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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El estilo

"El estilo es el hombre": antes de que el igualitarismo de bajura ocupara gran parte de la escena, se recurría bastante a esta sentencia. Y aunque, como todas las máximas, es demasiado categórica, algo -o mucho- hay de cierto en ella. La recordé a propósito del artículo publicado en este mismo periódico por Jordi Hereu, alcalde de Barcelona, titulado En defensa del Raval (17-9-2009). Lo leí atentamente y, como no tengo el gusto de conocer personalmente al señor Hereu, traté de deducir cómo sería el alcalde de mi ciudad a través de su argumentación. Confieso que el estilo del artículo me pareció que hundía las razones que quizá legítimamente esgrimía su autor.

El inicio era lamentable y eliminaba lo que venía después ¿Cómo puede el alcalde de una ciudad iniciar un texto con la frase "viendo con qué facilidad algunas voces se suman estos días al acoso y derribo del Raval y del proyecto que el Ayuntamiento de Barcelona... "? ¿Cree de verdad el señor Hereu que unas "voces" pueden acosar y derribar un barrio? El asunto sería puramente esotérico -con voces que andan sueltas fastidiando- o humorístico si no se apreciara, por lo que se lee luego, que el alcalde habla en serio y considera seriamente que hay una conspiración para demoler su proyecto.

En lugar de atender con tacto y humildad las críticas recibidas por la situación del Raval -y, desde luego, no sólo del Raval- por parte de multitud de ciudadanos, muchos de ellos del propio barrio, el alcalde se lanza a una cruzada contra las "voces" acosadoras y derribadoras. El tono oscila entre el lenguaje mitinero y la visión arcádica que desde hace años tanto ha prodigado el Ayuntamiento de Barcelona con los llamados publirreportajes, que no son otra cosa que autoexaltaciones a cargo del erario público. Sin faltar los tópicos a los que recurrir con asombrosa rotundidad: "Lo afirmo con orgullo: el Raval de Barcelona es uno de los lugares con más vocación de ciudadanía de Europa". ¿Qué quiere decir eso de la vocación de ciudadanía? Acaso es una buena expresión para un folleto de propaganda, aunque en el contexto en que está situada suena a burla y anula el efecto de otros argumentos que podrían parecer más razonables.

No niego que el actual alcalde de Barcelona trabaje esforzadamente por la ciudad, pero si el estilo es el hombre, ese hombre, el señor Hereu, se encamina con paso firme hacia la derrota.

 

El País, 03/10/2009



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El olvidado arte de la dimisión

Tampoco. Tampoco en esta ocasión, con motivo del escándalo del Palau de la Música de Barcelona, se ha producido, al menos hasta el momento, dimisión alguna. Me refiero, claro está, a dimisión entre los responsables políticos y no de la inevitable retirada de quienes, aunque con años de retraso, han sido pillados con las manos en la masa.

Todo el mundo espera que Fèlix Millet y compañía vayan a la cárcel y, a juzgar por sus declaraciones, los primeros que lo esperan son aquellos políticos que, con sueldos pagados por el erario público, tenían como misión vigilar que el dinero de los ciudadanos no fuera robado por desaprensivos. En el asunto Millet los corresponsables del expolio pertenecen a tres administraciones -Ayuntamientto, Generalitat, Estado-, a diversos partidos, a varias legislaturas. Sin embargo, por lo que advertimos, ninguno se siente eso: co-responsable del expolio. Los que ostentan cargos en la actualidad señalan hacia el pasado; los que ostentaron en el pasado se escudan en el presente. Unos y otros aguardan el olvido que deparará el futuro.

Tienen razones sobradas para adoptar esta estrategia puesto que viven en un escenario en el que esta actitud siempre acaba por dar buenos dividendos. Si observamos la larga cadena de corrupciones que se ha enroscado en nuestra historia reciente comprobaremos que el número de divisiones entre los políticos que debían velar para que no se produjeran aquéllas ha sido ínfimo.

