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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Grandes esperanzas

El fiscal especial contra la impunidad, Rafael Curruchiche Cucul, originario del Petén, una de las zonas más pobres y olvidadas de Guatemala, es cachiquel. Una rareza en un país donde los indígenas no suelen acceder a los cargos públicos descollantes. Se supone que su función es perseguir los delitos vinculados a “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, estructuras criminales o personas individuales”, sean funcionarios públicos o particulares.

Pero desde que asumió el cargo en 2021, nombrado por la fiscal general Consuelo Porras, su cómplice y mentora, Curruchiche se ha convertido en todo lo contrario de lo que dicta su mandato; actúa más bien como fiel protector de quienes se amparan en “el pacto de corruptos”.

 Pertinaz, faltando pocos días para la toma de posesión de Bernardo Arévalo, apeló ante la Corte Constitucional buscando impedir que asuma la presidencia, un intento final de consumar el golpe de estado institucional en el que no ha cejado por meses, retorciendo a su voluntad las leyes y abusando de su competencia.

La antropóloga de descendencia quiché, Irma Alicia Velásquez Nimatuj, de la universidad de Stanford, opina que Curruchiche “ha internalizado el racismo del sistema opresor, odiándose él mismo, despreciando sus orígenes”; y abusa de su poder porque teme que “el pacto de corruptos lo deseche cuando ya no les sirva”. Quedará entonces en la oscura tierra de nadie, despreciado por los suyos, y una vez que ya no es útil, despreciado también por los otros.

De entre los retos que Bernardo Arévalo debe enfrentar, este será, sin duda, el primero de todos: que las instituciones del estado destinadas a perseguir la corrupción, como la fiscalía, dejen de ser parte de la corrupción misma. Quitarle, así, dientes y garras al pacto de corruptos, y cerrar las puertas a la utilización del poder como un medio de enriquecimiento ilícito.

Su gran desafío será lograrlo dentro de los límites que le impone la democracia misma. Tiene la autoridad moral para pedir la renuncia de la fiscal Consuelo Porras, cabeza de la conspiración para proteger a los corruptos e impedirle a él mismo asumir la presidencia, pero no tiene la autoridad legal para destituirla, salvo si media una condena judicial por comisión de un delito. Y la fiscal se halla a la mitad de su segundo periodo de cuatro años, que no termina sino en mayo de 2026; es hasta entonces que podrá nombrar un sustituto, de una lista que debe presentarle una comisión de postulación.

 Dada la experiencia vivida en todos estos meses agónicos, desde su elección en segunda vuelta el 20 de agosto del año pasado, sabe que la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, sin bien terminaron allanándole el camino frente a los recursos arbitrarios interpuestos por la fiscalía,  se mostraron duales y vacilantes en sus actuaciones; y ahora tendrá que seguir lidiando con ambos tribunales, en la lucha por defender su presidencia de las agresiones que sin duda continuarán, en busca de minarla.

 Tiene frente a sí, entonces, no sólo los límites constitucionales de su poder presidencial, sino los que le imponen las circunstancias políticas en que asume el cargo, como cabeza de un partido nuevo y pequeño, Semilla, sin estructuras territoriales sólidas, y apenas 5 diputados en una Asamblea Nacional de 160 miembros; y los diputados que controlan la mayoría, han estado metidos en la trama conspirativa que trató de impedirle asumir la presidencia. Pero la paradoja es que con esas fuerzas deberá negociar acuerdos para lograr gobernabilidad.

 Deberá lograrlo sin hacer concesiones que contradigan sus enunciados políticos de transparencia, descabezamiento de la corrupción, avance social y afirmación democrática. Y sin enajenar, por la otra parte, la voluntad de quienes lo votaron con grandes esperanzas; mantener el respaldo de las fuerzas sociales que salieron a la calle a defender los resultados electorales legítimos, a la cabeza los cantones indígenas, que tienen su propia agenda de demandas seculares, desde los tiempos de la colonia.

Un diálogo diverso y constante, con los legisladores, los pueblos indígenas, los gremios patronales de la empresa privada, los sindicatos, las corporaciones profesionales, las comunidades, los municipios. El mayor de los peligros está en el aislamiento, y en el silencio y alejamiento burocrático. Y la relación crucial con las fuerzas armadas, sobre las que ha escrito un libro, Estado violento, ejército político.

Hay una tendencia natural a comparar a Bernardo Arévalo con su padre, Juan José Arévalo, electo en 1944 con el 85% de los votos, fruto de una revolución democrática, que contó con una amplia mayoría parlamentaria, y fue respaldado por los sindicatos obreros, lo que le permitió aprobar lo que entonces fue un hito en Guatemala, el Código del Trabajo. Tenía, además, en la jefatura del ejército al coronel Jacobo Árbenz, electo luego para sucederle en la presidencia, y con cuyo concurso pudo sofocar constantes rebeliones y asonadas militares.

 Las circunstancias que median entre ambos son muy diferentes, mucho más propicias las que rodearon al padre; pero el dominador común es la ambición por la modernidad democrática que, desde siempre, las fuerzas más oscuras, y tan feudales, han negado a Guatemala. Arévalo, el padre, enunciaba un “socialismo espiritual”, que el hijo expone como democracia social.

 En los cuatro años del periodo que ahora empieza, sin posibilidad de reelección, no puede exigirse a este Arévalo de hoy transformar la estructura social y económica de un país con alto índices de pobreza, secularmente sometido a estructuras injustas, y discriminatorias en contra de la mayoritaria población indígena, aherrojado por la corrupción, amenazado por la presencia del crimen organizado y con una frontera crítica con México, que bulle de narcotraficantes y de emigrantes ilegales en camino hacia Estados Unidos.

