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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Sangre, sudor y lágrimas: las nuevas fragancias

Una delicia de artículo. Un asco de noticia. La periodista Claudia del Águila, de la sección Vanitatis del sitio “El Confidencial”,  revela una nueva moda: perfumes con olor a sangre humana, a muerto, a secreciones vaginales, a cerdo, a sudor, a queso azul.

Pienso: para la mayoría de estos olores, no hacía falta gastarse un platal en comprar el perfume. Bastaba con dejar de ducharse por unos días. Y al quitarse los zapatos… ¡ya está el aroma de queso azul!

Yendo al aroma del asunto, hay algo que me huele mal. Si tenemos que pagarle 115 € a Blood Concept para recuperar el olor y el gusto de la sangre de cuando nos lamíamos esa herida por caernos del árbol en la infancia; si tenemos que pagar 24,90 € por el frasco de 100 ml de Vulva Original (esto no hay que explicarlo, ¿no?); si nos cuesta 80 € hacernos con unos 50 ml de Secretions Magnifique , una delicada mezcla de sangre, saliva, sudor y esperma… es que nos hemos deshumanizado más de lo que yo creía.

Los perfumes y aguas de colonia nacieron para que dejáramos de oler como olemos. Para cambiar o cubrir nuestras secreciones naturales. Pero ahora, en una triste época en que los niños deben aprender en talleres especializados a jugar como niños, tenemos que comprar los olores que, supuestamente, ya no nos salen o a los que ya no podemos acceder por medios más naturales.

Es triste pero es así: seguramente estas empresas pioneras tendrán éxito. Y yo propondría redoblar la apuesta: nuevos perfumes con olor a miedo, olor a engaño, olor a soberbia, olor a envidia, olor a desprecio, olor a insensibilidad. Los aromas de esta temporada.

Hace años el gran dibujante argentino Joaquín Lavado, Quino, mostraba en una viñeta a un joven sin atributos que machacaba en un mortero un fajo de billetes, los mezclaba con alcoholes y aceites y se fabricaba un perfume. Olor a dinero. El joven salía a la calle y los hombres lo miraban con envidia y las chicas con arrebatada pasión.

 

¿A qué huele el fracaso de la civilización?   

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11 de octubre de 2015
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La mirada del policía, la mirada del cachorro

Es lo que pensamos casi todos: la típica foto policial es al arte de la fotografía lo que la música militar es al arte de la música. Quiero decir: lo contrario de la búsqueda de la belleza, lo contrario de una verdad oculta en los paisajes y las miradas, lo contrario de una comprensión de nosotros mismos a través de la mirada.

La foto policial suele ser un documento del miedo. La cara de temor o desafío del detenido, el horror congelado en la imagen del escenario de un crimen, la prueba del delito, el flash cegador del momento en que nos pillaron. Ante la cámara de un policía, los que pueden se tapan la cara con su propio abrigo. Del disparo del fotógrafo policial no solemos esperar nada bueno.

Para nosotros los periodistas, la policía sí que es un personaje importante en las fotos. Pero su papel no es el del fotógrafo, sino el del fotografiado: en los premios al mejor fotoperiodismo, los policías suelen ocupar el lugar del villano. Todos hemos visto esas fotos de denuncia: las caras pétreas, las muecas desencajadas, las armaduras medievales, las porras castigadoras, las botas relucientes de los policías.

*          *          *

Por eso me llamó la atención, me causó a la vez extrañeza y gracia, este concurso fotográfico. “Europol anuncia el Premio Internacional de Fotografía Policial”, anuncia el pie de esta foto.

El policía/fotógrafo ganador se llama Javier Montero y pertenece a la Guardia Civil española. 

La foto es realmente llamativa: un Guardia Civil, de espaldas, camina decidido con un perrito en brazos. El hombre, aunque no muestre la cara, se define con claridad en su corte marcial de pelo, en sus músculos bien definidos y en su brazo, que a la vez marca el paso y sostiene la mascota.

Pero la clave de la foto está en la mirada del perrito: al mirar a la cámara, nos mira a nosotros con mirada de policía. Sabemos, aunque no nos lo digan, que ya ha comenzado su adiestramiento, y que ésta está siendo un éxito. Es indudablemente un cachorro vigilante.

Sus grandes orejas paradas, en actitud de alerta, nos llevan a notar las orejas despejadas del policía que lo sostiene. Yo al menos siento que los dos nos escuchan al unísono. Pero como el policía nos da la espalda, es el perro quien nos mira con los ojos de su entrenador.

El entrenador ha delegado la vigilancia en su cachorro. La foto transmite una armonía y una paz que tranquiliza y amenaza a la vez.

No sé si Javier Montero pudiera tener futuro como fotoperiodista. Pero entiendo perfectamente por qué le dieron el premio.

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Esta foto no tiene nada que ver con las típicas fotos policiales, las que nos vienen a la cabeza cuando escuchamos el concepto de “foto policial”. Pero no es tampoco periodística. Es, a su manera, un género híbrido y extraño, entre la mirada desde adentro del cuerpo policial y la visión del observador ajeno.

¿Un fotógrafo infiltrado? No estoy seguro.

De lo que no tengo dudas es del perro: un personaje fascinante y aterrador.  

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5 de octubre de 2015
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¿Por quién suenan las sirenas?

El 19 de febrero de 1941 comenzaron a caer las bombas sobre Swansea, una ciudad en el sur de Gales.

Los habitantes no esperaban un bombardeo de la Luftwaffe tan al oeste de la isla, tan lejos del Mar del Norte. Pero los nazis sabían que de la importancia del puerto de Swansea.