¿Cuántas dimisiones de ministros, de subsecretarios, de alcaldes ha provocado la especulación urbanística o financiera? ¿Alguien se ha sentido obligado a dimitir por la génesis de una Crisis, así en mayúsculas, que, ha sido considerada como un monstruo impersonal del cual nadie era individualmente responsable? No tenemos noticias de que ningún cargo público se considerase demasiado inepto, demasiado avergonzado, demasiado escrupuloso para dar un paso al frente y anunciar su dimisión.

Una democracia en la que nadie, jamás, dimite -a no ser que tenga la pistola en el cuello- es un sistema monolítico y sin porvenir. Parece, según cuentan algunos historiadores, que este problema fue ya entrevisto con claridad en la joven democracia de Pericles de manera que se exigía a los elegidos por los votantes una suerte de permanente disponibilidad a dejar el cargo si cometían irregularidades y errores antes de finalizar el plazo de su mandato, y otro tanto sucedía en los menores momentos de la república romana.

Si lográramos trasladar esta precaución a nuestra época, el responsable político, además de jurar o prometer el cargo debería comprometerse al abandono anticipado del mismo en caso de faltar a sus obligaciones. En la carte

-ra ministerial, por ejemplo, siempre se llevaría la carta de dimisión bien redactada, dejando un espacio para indicar el motivo. El arte de la dimisión, que no debería implicar necesariamente hechos vergonzosos, e incluso podría representar una protesta contra ellos, otorgaría permeabilidad a la democracia y confianza a los ciudadanos.

Pero no es el caso, al menos aquí. El anquilosamiento de las instituciones y la desconfianza ciudadana tienen mucho que ver con la sensación de enclaustramiento de la llamada clase política. Ante muchos ciudadanos los partidos aparecen como opacas estructuras en cuyo interior se ayudan mutuamente a ganar, mantener o recuperar el poder. Quedan restos ideológicos, sí, adheridos a los programas que se proclaman en las citas electorales, pero el peso del poder de las ideas es percibido como infinitamente menor al ansia de poder de los integrantes del grupo.

Puede que esta percepción sea en parte injusta pero es la que prevalece en el momento de acusar que, en la actualidad, la "carrera política" es un buen medio -de igual eficacia que el que ofrecen determinadas sectas religiosas-, para hacerse con una posición económica, un trabajo estable y hasta una profesión. Sin apenas debates internos de envergadura, los partidos políticos exigen crecientemente a sus miembros secreto y silencio. O, tal vez, esta exigencia ni siquiera es necesaria, puesto que los afiliados tienden a una sumisión voluntaria a la que, desde luego, tratarán de sacar partido.

No deja de ser elocuente a este respecto que en las últimas semanas se haya aludido en la prensa repetidamente al mutismo que rodea las reuniones de los dos grandes partidos españoles. En apariencia, tanto el Partido Socialista como el Partido Popular tienen sobradas razones como para discutir encarnizadamente acerca de las estrategias seguidas. ¿Cómo puede ser que estos partidos no tengan en su interior distintas tendencias que se expresen en libertad y luchen entre sí en relación a asuntos de tanta envergadura como la crisis económica, la corrupción o el desplome educativo? ¿Cómo puede ser que los miles de cargos públicos que suman entre ambos partidos comporten tanta unanimidad en el momento de defenderse contra tanta tentación de dimitir? Es verdad que vociferan unos y otros, pero la credibilidad de los gritos es escasa, pues los ciudadanos han oído tantas veces esas sonadas acusaciones sin apenas consecuencias que ya no creen en la sinceridad del exabrupto.