Pero con sentido común, voluntad de conciliación, y manteniéndose, sobre todo, fiel a sus principios éticos, decidido a frenar la corrupción, podrá demostrar que la democracia es posible, si es capaz de defenderla cada día. Predicar con el ejemplo, y cumplir con la palabra propia, parece una tarea simple, pero en Guatemala será una proeza.

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15 de enero de 2024
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Yo no olvido el año viejo  

En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios indígenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.

O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban -pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas-  venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia “El año viejo”, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo/Porque me ha dejao' cosas muy buenas/Mira/Me dejó una chiva, una burra negra/Una yegua blanca y una buena suegra…”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura que está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable  bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre “Opera del mondongo”.

No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.

Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.

Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de plátano soasadas, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.

Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.

Pero regreso a mis viejos años nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en León, cuando me hice novio de Tulita y la acompañaba al baile de gala del club social, ocasión en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestido de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprendí a bailar mientras ella sí era una virtuosa en la pista.

De la época de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir después de casarnos y nos quedamos por doce años, no me queda memoria de los fines de año, porque para las vacaciones de diciembre volvíamos a Nicaragua y las pasábamos en Masatepe. Allí estábamos cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterránea de 30 segundos que dejó 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y después por los incendios, con 20 mil muertos y un número similar de heridos, y el éxodo forzado de la población entera.

Por su cercanía con la capital, Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de año nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.

Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.

 

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3 de enero de 2024
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Escenografías de la memoria

 

Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que tenía mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.

En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y artículos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en América Latina, al menos desde principios del siglo veinte.

Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo  que mi padre vendía: colagogos hepáticos, jarabes de rábano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de kerosene El Capitán, y barras de jabón de lavar, más la infaltable balanza Toledo para pesar las mercancías.

Metido en aquel túnel del tiempo, comprobé que toda esa imaginería que regresaba a mi memoria era parte de mi dotación literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas románticos y su tipografía modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, señales a las que acudir, escenografías guardadas en la memoria.

 Había en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy plácida de la mujer del Tricófero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un pórtico neoclásico.

Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cartón a tamaño natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de smoking con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.

Esos productos comerciales, en la América Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categoría de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana latinoamericana, y actúan a manera de señales que comunican una identidad común, igual que las letras y la cadencia de los tangos y los boleros y de toda la música popular difundida por la radio y por las sinfonolas.

Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, químico y farmaceuta, inventor del jarabe tónico de zarzaparrilla.

El almanaque Bristol, fundado en el siglo diecinueve, conserva su renombre y sigue imprimiéndose, revolución digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y año nuevo.  Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tricófero de Barry y el jabón perfumado Reuter.

Todo un manual doméstico de sabiduría popular, que yo esperaba de niño cada año, traía el calendario de los santos, fiestas móviles y fechas de las témporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones climáticas para las labores agrícolas; el horóscopo y otros datos astrológicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo más buscaba en sus páginas, una tragicomedia gráfica en 8 cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.

Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El público decía “el hombre del almanaque Bristol”, igual que decía “el hombre del bacalao” al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsión de Scott; “el hombre de la avena Quaker”, el sonriente cuáquero bonachón, de peluca y sombrero, de la lata de avena; “el hombre de la Gillette” para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las había inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barbería.

Una sola marca, la más poderosa, pasa a sustituir al producto genérico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la “conciencia de marca”. Una Singer denomina a cualquier máquina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analgésico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sinónimo de calidad garantizada, y el consumidor se guía por “la cruz de Bayer”, el nombre escrito en cruz dentro de un círculo por todo emblema: “si es Bayer, es bueno”.

Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el último sol de la tarde, antes de que caiga la noche.

 

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20 de diciembre de 2023
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La otra Guatemala vuelve por la democracia

Bernardo Arévalo, un académico de tranquilo talante que se graduó como sociólogo en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y obtuvo su doctorado en antropología social en la Universidad de Utrecht, fue electo presidente de Guatemala el domingo 20 agosto de este año, y debe prestar juramento de su cargo el domingo 14 enero del año entrante. Un largo e inusual periodo de más de cuatro meses, propicio a la conspiración de que está siendo víctima, pues hay oscuras fuerzas concertadas para impedirle llegar a asumir el cargo que los electores le confiaron por una abrumadora mayoría de votos.

Que un académico que habla delante de los micrófonos como si se hallara en un aula de clases y no en un plaza pública, lejano a la demagogia y a los usuales actos de corrupción, sea el nuevo presidente de Guatemala, si acaso el golpe de estado continuo que le han montado termina fracasando, vendrá a resultar extraño. Lo común es lo contrario. El mejor antecedente del actual gobernante, Alejandro Giammattei, implicado él mismo en la conspiración para frustrar la presidencia de Arévalo, es haber sido jefe del sistema penitenciario, sucesor de Jimmy Morales, un mal cómico de la televisión; para no hablar de los generales sanguinarios que, como Efraín Rios Montt, profeta de la Iglesia Cristiana del Verbo, fueron juzgados por genocidio.

La marca del ejercicio del poder ha sido en Guatemala la violación constante del estado de derecho, el control espurio de las instituciones, el encarcelamiento de periodistas, como el caso de Rubén Zamora, director de El Periódico, la persecución contra jueces, fiscales, y procuradores de derechos humanos decididos a cumplir su papel legal, muchos forzados al exilio.

Y ese poder es manejado desde las sombras por una logia feudal unida por lo que se conoce como “el pacto de corruptos”, y tras la que se ocultan viejos oligarcas de horca y cuchillo, capos del crimen organizado, militares en retiro participes de represión en décadas anteriores.

