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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Colección particular: Santas mujeres

Rafael Argullol: Fíjate, Delfín, en esta imagen dramática.
Delfín Agudelo: Se trata de unas mujeres palestinas que lloran tras encontrar el cadáver de un familiar al norte de Gaza.
R.A.: Sí. Al ver esta foto lo que me llamó la atención, en medio de estos negros acontecimientos que dominaban la primera mitad de enero, que la disposición de estas mujeres en la fotografía era prácticamente calcada de la que tantos pintores del renacimiento y el barroco utilizaron con respecto a las santas mujeres después del Calvario y la muerte de Cristo. Creo que sería posible hallar más de cincuenta cuadros en los cuales se asienta esta composición, que es de tremendo dramatismo porque lo que nos ofrece es una especie de torbellino o remolino visual del movimiento de las tres mujeres que rodean a la del centro, en una especie de aproximación progresiva al centro mismo de la tragedia que se refleja en la cara de la mujer que está en el centro. Algo similar siempre propusieron los pintores del renacimiento, en el cual las santas mujeres tenían una especie de crescendo de tragicidad, hasta concentrarse de una manera especialmente dramática en la Virgen María. Aunque el pie de foto de la imagen no lo explica en esta fotografía ocurre lo mismo: ese torbellino visual de dramatismo se va concentrando en esta mujer que está en el centro de la foto, y no tengo ninguna duda que es precisamente la madre del que ha sido sacrificado, en este caso, en la guerra.



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9 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Galería de espectros: Caronte

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el  sombrío espectro de Caronte.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al cuadro Caronte cruzando la laguna Estigia de Patinir?
R.A.: Sí, a esta pequeña maravilla que está en el Museo del Prado, un cuadro que me fascinaba siempre que lo había visto en reproducciones y que no sé por qué creía que sería un cuadro de grandes dimensiones. Cuando lo vi por primera vez en el Museo del Prado, en directo, al principio me decepcionó un poco porque las dimensiones eran más pequeñas de lo que había esperado. Luego me di cuenta de que efectivamente ese tamaño reducido ayudaba a la propia concentración del instante que se representa en el cuadro. Y en él Patinir nos muestra de una manera muy brillante lo que es ese viaje entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos: el viaje entre la vida y la muerte, a través del barquero mitológico Caronte. Y sobre todo nos muestra un efecto cromático excepcional, que es el análisis de la luz que hace Patinir. Me da la impresión que el azul de esta pintura nunca ha sido conseguido de nuevo en toda la historia posterior de la pintura. Es un azul tan especial que lo llamaría puramente "el azul Patinir" o "el azul de la barca de Caronte". Es tan especial que muchas veces he llegado a pesar que en el momento en que cada uno de nosotros viaja de la vida a la muerte, ve ese azul o viaja a través de este azul. Eso nos lleva a un posible consuelo respecto al propio acto de la muerte: si es ese el azul que tenemos que ver, algún incentivo tiene morir.  



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5 de febrero de 2009

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Galería de espectros: "Melancolía hermética"

de chiricoRafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de la melancolía otoñal.
Delfín Agudelo: Te refieres a "Melancolía hermética", cuadro de de Chirico.
R.A.: Sí, me gusta mucho este cuadro porque pienso que es uno de los cuadros en los que se define mejor el lenguaje del primer de Chirico, que fue uno de los pintores verdaderamente rupturistas hacia el surrealismo. Uno de los pioneros, si no el pionero quizás más destacado en el inicio del surrealismo. Plantea ese escenario urbano desnudo, ese escenario que él llamaba pintura metafísica y que en todos los casos se remitía a los escenarios urbanos del quattrocento, pero despojado de todo elemento humano y que da esa sensación de incomunicación y de ausencia del factor humano que tanto fascinaba, por ejemplo, a Michel Ángelo o Antonioni. Por un lado es un de Chirico muy maduro y por otro lado sin embargo viene a recoger una de las tradiciones iconográficas más ilustres de todo el arte occidental, que es la tradición de la melancolía. De Chirico nos presenta esa estatua dentro de su cuadro, otorgando un efecto muy de chiriciano: él pinta esculturas, y esas esculturas pintadas por de Chirico en realidad tiene todos los rasgos de lo que ha sido la melancolía a través de la historia, esa dejadez, ese abandono, ese estado intermedio de lo que podríamos llamar la nostalgia de un mundo perdido y un estar en suspensión con respecto al presente. Por tanto, en suma, sería un cuadro en el que de Chirico nos mostraría de manera muy brillante que la auténtica vanguardia estaba basada en un estudio muy profundo y al mismo tiempo muy subversivo de la propia tradición.


