Sergio Ramírez
Cuando en marzo del año pasado el avión se alejaba de Puerto Príncipe para poner proa hacia el mar Caribe iluminado por los fuegos de la mañana, sentí, no sin melancolía, que dejaba atrás un territorio de sombras y desesperanza. Había pasado a lo largo de una semana empeñado en preparar un reportaje bajo encargo del diario El País de Madrid y Médicos sin Fronteras, dentro de la serie Testigos del Horror, y horror había encontrado suficiente al recorrer las calles desbordadas de gente en convivencia con las cloacas y los mares de basura, al visitar los mercados y los puestos callejeros de alimentos donde se venden tortas de lodo aderezadas con sal y margarina, y que es un alimento corriente de los más pobres entre los pobres en Haití, al visitar las escuelas derruidas por la vejez, los hospitales hacinados y mal equipados, las clínicas de MSF sembradas en medio de la miseria desolada donde los médicos y enfermeras hacían esfuerzos sobrehumanos por procurar salud a miles de visitantes cada día.
Hoy, tras la tragedia inconmensurable del terremoto pienso en Haití en medio de sus carencias, ya damnificado de antemano por décadas de injusticia y de pobreza, de dictaduras, la última de ellas la de la familia Duvalier, y de violencia, de corrupción, de anarquía, de golpes de estado, de proyectos mesiánicos, de intervenciones militares.