Para que Arévalo no pueda asumir la presidencia han intentado toda suerte de artimañas escandalosamente burdas, usando como instrumentos a los fiscales Consuelo Porras y Rafael Curruchiche, y al juez penal Fredy Orellana, sancionados por el gobierno de Estados Unidos. Sus acciones han ido dirigidas a anular la personería jurídica del partido Semilla, que llevó como candidato presidencial a Arévalo; a anular los resultados electorales, mandando secuestrar urnas e intervenir al poder electoral, mientras la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia vacilan frente a estas maniobras o se prestan a ellas, una colusión de la que también es parte la cúpula del Congreso Nacional.

En estas condiciones, las posibilidades del presidente electo de prestar juramento serían nulas si no fuera porque la otra Guatemala, sometida y olvidada, ha venido en rescate de la democracia: los pueblos indígenas de ascendencia maya, quichés y cachiqueles, que representan el 60% de la población, victimas seculares de la opresión y la discriminación, y de campañas de exterminio como la que llevó adelante en la década de los ochenta el general Ríos Montt, cuando aldeas enteras fueron borradas del mapa con todos sus habitantes, enterrados en fosas comunes.

“Los 48 Cantones y las Autoridades Ancestrales de los Pueblos originarios y sus 22 representantes”, constituidos en “Asamblea de Autoridades de los Pueblos en Resistencia para la Defensa de la Democracia”, con sus “principales” a la cabeza, alcaldes de vara, consejos de ancianos y alguaciles, han bajado desde sus comunidades lejanas a la ciudad de Guatemala, han trancado las carreteras, han tomado las calles de manera pacífica y han organizado plantones frente a la fiscalía y los tribunales exigiendo que se respete la constitución del país; y han logrado sumar en su protesta a estudiantes, sindicatos, comerciantes de los mercados, y amplios sectores de la clase media.

Las autoridades ancestrales cuidan tradicionalmente de la paz y el bienestar de sus comunidades, del buen uso de las tierras comunales, protegen los bosques y las fuentes de agua, y se ocupan de la limpieza y ornato de calles y cementerios; pero en años recientes han sido protagonistas de campañas de resistencia ante leyes que atentan contra el medioambiente, o que pretenden eximir a los militares responsables de genocidio. Y ahora se han levantado en defensa de la democracia, reclamando que se reconozca el triunfo del presidente electo, y que se destituya a los funcionarios judiciales que se prestan al juego del “pacto de los corruptos”.

“Hordas de indios salvajes que han bajado a tomarse la capital”, dicen los voceros de las organizaciones de extrema derecha, parte del “pacto de corruptos”. El alcalde de la comunidad Juchanep, quien representa a los 48 Cantones indígenas, empuña la vara de mando que representa su autoridad, y no vacila en responder: “nosotros estamos aquí por una obligación moral, no representamos poder, representamos autoridad…y no permitiremos que Guatemala caiga en un gobierno de facto, en una imposición”.

Si el 14 de enero el presidente electo Bernardo Arévalo logra asumir el poder que el pueblo le otorgó en las urnas, como debemos confiar que así sea, será porque la otra Guatemala, la de los cantones indígenas, ha resistido, sin poder, pero con autoridad.

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7 de diciembre de 2023
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Los pliegues ocultos de la dulce cintura de América

 

El nombre científico del banano es musa paradisiaca. Una musa que se pudre si le faltan los cuidados adecuados, desde que el racimo es cortado de la mata, es transportada luego por barco en bodegas refrigeradas, y necesita de cámaras de maduración hasta que llega a los supermercados.

Sam Zemurray era un inmigrante judío de Besarabia que a los 18 años compraba en el puerto de Nueva Orleans los bananos que llegaban de Honduras pasados de madurez, para fabricar vinagre, y se le ocurrió que el mejor negocio estaría en cultivarlos. A los 21 años había hecho suficiente dinero como para comprar un vapor viejo en el que viajó a Honduras en 1910, y adquirió 20 kilómetros cuadrados de tierras junto al río Cuyamel. A su regresó contrató a una partida de mercenarios encabezados por dos personajes de película, Guy “Machine” Molony y Lee Christmas, para que armaran una tropa que ayudara a volver al poder al general Manuel Bonilla, quien vivía exiliado en Nueva Orleans tras haber sufrido en 1907 un golpe de estado.

Una vez reinstalado Bonilla en el palacio presidencial en Tegucigalpa, Zemurray fundó la Cuyamel Fruit Company que recibió exención de todo tributo fiscal, y autonomía en sus operaciones bananeras. A partir de entonces Zemurray pasaría a ser conocido como el todopoderoso Banana Man.  Un diputado, decía, resulta más barato que una mula.

Los hermanos Giuseppe, Félix y Luca Vaccaro, inmigrantes de  Sicilia,  empezaron importando cocos en 1899 desde el puerto de La Ceiba, otra vez Honduras, para crear en 1906 la empresa Vaccaro Brothers, dedicada también al banano, gracias a la generosa concesión que les otorgó el mismo general Manuel Bonilla. Y se dedicaron también a la producción de hielo para refrigerar los barcos de transporte. En 1924 crearon la Standard Fruit Company, la gran rival de la United Fruit, fundada en Costa Rica, con la que competían por el control del hielo, y terminaron triunfando porque acapararon todas las hieleras en Nueva Orleans, con lo que Giuseppe pasó a ser conocido como el Ice Man.

William Sydney Porter, cuyo nombre de pluma es O’Henry, estaba empleado como cajero del del First National Bank en Austin, cuando en 1895 fue acusado de desfalco. En la víspera del juicio huyó en un barco de carga que salía de Nueva Orleans hacia el puerto de Trujillo, Honduras, y allí escribió la novela De coles y reyes.