Tras perpetrarse esta actitud la escena democrática ha quedado profundamente quebrantada: a unos partidos ensimismados, transformados en aparatos de poder autosuficiente, les corresponde una ciudadanía apática y desconfiada, alejada de cualquier pasión política, que desprecia las instituciones públicas, como repetidamente se pone de relieve en las encuestas que publican los medios de comunicación. A un paisaje así lo llamamos democracia porque no se nos ocurre otra cosa o porque siempre tenemos miedo de que vuelva algo peor. Una democracia, sin embargo, con alarmante síntoma de inanición. Reinstaurar -o instaurar, porque aquí lo cierto es que poca tradición hay- el arte de la dimisión podría reanimar al enfermo.

Ahora, a raíz del caso Millet, tenemos una nueva oportunidad, una más de las muchas que hemos gozado en estos últimos años. Como se ha escrito reiteradamente en los periódicos el señor Fèlix Millet, astuto camaleón, ha sido pujolista, aznarista con Aznar y tripartidista con el tripartito. Su trayectoria supuestamente delictiva ha atravesado cuatro lustros, como mínimo, arrastrando a decenas de responsables políticos que tenían la obligación de impedir aquella trayectoria. Los hay de todos los colores y todos tienen cara, nombre y apellidos.

Es el momento de que algunos tengan la grandeza de sacrificarse por la democracia y exclamar ¡soy responsable! o ¡fui responsable! Es el momento de dimitir de los cargos actuales o de los puestos propiciados por antiguos cargos. Ya sabemos que el señor Millet es un presunto ladrón. Lo que queremos saber es quién dejó que lo fuera. Bastaría que alguien, no necesariamente presionado por los medios de comunicación, se presentara voluntario para asumir su rol en el escenario. Un acto semejante daría aire a la democracia.

Pero soy el primero que dudo que algo así pueda producirse, ni en éste ni en los demás casos. Pedir grandeza cuando se ha instalado la mediocridad es pedir peras al olmo. Y aún más cuando se trata de una mediocridad satisfecha. Escuchen, si no, esta anécdota. Este verano me encontré por la calle a un compañero de la universidad al que no había vuelto a ver en todos estos años. No se le tenía, entonces, por una lumbrera. Le pregunté cómo estaba y, sin transición y sin matices, me contestó que le había ido extraordinariamente bien en la vida. Para resumirme esta satisfacción vital me contó que era segundo en las filas de determinado partido. "Yo que, como sabes, no era ninguna lumbrera", argumentó, medio bonachón, medio malicioso. Estuve a punto de decirle que también Calígula nombró senador a su caballo. Pero me callé puesto que, al fin y al cabo, no conozco a nadie más con una opinión tan elevada acerca de lo que ha sido su vida.

 

El País, 04/10/2009



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13 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aerotuteo

Este pasado verano contraté un billete de Iberia, con precio de Iberia, para volar al otro extremo de Europa. Luego resultó que el vuelo de Iberia sería operado por Clickair, compañía de low cost. El día en que debía emprender el viaje me trasladé a los mostradores de Iberia, en la terminal 2 del aeropuerto, dado que los carteles de Clickair no aparecían por ninguna parte. Pero los mostradores de Iberia también parecían clausurados, a excepción de uno en el que un empleado informaba, con bastante fastidio, de que Clickair, filial de Iberia, acababa de fusionarse con Vueling, otra compañía low cost, y que por tanto había que hacer la facturación en los mostradores de esta última empresa. Como en los cuatro mostradores de Vueling había decenas de personas aguardando y, además, las máquinas de autofacturación estaban estropeadas o fuera de servicio, tuve que esperar cerca de una hora para obtener el billete de Iberia que había pasado sucesivamente a Clickair y a Vueling.

