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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dios habita en Suiza

Si usted atraviesa la población de Murg, en Saint Gallen, al norte de Suiza, en un coche que bordee el hermoso lago, tiene posibilidades de ver a Dios paseando tranquilamente entre las nubes, o esto es lo que ha informado, como es bien sabido, el servicio cartográfico de Google, dando detalles, incluso, de las coordenadas exactas del morador divino. Es cierto que esa noticia ha llegado en medio de informaciones asombrosas de la rival Apple, en cuyos mapas, recién estrenados, podía encontrarse una estación del metro de Buenos Aires en el desierto, el río Ebro en Río de Janeiro o la Costa Brava en Sudáfrica, datos sensacionales todos ellos pero menos, si somos justos, que encontrar la morada del Creador y, además, obtener una imagen de su paseo. Lo que se le negó al pobre Moisés, allá en el monte Sinaí, cuando solo pudo contemplar una zarza ardiente, se nos ha otorgado a nosotros, gracias a nuestros modernos profetas.

La imagen está ahí, atrapada en la red, como la mosca en la telaraña, y ya no va a desvanecerse, por mucho que se rían los escépticos. En lugar del monte Sinaí, o del Ararat, o del Olimpo -sede de su rival Zeus- el Dios bíblico de Google ha sido localizado inesperadamente en un lugar mucho más apacible, en un país rico, neutral y sin guerras. Pronto se ha dicho que eso que se veía en la imagen no era Dios sino una mancha, o una distorsión óptica, y que, por tanto no había que darle ninguna credibilidad, pero lo decisivo es que mañana -o quizá ya ha ocurrido hoy- un estudiante incorporará la información y su imagen a la sucinta bibliografía con que acompañará su trabajo de fin de curso, con la ulterior aprobación, tal vez, del profesor.

De hecho, cada vez es más habitual que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en la red, sin que sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados. Ya se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso, y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.

Lo más paradójico es que esta simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica. Y ahí es donde Dios -una de las formas humanas de enunciar lo misterioso- resulta un ejemplo pertinente. O bien no interesa en absoluto, o bien se confronta con una linealidad terrorífica. En el primer caso Dios es un trasto inútil al que ya no vale la pena dedicar atención alguna porque su territorio está perfectamente colonizado por otros intereses y saberes más adecuados al hombre de hoy. No caben, pues, los grandes interrogantes que la tradición anterior asociaba con el nombre de Dios, como la trascendencia y la inmortalidad, sin que valga la pena continuar discutiendo sobre asuntos improbables e inservibles. Escasea, en consecuencia, la figura del agnóstico, e incluso del ateo, que expresa dudas sobre los misterios de la existencia, aun en forma literaria o filosófica, como si cualquier reflexión de este tipo fuera irrelevante por superflua. Por lo general el que no cree en Dios se encoge de hombros cuando se le pregunta por lo que esto significa. Los templos están vacíos, y basta. En esta desocupación se han desvanecido, también, los ritos y los mitos que alimentaban más o menos espectralmente el recinto sagrado.

En el bando opuesto, con excepciones claro está, el creyente en Dios es de un candor agresivo y automático, sobre todo cuando nos alejamos de las grandes tradiciones religiosas y nos aproximamos a una suerte de tecnoespiritualidad en la que todo es tajante, transparente y cuantificable. Una tarde pasé un rato en la sede de la Iglesia de la Cienciología, en Madrid. Hojeé unos folletos, vi un par de películas: todo era admirablemente pulcro, nítido, una espiritualidad aséptica que aseguraba la salvación. El lugar parecía un laboratorio dotado de las últimas tecnologías donde el alma fluía hacia el cielo a través de las pantallas. El conjunto era de una exactitud implacable. Ningún rastro de angustia, ningún rastro de sangre. Dios era, desde luego, algo naif pero la eficacia para la eternidad resultaba agresiva e incuestionable.

No obstante, a este respecto, la visita más memorable es la que hice al Gran Templo Mormón en Salt Lake City, donde todo está preparado para que Dios se aloje, una vez deje su rincón suizo. Es más, juraría que en el templo mormón había un fresco en el que el Creador aparecía como la silueta que los exploradores de Google han encontrado en el cielo de Saint Gallen. Pero esto último no puedo asegurarlo pues quizá se trata de una trampa de la memoria que juega con algún fragmento de aquel Génesis mormón que, precisamente, en cuanto a calidad artística, poco tiene del de Miguel Ángel.

Sea como fuere, en un museo anexo al templo un guía me acompañó a una suerte de planetario modernísimo en el que se me explicaría todo lo que necesitaba saber uno que quisiera informarse sobre Dios. El guía -un hombre rubio, pálido, afable pero con un cierto fulgor fanático en los ojos azules- se puso a relatar, para mi sorpresa, una minuciosa historia de la creación que se acompañaba con imágenes proyectadas en la pantalla ovalada del planetario. Todo se había iniciado hace unos pocos miles de años y Dios había realizado el trabajo en siete días. Luego se sucedían, no sé muy bien cómo, el Paraíso Terrenal, la expulsión de Adán y Eva, la historia humana -en síntesis, claro- y el Juicio Final. Había efectos especiales para cualquiera de los capítulos, menos para el de la Vida Eterna definitiva, que coincidía con el término de la sesión. Antes de despedirse el guía me comentó que era licenciado en Física por una universidad norteamericana.

Esta última afirmación podía ser desconcertante a primera vista, pero encaja perfectamente con el progreso del creacionismo en muchas universidades americanas, no todas de tercer orden, en las que se explica la formación del universo en términos muy similares a los expuestos en el museo del Gran Templo Mormón. Con toda probabilidad, en su licenciatura, mi guía había estudiado la física cuántica y la teoría de la relatividad, y utilizaba las últimas tecnologías, y, no obstante, encaraba los interrogantes sobre el origen echando mano de la contabilidad bíblica, con una simpleza extraordinaria. Es la actitud habitual en el tecnoespiritualismo: grandes efectos especiales al servicio de una credulidad acrítica por entero.

Las librerías están llenas de textos en los que se prometen fáciles fórmulas para acceder a lo espiritual, y aún más lo están las pantallas: desde esos grotescos hechiceros que aparecen cada noche en los televisores repartiendo augurios a diestro y siniestro, hasta los innumerables mesías que anuncian su reino por los demasiado trillados caminos de Internet.

Curiosamente, en paralelo a los grandes avances del conocimiento, hemos creado un mundo en el que un sabio difícilmente se hará oír y en el que cualquier necio lo tiene fácil para gritar. Con el agravante de que las estupideces de este último, congeladas en la red, serán eternas, o casi, como lo será esa imagen del paseo de Dios por encima de un lago suizo. Al fin y al cabo, así domesticado, Dios es el ídolo bien digerible que siempre gusta a los crédulos. Nada que ver con las apasionantes preguntas sin respuesta, con la maravillosa fecundidad del enigma.

El País, 14/10/2012



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25 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Farsa y delirio

Que nuestra vida pública es, casi enteramente, una escenificación es algo que se intuye desde hace mucho tiempo pero, quizá, lo que ahora resulta más llamativo es que los actores que desfilan por el escenario sean tan mediocres y, lo que es peor, se sientan tan poco responsables de la obra que se está representando. También es muy intrigante que esta obra no tenga autor -o autores- y que nadie se sienta responsable de ella. Leí con atención, hace unas semanas, una entrevista que le hacían a George Soros acerca de la economía mundial en la que se confirmaba esta sospecha. Soros, un personaje literario de envergadura, el más notable de los últimosfilantropófagos -filántropo de día y antropófago de noche, o viceversa-, daba exhaustivas explicaciones sobre los tenebrosos horizontes de la economía europea como si todo se produjera deus ex machina,fruto de un destino ciego, y sin aludir en ningún momento, por supuesto, a su destacada participación en el hundimiento de varias monedas nacionales a finales del siglo XX. Él no tenía ninguna responsabilidad en la tiniebla que describía.

Nuestros banqueros y responsables económicos tampoco la han tenido. Fue muy interesante, en cuanto a representación teatral de una obra sin autor, la discreta subida al escenario de Rodrigo Rato y compañía para explicar cómo el sistema financiero español, el más sólido del mundo, en opinión no tan lejana, del presidente Zapatero, era, en realidad, un auténtico agujero negro. Durante todas las comparecencias actuó, como en los desenlaces de las tragedias de Eurípides, un deus ex machina. Todo había ocurrido de forma fatal, inevitable, consecuencia de los tremendos dictados de la realidad y sin que ninguno de los comparecientes tuviese responsabilidad alguna en lo acaecido. Eran, al parecer, héroes trágicos sometidos al vaivén del destino y a las caprichosas decisiones de los dioses. Aunque Rato y compañía no tienen, desde luego, aspecto de héroes se presentaron como tales ante el poco exigente patio de butacas. Lo suyo había sido pundonor y sacrificio y, a causa de las jugarretas del destino, merecían la comprensión e incluso la compasión de los ciudadanos, sin que se les tuviesen en cuenta indemnizaciones y réditos en consejos de administración. Como no eran responsables de la obra representada no se sentían obligados a la disculpa y a la autocrítica, y aún menos a la penalización.