Las bombas cayeron durante tres días, sin parar. Hasta el 21 de febrero.

Cuando el cielo se despejo, habían caído 1.273 bombas explosivas y más de 56.000 incendiarias.

Murieron 230 personas.

Treinta y siete eran niños.

Hubo más de 400 heridos.

Ochocientos cincuenta y siete edificios quedaron en ruinas, incluyendo la tienda de Ben Evans, que había vendido de todo y para todos por más de medio siglo.

Pete Rose dice que su madre nunca pudo olvidar el sonido espeluznante de las sirenas.

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Pasaron 75 años y en algún momento a comienzos de este año, las sirenas empezaron a sonar otra vez.

Cada día, entre las cuatro y media de la madrugada y las seis o siete.

“El sonido fantasmal de una sirena de bombardeo ha estado despertando a la gente en cientos de casas en una ciudad duramente bombardeada por los nazis hace 75 años”, escribe Gemma Mullin en el “Daily Mail”.

En su artículo, Debbie Leyshon, de 46 años, comenta: “Todos lo escuchan entre la madrugada y las primeras horas de la mañana. Suena como las sirenas en las películas de guerra.

El “Boston Newstime” cita a Pete Rose, quien escucha la sirena cada vez que visita la casa de su madre.  

“El sonido la vuelve loca”, declara Pete.

Algunos piensan que es el tren local que pita al entrar a un túnel.  Otros, que es la sirena de una vieja fábrica, que por alguna extraña razón vuelve a sonar. Hasta algunos vecinos afirman que el ruido viene de un pub cercano.

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¿Y si fuera otra cosa? ¿Y si Swansea fuera la avanzadilla de la memoria, los primeros en escuchar una sirena interior que nos está recordando que los bombardeados, los masacrados, los muertos de miedo fuimos nosotros y que seguimos siendo nosotros?

George Orwell usó en su crónica “El camino de Wigan Pier” la metáfora del canario en la mina: los mineros llevaban a las profundidades a un pobre canario, porque cuando empezaba a escapar el gas letal, era el primero en sufrir sus consecuencias.

Cuando el canario se mareaba, había que correr: el desastre ya estaba aquí aunque todavía no lo sintiéramos.

En Siria están cayendo hoy las bombas. Al intentar escapar, nuestros hermanos se ahogan en el Mediterráneo. Si sobreviven, se agolpan desesperados en las alambradas de las fronteras. Les pegan y los humillan.

Desde este lado, muchos quieren cerrarles las puertas de Europa.

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Y ahora pregunto: ¿Por quién están sonando las sirenas de Swansea?    

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30 de septiembre de 2015
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¿Qué nos está gritando el pez lobo?

Es de esas fotos que hacen las delicias de las redes sociales. ¿Qué hacíamos con fotos así antes de Facebook? El pescador se llama Hirasaka Hiroshi, y pescó hace unos días este monstruo marino cerca de Hokkaido, entre Japón y Rusia. El pez se conoce como “wolffish”, o pez lobo. Suele medir un metro y pesar 15 kilos. Este es el doble de grande y el triple de pesado.

¿Quién parece más asustado, Hirasaka o su pez lobo? Yo diría que el pez: según los relatos periodísticos de los últimos días, lo más probable es que haya terminado en la sartén del pescador. Pero esa no es la única ganancia del señor Hosaki. Como suele pasar con las fotos que se vuelven virales en Internet, este no es un pescador japonés cualquiera: viaja por el mundo pescando y fotografiando seres extraños, y la foto circuló tras aparecer en su blog y su Twitter. Él sabía que este bicho le daría sus 15 minutos de fama.

Pero la noticia es otra: tiene que ver con la zona en que fue atrapado el pez lobo gigante y horrendo: es cerca del sitio del tsunami del 2011. Cerca de Fukushima, el reactor nuclear. En nuestra memoria, la cara desencajada de esta criatura nos recuerda los portentos humanos y animales que surgieron en los alrededores de Chernobyl. En nuestras pesadillas, es la imagen del peligro nuclear.

Al menos tres diarios que dan la noticia (en Gran Bretaña, Australia y Japón) usan el mismo dato para explicar el tamaño de las fauces del pez lobo: podría deglutir a un niño pequeño. Lo repiten para aumentar nuestro miedo, aunque los expertos insistan en que esta especie come algas y plancton. ¿Por qué mentar al niño?

No creo que sea solo la combinación de sensacionalismo y pereza, esa mescolanza que llene los diarios de fotos que llaman la atención, sin historia ni contexto.

No: esta foto es mucho más. El niño que podría devorar el monstro somos nosotros. Es la especie humana, que desató hace exactamente 70 años el monstruo del desastre atómico en Hiroshima y Nagasaki, muy cerca de estas aguas.

Esta es la cara de angustia de nuestro miedo al desastre nuclear. El pez lobo nos mira a la cara. ¿Qué vamos a hacer? 

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24 de septiembre de 2015
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¿Quién salvará a El Salvador?

Durante todo el siglo XIX, unas pocas familias se hicieron dueñas de las tierras, el dinero, el comercio y las conciencias en la más pequeña de las repúblicas centroamericanas.

En la primera mitad del siglo XX, los sindicatos y el Partido Comunista intentaron quebrar ese sistema feudal: fueron masacrados. En la segunda mitad, el Frente Farabundo Martí (FMLN) y el ejército, con fuerte apoyo de los Estados Unidos, se enfrascaron en una cruenta guerra civil con miles de muertos y desaparecidos. Más de un millón de salvadoreños emigró a Estados Unidos.