Todo eso podía soportarse más o menos estoicamente dado los actuales niveles de confortabilidad, esmero y educación en los aeropuertos, sobre todo en verano. Uno ya sabe que tiene que estar dispuesto a viajar en condiciones de extrema penuria, con dos palmos como espacio vital y con gritos de alegres compañeros de viaje que aprovecharán la ocasión para sacar sus cámaras digitales y hacer fotos sumamente originales. Todo eso se sabe. Más incomprensible es que por la megafonía los tripulantes te tuteen: "Ponte el cinturón, no fumes", y las cosas de rigor. El piloto también te tutea, indicándote que te lo pasarás muy bien, aunque luego cierre el pico durante una inacabable zona de turbulencias. Le pregunté a una azafata por qué nos tuteaban si realmente no parecíamos amigos tan íntimos unos y otros. Me contestó que era política de Vueling para hacer más agradable el viaje. El tuteo relajaba mucho. Era un trato moderno. Buen vueling.

Entonces cayó una maleta del sobrecargadísimo maletero y fue a dar directamente a la cabeza de una señora que tenía enfrente. Ésta exclamó: "¡Eso no pasaba ni en los autocares aquellos con gallinas!".

 El País, 19/09/2009

 



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7 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tourist=Terrorist

Recientemente visité a un amigo convaleciente en el Hospital de l'Esperança y me sorprendió ver en la parte alta de la calle de Sant Josep de la Muntanya, colgando sobre las máquinas excavadoras que han levantado todo el pavimento, una gran pancarta con la inscripción Tourist=Terrorist.

Una enfermera a la que interrogué me informó de que la pancarta llevaba allí dos años y que su contenido sin duda tenía que ver con la constante afluencia de turistas, algunos de ellos directamente vandálicos, al cercano Parc Güell.

Era una explicación. Sin embargo no me dejaba de sorprender que un término que el siglo XIX había popularizado como sinónimo de libertad acabara asociado a principios del XXI con otro vinculado a la violencia más extrema: el turismo convertido en plaga y los turistas, en depredadores. La primera vez que escuché una acusación de este tipo fue, hace bastantes años, en Florencia. Muchos florentinos se lamentaban de que el turismo les había secuestrado la ciudad de modo que ya era casi imposible frecuentar los cafés y restaurantes de antaño ni pasear con cierta tranquilidad por el centro de la ciudad. Este síndrome del anfitrión ultrajado se ha extendido en los últimos tiempos a muchas ciudades en las que los habitantes han perdido paulatinamente la confianza en los supuestos beneficios de visitas masivas, a menudo percibidas como pillaje de la propia memoria colectiva.

Barcelona, pese a toda la propaganda oficial, es de las que se ha llevado la peor parte al abrirse a un lumpenturismo que ha tomado como sede generosa de sus desmanes. ¿Qué diría el espantado florentino, agobiado por las multitudes que visitan Santa Maria di Fiore o los Uffici, ante nuestras soeces muchedumbres, éstas que ocupan las calles alegremente convocadas por la impunidad que seguirá a sus excesos?

Aquí la bebida es barata; el ruido, gratuito; la micción, libre. ¿Hay alguna otra ciudad en la que sea posible confundir tan fácilmente la tolerancia con la estupidez? Algo de razón sí tiene, pues, aquella pancarta.

 El País, 05/09/2009



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2 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Disparad contra la ilustración

En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.

El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.

Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.

Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.

Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.

Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.

Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?

Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.

 

El País, 07/09/09



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29 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Detenimiento

Rafael Argullol: Se crean simulacros de relatos de la megápolis que son iguales en todos lados, y es muy probable que el relato de nuestros días sobreviva en los entresijos de la gran ciudad.

Delfín Agudelo: La supervivencia de cualquier relato, sin importar su microcosmos o macrocosmos, debe superar la barrera de la rapidez informática, del asombroso en cuanto excesivo dinamismo de la información, del mismo relato, que muchas veces es un fruto inmediato y poco maduro. Adheridos aún a la poética del paseante, que es la enemistad absoluta con la idea del time is money, existe la esperanza de la supervivencia del relato en la ciudad.