En el libro, Trujillo pasó a ser Coralio, y Honduras la república de Anchuria, y fue en esas páginas donde O’Henry acuñó el término “república bananera”: “en esos tiempos teníamos tratados con casi todos los países extranjeros excepto con Bélgica y aquella república bananera de Anchuria…”, dice el narrador.

El cónsul de Estados Unidos en Honduras, en arranque se sinceridad, escribía en 1917: “…el territorio controlado por la Cuyamel Fruit Company es un estado en sí mismo, dentro de otro estado…alberga a sus empleados, cultiva plantaciones, opera ferrocarriles, terminales, líneas de vapores, sistemas de agua potable, plantas eléctricas, comisariatos, clubes…”

La historia, que se repite en Centroamérica con aterradora constancia, ha quitado preeminencia al banano, y le ha dado la compañía de diversas agroindustrias, y concesiones mineras a cielo abierto que envenenan los ríos, acaparan el agua, y convierte en páramos los bosques. Pero el reinado supremo es del tráfico, que significa compra de diputados, jefes de policía, generales de cinco estrellas, ministros y presidentes de la república, para asegurarse la impunidad y controlar vías de transportes, pistas aéreas, puertos marítimos y aduanas. Y así hemos pasado de la república bananera al narcoestado.

Es lo que nos cuenta Carlos Dada, fundador del periódico digital El Faro en El Salvador, con prosa de novelista y rigor de cronista, en Los pliegues de la cintura, editado por Libros del K.O, y que presentamos recientemente en Madrid.

En tres de las crónicas se desnuda la intimidad del poder político en Honduras, la vieja república de Anchuria de O’Henry, con el crimen organizado: según testimonio del jefe de la banda de narcotraficantes los Cachiros, Devis Leonel Rivera Maradiaga, preso en Estados Unidos, los presidentes Porfirio Lobo y Juan Orlando Hernández, recibieron cuantiosos sobornos a cambio de facilitar las operaciones de la droga. Lobo se libró de ser juzgado en los tribunales federales, no así su hijo Fabio, que cumple condena en una cárcel de Nueva York, adonde fueron a dar luego Juan Orlando Hernández, aún bajo juicio, y su hermano Tony, diputado, condenado a cadena perpetua.

En todos las demás crónicas de Dada aparece esa Centroamérica tan actual y tan antigua de las soberanías nacionales cedidas en almoneda al mejor, o al peor postor; la corrupción que todo lo corroe, el asesinato político que ha tenido por víctimas tanto a un arzobispo hoy elevado a los altares, monseñor Romero de El Salvador, como a Bertha Cáceres, una dirigente dela etnia lempa muerta a tiros por oponerse a las explotaciones mineras en Honduras; el genocidio contra los pueblos indígenas en Guatemala; las masacres campesinas de el Mozote en El Salvador, la represión despiada contra los jóvenes en las calles de Nicaragua en 2018.

Los pliegues ocultos de “la dulce cintura de América” del Canto General de Neruda.

 

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1 de diciembre de 2023
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Voces entre el ruido

 

En estos días de tanto ruido y tantas voces que se alzan opuestas, sin escucharse unas a otras, cuando todos tomamos partido a muerte desde que ocurrieron los actos de odioso terrorismo ejecutadas por Hamas en contra de pobladores israelíes indefensos, seguidos, como respuesta, por el castigo indiscriminado y cruel en contra de la población civil de Gaza, trato de poner el oído en tierra y escuchar a los que nadie escucha, judíos y árabes que piensan que, pese a todo, el entendimiento y al convivencia deberían ser posibles y que la guerra, lejos de representar una salida, no es sino entrar de vuelta en el mismo túnel sin fin.

“Estos ciclos de violencia no tendrán vencedores sólo derrotados. Es estremecedor. Y el que no sea derrotado militarmente acabará siéndolo moralmente”, me escribe desde Tel Aviv mi viejo amigo Shlomo Ben Ami, historiador y diplomático, por años empeñado en las negociaciones de paz, entre ellas la de Camp David en 2000.

Mucho abundan las opiniones y análisis sobre el conflicto, y más abundan las tomas de posiciones. No agregaré otros. Estas voces en las que me busco entre tanta disonancia ruidosa son extrañas porque llaman al entendimiento y la cordura, cuando pareciera que no hay más que espacio para el enfrentamiento, y que la escalada es inevitable. Ojo por ojo, diente por diente.

Daniel Barenboim, el gran director musical judío que junto con el escritor palestino Edward Said creó la orquesta West-Eastern Divan con jóvenes de ambos pueblos, escribe: “no hay justificación para los bárbaros actos terroristas de Hamás contra civiles, incluidos niños y bebés…pero el siguiente paso es, por supuesto, la pregunta: ¿y ahora qué? ¿Nos rendimos ante esta terrible violencia y dejamos “morir” nuestra búsqueda de la paz, o seguimos insistiendo en que debe y puede haber paz?”

“Estaba lamentando los asesinados por Hamás cuando me vinieron a recordar la situación de Palestina”, escribe la novelista de origen marroquí Najat El Hachmi. “Reconocí al instante este mecanismo de la dialéctica bélica: no llores nunca los muertos del enemigo. ¿Pero cómo va a ser el enemigo una gente que estaba en una fiesta? ¿Una niña llena de vida? ¿Una turista alemana? ¿Una anciana que sacan de su casa antes de incendiarla?”