Lo cierto es que, en consonancia con estos héroes, ningún ministro de Economía o consejero autonómico de finanzas ha tenido la menor responsabilidad en el argumento de la obra. Nadie dimitió cuando estaba en el cargo ni nadie se ha sentido empujado a dar explicaciones tras haberlo abandonado. ¿Por qué debían hacerlo, en efecto, si no habían participado en la escritura de la obra? Ellos eran solamente actores, no autores. Aún recuerdo la gran interpretación teatral de Pedro Solbes, en un debate electoral que contribuyó decisivamente al triunfo socialista en 2008. Solbes, en plena explosión de los peores presagios, negó la existencia de una crisis económica, anunció el regalo de 400 euros a los espectadores y ganó las elecciones. Unos meses después el desastre se hizo bien visible. Unos años después Solbes no se ha sentido, para nada, implicado en lo sucedido. Era un actor, no el responsable de la obra.

Naturalmente los principales actores son los que más se empeñan en demostrar que, de ninguna manera, son los autores. El presidente Zapatero era puramente un actor. De lo contrario, si realmente participó en la escritura del argumento, no se entiende su falta total de autocrítica y su declarada ausencia de responsabilidad. La única reaparición de Zapatero, más bien patética, en compañía de un obispo, fue para hacer el ridículo en una discusión sobre el humanismo y no para pedir perdón por sus catastróficos errores. No lo hizo porque no se sentía responsable. Y ni de lejos se siente responsable el presidente Aznar, a pesar de que todos los dedos apuntan a su Ley del Suelo, y a la subsiguiente especulación inmobiliaria, como el desencadenante primero de la cadena de desastres. Ajeno a tales reflexiones Aznar, bien pertrechado en varios consejos de administración, va por el mundo dando lecciones, intentando que su figura -y su paso por el gobierno- se sitúe más allá del bien y del mal. Él puede hablar con autoridad porque no se siente responsable de nada que ahora aparezca como sombrío. Y su predecesor, el presidente González, a juzgar por las declaraciones, también se considera al margen, de modo que lo que ocurrió después no procedía de lo realizado antes. El actor -bueno o malo, González era bastante bueno- no tiene por qué ser juzgado por el desarrollo de la obra. ¡Que se juzgue al autor!

Pero el autor no aparece. Supuestamente ninguna ideología de la codicia y la depredación está implicada en la confección del argumento. Quizá, en efecto, sean los dioses y de ahí que se utilice tanto la fórmula deus ex machina. Últimamente, a medida en que la calidad de los actores se va degradando, la atribución de la autoría de todo al destino se confirma. El lenguaje se vuelve fatalista, como si la oscuraananké de los antiguos se ocupara de todo. En el fondo del argumento que los actores representan no está, como algunos insinúan, la codicia, la corrupción, la especulación más descarnada, sino -créanlo, señores espectadores- una realidad ineluctable que se abalanza sobre nuestras vidas y reduce cualquier libertad de elección. Nuestros gobernantes actuales -es decir, los actores que ahora tenemos en escena- recurren constantemente al lenguaje fatalista del que el presidente Rajoy se ha convertido en un consumado maestro: "La realidad me empuja a hacerlo", "no tenemos otra opción", "como es natural y lógico", "como no podía ser de otra manera"... El actor sobre el escenario, al desconocer al autor de la obra, se refugia en la conocida maldad de los dioses, siempre envidiosos de las cosas humanas. ¿O sí conoce la identidad del autor?

Esta es la pregunta más terrible y la única válida para una democracia. Pues si, en efecto, conocemos a los autores, a los responsables de lo que se está escenificando, en una farsa que raya el delirio, entonces hay que desatar los mecanismos de la catarsis y exigir responsabilidades, caiga quien caiga. En una democracia los actores son también los autores. Nadie puede alegar que únicamente participaba ficticiamente en la representación. Pero entonces las consecuencias son drásticas y, eliminados los dioses, el juicio de los hombres debería ser implacable para llegar al fondo de lo ocurrido. Esto es arriesgado y da miedo porque supone un ejercicio de crítica y autocrítica que, acostumbrados a ver la vida colectiva como una farsa, tal vez ya no estemos en condiciones de realizar. El problema es que ahora la farsa ha dejado de tener gracia y los farsantes nos parecen impostores. Desearíamos conocer la verdad. Sin embargo, estamos desorientados pues en una escenificación tan burda se hace difícil saber cuándo termina la comedia y empieza la tragedia.

El País, 16/9/2012



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18 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Profecías (1984, 2001, 2019)

Recuerdo que cuando el calendario nos introdujo en 1984 algunos nos preguntamos qué se había cumplido y qué no de las visiones descritas por George Orwell en la novela que llevaba por título ese año. El balance era desigual. Por un lado parecía relajarse el clima de la guerra fría que había marcado, tres décadas antes, la escritura del texto. De hecho, poco después, caería el muro de Berlín y, oficialmente, se daría por terminada una etapa nacida en la Segunda Guerra Mundial. Como le sucedía a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984 estaba completamente moldeado por el terror al totalitarismo que se había despertado en muchos escritores tras descubrir la deriva sanguinaria del estalinismo. El mismo Orwell había experimentado en carne propia esta amarga revelación durante su estancia en España como combatiente republicano en la contienda civil. Al llegar el año 1984 el mundo parecía alejarse velozmente del fantasma comunista profetizado por Marx y convertido por Stalin en un carnicero.

Por otro lado, sin embargo, una vertiente fundamental de las advertencias de Orwell sí estaba plenamente en vigor. El poder operativo del Gran Hermano crecía sin cesar, en gran parte gracias al descomunal esfuerzo de vigilancia y tutela universales que significó la guerra fría. Los ejércitos y policías habían generado mecanismos de control sin precedentes. Con todo, en el año 1984, todavía no éramos capaces de imaginar la sofisticación que adquiriría el ojo orwelliano a principios del siglo XXI. Si entonces se nos hubiera sugerido que entrábamos en una existencia atravesada por miles de cámaras que espiarían todos nuestros pasos, habríamos considerado tal hecho como un totalitarismo peor que el expuesto por Orwell y Huxley. No intuíamos en absoluto que al llegar el año 2012 nuestras vidas estarían controladas con tanta minuciosidad como lo están, no sólo por imposición exterior -como preveía Orwell- sino por concesión propia, voluntariamente expuesta nuestra intimidad a través de artefactos y sistemas de comunicación apenas vislumbrados por la ficción. Resulta elocuente que ni Internet ni el teléfono móvil fueran realmente esbozados, como testigos del futuro, por los escritores-profetas. El siniestro programa televisivo Gran Hermano -de origen holandés, creo, y de perdurable éxito en multitud de países- no deja de ser un negro homenaje a la perspicacia de Orwell.

Cuando el calendario nos introdujo en el año 2001 algunos nos acordamos de la película de Stanley Kubrick basada en el relato de Arthur C. Clarke. También en este caso era fascinante calibrar por dónde habían ido los aciertos y los desaciertos. Lo más llamativo era el progresivo desinterés popular por la carrera espacial. 2001. Una odisea del espacio había sido rodada bajo el influjo de las grandes aventuras de los años sesenta. El vuelo de Yuri Gagarin no quedaba lejos y la llegada a la Luna del primer hombre era una imagen familiar. Como Ulises, en la obra de Homero, el héroe moderno se lanzaba a un periplo lleno de expectativas y peligros. Pero, al llegar la fecha que daba título a la célebre película, la pasión por el viaje espacial se había enfriado notablemente. La humanidad, más ensimismada, comprendía mejor la travesía del cuerpo humano que la del cosmos. La genética o la neurología han sustituido a la astrofísica en las preferencias de los espíritus inquietos, no demasiado numerosos y bastante acobardados ante la indiferencia general. En 2012 resulta difícil encontrar jóvenes que muestren un mínimo interés por los viajes espaciales.

