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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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I. Un tigre en el verde prado

Ignoro todo acerca del golf. Mis imágenes más lejanas de este deporte vienen de los días de la infancia cuando encontraba en los periódicos las fotografías del presidente Dwight Eisenhower montado en un carrito que lo llevaba a través del campo donde jugaba, y desde entonces supe que se trataba de una diversión propia de presidentes y de millonarios segregados en clubes exclusivos; y cuando repaso los canales de televisión me detengo a veces, con aburrida curiosidad, en los torneos que se juegan en esos terrenos de tarjeta postal que parecen maquillados, con verdes colinas, suaves hondonadas, estanques plácidos y tranquilas arboledas, siempre bajo un soleado cielo azul.

            Pensé que difícilmente un ídolo de multitudes podría salir de la monotonía de los campos de golf, a lo Magic Johnson en el basquetbol, pero sucedió el milagro con la aparición de Tiger Woods, campeón absoluto de cuanto torneo existiera, cuya genialidad con el palo en la mano le creó una inusitada audiencia de televisión y una cauda de patrocinadores comerciales que pagaban por su imagen, lo que llegó a reportarle más de cien millones de dólares anuales. El mundo, además, se había vuelto al revés, porque se trataba de un negro de fe budista reinando en un plácido deporte de jugadores blancos.

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3 de marzo de 2010
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IV. Madiba

Igual que Mugabe, Mandela sufrió larga cárcel en castigo por su lucha en contra del régimen racista, porque Sudáfrica y Rhodesia eran los dos modelos de supremacía blanca en el continente africano, hasta que tuvo que ser liberado tras una de las luchas populares más heroicas y trascendentes de que el siglo veinte tuvo memoria, y fue electo en 1994 el primer presidente negro de su país por un período de cinco años. Mandela se encarnó en la conciencia de su pueblo oprimido como un líder natural, el Madiba, más allá de los votos, y pudo hacerse quedado en la presidencia todo el tiempo que hubiera querido, hasta hoy mismo, cuando ha llegado a los 92 años de edad, y habría seguido siendo el líder indiscutido del Congreso Nacional Africano, su partido.

Sin embargo, al término de su período decidió no quedarse un día más, y dio paso a la escogencia de su sucesor, renunciando a la reelección y abandonando el poder en la plenitud de su poder, y de su prestigio mundial. Se apartó con humildad, y en su cuenta no hay abusos de poder, ni actos de corrupción, ni discursos huecos, ni bufonadas, sino la visión de un hombre que quiso construir un país democrático y unido, más allá de las fronteras raciales, buscando la reconciliación con la minoría blanca para tener una sola y gran nación. Un estadista verdadero, que basó su sentido del poder en la ética, y en la lealtad a sus principios, el mismo cuando estaba en la cárcel que cuando estaba en el palacio presidencial.

La historia no recordará a Mugabe sino como un tirano corrupto, de los que hay muchos, que frustró un proyecto de nación y falseó la palabra liberación y la palabra revolución en el más abyecto de los sentidos, por mucho que llene las plazas de estatuas suyas, y las calles de carteles con su rostro. Mientras tanto Mandela es un símbolo universal de lo que podríamos llamar la santidad en la política.

La más valiosa de los figuras mundiales del siglo veinte, una figura ética por sobre todas las cosas, más allá de las estatuas que se alzan en su homenaje, muy a pesar suyo.

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26 de febrero de 2010
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III. El poder hasta la muerte

Mugabe, preso por diez años en las cárceles de Rhodesia, fue aclamado como un héroe nacional durante la lucha armada en contra del régimen racista, al que terminó derrotando en 1980 para crear la república de Zimbawbe y convertirse en el líder del país, primero como primer ministro y luego como presidente por los últimos treinta años tras sucesivas elecciones en las que no han faltado los fraudes electorales. A los 86 años de edad sigue sin querer apartarse del poder, y lejos ya de las hazañas de la lucha de liberación nacional, se sostiene gracias a a la represión brutal y a la lealtad de un partido corrupto, y en su haber se halla la destrucción de la economía, y el empobrecimiento cada vez mayor de la población.

Nunca he aprendido tanto sobre la historia contemporánea de Zimbawbe, de la lucha antirracista hasta su transformación en un país libre, y como todo comienza a descomponerse bajo la corrupción y la incompetencia bajo la mano de Mugabe, que leyendo Risa africana, el estupendo libro de memorias de Doris Lessing, premio Nóbel de Literatura, parte de la minoría blanca de ese país pero contraria a ella. No quiero establecer más paralelos, pero cuánto me recuerda Zimbawbe a Nicaragua.

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24 de febrero de 2010
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II. La historia, con los ojos abiertos

Las estatuas, generalmente huecas como se ve cuando son derribadas, hay que dejárselas a otros a quienes la historia olvidará junto con los monumentos que se hicieron levantar a sí mismos, como, digamos, Robert Mugabe, que aún continúa, ya anciano, aferrado a la presidencia de Zimbawbe, la antigua Rhodesia, el país gemelo a Sudáfrica en sus tribulaciones bajo el racismo, ambos con fronteras comunes.