R. A.: Esta mañana estaba paseando con un amigo bajo este sol magnífico y llevábamos una hora conversando, paseando lentamente, tranquilamente, por una de las pocas calles que en el centro de Barcelona es posible porque ha tenido poco éxito comercial a pesar de su amplitud, que es el paseo Sant Joan. Estábamos caminando tranquilamente y nos hemos encontrado a un tercer amigo, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Se ha acercado a nosotros, y nos ha dicho: "¿Vosotros tenéis tiempo todavía de ir caminando tranquilamente por la ciudad?" Yo le respondí que en el momento en que no tienes tiempo para ir caminando tranquilamente por la ciudad lo mejor que puedes hacer es dejar de vivir, porque has abandonado la vida previamente. Me gusta mucho el lema de ese maravilloso fotógrafo que era Cartier-Bresson, "La prisa es de miserables". Hay algo en estos momentos profundamente revolucionario en el detenimiento, en la comida: saboreas el alimento en lugar de engullirlo. En el detenimiento que significa la sensualidad y el erotismo frente al fast food de la pornografía. El detenimiento que significa la cultura frente a la falsa religión de los bestsellers, y grandes artefactos editoriales. Detenimiento que significa una película de estructura clásica frente a los juegos artificiales de los efectos especiales. El detenimiento significa la conversación con un amigo frente a una especie de comunicación con signos, puramente utilitaria, que es en la que creo que hemos degenerado. El paseo, aunque sea difícil, sigue siendo algo reivindicable porque es la base misma de nuestra capacidad de pensar y de expresar a los otros. Por tanto, creo que el ritmo lento es profundamente revolucionario. Casi estamos en una época de anti-Marinetti, anti-futurismo, contraria a esa fascinación de los futuristas por la velocidad, por lo rápido. Podríamos exaltar la lentitud, el detenimiento, la capacidad de atravesar la complejidad de la vida, acosados como estamos desde todos los frentes por el fast-food.

Barcelona es una ciudad en la que todavía habría posibilidades de pasear por su tamaño, pero en los últimos diez años ha estado completamente acosada y casi diríamos abrumada por la presencia masiva del turismo. Es una ciudad que en estos momento está sufriendo un grave deterioro desde el punto de vista de ese detenimiento y de esa lentitud, aunque evidentemente no se puede comparar todavía con las grandes megápolis tipo Ciudad de México, Sao Paulo o Bogotá. Pero creo que uno de los grandes fracasos del hombre contemporáneo ha sido precisamente dejarse arrebatar la figura del paseante. Y eso llama la atención porque a veces, en determinadas ciudades del norte de África, Alejandría, Marrakech, ves todavía que existe esta amistad traducida en paseo, esa cultura del café, esas horas dedicadas al amor propio y al detenimiento. Aquí muchas veces no existen. Las horas que no se pueden dedicar al paseo o a la amistad son horas que ya no se dedican al amor propio.



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24 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Simulacro de relatos

Rafael Argullol: Por eso el paseo urbano era básico como territorio del descubrimiento y debo reconocer que en los últimos años el paseo se está convirtiendo físicamente imposible. Por lo menos en Barcelona, con la densidad demográfica, por la cantidad de habitantes por metro cuadrado, por la presencia de determinados obstáculos cada vez más difíciles.

Delfín Agudelo: Ahora contemplamos el paseo como actividad entre un lugar en la ciudad y otro- caminar hasta el trabajo, caminar hasta la universidad, caminar hasta la plaza. Pero en este caso el paseo no se lleva a cabo en sí mismo, sino que es una alternativa a no tomar cualquier medio de transporte. Se lleva a cabo como alternativa de movimiento, mas no como núcleo creador de la cultura.