Es probable, en cambio, que esos mismos jóvenes, si tienen la paciencia de adentrarse en la película de Kubrick, sientan mayor curiosidad por el destino del ordenador Hal, y casi encuentren natural que éste, sin conformarse con su frío mecanicismo, tenga emociones y sentimiento. Al fin y al cabo en 2012 ya habitamos un mundo en que muchos otorgan más realidad al ámbito virtual que a lo que Clarke y Kubrick, en su época, hubiesen considerado perteneciente a la esfera de lo real. Aquí sí hubo una fuerte intuición del porvenir, menor, no obstante, a la demostrada por Ray Bradbury en El hombre ilustrado,conjunto de cuentos en los que se escenifica, sobre todo en el denominado ‘La pradera', una auténtica inversión, a través del poderío de las pantallas, entre realidad y virtualidad.

Tras dejar atrás estas fechas simbólicas ya falta poco para alcanzar 2019, el año señalado en Blade Runner, con su metrópoli en el frágil equilibrio de lo sofisticado y lo apocalíptico. Cuando llegue ese año también se discutirá sobre lo que se cumple y no se cumple en la película de Ridley Scott y en la narración¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, que le sirve de base. Siete años antes, en 2012, ya podemos presagiar algunos resultados de la futura discusión. A la perspectiva espacial de Blade Runner le ocurrirá lo mismo que a2001. Una odisea del espacio. Es difícil que el público de 2019, por lo que ahora podemos comprobar, se conmueva con los recuerdos de los replicantes cuando rozaron Orión o cruzaron las puertas de Tanhäuser. Sólo algunos espectadores selectos -que serán considerados extravagantes- participarán de la delicia que es el monólogo final de Roy, del mismo modo que casi nadie, hoy, quiere entrar en la metáfora nietzscheana compuesta por Kubrick para el desenlace de su película.

Sin embargo, el Blade Runner interiorizado en una ciudad tenebrosa en la que el hombre experimenta sus límites biológicos y en la que el sentido de la libertad está dramáticamente sometido a la eficacia del espectáculo, ese decorado abstracto y barroco al mismo tiempo, ese mundo claustrofóbico sí puede despertar adhesión y complicidad en públicos amplios. Nuestro escenario no está en absoluto lejos de lo que puede ser el de 2019, incluso en su dimensión desesperanzada y apocalíptica, tras el abandono de las utopías.

1984, 2001, 2019: las profecías no se cumplen. Aunque en cierto sentido sí se cumplen, y marcan nuestros días.

 

El País, 01/009/2012

 



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11 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un agitador de la utopía

Escribo conmocionado por la muerte de Francisco Fernández Buey, mi querido Paco, que me acaban de comunicar, y con la precipitación a la que obliga el cierre de la edición del periódico. Sin embargo, no me es difícil, como en un torbellino, evocar sucesivas imágenes de Paco, al que conocí hace ya tantos años.

Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi, recién entrado yo en la Universidad, en una asamblea de estudiantes que se celebraba en el paraninfo. Paco era ya un dirigente estudiantil famoso y enseguida pude apercibirme de las causas: pese a que no era corpulento, su capacidad de dominio del espacio y de persuasión de los oyentes eran enormes. Me cautivó su voz grave y bien modulada, pero, sobre todo, la mesura extraordinariamente armónica de sus argumentos. Aunque él era entonces muy joven -debía de tener unos 23 años- ya reunía toda la capacidad del que puede encabezar un proyecto por la limpieza y convicción de sus ideas. Aquella primera ocasión fue la piedra de toque para medir cuántas intervenciones públicas les escuché a Paco Fernández, siempre firmes, y siempre de una elegante elocuencia.

Con los años comprobé que esa imagen exterior de Paco, que le habían convertido en una leyenda en la ciudad, se conciliaba perfectamente con su existencia cotidiana. En privado, era un hombre muy afable, de fácil conversación, que emanaba continuamente una gran coherencia en sus convicciones. A lo largo del tiempo tuve la oportunidad de colaborar repetidamente en empresas editoriales e intelectuales en las que él participaba. Nunca falló en la transmisión de esta honestidad y hondura morales que tanto le caracterizaban. Como es sabido, siempre mantuvo posiciones políticas revolucionarias que, en su caso, estuvieron sostenidas por unos fundamentos culturales de enorme solidez. Su inconformismo y su rebeldía éticas se agrandaban en la misma medida que su profundidad intelectual las hacía consecuentes. Tras años de encuentros intermitentes, en los que se forjó un gran aprecio mutuo, tuve la fortuna de coincidir con él en estas dos últimas décadas en la misma Universidad Pompeu Fabra. Nuestros despachos estaban situados en el mismo pasillo y esto nos daba la oportunidad de conversar frecuentemente. Paco Fernández era un brillante profesor y ensayista, vertientes que él desarrolló siempre en paralelo a su inconmovible militancia política.

Su muerte significa una enorme pérdida desde todos los puntos de vista. Con él desaparece uno de los grandes agitadores de la utopía, si bien permanece su ejemplo y la caja de resonancia de sus ideas. Para mí la pérdida es doble porque se desvanece un referente intelectual y moral y, simultáneamente, se aleja un amigo querido. En el vértice del torbellino de imágenes que ahora me envuelve permanece, como una tierra firme inalterable, la amistad, complicidad y lealtad que nos ha unido durante tantos años.

 

El País, 25/8/2012 



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13 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El minarete de Damasco

Damasco ha sido a menudo materia prima de los sueños y también, con cierta frecuencia, de las pesadillas. Para muchos cristianos era precisamente esta ciudad, como ejemplo de magnificencia y tentación, la que el diablo mostró a Jesús durante los días de su pugna en el desierto, y, según una muy extendida leyenda local, a Damasco volverá el Mesías para anunciar la terminación de los tiempos y el Juicio Final. En concreto Jesús se situará en lo más alto del minarete más alto de la Gran Mezquita de los Omeyas, y desde allí proclamará el advenimiento del Reino del Cielo.

Esta última historia me la explicó con todo tipo de detalles un amigo musulmán durante mi primera visita a Damasco, que coincidió con el accidente mortal de Basil el Asad, que estaba destinado a continuar la dictadura familiar, sustituido después por el oftalmólogo Bachar el Asad, de quien nadie entonces sabía prácticamente nada. A mí me resultó curioso que fuera un musulmán el que otorgara tanto valor y tanta credibilidad a una leyenda que tenía a Jesucristo como principal protagonista, aunque pronto me di cuenta que los damascenos eran tolerantes en lo que concernía a la religión, en especial si los acontecimientos heroicos tenían como escenario Damasco. De hecho cuando te enseñaban -en esta primera visita mía, y en las posteriores- la Gran Mezquita edificada por los Omeyas en el siglo VII tenían mucho cuidado en aludir a la iglesia bizantina de San Juan Bautista que le precedió en aquel mismo lugar, e incluso al cercano templo de Júpiter, cuyos vestigios todavía eran visibles. Una parte imprescindible del recorrido por el enorme patio de la mezquita es la tumba del Bautista, donde supuestamente está enterrado, lo cual implica adentrarse de manera inevitable en la danza de Salomé y en la decapitación del profeta.

 

Otro amigo, también musulmán, me enseñó el mausoleo de Saladino y, aunque tuve oportunidad de conocer varias crónicas de las Cruzadas desde el otro bando, era muy notable el respeto con que hablaba de las fuerzas cristianas a las que combatió el caudillo musulmán. En esta y en otras ocasiones comprobé que los habitantes de Damasco se comportaban como lo que eran: los pobladores de la ciudad más antigua del mundo continuamente habitada. Cuatro mil años de antigüedad exigen un talante especial. Un vecino de Damasco no es, o no es únicamente, un árabe o aún peor, alguien perteneciente a un país del Oriente Próximo (expresión geopolítica europea con la que siempre ironizan ya que, por la misma razón, Europa sería el Occidente Próximo), sino también un bizantino, un romano, un griego, un persa, un asirio... El habitante de una tierra tan antigua intuye, a la fuerza, que no puede esperarse una pureza de raza o de religión, del mismo modo en que sabe que la piel de su ciudad es la última capa en el proceso de sedimentación de esplendores y decadencias que constituye su historia. Y este hombre, por lo general, es más escéptico, tolerante y sabio que el nuevo colono que ha llegado a tierras nuevas.