A diferencia de la justicia, a la que se representa con los ojos vendados, la historia mantiene siempre los suyos bien abiertos y no se equivoca en sus juicios a la hora de escoger a quienes de verdad la hacen cambiar de curso, y entonces trasponen las puertas hacia el futuro, y se quedan en la memoria colectiva. Humildad, temple, perseverancia, visión de estado, sentido de la historia, de la reconciliación, del perdón, de la compasión.

No es fácil juntar todos estos atributos en una sola persona, y por eso es que los líderes de ese temple son tan raros. ¿Cuántos Nelson Mandela han existido en nuestro tiempo?

Las vidas de Mandela y de Mugabe son vidas paralelas, hasta que en determinado momento se separan abruptamente.

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19 de febrero de 2010
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I. Lejos de las estatuas

A Nelson Mandela no le vienen bien las estatuas. Ahora que se cumplen veinte años de la fecha en que el gobierno de Frederik de Klerk decidió poner fin a su cautiverio de 27 años, ya en la agonía del régimen del apartheid, han instalado una de tamaño enorme, realizada en bronce, en las afueras de la prisión de Drakenstein, cercana a Ciudad del Cabo; allí cumplió la última etapa de su condena tras ser trasladado desde el penal de Robben Island donde picaba piedras como el prisionero número 46664, habitante de una pequeña celda que se ha hecho tan famosa como él.

La estatua recuerda el momento en que salió de la prisión, con el puño en alto, el 11 de febrero de 1990, caminando hacia la libertad que era a la vez la libertad de todo un pueblo oprimido bajo uno de los sistemas más oprobiosos del siglo veinte. El apartheid establecía con todo detalle y lógica jurídica en las leyes el sometimiento de los negros, que eran la inmensa mayoría, bajo el dominio de la minoría de los blancos que habían ejercido su señorío sobre Sudáfrica a lo largo de trescientos años.

Demasiado grande Mandela para una estatua, cualquier que sea su tamaño, una grandeza que nace de su humildad que no se deja inmovilizar bajo ninguna pátina dorada.

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17 de febrero de 2010
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IV. Escritor hasta la muerte

En el balance de su vida, Tomás colocó al final la literatura por encima de su otra pasión visceral, el periodismo, aunque en sus novelas nunca abandonó el periodismo que quedó en el entramado de la narración. Un clásico de nuestras letras contemporáneas, maestro en el arte de borrar todo espacio o frontera entre la historia pública y la imaginación hasta crear una realidad paralela mucho más creíble que la realidad real, tanto así que inventó una historia de Argentina en La novela de Perón y en Santa Evita, que sobrevivirá a la de los libros de texto. Ningún otro triunfo mejor para una novelista que inventar la historia de su propio país.

"Tenemos que estar agradecidos por cada momento en que la historia nos deja en paz", dice Philip Roth en alguna parte. A Tomás la historia nunca lo dejó en paz, y agradecido, cargó a la Argentina a lo largo de toda su vida como en peso vivo, como si se tratara del cadáver mismo de Eva Perón. Era su destino latinoamericano. Un destino hasta la muerte, y un escritor hasta la muerte que nunca cejó en escribir porque era su oficio sagrado. Ya casi imposibilitado, siguió escribiendo sus lúcidos y siempre aleccionadores artículos, y cada vez que yo abría el diario en Managua los domingos y me encontraba su firma, era como si recibiera un mensaje suyo, estoy aquí, sigo vivo, sigo trabajando, lo haré hasta el último aliento.

Y así, escritor hasta el último aliento, siguió adelante tratando de terminar su última novela sobre el Olimpo, dictándola cuando ya no pudo con los dedos, sin dejarse nunca amedrentar por la muerte.

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12 de febrero de 2010
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III. Una iluminación feliz

La presencia de Tomás siempre fue una iluminación feliz para todos sus amigos, preocupado por la suerte ajena, siempre con algún libro cuya lectura recomendar, y con algo nuevo y deslumbrantemente divertido que contar, dueño de eso que yo llamaría una maledicencia edificante, unas historias en las que, igual que en sus novelas, nunca se sabía donde comenzaba la mentira y donde terminaba la verdad, pero nunca faltaba la risa.  Una presencia transparente la suya alejada de las mezquindades que suele teñir el oficio literario, generoso con los más jóvenes y generoso con sus pares como cuando, ya bajo los estragos del mal que se lo ha llevado, y venciendo todas las dificultades de un viaje así, voló desde Buenos Aires hasta México para estar presente en la celebración de los ochenta años de Carlos Fuentes.

 Hasta que la enfermedad lo fue inmovilizando pero nunca dejó de contestar los mensajes electrónicos, por mano suya o por la de alguno de sus hijos, siempre fiel hasta el final al gentil deber de la correspondencia como todo un caballero antiguo, mensajes suyos en los que nunca declinó el ánimo, ni perdió el optimismo ni el entusiasmo por la vida. "Le he dicho a los médicos que quiero calidad de vida y no cantidad de vida", me escribió.