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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Calle de Verdi, 182

"Cuanto más envejezco, más inquieto me vuelvo", le confiesa Carl Einstein a Daniel-Henry Kahnweiler en la última carta que le escribe el 6 de enero de 1939 desde Barcelona, donde ha pasado la última parte de su vida luchando en el ejército republicano. En esta carta, culminación de un epistolario que abarca un largo periodo de amistad entre ambos, y que acaba de ser publicado aquí por Ediciones de la Central, Einstein insiste en su optimismo sobre el resultado de la Guerra Civil española, a la que de un modo muy evidente vincula su propio destino. Un año después, derrotada la República, se cumple también este destino y Carl Einstein se suicida tras ser internado en un campo de concentración y antes de caer en manos de los nazis.

En nuestra época, que pocos epistolarios generará, la lectura de las cartas intercambiadas entre el marchante de la vanguardia parisina y el teórico del arte alemán es un ejercicio estimulante por muchas razones. Tanto Kahnweiler como Einstein ofrecen informaciones valiosas sobre la atmósfera intelectual que acompaña el asentamiento del cubismo, con referencias constantes a las obras de Picasso, Bracque y Juan Gris, cuya temprana muerte es motivo de tristeza y reivindicación. Desde París Kahnweiler le escribe a su amigo, a este respecto: "Aquí ahora se dicen muchas cosas que al pobre Juan le hubiera hecho mucha ilusión oír y leer en vida. Pero entonces no se decían. Lo mismo ocurre en España. De pronto se ha convertido en un gran pintor español, y en gloire de l'Espagne".

También por Kahnweiler nos enteramos de la sinuosa recepción de los grandes estudios de Carl Einstein acerca del arte africano y los nexos de éste con el cubismo. Mejor situado que nadie para conocer por dentro las vicisitudes de la vanguardia el marchante de arte utiliza un tono elegante y generoso, sin incurrir en un enojoso mercantilismo y, casi milagrosamente dada su profesión, sin ajustes de cuentas ni cotilleos. Einstein, por su parte, se revela como un hombre mucho más atormentado, intelectualmente seguro en sus convicciones pero conscientemente de que su existencia nunca gozará de la estabilidad que posee la de su interlocutor.

Esta diferencia de miradores y situaciones, que habría podido hacer brotar en las cartas momentos más o menos soterrados de resentimiento o, por el contrario, de excesivo proteccionismo, actúa como plataforma sobre la que se asienta paulatinamente la amistad entre Einstein y Kanhweiler. No es posible hallar un solo fragmento de reproche o de suficiencia aunque los acontecimientos lleven a uno hacia el desastre y al otro hacia el éxito. Lejos de esto el epistolario se revela como una pequeña obra maestra de la amistad en la que el paso de los años va sedimentando un afecto cada vez más vivo que se comunica con sutiles conquistas en el lenguaje de la intimidad.

A mí me ha parecido especialmente llamativa la última parte del libro, en la que se recuperan las cartas escritas por Einstein desde su domicilio de Barcelona, en la calle de Verdi, 182, y las respuestas parisinas de Kanhweiler. En este tramo postrero el epistolario se hace claramente asimétrico, con un interlocutor, Einstein, expresándose desde arenas movedizas, y otro, Kahnweiler, ofreciendo serenidad desde una fortaleza pese a que, judío como aquél, advierte cada vez con más lucidez la tempestad que se cierne sobre Europa y de la que la guerra española es sólo el primer episodio.

Pero es Carl Einstein quien está atrapado, y apasionadamente, en este episodio. En otras circunstancias, como se deduce de los textos, él se convierte en el protagonista de la historia y su amigo, en una suerte de duende lejano y acogedor. A Kahnweiler le pide libros, tabaco y determinados alimentos para iniciar una dieta con la que combatir una enfermedad estomacal; sobre todo le pide que comprenda su optimismo, un optimismo que a finales de 1938 y aun más en 1939 no puede ser sino desesperado, con relación al desenlace de la guerra y a su propio desenlace como ser humano.