Quizá sea este, y no sus maravillosos monumentos, el aspecto que más me ha interesado de Damasco. Supongo que sería difícil encontrar una ciudad en la que estuviesen presentes tantas religiones y credos distintos, incluyendo comunidades con creencias cuya raíz parece perdida en la noche de los tiempos o "paganismos" muy anteriores al cristianismo y al islamismo, e incluso al judaísmo. Como es sabido, esta tolerancia espiritual, fruto de la antigüedad damascena, permanecía encapsulada por la dictadura "laica" que dominaba el país desde hacía décadas. La paradoja estaba servida: la laicidad del Estado favorecía la convivencia religiosa con métodos tiránicos, al tiempo que el fin de la tiranía, y una deseable libertad política, podían implicar el estallido de los sectarismos.

Hace ya bastante tiempo que no voy a Damasco pero, a la vista de los sangrientos acontecimientos de este último año, creo que pueden cumplirse los peores presagios, sin que quede claro qué puede hacerse para impedirlo. De un lado, nadie puede poner objeciones al combate contra la dictadura y al anhelo de democracia de tantos sirios; de otro lado, no obstante, al igual que ha sucedido en los países del Norte de África, el riesgo de uniformización forzosa en materia religiosa es evidente. Cada vez es más frecuente la persecución de comunidades cristianas en Iraq, Egipto y Etiopía. También es de temer el choque de suníes y chiíes, o la exigencia de una abominable pureza doctrinal, comola recientemente impuesta en Mali. Sin embargo, lo que en cualquier lado es negativo en Damasco sería una auténtica catástrofe pues rompería un complejo equilibrio milenario.

Cuando se habla de la destrucción de las ciudades algo que habitualmente se deja de lado -o se deja para los historiadores del futuro- es la devastación del tejido narrativo que conforma el espíritu de la ciudad. Los exterminadores saben que para herir mortalmente hay que exterminar la memoria y la capacidad de relato. Cuando los conquistadores antiguos hablaban de no dejar "piedra sobre piedra" en las ciudades asediadas se referían, también, a todos los documentos escritos que procuraban la continuidad de una población. Como aventajados discípulos modernos, los nazis llevaron esta lógica a sus últimas consecuencias en Varsovia, al destruir no sólo los edificios, sino también las bibliotecas, los archivos y los planos arquitectónicos: no querían que los moradores espectrales de Varsovia hablaran del pasado o tuvieran algún futuro.

Pero se puede destruir el tejido narrativo de una ciudad con la simple liberación del sectarismo de las mayorías. Las minorías, que a veces constituyen lo más rico de una sociedad, se asfixian rápidamente, y en silencio. No demasiado lejos de Damasco, en Alejandría, haces unos años, quise visitar la casa del poeta Constantino Cavafis. Después de múltiples intentos llegué a un piso sórdido en un edificio en lamentable estado de conservación. Allí nadie sabía quién era Cavafis pese a que Alejandría no había poseído ningún poeta moderno que la exaltara como él, eso sí, en griego. Pregunté, precisamente, por el gran barrio griego del que habían hablado escritores como Lawrence Durrell, o el propio Cavafis. Nadie había oído hablar de un barrio griego. Luego me informaron que Nasser, durante la "arabización" en los años cincuenta del siglo pasado, había poblado con inmigrantes árabes el antiguo barrio de Cavafis. Ya casi nadie hablaba griego en Alejandría. Media centuria había bastado para erradicar una cultura de dos milenios.

Es verdad que ahora lo más inmediato es la guerra y la sangre. Puedo imaginar el horriblemente caluroso verano damasceno bajo el estigma del terror. O no puedo, porque para imaginar este tipo de cosas se necesita el siniestro alimento de la visión cotidiana de los hechos. Pero a los hombres sí podemos evocarlos, y estos días me he acordado muchas veces del amigo que me enseñó por primera vez la Gran Mezquita. Era musulmán pero estaba enamorado de esa tolerancia religiosa que caracteriza a Damasco. Experto en el zoroastrismo, su héroe principal no era ni Jesucristo ni Mahoma sino Zoroastro, el gran mago. No sé si sigue con sus anécdotas y leyendas.

Al escuchar el fragor de la metralla y de las bombas muchos habitantes de Damasco deben dirigir la mirada con aprensión hacia el más elevado de los minaretes de la Gran Mezquita, no sea que aparezca el Mesías para anunciar el Juicio Final. Que no aparezca. Al menos todavía, para que muchos otros, en el futuro, puedan volver a escuchar esta historia.

El País, 29/07/2012

 



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29 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Diez razones para que Goya pinte de nuevo

Me gustaría ver a Goya en nuestro tiempo. Como a Cervantes o a Buñuel. Goya se sentiría particularmente a gusto, o a disgusto, y tras ser informado de los cambios acaecidos en estos dos últimos siglos, podría ponerse a pintar de inmediato, sin encontrar demasiadas discontinuidades con lo que ya había pintado, y que ahora nosotros contemplamos en los museos. Es evidente que ha habido muchos cambios entre la vida histórica de Goya y la resurrección ficticia que ahora le deseo; pero, tras las apariencias, hay muchas cosas que permanecen inalterables. Un hilo invisible mantiene unidas aquella época que Goya detestó y pintó con tanta intensidad y la nuestra que, en mi ficción, debería pintar. Son innumerables las razones por las que Goya se sentiría, por así decirlo, cómodo en su repulsión a lo que le rodea, algo bien familiar y en nada ajeno. Recurramos, sin embargo, al decálogo: diez razones que Goya convertiría con facilidad en diez escenarios para sus pinturas y grabados.

1) Como pintor de la Corte que acabó siendo extremadamente crítico con los cortesanos, no creo que Goya se asombrara lo más mínimo al constatar la corrupción de nuestros días. Quizá la encontraría más sofisticada y dispersa que en los suyos, aunque, en lo substancial, similar. Lo peor de la corrupción es el efecto de contagio: el poder busca la complicidad de la entera sociedad y, cuando la consigue -o al menos de buena parte de ella-, la contaminación estalla en todas direcciones. La lucidez de Goya, en su momento, radica en su capacidad para mostrar la extensión de este estallido: la fealdad, la máscara grotesca, se encaja en el rostro del poderoso pero también cubre la fachada de la multitud. La picaresca cimentada en corrupción aprisiona a la entera sociedad. Antes, en esa dirección, escribió Cervantes en El Quijote o en algunas Novelas ejemplares; y después, sin apartarse de ese mismo rumbo, lo filmó Buñuel en Viridiana. No cuesta imaginar una prolífica extensión de los Caprichos y disparates de Goya en la atmósfera nuestra, en la que ahora escandalizan ciertos procesos puestos en marcha, pero que hasta hace bien poco contemplaba electorados que premiaban a los más corruptos con las más rotundas mayorías absolutas.

2) Goya pintaría muy bien el aquelarre de la nueva corrupción económica aunque aún hilaría más fino al enfrentarse a la espiritual. Al pintor aragonés le repugnaba el desdén de su país hacia la cultura, y esta percepción se le llegó a hacer tan agobiante que, en parte, determinó su exilio final. A los pocos ilustrados españoles de finales del siglo XVIII y principios del XIX les chocaba la belicosidad colectiva contra la cultura. Reconocían que otros países europeos tenían el mismo retraso que España pero lamentaban que, sólo en ésta, se desarrollara una auténtica animadversión. Curiosamente, los pocos ilustrados actuales pueden transmitirse el mismo lamento que sus predecesores. Época viajera la nuestra, tan distinta en eso a la de Goya, los españoles que viajan difícilmente hallarán un destino en el que se tenga tan poco aprecio por la cultura. Goya, hoy, retrataría a individuos bien distintos entre sí, desde el primitivo energúmeno hasta el amanerado ministro, que tienen un común grito de guerra: ¿para qué sirve la cultura? Quizá se le ocurriría representar una nueva procesión del Santo Oficio, en la que desfilara una muchedumbre de ignorantes autosatisfechos.

3) La entronización de la ignorancia no tiene, siquiera, la justificación que la miseria otorgaba a la época de Goya. A éste, recién llegado, todo el mundo le hablaría de crisis y vacas flacas. Sin embargo, en los años de las vacas gordas, que ahora parecen lejanísimos pero que son bien recientes, no hubo incremento alguno de las bibliotecas particulares de los españoles mientras sí se incrementaban, y mucho, las propiedades y los automóviles de lujo. Décadas de prosperidad no alteraron suficientemente lo que Machado calificaba de "alma quieta" de sus conciudadanos. Goya, pese al actual deterioro económico, pintaría a tipos bastante menos miserables que entonces pero igualmente apáticos, incapacitados para el pensamiento crítico, con escaso sentido de la libertad de conciencia individual.