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10 de febrero de 2010
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II. Complicidades y alegrías

Pasaron años sin que Tomás y yo volviéramos a vernos, hasta que nos encontramos otra vez en Buenos Aires en 1998, diez años después, para la Feria del Libro cuando se presentó mi novela Margarita está linda la mar, que había ganado la primera convocatoria del Premio Alfaguara, con él entre los miembros del jurado; pero fue un encuentro muy fugaz porque Tomás regresaba a la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey donde estaba ahora enseñando.

            Es desde entonces cuando estuvimos lado a lado de cerca y de lejos, en proyectos, complicidades, alegrías y tribulaciones como la muerte trágica de su esposa Susana, que le descalabró en tantos sentidos la vida, encontrándonos en tantas partes del mundo, en New Brunswick, o en su apartamento de la avenida Pueyrredón en Buenos Aires ya de regreso para siempre en Argentina, o en mi casa  en Managua, cuando vino por una única vez en toda su vida a Nicaragua y ya no quedaban ni rastros de la revolución, compartiendo asientos en el Consejo Rector del Premio de Nuevo Periodismo Iberoamericano, en la junta directiva de la cátedra Julio Cortázar, en las sesiones anuales del Foro Iberoamericano. Largas jornadas en librerías de Madrid o Lisboa, largas sobremesas en México o en Sevilla, su voz de timbre tucumano convocando a la risa, llamadas sorpresivas desde lugares distantes, mensajes electrónicos como cartas, ahora que ya no se escriben cartas.

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5 de febrero de 2010
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I. La pasión de contar

Allá por comienzos de los años setenta cuando yo vivía en Costa Rica recibía puntualmente los paquetes de novedades que me enviaba desde Buenos Aires Fernando Vidal Buzzi, director de la Editorial Sudamericana, y entonces fue que me encontré por primera vez con el nombre de Tomás Eloy Martínez en la tapa de su novela Sagrado, que era la primera que publicaba y que años después,  cuando llegamos a ser amigos entrañables, él solía desechar con sonrojo a la primera mención porque la consideraba una novela en la que se había dejado seducir por las palabras más que por la pasión de contar una historia.

            Nunca nos vimos en mis visitas a Venezuela para los primeros años tan deslumbrantes de la revolución sandinista, cuando él dirigía el memorable Diario de Caracas,  pero sabía que detrás de las preguntas que sus periodistas me hacían cuando enviaba a entrevistarme, estaba su mano de exiliado de una dictadura militar que veía en los acontecimientos de Nicaragua la esperanza de que pudiera haber por fin en el continente un cambio genuino, lejos de los moldes ideológicos, cambio que al fin, por desgracia, no se dio, y tanto que lloramos los dos sobre aquella leche derramada cada vez que nos acordábamos.

            Nos conocimos en Buenos Aires en noviembre de 1988 cuando, en esa extraña escisión que me imponía mi cargo en el gobierno revolucionario, llegué para cumplir con una visita al presidente Raúl Alfonsín, y a la vez para estar presente en el lanzamiento de mi novela Castigo Divino, publicada también por Sudamericana, y que Tomás presentó una noche en el Centro Cultural Belgrano, con público del mundo político, las madres de la Plaza de Mayo a la cabeza, y del mundo literario, clara consecuencia de la propia dualidad de mis oficios.

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3 de febrero de 2010
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III. La palabra soberanía se borra por sí misma

El terremoto de Haití resquebraja las posibilidades de conseguir un gobierno estable y consolidar la existencia de un estado nacional, capaz de organizar la administración pública y de tener poder coercitivo. En semejantes circunstancias, la palabra soberanía se borra por sí misma.

El gobierno no ha podido siquiera, en estas condiciones trágicas, ejercer el control del aeropuerto internacional de Puerto Príncipe, en manos ahora de Estados Unidos, ya no se diga ejercer el control de la ayuda humanitaria. A los 8 mil soldados de la MINUSTAH se han agregado ya 10 mil más de Estados Unidos, que se quedarán cuanto sea necesario, según declaraciones de la Casa Blanca. Para Washington, además, les emigraciones masivas desde Haití son consideradas un problema de su propia seguridad nacional, y buscará evitar que se den nuevas avalanchas de expatriados hacia su territorio.

 Lo peor falta aún por venir, con millones de hambrientos, sin electricidad ni agua potable, sin viviendas, sin hospitales ni escuelas. Los reflectores fijados hoy sobre Haití se apagarán necesariamente, y las cámaras de televisión se irán reclamadas por otros asuntos sensacionales en el mundo. Toda ayuda humanitaria es temporal, y llegará un momento en que para los países que han acudido en auxilio de Haití se acabará la situación de emergencia. Pero el país seguirá impotente, inválido, destruido, y sin posibilidad ninguna de subsistir por sus propios medios. Ésta es una tragedia aún mayor, la del olvido.

Es entonces cuando habrá que escuchar a Haití, esa tierra doliente y sombría.

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29 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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