Las últimas son las mejores cartas de Einstein. Son francas porque precisamente van destinadas a un amigo en el que tiene depositada toda su confianza, y son enérgicas, fruto de la determinación de un hombre consciente de que su margen se estrecha drásticamente cada día que pasa en Barcelona, sin huir. En ellas se contienen afirmaciones significativas, como su propósito de no escribir más sobre arte, harto de las veleidades y trifulcas de las tribus artísticas, o como su inclinación por lecturas esenciales -Hölderlin, Spinoza, Mallarmé, Valéry- que quedan al margen de los fuegos de artificio supuestamente literarios.

En estas cartas Carl Einstein da la impresión de que tiene poco que perder. Va al grano. Está combativo: "Todavía no he llegado hasta el punto de volver a ponerme las pantuflas". Hace declaraciones de felicidad: "España es el único lugar en el que se ha conservado eso llamado dignidad e independencia. Se respira un clima moral que no se ha dejado dominar ni por el miedo ni por el regateo mezquino e inútil. Por eso somos tan felices". No se anda con rodeos. "Mándeme tabaco cuanto antes y en grandes cantidades. Siempre seré lo contrario que usted. Usted lleva una vida equilibrada y en cambio yo, sin tabaco, sin una buena calada, no puedo vivir. Maldita sea, es vergonzoso pero es así".

 

El País, 03/01/2009



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29 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Belcebú

El otro día vi Il divo, la película de Paolo Sorrentino dedicada, como reza el subtítulo, a la "vida espectacular de Giulio Andreotti". No sé qué acogida tendrá aquí, cuando se estrene, pues a pesar de los paralelismos que frecuentemente se establecen entre España e Italia, la mirada de ambos países sobre sus respectivos pasados es muy diferente. A mí la película me gustó, dotada de una fuerte personalidad estética que en algunos momentos me recordaba a Fellini e incluso a Buñuel. Con un lenguaje muy distinto al de la también reciente Gomorra, de Matteo Garrone, ambas tienen en común la valentía y la recuperación del buen cine político italiano.

En Il divo el protagonista absoluto es Andreotti, un personaje al que sigo con mucha atención desde que viví en Roma por los años en que asesinaron al otro gran protagonista de la película, casi invisible éste, Aldo Moro. La reciente historia italiana está marcada por asesinatos difíciles de olvidar y que siguen marcando la aparentemente tragicómica vida política de la era Berlusconi: la oscura muerte de Pasolini; los atentados mafiosos contra el general Della Chiesa y el juez Falcone; el suicidio de Calvi, el banquero de Dios, en un puente del Támesis, y por encima de todos, la ejecución del primer ministro Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas tras un angustioso secuestro de varias semanas, un asesinato que cambió el rumbo de la política italiana.

Ninguna de esas muertes -ni siquiera, en su momento, la de Pasolini- pareció ajena a Andreotti. El siete veces jefe del Gobierno italiano fue acusado, por sus complicidades con la Mafia, de estar detrás de los homicidios cometidos contra Falcone y Della Chiesa, y también, por sus connivencias con la Santa Sede, a la que quiso encubrir, fue señalado como instigador del suicidio del banquero Roberto Calvi, un suicidio con todas las trazas de ser involuntario. Sin salir de la Ciudad del Vaticano, y apuntando a lo más alto, no faltó quien lo colocara en la senda del supuesto asesinato del papa Juan Pablo I, como de manera elíptica, aunque suficientemente explícita, se encargó de mostrar Coppola en uno de los episodios de El padrino.

Para muchos estas y otras sangres italianas cayeron sobre la cabeza de Andreotti en las tres últimas décadas del siglo XX. Sin embargo, por ninguna de ellas sufrió más reproches que por la sangre de Aldo Moro, su compañero en el partido democristiano y su rival ideológico dentro de esta formación. Los asesinos, claro está, fueron los brigadistas rojos, que llegaron así al capítulo final de su delirio revolucionario, pero a Andreotti se le reprobó desde el principio por no poner los medios que tenía a su alcance al servicio de una negociación que hubiera podido salvar la vida del secuestrado. Los mismos familiares de Aldo Moro nunca perdonaron su actitud pese a que, años después, sí perdonarían a los ejecutores materiales del magnicidio que habían mostrado arrepentimiento.