R.A.: Casi lo llevaría a un último capítulo de la historia del paseante, porque la relación entre cultura y paseo es una relación que viene de la Grecia clásica, y que el peripatético era alguien que conversaba, filosofaba o militaba a través del paseo individual o de la complejidad con amigos, y atravesaría distintos siglos. Quisiera recordar un texto maravilloso de Petrarca en el cual explica su ascensión al Mount-Ventoux en Provença y esa ascensión es un auténtico modelo de paseo entre la edad media y el renacimiento. Y no digamos la importancia del paseo en el siglo XVIII y siglo XIX. Ahora en determinadas ciudades francesas, alemanas y españolas nos encontramos con el "paseo de los artistas", o "el paseo de los poetas", que tenía mucho que ver con la creación de cultura. O alrededor del café o de la copa, o caminando. Creo que eran las dos actitudes, y la tercera escribiendo. La cultura se ha hecho con los pies caminando, conversando, y con la pluma escribiendo. Y esto ha entrado en una situación de colapso en estos días.

Por esto me da la impresión que en nuestras grandes ciudades lo literario ha dado una vuelta de tuerca, y en lugar de aspirar a ser la ciudad colectivamente, la multitud colectivamente el protagonista, como puede ser Berlin Alexanderplatz de Döblin, ahora cada vez tendremos más el pequeño relato fragmentario de la micrópolis o del barrio, y por eso no tiene que llamarnos la atención que por ejemplo en ciudades como Barcelona vayan a convivir relatos magrebíes, dominicanos, etc., cada uno en el pequeño territorio del entorno, mientras que por el otro lado el conjunto orgánico de la ciudad es profundamente amnésico, profundamente enemigo del relato. Se crean simulacros de relatos de la megápolis que son iguales en todos lados, y es muy probable que el relato de nuestros días sobreviva en los entresijos de la gran ciudad.



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16 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Islas urbanas

Rafael Argullol: Es muy probable que los movimientos metropolitanos de los años sesenta, con la fecha emblemática de mayo del 68, fueran en realidad uno de los últimos movimientos en que se intentó identificar ciudad-cultura, creación de civilización-utopía, etc., y que del último tercio del siglo XX haya ido viviendo una agonía de esta identificación, al mismo tiempo que se iba reforzando la red de comunicación universal.

 Delfín Agudelo: Esta evolución de la identidad de una ciudad es de las maneras más certeras de analizar cualquier época, y todavía más en un pasado más reciente, como puede ser desde 1830 hasta nuestros días. El flâneur o paseante surge, entre otras cosas, ya que el individuo necesita reconocer la ciudad que ha cambiado o que está en constante cambio, como se puede ver en el poema "Le cygne" de Baudelaire: es mediante su atravesamiento que se logra su conquista, y así adquirir, de alguna manera, un sentido de pertenencia. Pero en el caso del flâneur es una conquista falsa, porque jamás logra conquistarla, es ella quien lo conquista a él en el capitalismo naciente, en las cadenas, como recuerda Benjamin: el flâneur ya no se pierde en las calles, sino en los grandes centros comerciales. En China o Estados Unidos está el centro comercial más grande del mundo. Me cuesta imaginarlo porque precisamente lo imagino como una ciudad, que es, pasando desde el pasaje parisino donde se exhibió por primera vez la mercancía, a hablar ya "del más grande del mundo".

 R. A.: Yo hace ya bastantes años escribí un texto que era también un pequeño homenaje a Edgar Allan Poe, que se llamaba "La ciudad Maelstrom". Partía del ejemplo concreto que me había impresionado mucho en aquel momento, en Atlanta, Estados Unidos, pero también reflexionando en torno a la evolución de la metrópolis. Me llamó la atención que esta ciudad, con un clima excelente, que invitaba al paseo y al aire libre, había organizado la trama urbana de manera que había micrópolis cerradas, confinadas alrededor de grandes centros comerciales que incluían torres, restaurantes, cines, etc. Esas distintas micrópolis estaban cuarteadas por autopistas urbanas. Entonces te encontrabas que una ciudad apta para hacer una vida al aire libre prácticamente diez u once meses al año, se sumergía en estos gigantescos sótanos micropolitanos, allí metía todo, y comunicaba esas distintas islas a través de autopistas urbanas que no dejaban de ser medios de comunicación e incomunicación, porque también servía para tener separados y escindidos barrios o fragmentos de la ciudad no deseable.