4) "Con espíritu burlón y alma quieta": para completar el verso, o diagnóstico, de Machado, la capacidad de burla se mantiene inalterable. Goya podría volver a captar lo que ya captó magistralmente, cuando pintó y grabó esas máscaras en las que el fanatismo y la intolerancia iban acompañados del sarcasmo y la burla dañina. Nunca de la ironía, pues ésta es un patrimonio de la mente ilustrada, capaz de revelar a través de lo velado, sin intención destructiva. Frente a la ironía, el "espíritu burlón" va acompañado necesariamente del esperpento y el grito. Goya, en sus inicios como pintor, aprendió mucho de las rudas controversias callejeras. Ahora también aprendería lecciones sobre el lado grotesco de la condición humana. No obstante, aún aprendería más si asistiera a debates en tertulias y parlamentos (que son tertulias ampliadas). Allí, entre gritos, burlas y metáforas misérrimas, podría hacer múltiples esbozos para sus nuevos Disparates: le faltarían orejas de asno para tantas cabezas.

5) También, por cierto, obtendría un aprendizaje añadido para plasmar algo que le obsesionaba tanto como la calumnia y la injuria. ¿Cuántas veces no llegó a pintar Goya el sumarísimo juicio con el que los calumniadores condenan a los demás? La ausencia de espíritu y creatividad propios conducen necesariamente a husmear en la vida de los otros. Sin embargo, lo que en sus tiempos, era pura artesanía malévola, en la actualidad, Goya lo encontraría erigido en monstruoso engranaje que llega a todos los rincones. A su tragicómica perspicacia el pintor aragonés debería añadir el "ojo de Orwell" para capturar los nuevos tribunales inquisitoriales y el reguero de víctimas a los que dan lugar.

6) Tal vez a Goya, a quien la vieja Inquisición siempre importó mucho, quedara extrañado de la diversificación actual del Santo Oficio. No es que la Iglesia Católica haya quedado al margen pero, por lo general, los templos están vacíos y, aunque los rasgos del cardenal Rouco cuadran admirablemente bien con el ideal del Gran Inquisidor, las inquisiciones de nuestros días siguen otros derroteros. Los grandes acusadores de nuestro tiempo constituyen una cohorte de comunicadores, demagogos, publicistas, políticos y jueces. Ellos dictaminan, desde sus intereses, lo que es moral y lo que es herético. No hay duda de que Goya podría pintar con ellos una gigantesca romería.

7) En la que no faltarían, claro está, los usureros. Sería interesante ver la reacción de Goya ante el refinamiento social de los usureros que presiden nuestros días desde las instituciones financieras. Con el paso de su vida Goya se fue desesperando al ver que el mantenimiento de los privilegios se armonizaba a la perfección con la ceguera de una multitud, a veces patéticamente fanática, a veces grotescamente festiva. Goya fue el primer pintor europeo en el que fueron perceptibles los movimientos de una masa que acaba aboliendo la libertad individual y el sentido crítico.

8) Podemos presuponer, a este respecto, cuál hubiese sido la posición de Goya ante las grandes catástrofes del siglo XX. Pero él, primer pintor de la multitud convertida en masa, ¿con qué criterios pintaría los grandes movimientos irracionales que ocupan el actual escenario? ¿Cómo juzgaría la crecientemente angustiosa necesidad de entretenimiento y diversión que, noche a noche, llena nuestras calles con el mismo entusiasmo con el que en sus días muchedumbres enfervorizadas acudían a los autos sacramentales? ¿Cómo afrontaría el, para su inmensa fantasía, inaudito fenómeno de una religión universal, la del fútbol, que moviliza pasiones, voluntades, creencias y sueños alrededor de un juego de pies? No sería improbable que reuniera a esa humanidad en redondel para adorar al Gran Cabrón.

9) Goya encontraría técnicamente muchas cosas cambiadas ya lo sabemos. No hace falta enumerarlas. Evidentemente esto modificaría su percepción. Incluso es posible que sustituyera el pincel por una cámara, no lo sé. Imposible saberlo. Pese a todo, creo, reconocería con facilidad nuestra naturaleza espiritual y moral, no tan alejada de la de su tiempo. El paisaje le sería familiar.

10) Tan familiar que si quisiera iniciar su vida profesional en nuestro presente del mismo modo en que la inició en su pasado se encontraría, como pintor de la Corte, a la misma dinastía de reyes. Y entonces podría pintar tranquilizadores retratos familiares, del tipo de La familia de Carlos IV, o, dadas las últimas circunstancias, una nueva versión del inquietante Retrato de Fernando VII, el rey nefasto en el que tantas esperanzas se habían depositado.

El País, 13/05/2012



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26 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Alegato contra la codicia

 Tras subir lentamente las escaleras,

arrastrado por la apretada multitud de pasajeros,

sale por la boca del metro de Syntagma,

justo delante del Parlamento, en el momento mismo

en que el reloj señala las nueve en punto.

A esta hora la muchedumbre llena la plaza,

y Dimitris Christulas, desconcertado

por el movimiento que observa a su alrededor,

busca refugio detrás de un árbol.

Enseguida saca el revólver

del bolsillo derecho de su americana

para dirigirlo a su sien.

Cuando su dedo índice roza el gatillo

se da cuenta de que su escondite no es perfecto.

Le observan, en efecto, una mujer empeñada

en arreglar una rueda del cochecito de su hijo;

y un vendedor ambulante de Senegal

que acaba de extender en la acera

una manta para los falsos bolsos de marcas caras;

y un muchacho montado en una bicicleta,

quien es el más cercano a Christulas

y el único que escucha sus palabras:

"no quiero dejar deudas a mi hija".

De inmediato se produce el silencio,

el silencio sobre Syntagma, sobre Atenas, sobre el mundo.

Al día siguiente, escandalizados, los noticieros

informan de la muerte de Dimitris Christulas.

Dan detalles: se había trasladado en el metro

desde su barrio de Ambelokipi hasta Syntagma.

Era un farmacéutico jubilado de 77 años,

y la tarde anterior le había pagado al casero

el importe del último alquiler de su piso.

En el bolsillo izquierdo de su americana

tenía, redactada cuidadosamente, una nota

con los motivos de su acción: era -según afirmaba-

demasiado viejo para empuñar un kalasnishkov y rebelarse,

como aconsejaba que hicieran los jóvenes,

y se negaba a buscar en la basura,

en contenedores y papeleras,

el alimento al que creía tener derecho

después de decenas de años de trabajo.

Los noticieros se extienden en estadísticas

sobre la difícil vida de los ancianos

y el terrible azote que cae sobre Grecia,

con la propagación de la epidemia de suicidios;

entretanto, muchos atenienses rodean el árbol

de la plaza Syntagma con flores y cirios.

Pero volvamos al silencio que se apodera del escenario

mientras Christulas percibe en la yema de su dedo

el extraño frío del gatillo. Ese silencio tenso,

abrumador, cargado de presagios,

más estruendoso que cualquier ruido.

Nadie puede escapar a ese silencio

porque está alojado en la boca del estómago,

en el hígado, en el pulmón, en la víscera más íntima.

Yo, os aseguro, no consigo arrancarlo de mí mismo

cuando veo a los Christulas

que no han tenido el arrojo de Christulas,

hurgar en los contenedores y papeleras de mi barrio,

la cara azorada, los ojos evasivos,

en ceremonias repetidas bajo el estigma de la deshonra.

Los nuevos mendigos, a diferencia de los antiguos,

-curtidos en la tarea, supervivientes de hierro-

se sumergen torpemente en la basura,

vacilantes, inexpertos, al borde del pánico,

como si estuvieran inmersos en una pesadilla

de la que ya no lograrán despertar.

Los hay a cientos por el centro de la ciudad,

con sus mejillas afeitadas, sus corbatas

y sus dignos trajes raídos, al principio.

Luego, a medida en que pasan los días,

desaparecen las corbatas, brotan las barbas

y los pantalones, ya sin raya, se exhiben sucios y arrugados.

El nuevo mendigo ya compite con el viejo mendigo

en el áspero dominio de la calle:

"un euro para comer, amigo";

"un euro para comer, hermano".

Algunos nada dicen mientras representan

en la obra el papel que nunca imaginaron.

Un anciano, en mi calle,

-un anciano de no menos de 90 años-,

vestido con un elegante abrigo negro,

con gesto digno deja el sombrero también negro

a sus pies, para las monedas,

y empieza a tocar con un oboe una pieza de Mozart.

Siempre es la misma,

una única pieza en su repertorio,

y la toca rematadamente mal;

y cuando alguien acerca la mano a su sombrero

para soltar una moneda, se sonroja

antes de saludar militarmente.