En 1992, los acuerdo de paz de Chapultepec, declararon el fin de la guerra. Y a diferencia de muchos otros países de la región, los ex guerrilleros entraron exitosamente en la contienda política. Hoy preside el país el ex comandante del FMLN Salvador Sánchez Cerén.  

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¿Es esta entonces una historia de redención? Nada de eso: El Salvador está peor que nunca. Los hijos de las víctimas y los victimarios de ayer se enzarzan en una nueva guerra civil (hoy llamada “encubierta”): maras, bandas de narcotraficantes, ladrones, jóvenes sin futuro que matan y mueren imberbes, ejecuciones de la policía, ajustes de cuentas de criminales, muerte y desolación.

Esta historia macabra la cuenta mejor que nadie el gran periodista salvadoreño Carlos Dada en el capítulo sobre su país en el libro colectivo “Crecer a golpes”, editado por Diego Fonseca. Dada muestra cómo el final de una guerra derivó en otra guerra, vacía de causas y consignas. La valiente revista digital que él dirige, “El Faro”, relata este drama todos los días. Sus periodistas trabajan hoy amenazados por las mafias.

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Mientras tanto, los ricos son hoy más ricos y los pobres más pobres que hace cien años. Los gobernantes de izquierda no han cumplido sus promesas: El anterior presidente, también del FMLN, terminó su gobierno salpicado por escándalos de corrupción. Y la violencia urbana produce más muertes que la guerra civil del pasado. Pero hay una diferencia: hoy no matan ni el Imperio ni los terratenientes: los pobres se matan entre ellos. Fueron 125 en los últimos tres días, un macabro récord. 

Algo mejoró: periodistas como Dada se animan a contarlo. Pero para el chico de la pantaloneta roja, que seguramente soñaba con jugar al fútbol y alcanzar una tenue felicidad, no fue suficiente. Su triste país (Dada lo compara con el cruel dios Saturno) sigue matando a sus hijos. ¿Quién salvará a El Salvador, hermosa tierra de volcanes y poetas, de su círculo de horror y sufrimiento?

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26 de agosto de 2015
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Dudamel y Beethoven en Bogotá: Aprender a pensar la música

 Gustavo Dudamel y la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela presentaron en la capital colombiana la integral de las sinfonías de Beethoven. Con mis alumnos de un seminario de Periodismo Musical en la Universidad de los Andes peregrinamos a verlos y escucharlos y aprender juntos cómo escribir sobre el arte que emociona sin palabras  

*          *          *

            “¿A qué hora tenemos que salir para llegar a tiempo al Teatro Mayor Julio Mario Santodomingo? ¿Alcanza con media hora?” 

            Mis alumnos del curso de periodismo musical de la Universidad de los Andes me miraron entre divertidos y perplejos. Mi ignorancia de las distancias y el tráfico de Bogotá era más enciclopédica de lo que habían supuesto. No: desde el aula en El Campito, al borde del cielo subiendo innumerables escaleras, el sitio de nuestro taller de una semana en julio de 2015, debíamos cruzar toda la ciudad y después un poco más. Nos llevaría, con suerte, dos horas.

            De modo que me encontré con tres voluntarias que se ofrecieron a acompañarme antes de las seis debajo de la estatua de La Pola, la heroína de la independencia colombiana fusilada por los españoles a los 23 años, e iniciamos un largo camino hacia la música. En el Transmilenio (dos autobuses unidos por la cintura a los que se sube por un andén, como a un tren) atravesamos el centro de negocios y oficinas de la ciudad, nos internamos en barrios de clases medias, en zonas de talleres mecánicos con coloridos grafitis en paredes descascaradas, pasamos enormes centros comerciales y ríos y remolinos de autos a la hora punta.

Tres jóvenes se subieron a pedir dinero. El vozarrón aguardentoso de uno de ellos, explicando que pedir es mejor que robar, sonaba más a amenaza que a pedido. El último se subió con un arpa y nos tocó una melodía paraguaya, el Pájaro Chogüí. A ese sí le di plata. Nos bajamos en plena noche bogotana y nos subimos a otro bus, que enfiló por calles más despejadas, hasta parar frente a un edificio reluciente al que se accede por anchas escaleras entre jardines recién regados.

La mitad de los estudiantes del curso nunca habían venido a este templo del arte “culto”. En el hall se cruzaban los ricos de la ciudad - ellos con sus trajes a medida y ellas con sus joyas y sus peinados en suflé -, con el público típico de los conciertos sinfónicos en el mundo: clase media ilustrada, profesores, artistas, hijos nostálgicos de padres que les legaron esta cultura europea. Este segundo grupo es el que define a una ciudad melómana: los que tuvieron que calcular qué gastos debían sacrificar por una noche en comunión sagrada con Beethoven.

El sonido de “va a empezar la función”, un timbre o un gong o una fanfarria que en cada auditorio anuncia lo inminente, y los ricos y menos ricos van cada uno por su lado, a la platea o a los pisos altos. Yo sigo con la mirada a mis alumnos. Los participantes de este taller de verano vienen de muy diversos orígenes: en su mayoría incluye a músicos profesionales y estudiantes de artes y letras, por un lado, y por otros periodistas y estudiantes de periodismo. Unos se acercan al periodismo musical por la música, para entender mejor cómo contarla, cómo transmitirla. Otros, desde el oficio de contar, para acercarse a esta especialidad, el periodismo cultural ejemplificado por la música clásica.