Para una buena parte de los italianos, Andreotti siempre estuvo, por tanto, en el tenebroso centro del huracán. De ahí que los periódicos, sobre todo los contrarios, naturalmente, le dedicaran significativos apodos: El Papa Negro, El Maligno, Belcebú y una larga lista de nombres más inquietantes que peyorativos. No obstante, Andreotti también recibía otros apelativos menos duros, como El Astuto, o directamente cariñosos, como El Divino Giulio. Gozaba y goza de tantos apelativos distintos que, incluso en la actualidad, cuando alguien cita su sentencia más famosa -"el poder corrompe especialmente a quien no lo tiene"-, siempre se hace difícil averiguar si la referencia se apoya en la condena o en la admiración.

Esta suprema y turbadora ambigüedad del personaje creado por Andreotti para sí mismo, y refrendado por los demás, es puesta de manifiesto agudamente por Paolo Sorrentino en Il divo. Podría casi asegurarse que el personaje Andreotti, con las manos espectralmente manchadas de sangre, adquiere perfiles shakespearianos si no fuera porque, negándose a desenmascararse, mantiene hasta el final la terca rigidez de una conciencia que ha permanecido inmutable a lo largo de 90 años de vida y 70 de poder.

Esfinge terminal, Andreotti, entre procesos y más procesos, y entre dudosas absoluciones, se niega a revelar siquiera una parte de su enigma y se limita a repetir machaconamente que él no cree en el destino, sino en "la voluntad de Dios". Una suerte de mantra con el que ha tratado de hechizar a la sociedad italiana con resultados no del todo desfavorables: pese a todos los indicios y acusaciones, pese a las confesiones de mafiosos arrepentidos, pese a los múltiples juicios, El Divino Giulio se ha escabullido siempre.

Belcebú es senador vitalicio. Como corresponde.

El País, 29/11/2008


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26 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En busca del espacio perdido

Rafael Argullol: En cambio en París hay esa seguridad que te ayuda a ofrecerse como enciclopedia universal.
Delfín Agudelo: Sin embargo también considero que esa seguridad, esa clara consciencia que tiene París de sí misma, y que tiene el parisino de la ciudad en la que está viviendo, es en muchos aspectos el gran motivo de esa permanencia del spleen baudelairiano, y ya no solamente en términos del poeta, sino que es prácticamente que se ha trasladado a todos. Una vez que viajé con mis padres mi madre nunca podía guardarse el comentario de lo linda que estaba la ciudad cuando hablábamos con cualquier vendedor de cualquier tienda, y los tres vendedores reaccionaban con asombro, preguntándole que si en realidad creía que fuera así. Es casi como si la ciudad le pesara en exceso la carga que tiene sobre sí misma. Es como si París estuviera saturado de sí mismo.
R.A.: Esa saturación es lo que despertaba la figura del parisino antipático, que es esta especie de mezcla de exceso de seguridad o exceso de saturación. De todos modos ahí también habría que pasar página y ver que el París actual es bastante distinto probablemente de este que visitó tu madre, muy distinto del de la primera mitad del siglo XX; y absolutamente distinto del aquél del XIX. El París actual ha sufrido las convulsiones masivas que han sufrido otras ciudades, como las grandes ciudades españolas, las migraciones masivas, las migraciones del último tercio del siglo XX, y en estos momentos es una ciudad que está en plena transformación a través de unos Parises completamente distintos, muchos de ellos marcándose entre sí. Y esto ha disminuido esa figura de autosaturación y antipatíaa del parisino, porque la ciudad no sé si no está tan segura de sí misma, pero ya no está tan saturada, está más sometida a una especie de convulsión continua. Y eso a la larga no sabemos si será positivo o negativo, es algo bastante incierto. Pero dentro de la no capitalidad del mundo, es evidente que deberíamos otorgar la capitalidad a aquellas ciudades que efectivamente facilitan esos encuentros misteriosos con el azar, sean Roma, París, Nueva York, pero muchas veces también Benarés, Damasco, Istanbul, ciudades que quizá han permanecido al margen de lo que llamamos la modernidad más agobiante pero que tienen esa densidad de encuentros.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trastos viejos, ancianos creadores

A punto de cumplir 100 años el realizador de cine portugués Manoel de Oliveira comentaba el otro día en un coloquio sobre su obra el inmenso placer que le proporcionaba cada nuevo rodaje. El ejemplo de Oliveira, quien hizo su primer documental en 1931, nada menos, es probablemente extremo pero puede relacionarse con los de otros cineastas longevos que últimamente nos han ofrecido notables películas, como Claude Chabrol o Sydney Lumet, para no referirme a directores como Clint Eastwood, el cual, entrega tras entrega, parece aumentar su excelencia a cada año que pasa.