 Admiro al escritor David Grossman por su vida, por su consecuencia valiente, y por su obra literaria; su hijo Uri murió en 2006 en un combate durante la segunda guerra del Líbano, y el dolor no lo hizo belicista. Ahora su firma encabeza un manifiesto de intelectuales y académicos israelitas dirigido a la izquierda en el mundo, a aquellos que se niegan a condenar, o justifican, los actos terroristas cometidos por Hamas, e incluso los celebran: “no hay contradicción entre oponerse firmemente a la subyugación y ocupación de los palestinos por parte de Israel y condenar inequívocamente los brutales actos de violencia contra civiles inocentes”, les recuerdan.

 Otro gran escritor judío, a quien admiro también, Amos Oz, no dejó de hablar un solo día, hasta su muerte en 2018, de la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, aún en medio de los conflictos más sangrientos. Al recibir el premio Goethe en Alemania en 2005, dijo que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.

 Y no se puede entender al otro sin compasión. “La humanidad es universal y el reconocimiento de esta verdad por ambas partes es el único camino. El sufrimiento de personas inocentes en ambos bandos es absolutamente insoportable”, insiste Barenboim. Y Edit Bruck, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, adonde fue llevada de niña con sus padres y sus hermanos, nos dice con iluminada lucidez a sus 92 años: “soy judía, defiendo a Israel…todos esos niños, jóvenes inocentes, mujeres asesinadas, es algo espantoso, una barbarie …”. Pero agrega: “la venganza, la revancha, no sirven de nada, solo empeoran la situación”.

He querido rescatar estas voces entre el ruido que no nos deja oírnos, cuando las cerradas alineaciones políticas o ideológicas, como nos recuerda el manifiesto encabezado por David Grossman, nos hacen perder el sentido de humanidad, y el dolor humano, según de donde venga, nos empieza a parecer ajeno.  Justificamos la crueldad, o la olvidamos, cuando se ejecuta en nombre de la causa con la que nos identificamos, porque el dolor del que consideramos del lado enemigo, aunque sea un niño, deja de ser dolor. Es una manera atroz de compartimentar los sentimientos, y una manera, abierta o solapada, de odiar.

Cuando llegamos al punto de escoger a las víctimas que merecen nuestra compasión, hemos quedado moralmente tuertos. Si el niño judío asesinado en el kibutz no nos conmueve igual que el niño palestino que agoniza en el hospital de Gaza, herido en los bombardeos indiscriminados, hemos quedado tuertos y pronto quedaremos moralmente ciegos.

Hay que defenderse de quienes pretenden arrebatarnos la capacidad de compadecernos de las víctimas, nos recuerda Najat El Hachmi. Las víctimas no tienen bando.

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25 de octubre de 2023
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La piedra de la locura

 

Esta historia puede comenzar con una escena de esas de folletín patético donde el padre desobligado, ausente siempre de la vida familiar, un rudo chofer de autobuses, maltrata al hijo al punto de levantarlo a golpes del sillón donde ve la televisión, y la madre, en lugar de ponerse del lado de su vástago humillado se convierte en cómplice de esos maltratos.

Ya adulto, el personaje se ha convertido en un solitario empedernido. Llega a tener su primera novia a los 47 años, una cantante de cumbia algo avejentada a la que conoce por Instagram, Daniela Mori, cinco años mayor, y cuyo tema “Endúlzame que soy café” había sonado tiempo atrás en la radio. Pero ella lo deja a los seis meses.

Cuando se le muere de cáncer su mastín inglés “Conán”, su único amigo, y su hijo, descubre que a través de una médium puede comunicarse con el espíritu del perro, y traspasar así la puerta iluminada hacia la otra dimensión, donde dialoga también con otros muertos ilustres, Murray Rothbard, por ejemplo, fundador del anarco capitalismo, o la filósofa Ayn Rand, autora de “La virtud del egoísmo”. Y hasta con Dios mismo habla. Ya antes había visto a Dios, pero aún no entraban en conversación. “Yo vi tres veces la resurrección de Cristo, pero no lo puedo contar, dirían que estoy loco”, declaró una vez.

La médium clarividente es su propia hermana, Karina, solterona como él, dotada de poderes esotéricos.  No cualquiera puede convencer a Dios para que acepte ser parte de un chat a través de los planos astrales.  Y Dios le comunica a su elegido, como un día lo hizo con Moisés, que tiene que ponerse a la cabeza de su pueblo para llevarlo a la tierra prometida. No debe detenerse hasta alcanzar la presidencia de Argentina.

Y está a punto de conseguirlo. Es Javier Milei, ojos centelleantes de furia y abundante cabello despeinado como una estrella caduca de rock, lo que le ha ganado el apodo de “El Peluca”. En lugar de las tablas de la ley lleva en las manos una motosierra encendida, para cortar y recortar todo hasta arrasar el bosque, tumbar el Banco Central, el Ministerio de Educación, el Ministerio de Cultura, y sobre esa tierra yerma construir el paraíso, o importarlo: “si me dan 20 años, podemos ser como Alemania y si me dan 35, como Estados Unidos",  grita en los mítines y en los platós de televisión, con lo cual nos avisa que sus planes de quedarse en el poder son muy a largo plazo, como ocurre en nuestros pagos latinoamericanos con los caudillos que se suben a las tribunas para no volver a bajarse, lleven peluca o no.

Subió de joven a los escenarios de barrio como cantante de la banda de rock que él mismo creó, cuando interpretaba sus propios temas, pero, sobre todo, hacía “covers” de los Rolling Stones. Y en 2019, ya aspirante presidencial, actuó en la pieza escrita por él mismo “El consultorio de Milei”: Sucalesca, el personaje, tiene problemas con sus finanzas, y acude a un consultorio de economía  atendido por el propio Milei, quien le explica que la razón de sus males son los economistas fracasados y los políticos corruptos; y la obra arranca con un tema punk rock: “a la mierda los malditos empresarios / A la mierda sodomitas del capital / basta de basura keynesiana / ha llegado el momento liberal...”