Durante la semana hablamos de periodismo y cultura, de los papeles y funciones y habilidades del crítico y el entrevistador y el cronista. Les presenté a algunos grandes escritores que transformaron las notas y su interpretación en palabras y narraciones. Músicos que escriben de música (Robert Schumann, Hector Berlioz, Pierre Boulez, John Cage), novelistas y ensayistas (Bernard Shaw, Julio Cortázar, Edward Saïd), críticos amados y temidos, divulgadores apasionados (Alex Ross del New Yorker, Anthony Tommasini del New York Times, Pablo Kohan de La Nación, Rubén Amón de El Mundo, Juan Ángel Vela del Campo de El País).

Ya tenía armado el taller cuando me enteré de que la misma semana en que estaríamos reunidos vendría a Bogotá la Orquesta Simón Bolívar de Venezuela con su director titular, Gustavo Dudamel, el más famoso y admirado de los jóvenes directores de orquesta de hoy. Entonces cambié, quité, agregué, y gracias al director de la Maestría en Periodismo de la universidad, mi amigo Omar Rincón, hubo entradas para uno de los conciertos.

La visita sería muy especial. Dudamel y los jóvenes surgidos de El Sistema, un plan visionario para acercar la música a las barriadas pobres y peligrosas de las ciudades venezolanas, no vendrían a tocar un típico concierto de visita: lucirse con una obra para solista (piano o violín), una sinfonía bombástica y al final, unos bises de agitado sinfonismo latinoamericano. 

Nada de eso: venían a tocar, en cinco conciertos consecutivos, la integral de las nueve sinfonías de Beethoven, en orden cronológico. La Biblia de la música sinfónica como una fiesta y a la vez una clase magistral. El orden fue inflexible: ni siquiera cambia para terminar cada concierto con la obra más conocida y enérgica: por ejemplo, en el segundo concierto la primera parte tocan la revolucionaria y famosa Tercera Sinfonía, y en la segunda parte, la más conservadora y menos conocida Cuarta. Y así hasta el domingo, donde estallará el canto a la alegría en el final de la Novena, en una hermandad sin aspavientos entre dos países con gobiernos enfrentados: a la orquesta venezolana se sumarán tres coros de Colombia.  

*          *          *

Para poder trabajar en el aula alrededor de la peregrinación al concierto, debíamos ir el miércoles, el primero de todos, con las sinfonías 1 y 2. Es el comienzo del viaje de Beethoven que cambiaría la música occidental para siempre. Por la brevedad de estas piezas de juventud, Dudamel había decidido tocar antes de cada una de ellas, cada una de las dos romanzas para violín y orquesta de Beethoven, que son de la misma época. El segundo piso, donde nos esparcimos los del curso, está lleno de jubilados melómanos y jóvenes entusiastas. 

Una pareja de padres novatos se sienta delante de nosotros con su niña pequeña en medio. La niña se recuesta, con la cabeza sobre las piernas de su padre y los pies sobre le vestido festivo de la madre. Seguramente así escucha música clásica en casa. Los padres se toman de la mano por encima de su hija. Empieza la música y ella les habla pero no la callan; le acarician la cabeza con dulzura.

Pese a que ya no se llama Orquesta Juvenil, los músicos siguen teniendo una edad muy inferior a la de la mayoría de las orquestas. Se siente un aire de excitación que no suele invadir las salas sinfónicas. Y entra el Maestro: se ha alisado y peinado su pelo, que ya no es su  habitual brócoli rebelde, pero aún a la distancia es inconfundible: camina, sonríe, domina el escenario desde la humildad y el compañerismo. Y empieza el viaje de Beethoven.

Las cuerdas suenan robustas y flexibles; las maderas, dulces y precisas; los metales vigorosos hasta estallar un frenesí  contagioso. Dudamel baila y actúa la música, parece a la vez perdido en sí mismo y atento a cada detalle de sus chicas y muchachos, a los que conoce desde niños.

Nunca, salvo en el inicio de un ciclo completo, se programa un concierto con las primeras dos sinfonías de Beethoven. Pero en este viaje que continuará con la revolución política de la quinta, la infinita dulzura campestre de la sexta y el himno universal de la humanidad de la novena, el andante de la primera suena emotivo y limpio, y el final de la segunda preanuncia la tormenta. Se nota bien el desarrollo de la una a la otra. Los músicos tocan como un grupo de niños felices y como una de las mejores orquestas del mundo.

Al final, como hace siempre Dudamel, se baja del podio sin darse vuelta a saludar, y la reverencia al público viene desde abajo, rodeado por sus músicos, en el mismo nivel, abrazándolos. No para el aplauso y vuelve una y otra vez, se abraza con los violines, y con los chelos, y con los vientos, con una enorme sonrisa, como posando para un selfie interminable.

A la mañana siguiente hablamos del concierto, de lo que sentimos, de cómo se escribe una crónica y una crítica. Leemos el excelente perfil de Dudamel que hizo el cronista peruano Julio Villanueva Chang, analizamos una crítica del periodista musical Juan Ángel Vela del Campo, miramos el comiendo del extraordinario documental sobre El Sistema y su creador, el maestro José Antonio Abreu, hecho por Paul Smaczny y Maria Stodtmeier.  ¿De qué querían escribir? Algunos de la orquesta y su historia, otros del director, otros más del teatro y también del público. ¿Y para qué medio, para qué público? ¡Manos a la obra!