Eso es lo que ocurre con nuestras megápolis: nos organizamos en islas cuarteadas a través de islas urbanas, y así tenemos un fuerte armazón de discriminación social entre los distintos grupos que pueblan la ciudad. Lo que de Atlanta en aquél momento me pareció muy llamativo, negativamente llamativo, luego se ha convertido en un modelo universal que lo he visto reproducir y dibujar en todos los continentes. Y en unas estructuras de este tipo, la importantísima figura para la literatura, para la cultura, para la ciencia y para el espíritu, que ha sido el paseante, entra en una crisis casi irreducible. Casi podría decir que he sentido en carne propia ese cambio, y he procurado vivir siempre en el centro de la ciudad porque el paseo urbano para mí es algo extraordinariamente importante porque soy alguien nacido en la ciudad, que mis padres y abuelos también eran de la ciudad, así que tengo una mentalidad muy urbana. Por eso el paseo urbano era básico como territorio del descubrimiento y debo reconocer que en los últimos años el paseo se está convirtiendo físicamente imposible.



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8 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La disolución del paseante

Rafael Argullol: Creo que en nuestros días el poder de la masa se manifiesta precisamente a través de esa uniformización que producen los terminales de los medios de comunicación.  

Delfín Agudelo: Pienso en "À une passante" de Baudelaire. Siguiendo el análisis de Benjamin, la mujer de mirada penetrante cobra vida gracias a la multitud, porque es ésta quien le da vida al individuo. En el siglo XIX existía la necesidad de formar parte de la masa, para así ser conscientes de la modernidad. Pero ahora hay una serie de elementos que te permiten retirarte de la masa, y no puedo dejar de pensar en ciertas modalidades de turismo: olvidarse de la masa, evadirla a toda costa. Y no solamente en turismo: más de una vez, en la ciudad misma, optamos por las calles que la multitud no ha conquistado.  

Rafael Argullol: Yo creo que se ha producido un cambio profundo en la percepción en lo que puede ser civilización o cultura. El escenario de la modernidad del siglo XIX y comienzos del XX encontramos dos protagonistas. Un caso es la multitud, y otra el paseante, que en Baudelaire adquiere el perfil de flâneur, o en Benjamin de conocedor de los pasajes de París. Ese paseante, en un momento determinado, detiene el paseo o su itinerario en un café. Si por un lado es la multitud y por otro el paseante, éste, a su vez, tiene dos escenarios privilegiados: la acera o el café. Ya es casi un tópico que gran parte de la cultura moderna ha sido de los cafés, de París, de Viena, de Buenos Aires. Creo que en nuestra época de la megápolis y globalización no existe ni la multitud en sentido histórico-moderno, porque no es englobada, ni en organizaciones obreras, o sindicatos, sino que es una masa de productores y consumidores que deambulan por la ciudad sin la conciencia anterior. Se ha destruido la figura del paseante, que se ha convertido en una figura casi imposible en nuestras ciudades altamente agredidas por los vehículos, por la enorme cantidad de gente, por la densidad demográfica. El paseante que iba conociendo cosas inesperadas en la ciudad está casi desapareciendo, porque hay pocas cosas inesperadas y porque lo que encuentra en su ciudad es lo que encuentra en otra ciudad, que es lo mismo a través de las grandes cadenas.