Proclama su adhesión sin condiciones a la venta libre de armas y al tráfico de órganos, sólo un mercado más, y sobre la venta de niños opina que "quizás de acá a 200 años se podría debatir". El estado no es sino un pedófilo suelto en un jardín de infantes, los impuestos son una rémora de la esclavitud, y entre el estado y la mafia prefiere la mafia porque tiene reglas y cumple. Y una empresa que contamina un río, ¿dónde está el daño?, reza su credo libertario. En su partido La Libertad Avanza, figurar en las listas de diputados tiene un precio en dólares.

¿Cuándo se volvió Argentina un país de los trópicos bananeros, donde hablar con los muertos, o resucitarlos, es un lugar común, porque lo asombroso no causa asombro, la brujería reina en los palacios presidenciales donde se incuban las más tenebrosas quimeras, y la piedra de la locura brilla incrustada en la frente de los tiranos delirantes?

Habría que irse a los tiempos de José López Rega, el oscuro cabo de policía que se convirtió en consejero áulico de la presidenta Isabel Perón, todopoderoso ministro de Bienestar Social que era a la vez jefe de la banda secreta la Triple A, responsable de decenas de muertes y desapariciones,  y experto en la macumba, la umbanda y el candomblé, astrólogo que leía los arcanos en el zodíaco y percibía la Luz Divina en las radiaciones de los planetas, como se muestra en su obra maestra “Astrología esotérica (secretos develados)” de 1962.

Frustración, desesperación, lo que sea, ganas vengativas de arrasar el bosque, pero los votantes se disponen a elegir a Milei, motosierra en mano. Y por lo que se ve, el espíritu de Conán correteará libremente por la Casa Rosada.

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11 de octubre de 2023
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Para leer Allende y el museo del suicidio

Cuando ocurrió el golpe de estado contra Salvador Allende en septiembre de 1973, yo vivía en Berlín, becado como escritor por el programa de artistas residentes, y participé en la red que se organizó de manera espontánea para recibir y apoyar a los chilenos que llegaban exiliados a Europa. Entre ellos recuerdo particularmente a dos, porque nos hicimos amigos para siempre, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman.

Antonio había ganado ya para entonces el premio Casa de las Américas en La Habana con su libro de cuentos Desnudo en el tejado, y Ariel era famoso por el libro escrito a dos manos con Armando Mattelart, Para leer al pato Donald, del que se habían hecho decenas de ediciones y traducciones.

Antonio se quedó a vivir en Berlín, y Ariel iba y venía por distintos países, buscando concertar a los exiliados, y mantener vivos los vínculos entre los miembros de su partido, el MAPU, un desprendimiento de la juventud del partido demócrata cristiano hacia la izquierda sellado en 1969. Por esos afanes suyos aparecía en Berlín para desaparecer a los pocos días, y como para entonces se había fincado en Ámsterdam, lo llamábamos el holandés errante. Tenemos la misma edad, porque nacimos ambos en 1942, y por allí comienzan nuestras afinidades.

Ahora, a los cincuenta años del golpe, Galaxia Gutenberg publica una novela de Ariel que bien podemos llamar conmemorativa, Allende y el museo del suicidio, con el subtítulo “una historia de amor y muerte”, que no sé si es agregado de la propia editorial.

Un extraño personaje, ubicuo y misterioso, Joseph Hortha, un tycoon de los de Wall Street, se propone abrir en Estados Unidos un museo dedicado a los suicidas famosos de la historia, y quiere que la última de las salas esté dedicada a Salvador Allende. Pero primero es necesario determinar si realmente se suicidó, o fue muerto por los militares que perpetraron el asalto a La Moneda.

Hortha encarga la tarea de investigación de los hechos al propio Ariel, que en la novela entra en carne y hueso, lo mismo que entra su esposa Angélica, a quien toca cumplir también un papel no menos novelesco. Y es aquí donde se abre un relato paralelo. Una galería de puertas que se abren constantemente de la realidad hacia la ficción. El autor nos va contando su propia historia, y al mismo tiempo la historia de Chile en tiempos convulsos cuando se da por fin al triunfo de Allende a la cabeza de la Unidad Popular; y, de por medio, las dilucidaciones tan tirantes, y amargas, entre los jóvenes a la hora de escoger los caminos, lucha electoral, o lucha armada.

La tensión del relato se establece entre Joseph Hortha y Ariel Dorfman, ambos como personajes. Ahora sabemos que Allende realmente se suicidó, porque así se ha comprobado mediante los estudios forenses, contrario a la versión difundida a partir del discurso de Fidel Castro del 28 de septiembre de 1973, en La Habana, donde daba por verdadero que el presidente había muerto combatiendo con el fusil que él mismo le había obsequiado. Para la izquierda revolucionaria este era entonces un asunto ontológico, muerte en combate, o suicidio. Y el suicidio no era heroico.

Pero esa verdad no estaba entonces determinada, y queda fuera de la novela, que de todas maneras precisa de la duda acerca del hecho para que pueda progresar, porque su dinámica depende las indagaciones que Ariel, el personaje, debe hacer por cuenta de Hortha, su personaje. Y la novela gana su impulso al convertirse en un thriller en el que hay testigos duales, otros huidizos, una trama indagatoria que nos permite ir conociendo los entretelones del golpe de estado, y nos introduce en las interioridades de la vida del propio Allende, en el drama que es su caída, y en la tragedia que sobreviene, asesinados, desaparecidos, exiliados.