*          *          *

Era la primera vez que dedicaba una semana a compartir con un grupo de estudiantes mi oficio, mi pasión, lo que había aprendido en quince años de escribir sobre música. Con Dudamel y los suyos la tarea era fácil y difícil a la vez. Habíamos sentido una corriente de entusiasmo, de esperanza por el porvenir y la vigencia y utilidad de esta música para el mundo del aquí y ahora. Y sin embargo, mucho de lo que había que decir, ya lo decía la música, ya lo decían ellos. Nosotros nos beneficiamos del ejecicio: pudimos gozar de un concierto especial y una experiencia mundana y espiritual. Pero, ¿para qué escribir sobre ella?

Esa es la pregunta de siempre cuando se trata de escribir sobre el arte y los artistas. De música, de literatura, de danza, de pintura, de cine: ¿tiene sentido decir algo más, después de ver una obra que nos conmueve y nos transforma, que la muy escueta invitación al lector? “Vayan a verla”. Punto. ¿Para qué más? 

Y en el caso contrario, podríamos también argumentar que el periodista especializado, el crítico, el conocedor, sabe por qué recomienda mantenerse alejado de obras que no tienen valor, que son insultos a la inteligencia, que son intentos frustrados, pomposos y sentimentaloides o ejercicios de dedos de creadores que deberían mostrar su obra una vez que la hayan desarrollado más. “No vayan”. Y punto. 

Pero este taller en Bogotá me confirmó algo que ya intuía: que el arte es una conversación permanente, sin final, y muchas veces lo que queremos hacer antes y después de encontrarnos con obras que nos llegan al alma es hablar y escuchar: compartirlas, discutirlas, aprender sobre cómo y por qué se hicieron y cómo las piensan los ejecutantes, y cómo y por qué nos llegan de una determinada manera.

A los que les gusta el fútbol sin límite y sin medida, no les alcanza con ver el partido. Tienen que ver las conferencias de prensa, las entrevistas, los comentarios de los analistas, las estadísticas, los datos de este partido y estos equipos y estos jugadores comparados con otros, del presente o del pasado. Y cuanto más sepan de historia y de estrategia y más lo compartan con sus amigos, más disfrutarán del próximo encuentro. 

En las artes, todo se construye y se valora a partir del conocimiento de lo que vino antes. Las vidas y carreras de los compositores nos ayudan a apreciar mejor y entender más de las obras que nos gustan. Y en la interpretación, las vidas y las ideas y los talentos de los artistas nos acercan de una manera muy personal a las obras.

Las obras teatrales de Sófocles y Eurípides en la Grecia clásica eran juzgadas, comentadas, discutidas: se le daba premio a una sobre las demás, lo que quiere decir que había críticos, criterios y debates. Si miramos en la historia de la música, de la ópera, del teatro, en los sitios y momentos en los que fue más vigorosa y original la creación, más competente y de calidad era el periodismo que la acompañaba.

El arte bueno debe dar de qué hablar. Y si no queremos leer sobre lo que vamos a ver o lo que acabamos de ver, es que fue un mero y banal divertimento, para pasar el rato y olvidar.

 

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18 de agosto de 2015
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¿Qué mensaje enviarías a los extraterrestres?

El 20 de agosto de 1977 despegó de la base de Cabo Cañaveral en el estado de Florida, EEUU, el Voyager 2. Dos días más tarde, surcaba los cielos el Voyager 1. Iban a explorar el espacio. En esta década (año más, año menos, el límite no está claro) están saliendo de la fuerza gravitacional del sol y se están internando en  el espacio interestelar. Por primera vez objetos hechos por los humanos viajan fuera del Sistema Solar. 

Los Voyager envían regularmente fotos y sonidos de su viaje. En los noventa nos envió una imagen sobrecogedora de los anillos de Saturno. Pero junto con preguntas e inquietudes sobre las estrellas, planetas y posible vida allí afuera, los Voyager llevan un mensaje de los habitantes de la tierra a los extraterrestres: cada uno porta un disco dorado con sonidos que, según el equipo científico presidido por el cosmólogo de la Universidad de Cornell, autor de “Cosmos” y excelso difusor de la ciencia Carl Sagan, representaban a los habitantes de la tierra y las diferentes formas de vida en el planeta.

Hace pocos días la plataforma Soundcloud puso a disposición de los habitantes de este planeta los sonidos que viajan en los Voyager. Y es fascinante entrar en la cabeza de quienes llenaron el disco con palabras y sonidos y música para explicarles a los habitantes de otras galaxias quiénes somos. ¿Por qué estos sonidos, estos idiomas, estas canciones? Los invito a escuchar. A escucharnos.

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¿Qué hay en el Disco de Oro? Una parte contiene saludos en 55 idiomas. El primer idioma (están presentados en orden alfabético) es el acadio, hablado en sumeria hace unos seis mil años. El último, el wu, uno de los tantos dialectos chinos.  Un alegre español, que imagino de unos 40 o 50 años, dice: “Hola y saludos a todos”. Como si llamara a la casa de familiares lejanos. En inglés es una voz infantil que saluda en nombre de los niños de la tierra. El inconfundible tono de un cura saluda en latín. Hay idiomas que se extinguieron entre la grabación y el día de hoy. Hay expresiones de paz, amor y fraternidad. Hay peroratas de 20 segundos mencionando la universidad en la que se hizo la grabación. El más lacónico es quien saluda en hebreo: “Shalom”.

Otra sección incluye sonidos y ruidos que representan la vida en la tierra, desde los aullidos y graznidos y cantos de distintos animales hasta el llanto de un bebé y la voz de su madre estadounidense, que lo calma. Se escuchan segundos del latido de un corazón, el zumbido de una abeja, el aullar de un lobo y el ronroneo de un tractor.

