray Bradbury adaptado al cine por Truffaut, no acepta que una instancia superior organice la memorización de Borges, de Kundera, de Descartes o de Melville. Nadie puede imponer nada a nadie, porque somos seres cambiantes para los que la aceptación de la contingencia deviene una gran fuerza gracias al abrazo de la Cultura.

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16 de octubre de 2022
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Los nombres sin cosas, las puertas sin estancias de Vila-Matas

En el inicio de la novela corta Compañía, de Samuel Beckett, un individuo se encuentra postrado, en la oscuridad, boca arriba, y le llega la voz. Imagina. En la última novela de Enrique Vila-Matas, Montevideo, su protagonista narrador habita estancias a las que llegan voces de las habitaciones contiguas. Es decir, también descubre la voz que, para Beckett, está caracterizada por el uso de la segunda persona. La voz, provenga de donde provenga, encarna al otro, ya sea porque nos habla o porque le hablamos y forzamos nuestra propia voz, nuestra propia presencia.

Alguien habla. Hablar o escribir para certificar la existencia más que para describirla o dotarla de significados. Hablar de lo que no se puede hablar o escribir, porque –como le dice Miles Davis a Mallarmé– se escribe sobre lo que impide escribir, o como escribe Machado, se canta lo que se pierde. Eso sí –volviendo al personaje narrador ensayista–, sin “tomarse demasiado en serio la literatura, lo que a mi modo de ver, siempre ha sido la mejor forma precisamente de tomársela en serio de verdad”.

Está más que comprobada la capacidad de Vila-Matas para alumbrar caminos con sus aparentes contradicciones, aunque sean caminos que se transitan para ser borrados. De la misma manera, hace tiempo que quedó demostrada su habilidad para traspasar umbrales con cada libro sin moverse apenas nada de su estilo territorio. Las lindes entre realismo, psicologismo, biografía y ensayo no han sido más que líneas de tensión que han contribuido a sostener la complejidad consistente de la propuesta vilamatiana. Una consistencia que ha querido analizarse a sí misma mediante la articulación de una biografía de su estilo. El estilo es también uno de los temas que más preocupa a Cesare Pavese en su diario El oficio de vivir. No es un vínculo gratuito. Pavese escribe que la narración no se hace de realismo psicológico ni naturalista, sino de un diseño autónomo de los acontecimientos creados según un estilo, que no es otra cosa que la realidad de quien cuenta, único personaje insustituible. Añade Pavese que el estilo se compone de explosiones de inteligencia que sostienen la realidad psicológica y natural.

Ya ha dicho muchas veces Vila-Matas que él es su estilo. Con su última novela ha hecho de ello y de sus explosiones de inteligencia una celebración. París sigue siendo una fiesta, de la misma manera que Barcelona siempre va a ser la ciudad gris de la que se huye para añorarla incluso en “la bonita” Lisboa, o igual que Montevideo está en cualquier lugar. Porque al final es de agradecer que no sea tan fácil desprenderse de lo que uno es. Y, siguiendo con las contradicciones que iluminan al añadir algo de penumbra, al final nos define mejor lo que negamos que lo que fingimos ser, porque “en realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible”.

En su continuo avanzar, en Montevideo la contradicción se transforma en ambigüedad. No deben ser cuestiones baladíes si la universidad de St. Gallen dedica un congreso a las “Fronteras nebulosas”: un encuentro erudito que acabará por ser el “Congreso de la Ambigüedad”, en el que sería fácil encontrar una buena ponencia sobre la Santa Indecisión.

En la habitación de al lado de la del narrador protagonista ensayista de Montevideo se dan hasta 400 risas que en otro tiempo fueron golpes. En la habitación contigua, personajes estrambóticos y duplicados juegan y se divierten. Con tanta ambigüedad y confusión también puede suceder que la habitación de al lado no exista o que no sea tan sencillo tener una habitación propia, o un cuarto propio construido para nosotros en el Pompidou por una artista prestigiosa. Todo puede ser y no ser a la vez. Lo que cuenta es la posibilidad de las posibilidades. Puede ser que Rayuela no sea un libro tan bueno, pero no deberíamos perdernos la oportunidad de viajar hasta el punto exacto por donde entra la extrañeza en la obra de Cortázar.

La extrañeza es y sigue siendo la estancia propia, el estilo territorio de Vila-Matas. Idéntica en Barcelona, París, Cascais, Bogotá o Montevideo. Portátil, como aquel tipo de literatura, como lo que se aprende tan hondo que llega a parecer ADN y no citas de otros, hasta el punto de que ya no parece fingimiento –o sólo fingimiento pessoano.