Una novela que es también una elegía que en su treno doliente, y nostálgico, exalta la figura de Allende como héroe moral de una generación, y que es, sobre todo, el héroe personal de Ariel Dorfman, el “Chicho” de los humildes y desposeídos, el médico humanista convertido en político que creyó posible la transformación social de su país por medio de los instrumentos democráticos, y dentro del marco de la constitución; un ideal que, ya se vio, los halcones  del gobierno de Nixon, el doctor Kissinger a la cabeza, estaban lejos de compartir, como tampoco lo compartían ni Pinochet ni la cúpula militar de Chile, ni la derecha recalcitrante que incitó abiertamente el golpe, en un país donde, medio siglo después, la polarización de entonces parece hoy más exacerbada.

Esta es una novela de múltiples caminos que se cruzan y entrecruzan, y donde el lector sube y baja por distintos pisos, entrando y saliendo de los diversos planos que abre, historia patria, autobiografía, testimonio, crónica, relato periodístico, relato policiaco, todo lo cual, visto de conjunto, viene a ser la novela en el mejor sentido cervantino. Allende y le museo del suicidio es el todo y es todo, un artefacto imaginativo para entender las ocurrencias de la historia, y aprender a leer la realidad a través de la ficción.

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12 de septiembre de 2023
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Otra puerta cerrada

He visto la fotografía que circula en las redes del padre Adolfo López de la Fuente asomándose a la puerta de la casa comunal de los jesuitas, donde vivía en Managua. Ahora, a sus 98 años, lo han expulsado de allí. Aparece como yo lo recuerdo, junto a esa misma puerta, en su papel de portero voluntario de la casa Guadalupe, situada dentro de los predios de la Universidad Centroamericana. Tras la confiscación de la universidad, acusada de terrorismo, los expulsaron a todos bajo fuerza policial.

Venía a abrir la puerta, la pequeña cruz colgando del cuello de la guayabera gastada de tanto lavarla, la barba cana, los ojos alertas tras los gruesos lentes; sonreía al verme, y casi siempre callaba. No sé si su oficio de portero se lo había impuesto él mismo, o era parte de sus obligaciones, asignadas por la comunidad. Fernando Cardenal me contaba que en la casa de los jesuitas en Medellín, uno de sus deberes era salir a comprar el pan del desayuno todas las mañanas.

Tulita, mi esposa, que trabajó cerca del padre César Jerez cuando fue rector de la universidad, y que vivía él mismo en la casa Guadalupe, recuerda que cada uno de los curas recibía su mesada, una suma modesta de dinero para sus gastos personales. Cigarrillos para quien fumara, una entrada al cine para quien quisiera ir al cine. Tengo en la memoria esa casa de Guadalupe, un tanto escondida del tráfago del campus jesuita entre árboles, amoblada con mecedoras, de las que en Nicaragua llamamos “sillas abuelita”, un pequeño televisor, un comedor como de pensión de barrio. Una casa de hombres solos y hacendosos, nadie diría que llena de eminencias académicas, con dos y tres doctorados, investigadores científicos, teólogos, sociólogos, historiadores. Humanistas.

El padre Adolfo, por ejemplo, ese que abría la puerta. Nacido en Neguri, Bilbao, estudió matemáticas e ingeniería, se especializó luego en malacología, autor del libro Moluscos de Nicaragua (Bilvalvos). Defensor de la biodiversidad, se opuso a la fallida construcción del canal interoceánico, porque devastaría la riqueza del Gran Lago, elaboró un conjunto de mapas que detallan la radiación solar en Nicaragua, 25 años consagrados a estudiar el tema.

Nunca estudié con los jesuitas. Me bachilleré en un colegio de secundaria laico, y fui a estudiar derecho a la Universidad Nacional en León, laica por excelencia, bajo el rectorado de un liberal humanista, Mariano Fiallos Gil. Los Somoza apoyaron la creación de la Universidad Centroamérica en Managua, para neutralizar a la de León, cuyo lema, creado por el rector Fiallos, era “A la libertad por la Universidad”. Pero muy pronto la de Managua se volvió un foco de agitación estudiantil igualmente candente, luego un centro irradiador de la teología de la liberación, y en abril de 2018 un refugio para los jóvenes perseguidos a muerte, bajo el valiente rectorado del padre José Idiáquez, quien vive desterrado en México.

Cuando me cerraron las puertas de mi propia alma mater, la Universidad Centroamérica me abrió las suyas, y fui acogido como si me hubiera graduado allí. La mejor universidad del país, la más abierta, la más libre, cuando todas las universidades públicas habían caído bajo el yugo monocorde de la arcaica ideología oficial.

Empecé a conocer a los jesuitas a través de Fernando Cardenal, hermano de Ernesto Cardenal, curas los dos, y con quienes conspiré para el derrocamiento de Somoza. Los castigó Roma suspendiéndoles ad divinis sus votos, y Fernando tuvo que hacer de nuevo el camino desde cero, como novicio, para ser readmitido en la orden, el primero caso en la historia de la Compañía de Jesús. A Ernesto el papa Francisco le devolvió su condición de sacerdote secular, poco antes de su muerte.

Fernando, igual que muchos jesuitas, proclamaba la teología de la liberación, en auge en América Latina en la segunda mitad del siglo pasado, convertida en los setenta en uno de los puntales ideológicos de la revolución sandinista, y en fuente de conflictos dentro de la iglesia, cuando al llegar al papado Juan Pablo II se declaró en contra de sus postulados.

Cercano fue también para mí el padre Cesar Jerez. Guatemalteco, nacido en el pueblo indígena de San Martín Jilotepeque, estudió teología en Frankfurt y obtuvo el doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Chicago.