Otro, cerca de él, canta

-con mayor habilidad-

unas cuantas arias de ópera;

otro, ya enajenado,

hace ademán de bailar entre los turistas;

otro, quieto, muy quieto,

sentado en una sillita plegable

-de esas de pescador de caña-

mira con ojos despavoridos a la gente que pasa.

Y es difícil no sentir el silencio aniquilante

que rodea a la hermandad del asfalto,

el mismo silencio, el mismo

que se agolpa en la plaza Syntagma

cuando Dimitris Christulas

acerca la pistola a su cabeza.

Ese es asimismo el silencio

en el que se enroscan

las extrañas palabras del hombre

que tengo delante -un viejo, como todos,

aunque todos son viejos, ese tipo de hombres.

Busca también él algo en la papelera

y luego, de repente, señala con el dedo

a un edificio que está a su frente:

la sede de la Bolsa, neoclásica,

anodina, cerrada a cal y canto,

pues hoy es domingo, y las finanzas

también descansan en el Día del Señor.

Es un hombre encorvado, de aspecto tímido,

que me recuerda a mi padre

-a como era mi padre en sus últimos años,

bastante más bajo que en mi infancia.

Compro el periódico en el quiosco

situado frente a la Bolsa,

sin perder de vista el dedo que señala.

Hasta que veo que el dedo se hace puño

y el hombre amenaza al invisible adversario

que acecha detrás mío. Exclama:

"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!"

Lo dice con vehemencia pero sin gritar,

en voz muy baja, casi un murmullo,

como hacía también, airado, mi padre, en raras ocasiones.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Pasa junto a mi y se acerca

a la puerta acristalada de la Bolsa.

Algunos transeúntes se quedan observándolo

mientras sigue levantando el puño contra el edificio

y su imagen se agiganta en la distorsión del cristal.

Súbitamente el planeta deja de girar.

El sol del mediodía

clava en tierra los pasos y los gestos

-la ciudad, los paseantes, el puño amenazador-,

y otra vez estalla el silencio

que envuelve el último ademán de Christulas

allá en Syntagma, en el corazón de Atenas.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Detrás de la gran fachada de cristal

-como si fuera la gigantesca bola de un mago-

puedo contemplarlos claramente,

juntos, en el nervioso tropel de la compraventa,

y uno a uno, el depredador dispuesto

al asalto final sobre la presa.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

En el espejo deformante

todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

pues, por cobardía o miedo,

renunciamos al deber de explicar que el hombre

era el único animal que se había preguntado

por lo que había tras la línea del horizonte,

y nos rendimos a lo más cruel y sangriento,

el único animal que atesora con avaricia

mucho más de lo que pueda necesitar en una vida,

y a costa de destruir la vida de los otros.

Todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

porque hemos permitido que un ser implacable,

nacido en la cloaca de la peor pasión,

se apoderara de la entera condición humana

y dictara sus brutales leyes al universo.

De modo que el codicioso,

bárbaro adorador del ídolo de oro,

avanza a cara descubierta, libre de toda atadura,

saqueador de la belleza, dueño del mundo.

Somos, pues, culpables.

Nuestro delito ha sido dejar

que el depredador que hay en nosotros

expulsara a todo lo noble y digno

que estábamos obligados a preservar

para seguir siendo considerados seres humanos.

Hemos dejado que se nos robaran

hasta las palabras, y ahora nuestro lenguaje

ya es el lenguaje del mercado, del beneficio,

del tráfico de almas,

sin ningún lugar para la compasión.

Nos hemos ofrecido en sacrificio

para ser carne de una rapiña sin límites

y nuestros restos yacen, esparcidos,

alrededor del altar.

Y falta ya muy poco

para que también la libertad

nos sea arrebatada

por el amor a la codicia,

que parece ya el único amor permitido.

O eso es lo que cree

ese hombre que amenaza sin ira a un edificio

-ese hombre que me recuerda a mi padre anciano-

mientras entona una acusación a los espectros:

"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Y eso mismo es lo que cree

Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,

al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,

situada tan sólo a unos quilómetros

del corazón antiguo, la Acrópolis,

donde hace exactamente 2.454 años

se representó por primera vez Antígona,

y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:

"Muchas cosas hay portentosas,

pero ninguna tan portentosa como el hombre"

proclama, en el teatro, el coro de ancianos.

Dimitris Christulas dispara.

Al caer se lleva consigo un retazo

del azulísimo cielo de Grecia.

 

 

Rafael Argullol 

6 de abril de 2012



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12 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nietzsche y el caballo

El 3 de enero de 1889, por la mañana, Friedrich Nietzsche abandona su casa de la calle de Carlo Alberto, en Turín, para dirigirse al centro de la ciudad. En el transcurso de su paseo es testigo de una escena que le hace detenerse: un cochero está maltratando a su caballo que, exhausto, no quiere continuar la marcha. Nietzsche interviene. Rodea el cuello del caballo con sus brazos y rompe a llorar. Sus últimas palabras son: "Madre, soy tonto" ("Mutter ich bin dumm"). Luego viene el derrumbe, una pérdida del habla y de la conciencia que durará diez años, hasta su muerte justo en el cambio de siglo, en 1900. Simultáneamente se inicia uno de los destinos más prodigiosos y contradictorios que haya podido tener el pensamiento de un hombre. En esta década de exilio mental Nietzsche sigue siendo un completo desconocido en los circuitos académicos europeos; sin embargo, lentamente, sus escritos se van filtrando, como agua profunda, en determinados ambientes literarios y artísticos. Strindberg lo presenta como el visionario del inmediato futuro; Munch le pinta un extraordinario retrato a partir de la fotografía del filósofo que le regala un amigo.

Con el nuevo siglo, muerto ya el protagonista, la fortuna de la obra nietzscheana se apodera de Europa. Lo curioso, y elocuente, es que los admiradores proceden de bandos contrapuestos. Las lecciones de Zaratrusta son seguidas con entusiasmo por anarquistas y expresionistas pero también, y al mismo tiempo, por el futurismo de Marinetti o el decadentismo de D'Annunzio. Enseguida se acercan a Nietzsche sus amigos más peligrosos: los fascistas italianos y, del modo más catastrófico, los nacionalsocialistas alemanes. Los devotos del filósofo tienen en común su voluntad de incendiar el mundo para provocar el nacimiento de una humanidad nueva. Más allá de esto las discrepancias son totales: unos abogan por el triunfo de la libertad absoluta; otros ponen el acento en la hegemonía de la raza y del Estado; y no faltan, desde luego, los que apuntan a una salvación a través del arte. La sombra de Nietzsche se proyecta en todos los frentes. Por la misma razón, a partir de 1945, tras la hecatombe, el filósofo se convierte en un proscrito. Durante años su nombre es sospechoso, pero finalmente su obra resurge y, probablemente, no haya otro pensamiento filosófico tan influyente como el suyo cuando termina el turbulento siglo XX. A juzgar por lo que ocurriría con posterioridad, no hay duda de que Nietzsche acertó cuando se proclamó a sí mismo un destino.

Pero ¿qué ocurrió aquella mañana de enero, probablemente gélida, dado el habitual clima de Turín? El abrazo al caballo maltratado, el desplome mental, el retorno al regazo materno. "Madre, soy bobo": el niño travieso, quien como adulto ha sido el profeta que ha proclamado la inminente hoguera, cierra el círculo tras la fenomenal travesura. Le esperan diez años de silencio radical, pocos si los comparamos con las casi cuatro décadas de locura atravesadas por su admirado Friedrich Hölderlin, al que tantas cosas le unen, incluidos el destierro y la caída. Evidentemente nunca sabremos lo que ocurrió en la cabeza de Nietzsche esta mañana turinesa. Lo más desconcertante del caso es que esa cabeza había logrado trabajar a la máxima presión en los meses anteriores. El año 1888 es uno de los más productivos, si no el que más, en la trayectoria intelectual de Nietzsche. Escribe y publica varios libros, incluida esa obra maestra de la ironía que es Ecce Homo, un texto, cierto, desquiciado y hasta paranoico, pero de una sutileza y un dominio del lenguaje inigualables. ¿Fue el desplome de Turín la consecuencia natural de ese último año, como si la cuerda del arco se hubiera roto tras ser sometida a la máxima tensión? Nunca tendremos una respuesta para esta pregunta.

 

En consecuencia, cabe no buscar una respuesta sino realizar una nueva interrogación. Y esto es lo que ha hecho el director húngaro Béla Tarr en El caballo de Turín (2011), una de las películas más duras, portentosas, arriesgadas y convenientes de lo que llevamos del siglo XXI. Béla Tarr, a diferencia de lo que han -hemos- hecho muchos respecto al tremendo episodio turinés, no se ha preguntado por lo que le pasó a Nietzsche sino por lo que le sucedió al caballo. ¿Qué le sucedió al caballo al que el filósofo abrazó, una vez vuelto a casa, dirigido, como siempre, por su cochero?