Las palabras de Manoel de Oliveira acerca de su trabajo, y del disfrute que éste le continuaba procurando, me han recordado lo que afirmaban recientemente otros dos centenarios, o cuasi centenarios, que se mantienen en una plenitud creativa. Moisés Broggi, el cirujano que hizo decisivas aportaciones en la hospitalización de campaña durante la Guerra Civil, sigue escribiendo sus magníficas Memorias. Por su parte, Rita Levi-Montalcini, la neuróloga italiana, contaba graciosamente cómo había escapado de cualquier oferta de jubilación, aun a riesgo de quedarse casi sin dinero, y cómo seguía dirigiendo cotidianamente su laboratorio.

En los tres casos el común denominador era considerarse a sí mismos como seres capaces de ilusión y no como meros vestigios del pasado. Tenían proyectos de futuro en sus respectivas tareas. Naturalmente, uno puede reírse del hecho de que un anciano centenario albergue proyectos de futuro. Pero, más allá de que cualquiera es libre para establecer sus propias utopías, Rita Levi-Montalcini explicaba muy bien la causa última de su vitalismo de senectud. Venía a decir que no le preocupaba la muerte -necesariamente próxima dada su edad- porque tras tantos años de investigación científica sobre la vida no consideraba que ésta, y por tanto tampoco la muerte, pudiera medirse como lo que sucede a este "pequeño cuerpo nuestro". Su conclusión era que el cosmos merecería que lo viéramos de otra manera, menos mezquina si se quiere.

No sé si Oliveira o Broggi compartirían esta opinión pero, tan agnósticos como Levi-Montalcini, bien podrían hacerlo pues también ellos han apostado por atravesar la vejez como seres vivientes y no como meros supervivientes. Una elección que, no obstante, no resulta fácil en un mundo con drásticas fronteras cronológicas y siempre al servicio de la cadena productiva.

A este respecto, por más que se vincule originalmente al júbilo, la jubilación ha acabado por convertirse en nuestra sociedad en algo inquietante. Es completamente seguro que un viejo hoy, gracias a que ha alcanzado la jubilación -o a que ha sido alcanzado por ésta-, se siente en térmi-nos económicos o sanitarios más protegido que los viejos de otros tiempos; sin embargo, no estoy convencido de que haya habido el mismo progreso en cuanto al respeto que percibe por parte de la comunidad que le rodea. Es verdad que ahora tenemos viejos en buena forma física e incluso, gracias a los últimos inventos, con resurrecta sexualidad, viejos a los que vestimos como adolescentes y hacemos viajar de un extremo a otro del mundo en animados tours organizados, viejos que entretienen su ocio con todo tipo de maquinitas; pero ¿a alguien se le ocurre que tenga que haber asimismo viejos sabios?

Creo que, en nuestros días, a casi nadie se le pasa por la cabeza algo semejante. Y, sin embargo, quizá más de un jubilado -incluso con jubilación monetariamente notable- cambiaría sus viajes organizados, sus ocios televisivos y aun sus renovadas proezas eróticas por la percepción de sentirse respetado como alguien que ha consumido los años, precisamente, para adquirir ciertos conocimientos respetables. No sería de extrañar que en nuestra democrática civilización algunos ancianos fantaseasen secretamente, y sin atreverse a decirlo en voz alta, con aquellas remotas épocas en las que la vejez, contemplada como culminación de la existencia, veía compensada la inevitable fragilidad corporal con el don de la sabiduría, que los más jóvenes reconocían respetuosamente a la espera de que llegara, también para ellos, la edad senatorial.