Un idealista maduro y centrado, pero inflexible en su convicción ética, no se concebía a sí mismo sino al servicio de la transformación social. Un gran conversador, con un agudo sentido del humor. “Hay gente de la oligarquía en Guatemala que se extraña de que un indio sanmartineco como yo, hable alemán y hable inglés” se reía, gozoso.

Inolvidables y ejemplares Xavier Gorostiaga y Amando López, rectores también de la universidad, Amando asesinado brutalmente en San Salvador por el ejército en 1989, junto con otros cinco sacerdotes de la orden. Y el padre Álvaro Argüello, que creó de la nada el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, donde queda, librada a su suerte, la colección documental más importante del país. Nada menos que su memoria. Otra puerta cerrada al humanismo. Un país de puertas clausuradas. Se cierran puertas, el ruido se desvanece, y solo queda la oscuridad.

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4 de septiembre de 2023
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Dictadores con cara de palo

En El otoño del patriarca, el dictador arquetípico de García Márquez, que no tiene nombre ni edad, asiste, oculto en el palco presidencial, a un recital de gala ofrecido por Rubén Darío; y, embelesado ante la cascada sonora de los versos de La marcha triunfal, exclama: “¿cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con la que se limpia el culo?”

 Esta escena imaginaria es una ocurrencia dentro de la novela, porque los tiranos que hemos padecido, y aún padecemos en América Latina en la era postmoderna, ni leen libros ni pierden el tiempo en recitales de poesía. Son, a sus ojos, ocupaciones deleznables.

O, corrijamos: el dictador de García Márquez, al ser arcaico, pertenece a esa especie ya extinta de los tiranos ilustrados que habían leído La nueva Eloísa, y El espíritu de las leyes, y se sintieron atraídos por el mundo sonoro de los poetas modernistas, para volverse luego señores de horca y cuchillo, fieles creyentes de que el poder se conserva a cualquier precio. Y para siempre.

Stalin, aún hoy con muchos devotos en el trópico, que rezan ante su altar, mantenía el ojo fijo sobre los escritores y artistas porque los consideraba peligrosos por naturaleza, y vigilaba que se atuvieran a la obligación de contribuir a la construcción del nuevo hombre soviético, como si se tratara de albañiles. Y como tenía ínfulas de juez de las artes y las letras, asistía a los estrenos teatrales y musicales, oculto en un palco, como el patriarca de García Márquez, y él mismo escribía en Pravda las críticas, bajo seudónimo. Fue así como se largó un furibundo artículo contra la ópera de Shostakovich, Lady Macbeth de Mtsensk, que puso al compositor en la lista negra de enemigos del proletariado.

Pero, volviendo a la lectura, nunca imaginaría a Pinochet, a Videla o a Stroessner, en su tiempo, o ahora a Maduro, a Diaz Canel, o a Ortega, metidos en la cama con un libro abierto hasta pasada la medianoche, ni cerrándolo con un golpe airado, para levantar entonces el teléfono y llamar al jefe de los esbirros ordenándole capturar al escritor díscolo que le ha quitado el sueño, el que al día siguiente será encerrado en una celda de castigo, acusado de incitación al odio, de subvertir el orden público, o de traición a la patria.

En cambio, no hay duda de que leen con fruición los partes de la policía secreta, que enlistan las actividades subversivas, donde da igual el informe de un infiltrado en un grupo opositor, que delata conspiraciones falsas o reales, o el dictamen de un párrafo donde un burócrata de tercera línea llama la atención sobre un libro, no por su contenido de denuncia política, sino por su irreverencia contra el poderoso, burlas o sarcasmos juzgados intolerables.

Los libros, como tales, les preocupan poco, y el hecho mismo de escribirlos no es sino una excentricidad. Un tuit, lo saben bien, es mil veces más peligroso que un libro.

Las ideas políticas se quedan en el encierro de la página y de las exiguas tiradas que cogen polvo en los estantes de las pocas librerías.

Excepto que el burócrata anote en el parte que el autor se burla del tirano, o de su familia, o se hace mofa de su poder. Porque el dictador carece de todo sentido del humor, y entonces se trata ya de un agravio personal que reclama venganza. Cárcel, o exilio.

El silencio que una tiranía impone no permite los ecos de la risa en la caverna. El dictador no aceptará nunca que es un personaje risible. El poder absoluto tiene cara de palo. Sólo sonríe, apenas, ante la adulación.

En este caso, se vuelve al modelo clásico del tirano iletrado. Lejos de las manías ideológicas de Stalin, Somoza, que no pretendía más que enriquecerse mandando, se preciaba de su sentido del humor, buen contador de chistes procaces que era; pero humor no tenía ninguno, porque no aguantaba las bromas a sus costillas en los periódicos, ni en prosa ni en verso, y a los graciosos los mandaba a secuestrar a medianoche para ponerlos, en calzoncillos, al otro lado de la frontera, condenados al destierro por burlarse de la suprema autoridad.

Esta es la ofensa más grave, la que daña la vanidad, el orgullo, o la suficiencia del tirano, porque cuando no s ele toma en serio, pierde el equilibrio. Si lleva el pecho cuajado de medallas, es porque se las merece todas. Si los textos de historia están llenos de sus hazañas de guerra, es porque se trata de hechos reales, no de invenciones. Se merece la posteridad, y vive en ella, y si alguien juzga sus glorias como una bufonada, comete delito de lesa majestad.

Ese es el escritor peligroso, no el que incluye en una novela una parrafada retórica contra las satrapías del tirano, sino el que exhibe sus extravagancias y sus manías, ridiculiza las falsedades de su discurso redentor en contraste con la opulencia de la corte, desentraña la corrupción que crea el estamento de los nuevos ricos a la sombra de su poder, desnuda a los aduladores, y retrata a los serviles.

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21 de agosto de 2023
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