En tercer lugar, el espacio del paseante reposado en el café recibió una estocada de muerte también por las cadenas, por el fast-food, por la presencia del turismo masivo, por las migraciones, etc. Es por esto que en nuestro momento creo que ha dejado de identificarse ciudad y civilización o ciudad y creación de cultura, que es una identificación muy vieja y que llega  a su extremo en el París, Viena, y Londres del XIX y casi hasta los años cincuenta del siglo XX. En el momento en que deja de identificarse se está produciendo una especie de nuevo retorno a una naturaleza no urbana, o una naturaleza que, para ser más justos, deberíamos llamar semi-urbana. Para muchos, el ideal de hábitat actual es un lugar en el cual se goce de ciertas ventajas de la comunicación mundial, de la presencia del cine y de la música mundiales, pero al mismo tiempo retirándose de las desventajas de una megápolis que ya no aporta aquella condición de creación cultural que el siglo XIX y hasta la década de 1950 se había hecho bandera.



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2 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La masa "megapolitana"

Rafael Argullol: Creo que la multitud en Poe o en Baudelaire todavía tiene unas ciertas características de identidad propia.
Delfín Agudelo: Pensaría, de esta manera, que es precisamente el protagonismo de la calle, la manera como ésta actúa sobre la multitud y las distintas posibilidades que ella acarrea, el gran elemento coyuntural de dicha transformación. Ya desde mediados del siglo XIX la idea que contrapone a la multitud, el flâneur, se daba por obsoleta: ya él mismo formaba parte anónima de la masa.
R.A.: Exacto. Consiste en ese segundo estadio en que la multitud se convierte completamente en masa; es decir, que ya pierde todo perfil individualizador, como si perdiera toda el alma, y casi nos trasladamos al escenario urbano del primer tercio del siglo XX que acogerá los grandes totalitarismos, el nacional-socialismo, el estalinismo, y que desde el punto de vista literario dará lugar a una literatura como la de Kafka, puesto que el personaje de La metamorfosis no deja de ser el individuo en una época de hegemonía absoluta de la masa. Un individuo que no puede sostener su propia resistencia moral e individual, y se hunde y queda sometido en cierto modo a los engranajes que lo rodean. El gran poeta de la época en que la literatura recoge la transformación de la multitud en masa es precisamente Kafka, con todo su sentido de la para-realidad, de lo onírico, de lo absurdo. En general lo que en el siglo XX se llamó la literatura del absurdo, entre muchas otras cosas no dejaba de ser la imposibilidad del individuo en un momento de predominio de lo masivo. Pienso por ejemplo en los textos de Albert Camus, incluso en un texto como El extranjero, donde el acto gratuito, absurdo, se convierte en protagonista. Eso no sería posible sin que hubiera reinado ya el mundo de los grandes totalitarismos masivos. Pienso también en la gratuité y la absurdité de André Gide, donde también se refleja esto: por un lado la presencia de ese elemento absolutamente socavador de perfiles individuales que es la masa, y por el otro la dificultad de la resistencia individual a no ser que sea muchas veces a través de lo absurdo.
Me da la impresión que en la segunda mitad del siglo XX, y sobre todo a finales del siglo XX y principios del XXI, nos hemos trasladado a otro escenario, que sería el más genuino de la megápolis, en el cual ni siquiera la masa, la multitud-masa, interviene disciplinadamente en la calle como había sido bajo los totalitarismos, sino que esa multitud-masa se convierte fundamentalmente en masa a través de las conexiones de nuestros medios de comunicación y de nuestras pantallas. En nuestros días no hace falta que haya grandes manifestaciones de la masa en la calle para que la conciencia se comporte de una manera arbitrariamente masiva porque creo que la complicidad masiva en nuestra época se da desde los hogares individuales a través de las terminales infinitamente no repetidas de los medios de comunicación. En la época de Mussolini o Hitler, la masa era convocada a la calle y de alguna manera el poder de la masa se manifestaba visualmente a través de su presencia en la calle. Creo que nuestros días el poder de la masa ya no metropolitana, sino megapolitana, por así decirlo, se manifiesta precisamente a través de esa uniformidad de las conciencias, provocadas no por su asistencia masiva, sino por esa especie de uniformización que producen los terminales de los medios de comunicación.   



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26 de agosto de 2009
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El Boomeran(g)
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