Y la más interesante es el que contiene la música que nos representaba en 1977. Mucha música clásica: tres piezas de Bach y dos de Beethoven. La música popular también refleja los gustos del equipo de Sagan: Chuck Berry, Louis Armstrong y el pionero del blues Blind Willie Johnson viajan en nombre de la música popular estadounidense.

Representando a las “músicas del mundo”, entre otros, un coro ruso, el gamelán de Indonesia, un canto navajo y el son jarocho mexicano “El Cascabel” por Lorenzo  Barcelata y sus Mariachis.

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 “Estas naves serán encontradas y estos discos serán escuchados solo si hay civilizaciones avanzadas en el espacio interestelar”, declaró Sagan cuando se anunció el proyecto. “Pero al lanzar esta botella en el océano cósmico ya estamos diciendo algo muy esperanzador acerca de la vida en este planeta”.

En la web del proyecto se especifica que los sonidos, voces y melodías fueron grabados en el sistema más avanzado de la época: un disco de 16 y 2/3 revoluciones por minuto que gira y suena tocado por una púa. Para los lectores del siglo XX, un Long Play.

Una tecnología perteneciente a la última generación análoga de la historia. ¿Qué pensarán de nosotros los extraterrestres al encontrarse con este mensaje pre-digital?

Pero no hay que preocuparse: si una raza cósmica lo encuentra y decodifica, tal vez sea en varios millones de años, y la tecnología digital estará tan muerta como la analógica, y de nosotros no quedará ni el recuerdo. Así, nadie notará la ironía de que el mensaje principal de saludo venga de quien era Secretario General de Naciones Unidas, el austríaco Kurt Waldheim. El mensaje de paz de los terrícolas representados por quien - se sabría en los ochenta - había sido un oficial nazi en su juventud. 

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El Disco de Oro guarda también un recuerdo menos sangriento y más trivial de nuestras pobres rencillas terrestres: Carl Sagan había pedido que incluyeran la gran canción de George Harrison “Here Comes the Sun”. Los Beatles estuvieron de acuerdo. Pero su discográfica, EMI, no cedió los derechos. Y los extraterrestres se la perdieron.

Hace tres años la radio pública estadounidense NPR entrevistó a la viuda del astrofísico, Anne Druyan para que hablara del Disco de Oro. En 1977 ella era la encargada de coordinar con Sagan los materiales que viajarían al espacio. Y la historia que contó en esa entrevista da una pequeña luz de esperanza sobre la humanidad que viaja en esa nave.

Druyan contó que una noche, hablando con un sinólogo de la Universidad de Columbia, por fin encontró el fragmento musical que representaría la milenaria música china. Los tres minutos de música china eran una preocupación de Druyan y Sagan en esos días. Le dejó un mensaje en el contestador a Sagan, entonces solo un gran amigo y compañero de trabajo. Él la llamó y en esa conversación se declararon amor eterno y decidieron casarse. Ni siquiera se habían besado.

“Estuve con él desde esa noche hasta que murió en diciembre de 1996”, dice Druyan en el programa de NPR. Y contó otra cosa: los sonidos del corazón humano que viajan por el espacio son los que ella se grabó dos días después de la declaración. “Cuando me siento deprimida, pienso que mis latidos enamorados viajan por el espacio”.

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¿Qué sonidos pondríamos hoy en un viaje al espacio exterior? ¿Qué saludos, en qué idiomas, qué sonidos de entre el desesperante caos sonoro que nos envuelve? ¿Qué 90 minutos de momentos musicales nos representan?

 

No sé ustedes. Yo seguiría empezando con el simple y efectivo “Hola y saludos a todos”.   

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2 de agosto de 2015
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Banderas tóxicas

Por todas las banderas se han cometido atrocidades. Detrás de cada bandera, junto con humildes y esforzados ciudadanos contentos de sentir que pertenecen a una tierra y a un grupo, medran los miserables. Ya lo decía Samuel Johnson en el siglo XVIII: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. No hay rincón del mundo donde falten los fanáticos, los violentos, los abusones arropados por una bandera colorida. Son banderas de guerra, banderas de machos: “Banderas de nuestros padres”.

Clint Eastwood lo expresó muy bien con sus dos películas sobre la misma batalla, vistas desde dos banderas. La segunda película, “Cartas desde Iwo Jima”,  también podría haberse llamado “Banderas de los padres de los japoneses”. Envueltos en la bandera y en nombre de las banderas, la masacre. 

Pero no todas las banderas son iguales. Hay banderas de causas nobles e inclusivas, como la bandera del arco iris: la liberación y los derechos de las minorías.  

Y finalmente están las banderas tóxicas: las banderas que perpetúan el odio, la denigración y desprecio del otro. La bandera nazi. La bandera negra del Estado Islámico. La bandera preconstitucional española: la que glorifica el sistema dictatorial del franquismo. No hay dos formas de ver y vivir estas banderas: son malas sin remedio, porque están pintadas para excluir y destruir al otro. Deben ser prohibidas y denunciadas.

Recuerdo la primera vez que viajé a Atlanta, en el sur de Estados Unidos. Visité el museo local, y allí, disfrazado de orgullo del perdedor, encontré la épica sin escrúpulos del lado del Sur en la Guerra Civil. Como si haber perdido la guerra le diera algún sustento moral, las banderas confederadas ondeaban al viento. En las calles de Georgia, los blancos de corbata mandaban y los negros limpiaban las calles o pedían limosna. En las banderas, la nostalgia de la esclavitud.