La respuesta a esta cuestión aparentemente absurda es una hermosa e impecable lección nietzscheana. No sé si Béla Tarr tenía intención de impartir esta lección, e incluso me parece que ha confesado que no la tenía, pero, a mi entender, en esta película, un director de cine llega más lejos que la mayoría de los pensadores y literatos que lo han intentado: más lejos en el hallazgo de mostrar el finisterre de la vida y de la civilización, el territorio terminal en el que todo se desvanece, el hábitat de aquel hombre-ocaso al que Nietzsche juzgó necesario llegar antes de que la humanidad pudiera plantearse la posibilidad de una aurora.

No obstante, la lección nietzscheana es aun más implacable que el propio Nietzsche: en la película de Béla Tarr no hay ninguna insinuación de aurora. El pozo se seca, la brasa se apaga, la llama del candil no prende e incluso el triste e imponente caballo renuncia a comer. Por todos lados hay una atmósfera de extinción, si exceptuamos el viento, la tormenta de viento que se ha apoderado de la vida y de los corazones. El desconcierto parece absoluto pero, en medio de la extrema austeridad de la historia, hay una explicación para lo que sucede. En el centro de la película hay un monólogo potente y apocalíptico a cargo de un extraño visitante que aparece y desaparece sin dejar rastro, un monólogo destinado a permanecer como una perla ardiente en la historia del cine. Quien encadena cinco minutos de palabras terribles habla como Zaratrusta, y lo que dice también es propio de Zaratrusta: la nobleza ha muerto porque los depredadores se han apoderado de todo, incluidos nuestros sueños.

Obsesionados por lo acontecido a Nietzsche habíamos olvidado la suerte que le había correspondido al caballo. Pero en el abrazo de Turín ambos protagonistas son importantes si queremos saber lo que nos espera.

El País, 7/04/2012

 



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7 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La humanidad como negocio

Las palabras, no nos engañemos, son importantes y, a menudo, son más valiosas que mil imágenes. Y cuando las palabras ocupan el escenario público hay que estar muy atento porque pueden representar un espejo de la época en el que, voluntaria o involuntariamente, nos reflejamos todos. Yo, por mi parte, estoy fascinado con esa terminología, cada vez más inevitable, que invita a considerar a la humanidad como una pura mercancía. No es que crea que en otras épocas era diferente, pero religiones, ideologías y doctrinas políticas convertían en brumoso lo que ahora se presenta como nítido y sin tapujos. Las cosas están claras, al menos si atendemos al significado de las palabras.

A este respecto, hace poco, me llamó la atención que el nuevo gobierno del Partido Popular se lanzara en tromba a defender la honorabilidad de los deportistas españoles, frente a los sarcasmos de un programa de la televisión francesa, no apelando a las esencias patrias, como hasta hace poco hubiera correspondido a un gobierno conservador, sino defendiendo la "marca España". Varios ministros, y me parece que también el presidente del gobierno, se mostraron preocupados por las repercusiones que podían tener estas insidias en el aprecio de la "marca España" en el extranjero, y proclamaron la arbitrariedad de los tribunales deportivos internacionales, en los mismos días, todo hay que decirlo, en que se manifestaba el apoyo al criterio de los tribunales nacionales en el asunto Garzón. Gracias a la apología del deporte español nos enteramos que los Contador, Nadal, Gasol, etc., eran los embajadores de la "marca España", y que cualquier atentado a su dignidad se transformaba automáticamente en un desastre para todos los ciudadanos. No sorprendía, por supuesto, la ausencia de científicos o artistas, algo a lo que estamos acostumbrados, sino la insistencia en la marca registrada.

Obviamente esto no es una exclusiva del gobierno conservador. Como barcelonés estoy harto de escuchar hablar del éxito mundial de la "marca Barcelona", algo a lo que se alude con gran complacencia, aunque sea la señal inequívoca de que hemos sustituido la ciudad por un reclamo comercial. A raíz de la nueva singladura olímpica que se pretende, y en medio de la incertidumbre y el escepticismo económicos, he leído repetidamente que el esfuerzo afianzará la "marca Madrid", aunque la ciudad no consiga ser elegida sede de las olimpíadas. En definitiva, no vivimos en países y ciudades sino en el interior de marcas registradas que deben ser potenciadas en el mundo como cualquier negocio. El lenguaje de las naciones ha sido sustituido, ya sin disimulo, por el lenguaje de los negocios.

 

Esto casa perfectamente con la idea de que el ser humano -e incluso ese ser humano dignificado por la libertad que es el ciudadano- es un mero átomo del universo comercial. En la misma medida en que hablamos del Mercado (así, en mayúsculas) como si habláramos de un dios que todo puede decidirlo o de un ente suprahumano del que todo depende, también hablamos de los seres humanos como criaturas emanadas de aquella instancia todopoderosa. A nadie se le ocurriría en la actualidad algo tan rancio como escribir que China está poblada por 1.200 millones de almas y, no obstante, leemos todos los días, sin inmutarnos, que los chinos son 1.200 millones de eventuales consumidores. Hasta hace poco emigraban personas o, en ocasiones, "cerebros"; la actual sangría de miles de universitarios que buscan trabajo en otros países es calificada, una y otra vez, de pérdida de "capital humano". El lenguaje del negocio ha invadido todas las otras esferas, de modo que la propia humanidad en su conjunto es un mero negocio.

Todo esto carecería de importancia si no fuera porque las palabras siempre son significativas de la existencia que las rodea. En el momento en que aceptamos la reducción del lenguaje al lenguaje comercial se destruye por completo nuestra libertad de crítica y lo que, en circunstancias medianamente serenas, podría parecer alarmante y grotesco se convierte en lógico y natural.

Estos días estamos asistiendo a un espectáculo que demuestra lo anterior hasta límites insospechados. Barcelona y Madrid, o la "marca Barcelona" y la "marca Madrid", se han lanzado a una esperpéntica pugna por conseguir que se instale en sus dominios una suerte de Las Vegas europea. Para conseguir el negocio, que tiene que generar no sé cuantos millones de puestos de trabajo, las autoridades de ambas marcas no dudan en tratar a cuerpo de rey y llenar de deferencias a un tipo que parece salido directamente de las películas de Scorsese, llamado Sheldon Adelson, del que hemos aprendido que es el gran magnate de los casinos. Cuando nos fijamos en la letra pequeña también nos enteramos que el señor Adelson, presidente del conglomerado Las Vegas Sands, es un individuo inquietante, sospechoso de relaciones mafiosas e investigado por las autoridades federales norteamericanas. No se necesita ser un genio de la ética ni haber residido una temporada en Las Vegas ni ser un experto en cine negro para sacar conclusiones sobre el mundo construido por ese personaje que tan bien quedaría en un film de Scorsese o en la trilogía de Coppola.

Sin embargo, nuestras autoridades se niegan a sacar conclusiones y con una demagogia propia de los antiguos tribunos de la plebe, y no de los representantes democráticos de los ciudadanos, apelan únicamente al sinnúmero de puestos de trabajo que nuestra Las Vegas local va a proporcionar. Los argumentos son los mismos que los que se han utilizado para empujar a poblaciones azotadas por el paro para que se sientan satisfechas al lado de cementerios nucleares o escudos antimisiles. Sólo que en este caso todo es más perverso y a lo grande. La "marca Barcelona" y la "marca Madrid", los territorios más potentes de la "marca España", en lugar de afrontar el real desafío de fomentar el trabajo mediante la creatividad y el conocimiento, se deslizan por lo más cómodo, por lo que puede fomentar más fáciles expectativas y, con una ceguera propia de demagogos, por lo inmediatamente más rentable, sin contar para nada la experiencia reciente de nuevoriquismo y corrupción. La orgía de la construcción, por cierto, proporcionó centenares de miles de puestos de trabajo, luego destruidos de manera multiplicada.