Vila-Matas deslumbra con más entusiasmo porque acaba, con convencimiento, con humor y con disfrute, con Bartleby. Con contradicciones y ambigüedades, también es cierto. Contradicciones y ambigüedades que a la vez silencian y refuerzan las negativas del escribiente. Porque es cierto que a veces es imposible escribir, pero también lo es que si no se escribe y no se respira al final se muere, o, como decía el doctor Johnson, escribir es “extraer algo de la nada”, o como dice la amiga de la artista Dominique Gonzalez-Foerster, buscar “una puerta que te condujera a un nuevo paraje y a un nuevo libro” es la “única forma, créeme, de no estar muerto”. Quién sabe, nos preguntamos como hizo Paco Monge antes de morir, “¿Y por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?”. También se escribe para eso: para dotar de cosas a los nombres, porque, siguiendo el consejo paterno del protagonista narrador ensayista, la inteligencia solo sirve para encontrar el agujero que nos permita escapar de lo que nos tiene atrapados. O como dice Pavese, para crear la realidad a nuestro estilo, o como escribe Beckett, para crear una realidad que permita respirar en la oscuridad.

Por fortuna para sus lectores, Vila-Matas sigue sin encontrar el resquicio para huir de su cuarto propio, de la extrañeza, por mucho que viaje. Siempre hay una puerta detrás de otra, pero es majestuoso al mirar por el ojo de la cerradura o con rayos que permiten ver en mitad de la noche y la oscuridad y encontrar el punto exacto por el que escapar y elevarnos, el punto exacto donde reside la salida hacia la extrañeza y la grandeza de algo tan extrañamente cotidiano como es la vida.

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28 de septiembre de 2022
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Retrato feroz de una cultura

Ya se sabe que un buen retrato no es el más fiel a los rasgos del sujeto representado, sino el que permite que todas las personas que lo observan puedan verse reflejadas. Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) ha conseguido un magnífico e inquietante retrato de todo un país con la recreación de la “desaparición” de la escultura Equal-Parallel: Guernica-Bengasi, del prestigioso a la vez que polémico escultor norteamericano Richard Serra.

El hecho del que arranca el libro, al explicarlo, resulta tan breve como absurdo: la “desaparición” de cuatro bloques de acero que en su conjunto pesan más de treinta y ocho toneladas y que el Centro de Arte Reina Sofía había adquirido para su inauguración en 1986 por unos treinta millones de pesetas. Como explica uno de los personajes, Lidia Suárez, jefa de prensa del Ministerio de Cultura en enero de 2006, el hecho de que se impusiera el sustantivo desaparición para hablar del caso –porque fue la palabra utilizada por el primer periódico que lo hizo, ABC– ya dota de cierta ironía burlesca a todo el asunto. Afirma Serra que “el material con el que trabajas se convierte en una extensión de quien eres”, aplicado al trabajo de Tallón, entonces, podemos afirmar que él está detrás de las múltiples voces que reúne para reconstruir cómo se explicó el suceso, cómo reaccionaron los periódicos, los servicios de prensa, de conservación, de vigilancia, de administración, la policía, los juzgados, los ciudadanos, los galeristas y el propio artista. Así consigue un gran libro que abre el debate sobre su género. No estamos ante un nuevo seguidor de Carrère que se autodesigna testimonio privilegiado de un acontecimiento asombroso y lo pasa por su cedazo personal, puesto que el escritor da la voz a los numerosos personajes, sin acabar de esclarecer qué pertenece a la crónica y qué es ficción. Sin embargo, es obvio que Tallón está detrás de todos ellos y ellas. Es el gran libro que perseguía desde hace muchos años y al que le ha dedicado muchos esfuerzos, armándose de paciencia, superando la pérdida de personas que le animaron a llevarlo a cabo e incluso resistiendo los embates de una administración pública a la que le cuesta modernizarse y ponerse a la altura del marketing y la retórica que utiliza para presentarse al mundo.

Era necesario que el autor pasara por el calvario que ha debido de suponer la redacción de este libro. La anécdota de la desaparición se explica pronto, y fue tema destacado de la prensa de todo el mundo. Sin embargo, recopilar la documentación y los testimonios que demuestran cómo fue posible una noticia así y de qué modo, en palabras del artista Juan Genovés, todavía “en España se nos escapa el tercermundismo por todos lados”, requería tiempo y que el cronista lo sufriera en primera persona. La anécdota es sólo la excusa para ofrecer un iluminador manual de funcionamiento de las principales estructuras del mundo del arte contemporáneo, donde artistas se mezclan con galeristas, coleccionistas y banqueros en escenarios tan inquietantes como el puerto franco de Ginebra. En este panorama, cómo no podía ser de otra manera, ocupa un lugar destacado, a quien a veces vemos como el artista malhumorado y entronizado, otras como un señor que viste tejanos, camiseta y una gorra mientras se mezcla con los operarios que instalan y manipulan las enormes piezas de metal que componen sus obras. El escultor es el personaje mediante el que Tallón contrapone la voluntad de alguien que se declara como “artista del peso” y que señala como último objetivo de sus obras que creen un espacio conjuntamente con las personas que lo habitan y que experimentan cuando lo transitan –en el libro también tiene su protagonismo El muro, ubicado en la Verneda, la primera obra pública de Richard Serra en España–, puesto que sólo adquieren su sentido pleno cuando están en el lugar para el que fueron pensadas. En respuesta a la petición del Reina Sofía, Serra acabó haciendo una copia de la obra desaparecida, aprendió a convivir con la idea de que España era un país en el que, diariamente, miles de personas se afeitaban y depilaban con pequeños fragmentos de su obra maestra.

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29 de junio de 2022
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