Cuando hace un par de años vi los criterios con que se realizó el saneamiento de Televisión Española pensé que nunca la estupidez cronologista había llegado tan lejos. ¿Cómo podía ser que la condición principal para permanecer o no en el Ente fuera haber cumplido 50 años? ¿No se daban cuenta en el Ente, con el ingenio metafísico que la propia palabra denota, de la enorme sangría que este igualitario procedimiento significaba? ¿La permanencia de un imbécil o de un ignorante de 35 años debía implicar la expulsión de un talento de 60? Y, pensando ya no sólo en términos creativos sino también económicos, ¿cómo se podían arrojar por la borda tan lastimosamente años de aprendizaje y maduración de realizadores o guionistas que seguramente, tras los cincuenta, llegaban al momento dulce de su profesión? Dado que es indiferente la edad de los que no valen, la marginación de los que valen por motivos de edad me pareció un segregrarismo brutal.

Sin embargo, en esos dos años he comprobado que Televisión Española, el Ente, ha sido la vanguardia de un proceso que abarca a toda la sociedad. Con la misma excusa del saneamiento, a la que se añade hipócritamente la supuesta promoción de las jóvenes generaciones, la voraz maquinaria de las jubilaciones anticipadas, y más o menos forzadas por las circunstancias, actúa sin contemplaciones en los hospitales, universidades o medios de comunicación. En muchos casos gentes de gran valía se ven obligados a abandonar sus trabajos, justo en el momento de su máximo rendimiento, bajo la acusación implícita, a menudo, de estar impidiendo el acceso a los jóvenes y, en consecuencia, sin tener en cuenta que en la formación de éstos el asesoramiento de los maestros es imprescindible para asegurarse la línea de continuidad cultural que vertebra una sociedad.

Los efectos de esta política son desastrosos, incluso desde el punto de vista de la renovación generacional que se proclama, pues, con frecuencia, alentados por el igualitarismo cronológico que transforma a los que deberían ser maestros en trastos viejos, muchos de los jóvenes que acaban siendo promocionados no son los más talentosos o los más intelectualmente apasionados sino los más expertos en boletines oficiales y otras burocracias. De seguir así es muy probable que nos quedemos sin los jóvenes que podrían llegar a algo y sin los ancianos que ya habían llegado.

Miguel Ángel acabó el Juicio Final a los 70 años; Sófocles escribió Edipo en Colono a los 80; Goethe tenía 81 cuando puso la última línea a su Fausto.

 

El País, 07/12/2008



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Galería de espectros: el demonio de lo irreparable

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros me ha parecido percibir el espectro del demonio de lo irreparable.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres a ese personaje metafórico que aparece en Las flores del mal de Baudelaire?
R.A.: Sí, me parece que es el protagonista de Las flores del mal. Y cuando hablo del demonio de lo irreparable no hablo quizá de demonio en sentido de diablo, sino en un sentido más socrático, más griego, más antiguo: de demonio como daimon, de una fuerza que penetra la existencia y la vida humana. Si algo está continuamente presente en las poesías de Baudelaire, en Las flores del mal, es el desgaste al que nos somete el tiempo, el hecho de que el hombre, en lugar de irse enriqueciendo por la experiencia del paso del tiempo, se va hundiendo, y eso Baudelaire lo supo resumir muy bien en un verso sintetiza muy bien su sentir poético: Descendemos al orco un escalón diario. Es esa idea del descenso, que sólo se puede frenar a través de determinados cortes en el tiempo, o cortes en la caída en el tiempo, que es cuando se produce por un éxtasis, por una alegría, por un goce, por una curiosidad, por un descubrimiento. Si el hombre está fuera de ese estado de descubrimiento, de tensión por la curiosidad que le produce el mundo que le rodea, inevitablemente en la opinión de Baudelaire va cayendo. Y eso en sus poesías lo mostró muy bien en un personaje alegórico si se quiere pero vivo, que es ese demonio de lo irreparable. De ahí que en los poemas encontramos esas expresiones que siempre se refieren al carácter irreversible del tiempo. Lo irreparable, lo irreversible, lo irremediable: detrás de todas esas expresiones hay siempre ese daimon, ese demonio que dirige al hombre no curioso, que dirige al hombre no aventurero, que dirige al hombre dominado por la monotonía, tedio y la rutina, lo dirige irreparablemente hacia el orco.