Mírenla bien. Parece más bonita y armoniosa que la extraña bandera con el recuadro de las estrellas. Pero es una bandera tóxica. Es la ignominia de un país que se creó como lugar de libertad por próceres dueños de esclavos. Estados Unidos tiene que prohibir esa bandera. Su ausencia no garantizará que no vuelva a ocurrir el horror de Charleston, pero al menos sus admiradores, como los neonazis en Europa y los neofranquistas en España, sabrán que van contra los valores básicos de la democracia. Con su bandera tóxica y contra las banderas de la inclusión y la igualdad.  

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26 de julio de 2015
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Woody Allen llega a la ópera desde la banda sonora

El 30 de junio se estrena en el Teatro Real de Madrid la primera (y probablemente la última) ópera con puesta en escena de Woody Allen. Se trata de la única comedia de Giacomo Puccini, la ópera corta Gianni Schicchi. ¿Cómo es una ópera dirigida por Allen? ¿Cómo llega este cómico y cineasta al arte lírico? ¿Qué le aporta?

Este artista único sigue en esto la línea de otros directores de cine como Ingmar Bergman, Luchino Visconti, Franco Zefirelli, Anthony Minghella, Chen Kaige, Carlos Saura y Werner Herzog. Pero hay una diferencia, creo yo.

La música fue siempre  un elemento central en sus películas, pero hasta hace muy poco la sensibilidad sonora de Allen estaba en otra música, en otra cadencia. Este acercamiento audaz a dirigir una ópera viene de un cambio: con el nuevo siglo, Woody Allen encontró un diálogo entre su cine actual y una música aparentemente más lejana en el tiempo y en la geografía, pero que le calza como un buen guante. 

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En el comienzo fue el jazz. Desde Manhattan hasta Días de radio, de Annie Hall a Sweet and Lowdown, la música siempre formó parte importante en las películas de Woody Allen, pero durante casi toda su carrera, la banda sonora de sus imágenes fue el hot jazz de raíz sureña. Y como modesto clarinetista, viaja por el mundo montado en su fama, soplando los estándares de los clubes de Nueva Orleans.

Sin embargo, a partir de Match Point, la ópera entró en su filmografía. Hay una escena clave y obvia en un palco durante una función de ópera, pero a lo largo de la acción, es la voz de Enrico Caruso la que acompaña y enfatiza el clima moralmente ambiguo del filme. Hay más ópera en Conocerás al hombre de tus sueños y otras películas recientes, y en A Roma con amor, la ópera está en el centro de la acción: el personaje que interpreta Allen, un productor musical neoyorquino, descubre en su suegro dotes extraordinarias para el canto lírico… siempre que sea en la ducha.

Por eso no vino como gran sorpresa el hecho de que en 2008, Plácido Domingo, en su enésimo rol como director artístico de la Ópera de Los Ángeles, le propusiera dirigir por primera vez una ópera. Obviamente, no iba a ser una de Wagner: uno de los chistes más repetidos de Woody Allen es que al escuchar la música de Wagner le dan ganas de invadir Polonia. No: tenía que ser una ópera italiana.

La propuesta fue curiosa: Gianni Schicchi, la única comedia de Giacomo Puccini, estrenada hace 99 años.

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Durante los meses más duros de la Primera Guerra Mundial, el genial compositor, que ya había logrado fama, prestigio y dinero con Tosca, La bohème y Madama Butterfly, se enfrascó en un proyecto original y extraño: Puccini compuso tres obras breves que debían presentarse como si fueran los tres actos de una pieza larga.

Pero sus obras eran muy distintas en tema, en carácter y en género: Il tabarro era un dramón verista y moderno de celos y asesinato; Suor Angelica, solo para intérpretes femeninos, la tragedia de una monja con un lenguaje musical que miraba al pasado; y la última, Gianni Schicchi, una comedia de enredos basada en una breve escena del Infierno del Dante.

¿Por qué pensó Domingo que esta ópera corta de Puccini podía despertar la vena lírica del viejo jazzero? Para mí está claro: tiene muchos puntos de contacto con sus películas. Es una comedia con personajes de trazo grueso pero definidos y entrañables, es la historia de un pícaro de la ‘clase emergente’ que se alía y engaña a la vieja aristocracia, es una ópera donde la acción transcurre casi a ritmo cinematográfico, casi sin arias, sin que la acción se detenga para que los cantantes compartan sus sentimientos con el público.

De una mínima anécdota de La Divina Comedia, Puccini y su libretista Giovacchino Forzano construyeron la historia de la familia de un rico anciano que muere dejando toda su fortuna al convento: uno de los jóvenes de la familia llama en su auxilio al padre de su novia, el pícaro Schicci, quien se hace pasar por el muerto, engaña al notario y reparte los bienes entre los deudos… con la excepción de lo más valioso, incluyendo su casa, que lega a “mi caro amigo Gianni Schicchi”. En el aquelarre final, el flamante dueño echa a la familia de la que ahora es su casa, y los aristócratas, olvidando toda mesura, arrean con la vajilla y los muebles que pueden acarrear.  

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En el exitoso estreno del Gianni Schicchi de Allen en 2008, el protagonista fue el gran barítono inglés Sir Thomas Allen. Woody, fóbico en las galas y mucho más en un teatro de ópera, ni salió a saludar.  

Según la mayoría de los críticos y foros de ópera, la puesta del viejo novato es respetuosa con el original. Sitúa la acción en los años cincuenta en un ambiente más parecido al sur de Italia que a la Florencia de la historia original. Es un homenaje al neorrealismo italiano. Allen, con su inteligencia habitual, se acercaba a un arte nuevo desde su conocimiento del que domina, del lenguaje propio: Italia es para él el gran cine de Visconti, de Sica y Fellini.  