Ya hubo un Las Vegas nonato en Los Monegros y otro, fallido, en La Mancha, pero ahora la militancia en el seno del esperpento es tan grande que incluso -se dice- se piensan modificar leyes, o hacer excepciones, para contentar al emperador de las tragaperras, el cual exige, en un gesto muy norteamericano que hubiera encantado a Graham Greene, que las poblaciones muestren entusiasmo hacia su bondadoso proyecto. Y verdaderamente algunos políticos han demostrado tanto entusiasmo que ya no solo ven al personaje de Scorsese como el más imprescindible de los filántropos, creador de innumerables puestos de trabajo, sino un auténtico adalid de los valores tradicionales, algo que se demuestra con la aportación de 10 millones de dólares que el señor Adelson ha realizado para la campaña electoral del reaccionario Newt Gingrish. De acuerdo con estas voces los casinos, como todo el mundo sabe, ya no están vinculados a la mafia, la droga y la prostitución sino a dulces excursiones familiares en la que los niños aprenden a jugar bajo la cómplice mirada de los progenitores. Quizá no tendremos buenos científicos pero tendremos maravillosos crupiers. Hagan juego, señores, hagan juego.

 El País, 4/03/2012

 



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8 de marzo de 2012
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Nadie sabe nada

Desde hace tiempo soy un fiel seguidor del Foro Económico Mundial que se celebra cada año en Davos, Suiza. Reconozco que me fascina el hecho de que los que se consideran los poderosos del mundo se den cita puntual, cada temporada, para dar a conocer sus propuestas y opiniones. El resto del año casi todos los que viajan a Davos, a excepción de los políticos, permanecen agazapados en sus bancos, consejos de administración, fundaciones o cátedras, sin que se les ocurra ponerse demasiado bajo los focos. Sin embargo, de repente, en Davos los enmascarados se sacan las máscaras y la economía mundial deja de ser un baile de disfraces para convertirse en un aquelarre a cara descubierta, en el que se proclaman las cosas con alegre impunidad. Por unos días la hermandad davosiana crea un ceremonial casi sagrado -siempre, claro, en torno al Becerro de Oro- que, gracias a las informaciones periodísticas, adquiere resonancia planetaria. No hay, actualmente, otro lugar que aparente ser más importante y decisivo que el Foro de Davos. Las viejas organizaciones, con nombres un poco rancios, como las Naciones Unidas o la UNESCO, son patéticas sombras en comparación con una institución que realmente no representa a nadie -a ninguna sociedad, a ningún país- pero que, precisamente por esto, se permite la libertad de soltar, sin ningún pudor, verdades que parecen bravuconadas y bravuconadas que parecen verdades. En la fiesta de Davos se presentan juntos y revueltos políticos elegidos democráticamente, expertos intelectualmente reputados, banqueros de dudosa reputación y estafadores convictos; es decir, gentes que, habitualmente, procuran no mostrarse juntos y revueltos. Se tienen por un "mundo aparte" y, desde luego, desde hace años, consiguen que el mundo -el "mundo exterior"- se lo crea.

Algo debe de tener Davos, el singular rincón alpino, algo telúrico, algún encantamiento especial porque, como es bien sabido, el aquelarre actual, destinado a curar las enfermedades económicas de nuestra época, se desarrolla en el mismo lugar en que antes tenían que curarse las enfermedades del cuerpo. Que Thomas Mann situara su La Montaña Mágica en el lujoso balneario-sanatorio para tuberculosos de Davos puede entenderse, visto desde la actualidad, como una premonición de las posibilidades prodigiosas ofrecidas por Davos. En la novela de Mann el "mundo exterior" acaba siendo una mera abstracción para los protagonistas del "mundo aparte" instalado en Davos, considerado la auténtica realidad, con sus leyes, azares y certezas. En su extensa obra, Thomas Mann concentró las pulsiones del inicio del siglo XX en los perfiles de sus personajes, en las conversaciones entre Naphta y Settembrini, en el sortilegio que atenaza al protagonista, Hans Castorp, que sólo puede abandonar el "mundo aparte" de Davos, la montaña mágica, y volver al valle, a la vida, tras siete años de encantamiento. A la salida le espera la catástrofe: la Primera Guerra Mundial.

 Naturalmente el Davos actual está muy lejos de las sofisticaciones descritas por el escritor alemán y, a menudo, se le representa más próximo a la cueva de Ali Babá o a la Isla de la Tortuga que al refinado escenario de La Montaña Mágica. Pero algo de materia literaria tiene, aunque sea en su vertiente negra, cuando los cronistas enviados al Foro acostumbran a hacer excelentes e imaginativos trabajos. Si yo fuera editor reuniría las mejores de estas crónicas a lo largo de años con un título del estilo Davos: profetas y embaucadores. Tendríamos un perfecto resumen de nuestra incertidumbre actual a través de las sucesivas ediciones del aquelarre. De hecho, que yo recuerde, la profecía ha ido tan acompañada del embaucamiento que se haría difícil deslindar una del otro al hacer balance. Hasta hace relativamente poco en Davos se hacían apuestas muy favorables para nuestro futuro, mientras que ahora parece que la rueda de la fortuna nos es francamente desfavorable. Lo peculiar de este casino es que, cuando la bola cae en la casilla adecuada, la hermandad davosiana siempre forma parte del bando de los ganadores y, por el contrario, cuando se desplaza al número perdedor los participantes en la fiesta miran hacia otro lado o declaran que, en realidad, ellos no son más que los crupiers.

Claro que existe, ahí, una gran materia literaria, y muy posiblemente el propio Thomas Mann, al situar La Montaña Mágica a principios del siglo XXI, en lugar de hacerlo cien años antes, habría sustituido a sus sutiles tuberculosos por este variopinto conjunto humano en el que se codean políticos, jugadores, profetas y estafadores con una naturalidad digna de encomio. Los diversos géneros, desde la picaresca a la novela negra, pasando por los tratados de buenas costumbres, están maravillosamente representados. Tengo particular predilección por los filántropos de Davos, tipo George Soros, auténtico Doctor Jekyll y Mister Hide de las finanzas mundiales, que en cada edición es capaz de renovar sus buenas intenciones con respecto al futuro de la humanidad.

No obstante, debo reconocer, que la edición actual ha recogido las andanzas de un individuo, a quien yo no había oído nombrar pero que con toda seguridad es muy importante, que tiene decididos rasgos shakespearianos, entre el Mercader de Venecia y Macbeth, con un toque de Dostoievski y otro de Beckett. Nuestro héroe se llama John Paulson y, según es descrito, tiene un sexto sentido para adivinar por donde irá el desastre, y para apostar en consecuencia. Este visionario de las tinieblas ganó en 2007 3.700 millones de dólares al olerse la crisis de Wall Street y hurgar, a su favor, en la herida. Desde entonces tiene ganado el derecho de ser reconocido como profeta. Tengo entendido que las gentes se le acercan para preguntarle por el próximo hundimiento que pueda avecinarse, de modo, que al seguir sus consejos, el apocalipsis produzca buenos réditos. Qué gran personaje literario John Paulson, el hombre que convierte lo funesto en puro oro. Pero en su última aparición en Davos, acuciado por los creyentes, Paulson ha soltado algo mucho más importante que una profecía. Ha dicho textualmente: "Nadie sabe nada". El profeta, en una acción de modesto repliegue, se ha hecho filósofo. Imaginen que el ejemplo cunde y que la próxima edición del grandilocuente Foro de Davos se inaugure bajo el lema "Sólo sé que no sé nada".

Y quizá sería el lema justo. La misma semana en que leí la confesión del profeta Paulson escuché dos confesiones similares. Me encontré a un conocido catedrático de Economía, que durante años había estado explicando cómo funcionaban verdaderamente las cosas en cursos y tertulias. Dijo, más o menos, "nadie sabe nada". Y al día siguiente me topé con un compañero de colegio, ya espabilado en los años escolares y posteriormente un gran empresario en negocios internacionales. Comentó: "la verdad, chico, es que nadie sabe nada". No es que no lo sospechara viendo la actuación de los políticos, pero me lo acabó de confirmar esta triple confesión del profeta, del experto y del mercader. "Nadie sabe nada": ¿entonces cuál ha sido la auténtica función de tantos davos a lo largo de tantos años? Puede que, en efecto, todo se haya vuelto tan endiabladamente complejo que ya no sepamos nada. Aunque también podría alimentarse otra hipótesis menos inocente. ¿No será que los davos han servido, precisamente, para esto: para que, en plena indefensión, podamos escuchar "nadie sabe nada"? No puedo dar una respuesta a esta suposición. Lo que sí he constatado es que, en medio del general desconcierto, sea éste interesado o no, la filosofía ha adquirido gran importancia en ese mundo de los negocios en el que todos lo ignoran todo de todo. Esa fundación fraudulenta sin ánimo de lucro que está cada día en las páginas de los periódicos por sus maniobras corruptas lleva por nombre lo filosóficamente más elevado. Se llama ARETÉ. Virtud, en griego.

El País, 06/2/2012 

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12 de febrero de 2012
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