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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Galería de espectros: Carlos V

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he vislumbrado el de Carlos V.
Delfín Agudelo: Te refieres al retrato realizado por Tiziano.
R.A.: Sí, al famoso retrato ecuestre de Tiziano que para mí muestra de manera exquisita la culminación, la dureza y la soledad del máximo poder. Si un hombre ha sido poderoso en el mundo moderno, quizá junto con Napoleón, ha sido Carlos V. Tiziano quiere pintarlo con la máxima dignidad, por eso recurre a la tradición del retrato ecuestre, que en el siglo XV habían ya trabajado escultores como Verrochio, siempre siguiendo el modelo del retrato ecuestre de Marco Aurelio que se encuentra en Roma, en el que el emperador filósofo se mostraba con una máxima dignidad. Siguiendo esa tradición, Tiziano hace la que podría ser considerada la obra maestra en la pintura del retrato ecuestre. Pero al mismo tiempo advertimos ya en el rostro del emperador una sensación de cansancio, casi agotamiento, que parece preludiar la decisión que tomará ya no muy lejos del momento en que Tiziano hizo ese retrato, que es esa decisión de abandonar el poder en vida, de retirarse a un monasterio y dedicarse a los engranajes de relojes y a  la construcción de éstos. Creo que ahí Tiziano, como maravilloso pintor que era, sabe captar el punto máximo de un poder que quiere exteriorizar la dignidad, pero de un poder que está ya demacrado, cansado y agotado. 


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16 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plaza Egipto, Calle Breton

Rafael Argullol: Evidentemente si eso sucede en el terreno general de la cultura a la fuerza tiene que suceder en el terreno particular de la vida.
Delfín Agudelo: Lo más bonito en el terreno particular de la vida es encontrar estos elementos en el nombre de la calle, en los atributos de la calle, en las placas conmemorativas, por ejemplo, que también me parece que en París es algo muy interesante, que permiten esta condición particular de la vida en hacer de la ciudad, de la calle y de la vida sobre todo un espacio interior: es la interioridad absoluta. Caminar París en invierno es completamente diferente a caminarlo en verano, por la misma situación del promeneur que es estar cerrado en sí mismo, el frío y la abrigo. Me parece muy emblemático en toda la función que cumple París en la historiografía de la promenade, que es esa constante búsqueda de sí mismo, del poeta, del caminante, a través de lo que está viendo en la ciudad. Y en eso el azar es fundamental, porque aquél que sale a caminar la ciudad está necesariamente en una situación de búsqueda, está buscando algo. ¿Qué es ese algo? No se sabe.
R.A.:Esto en definitiva es el arte y la cultura. En nuestro momento creo que hay una confusión inducida de lo que es el arte de la cultura tan extraordinario que el elemento primero del arte y de la cultura es orientarse y desorientarse, el elemento primero es una búsqueda, el elemento primero es la curiosidad, la necesidad de descubrimiento, el ponerse en una posición de descubrir. Y en ese sentido evidentemente París mantiene casi diríamos intacto los incentivos que hay al respecto. Si bien es cierto que por toda una serie de hándicaps propios de nuestra época, quizás el flâneur se ha hecho más difícil, al igual que el paseante, por las masas turísticas que también están en lo barrios: por el hecho de que la particularidad de aquellos negocios maravillosamente singulares quizá cada vez es más difícil por la presencia aplastante de las grandes franquicias, de las cadenas, etc. Pero diría que París es la ciudad que aún muestra una mayor resistencia al respecto, es decir, es aquella que aún tiene una gran capacidad para mantener la singularidad, la particularidad, todo ello amparado en un aspecto que ha veces se ha reprochado a los parisinos, quizás con razón en algunos momentos, que es  una ciudad segura de sí misma,  que es algo muy difícil de encontrar en el mundo, porque las ciudades en general no están seguras de sí mismas. Las ciudad alegan algunos aspectos de su pasado, de su presente, porque las ciudades tienen una gran inseguridad. Nueva York o los neoyorquinos nunca han tenido el lado de seguridad en sí misma que tiene París, porque no hay la antigüedad de París, porque Nueva York está formado además por una serie de convulsiones internas que han hecho que la seguridad en sí misma resida en- y quizás es el encanto de Nueva York-una especie de mundo en ebullición, en continua autocrisis. En cambio en París hay esa seguridad que te ayuda a ofrecerse como enciclopedia universal.



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15 de enero de 2009
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