Los detalles graciosos de su puesta incluyen el encuentro del testamento en el fondo de una olla humeante de macarrones, la vestimenta del protagonista como un mafioso de sátira (gracias al fiel escenógrafo y vestuarista de siempre de Woody, Santo Loquasto), y el cortejo al pillo de las rollizas damas de la casa, imitando la pose de las tres gracias de Rubens.

Pero el momento donde el director de escena más se escapa del argumento de la ópera es, curiosamente, el último.

Como si quisiera mostrar en un solo y breve ejemplo todas sus ideas sobre la ópera, Allen no deja que el pícaro se salga con la suya en un amable monólogo final. Al quedar solo y enfrentar al público, Schicchi se ve atacado por la tía Zita, que esperaba mayor porción del botín. Tras ser atravesado con un cuchillo de cocina, se escucha de otra manera la admonición del protagonista: en el original, el Gianni Schicchi triunfante hace un reverencia al público y entona su irónico pedido de disculpas final: sabe que irá al infierno pero espera ser perdonado por el respetable.

En la versión de Woody Allen, la comedia es a la vez tragedia, y la conjunción de los dos elementos deja perplejo al público. Su personaje está yendo al infierno en ese mismo momento: ¿debemos reír o llorar? Nos vamos a casa, apagamos la luz y todavía no sabemos cuál es la moraleja.

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Esta semana los vericuetos y enredos de la única comedia de Puccini llegan a Madrid con una nueva vuelta de tuerca.

El papel de Gianni Schicchi iba a ser protagonizado en el Teatro Real a partir del 30 de junio por el mismo Plácido Domingo, a sus 74 años y en su nueva tesitura de barítono. Los diarios lo anunciaron con bombos y platillos (yo mismo en Cultura/s de La Vanguardia, donde publiqué una versión de este texto hace unas semanas). Pero la muerte de su hermana, una persona muy cercana al cantante, le hizo tomar una decisión comprensible pero insólita en su carrera: no podía cantar una comedia en estas circunstancias. Se descabalgaba del proyecto.

Al final, aceptó cantar una colección de arias de otras óperas (todas trágicas) entre la representación de Gianni Schicchi (con otro protagonista) y la ópera breve que se interpretará antes, Goyescas de Enric Grandados.  

No habrá por tanto ópera dirigida por Woody Allen y protagonizada por Plácido Domingo en Madrid en estos días. Pero tal vez haya una oportunidad de verla: este Gianni Schicchi de Allen-Domingo estaba también programada para setiembre en la Ópera de Los Ángeles. Tal vez allí sí se pueda ver, finalmente, este encuentro artístico entre el más musical de los directores de cine y el mejor actor de entre los cantantes clásicos.

Para Woody Allen será, sin duda, completar un cambio radical: empezó dirigiéndose a sí mismo en sus desopilantes tartamudencias y termina dirigiendo al gran Plácido Domingo en un escenario de ópera. 

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28 de junio de 2015
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Albert Chillón: Periodismo literario y reivindicación de las humanidades

En 1998, el profesor de la UAB Albert Chillón publicó un libro seminal, básico para quienes nos dedicamos a escribir, enseñar y aprender a escribir y también para los que aspiramos a ser buenos lectores: Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas.

Tras un elogioso prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, Chillón presenta, defiende y analiza una de las más ricas y promisorias ramas del periodismo en la segunda mitad del siglo XX: lo que algunos llaman periodismo literario o narrativo, lo que en América Latina se conoce como "crónica" y que en Estados Unidos se engloba en la “marca” de Nuevo Periodismo o la etiqueta (para Chillón engañosa) de “no ficción”.

El autor, un referente fundamental de lo que en las ciencias de la comunicación se conoce como “teoría del giro lingüístico”, muestra con abundantes ejemplos cómo escritores y periodistas de Europa y las Américas utilizaron recursos literarios para contar los hechos del presente e indagar en los del pasado. Desde una vinculación con la novela realista del siglo XIX, analiza los recursos de investigación y escritura de autores tan variados como Josep Pla, John Hersey, Truman Capote, Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski, Leonardo Sciacia, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez y, dentro de una incipiente producción española, el propio Vázquez Montalbán.

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Este libro, que desde su publicación excedió en ambición e impacto el ámbito de la academia española, se encontraba fuera de catálogo, y es un acto de justicia y necesidad que se encuentre ahora disponible en una edición muy ampliada y actualizada.

Lo primero que cambia es el nombre: ahora el libro se llama La palabra facticia. Es un valiente desafío, un neologismo que Chillón defiende a capa y espada como el terreno donde se encuentran la literatura y el periodismo.  Al prólogo original de Vázquez Montalbán se agrega ahora uno nuevo de Jordi Llovet, centrado en el novedoso aporte de Chillón: la necesidad de que el periodismo se acerque (o vuelva) al terreno de las humanidades, a la función del intelectual púbico, necesario para el sostenimiento de una verdadera democracia.

En nuevos capítulos se reivindica algo central para que el periodismo pueda ser parte de la cultura de su tiempo: el papel de las ciencias humanas en el centro del discurso social y sobre todo en las enseñanzas universitarias. Un profesor vocacional y con décadas de experiencia como Chillón vive y sufre en carne propia el triunfo del cómo presentar la información sobre el qué decir y para qué.

Este nuevo libro, en definitiva, es el viejo y valiosísimo Literatura y periodismo más una actualización con nuevos autores y corrientes, un afinamiento de su enfoque teórico y sobre todo, un alegato necesario por las humanidades. 

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21 de junio de 2015
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El Boomeran(g)
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