Skip to main content
Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Blogs de autor

04-01-2012

El león esperaba pacientemente a los pies del anacoreta.
Cuando, al fin, se producía la caricia apaciguaba toda su fiereza.
Olvidaba las luchas y cacerías de la mañana,
y se dejaba perder en aquella paz amistosa.
Entonces, siempre, volvía a la memoria del león
aquel mediodía incendiado por un sol blanco
en el que su zarpa herida sangraba con abundancia.
Se había clavado un enorme pincho y, por mucho que se debatía,
no encontraba la forma de arrancárselo.
En medio de este tormento apareció un hombre
que dirigía distraídamente sus palabras hacia el cielo.
Al verle, lejos de asustarse -como hacían los hombres
cuando se encontraban con leones- se quedó muy quieto.
Viéndolo tranquilo también él se tranquilizó,
y al pedirle el hombre que levantara la zarpa,
él se la ofreció, confiado, sin miedo.
Pasó mucho rato hurgando en su herida, hasta extraerle el pincho.
De inmediato sintió un gran alivio, y, al levantarse su benefactor,
el león lo acompañó mansamente hasta la gruta en la que vivía.
Así transcurrieron los días y los años.
El anacoreta envejeció, hasta que su delgada carne
quedó casi desprendida del esqueleto. También el león envejeció,
al mismo ritmo, fiel a su amigo, a la espera
de que Aquello irrumpiera en la cueva.
Primero murió el hombre, y su cara quedó dibujada con facciones serenas.
Al ver el rostro ya sin vida de su benefactor al león le pareció
-con el indescifrable pensamiento de los leones-
que había cumplido finalmente su tarea.
Salió hasta la entrada de la cueva para contemplar el desierto por última vez;
y después se tendió junto al anacoreta, de la misma manera que hacía cada noche.
Y así, como un león feliz, aguardó que Aquello se cumpliera.

 

(Rafael Argullol: Poema, editorial Acantilado, Barcelona, 2017) 

Leer más
profile avatar
5 de septiembre de 2017
Blogs de autor

03-01-2012

Todo transcurría rápidamente,
menos los sueños.
Noche a noche los sueños
eran cada vez más lentos y más largos.
Pronto se escaparon de las noches
y ocuparon también los días.
Día a día los sueños
eran cada vez más lentos y más largos.
Y llegó el momento en que los sueños
se apropiaron de todas las noches y de todos los días.
Entonces empezó el Diluvio.

 

(Rafael Argullol: Poema, editorial Acantilado, Barcelona, 2017) 

Leer más
profile avatar
4 de septiembre de 2017
Blogs de autor

Provincianos y cosmopolitas

En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación -o su falta de imaginación- los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como en pensamientos. Consumen grandes cantidades de kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a serlo.

El provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber.

El provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del cosmopolita pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente el turismo de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos, como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve con comodidad el provinciano global.

Con respecto a la información -otra de nuestras deidades, si no la principal- Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco de aquello que debería saber tanto en la era de la información total. El provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global.

La desfiguración de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender buena parte del desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava los alicientes que alberga toda visión cosmopolita.

Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões -poeta nacional portugués- había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país -Corea del Sur- pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman "lengua de Shakespeare" sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida.

Este sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha confundido con el mundo.

Leer más
profile avatar
2 de febrero de 2016
Blogs de autor

La doble muerte de Komitas Vardapet

En octubre de 1935 moría en el hospital psiquiátrico Villejuif de París, rodeado de un total anonimato, Komitas Vardapet, un nombre casi desconocido en la actualidad -si exceptuamos su presencia en Armenia-, pero al que Claude Debussy y Gabriel Fauré habían considerado uno de los grandes músicos de los inicios del siglo XX. Además de compositor, Komitas era un musicólogo excepcional que, a lo largo de sus viajes, había reunido un tesoro formado por 3.000 canciones armenias, kurdas, persas y turcas. Su labor fue imprescindible para recuperar la música tradicional en muchos de los territorios todavía dominados por el imperio otomano; y aunque su dedicación principal fue la música religiosa le debemos asimismo el establecimiento de puentes entre el legado tradicional y la creación moderna. Dotado de una voz excepcional, los coros que Komitas había dirigido causaron una honda impresión en el París anterior a la I Guerra Mundial.

Sin embargo, esa voz excepcional cesó de repente en 1915, y la agonía se apoderó de Komitas Vardapet 20 años antes de su muerte física. El 24 de abril de 1915 Komitas, que era sacerdote de la iglesia armenia, fue arrestado en Estambul, ciudad en la que residía. En esa misma jornada siguieron su suerte un par de centenares de intelectuales y artistas armenios. Todos fueron enviados al norte de Anatolia Central, a 300 kilómetros de la capital, para, allí, ser detenidos en un campo de internamiento. Simultáneamente se desencadenó una represión masiva contra la comunidad armenia. Decenas de miles de personas fueron asesinadas en una campaña de exterminio étnico que no tenía precedentes. Hubo que esperar a la II Guerra Mundial y al horror desatado contra los judíos para que el crimen masivo tuviera mayores proporciones que el que, por iniciativa del Ejército otomano, diezmó al pueblo armenio. Tras pasar 15 días en el campo de concentración, en circunstancias extremadamente penosas y rodeados por la más completa incertidumbre, Komitas y unos pocos de sus compañeros fueron devueltos a Estambul.

A favor del músico habían intervenido el poeta turco Mehmet Emin Yurdakul, la escritora Halide Edip y, sobre todo, el embajador norteamericano Henry Morgenthau, admirador de la música de Komitas y espectador frecuente de los conciertos que éste realizaba en Estambul. El compositor regresó en un estado completamente trastornado. Enseguida se dijo que se había vuelto "loco". Fue llevado al pabellón psiquiátrico de un hospital militar, donde permaneció cerca de cuatro años. En 1919, gracias a las aportaciones económicas de varios amigos, fue trasladado a París e ingresado en el hospital psiquiátrico Villejuif. Komitas Vardapet no volvió nunca a cantar.

Esta es la información más segura vinculada a la locura de Komitas: tras su detención nunca volvió a cantar. El resto está rodeado por la penumbra. Hace unos años, tras escuchar una obra de Komitas, me interesé por este autor, totalmente desconocido para mí. Conseguí algunos discos, pocos, aquí y allá, y supe también que en Armenia era considerado un héroe nacional. En algún lugar leí algo sobre su detención y locura. Indagué. Las fuentes eran escasas y los datos, contradictorios. La bibliografía era mínima, teniendo en cuenta la talla que, al parecer, había tenido Komitas. Había unanimidad al recordar que gran parte de la obra del músico se había perdido, en aciaga consonancia con la pérdida de su voz. En algún lado leí que Komitas no solamente no volvió a cantar sino que no volvió a hablar en absoluto. La creencia más extendida era que, durante su largo exilio en el hospital psiquiátrico de Villejuif, el músico hablaba muy poco y permanecía la mayor parte del tiempo retraído y taciturno. Rehuía a los viejos conocidos que le visitaban y no soportaba que le hablaran del pasado. Igualmente estaba desinteresado por el presente. No obstante, se dice, estaba en condiciones de hablar con total lucidez sobre la música, y a veces lo hacía. Los visitantes lo consideraban inmerso en una agonía interminable.

Komitas Vardapet, el director del vigoroso coro que había asombrado a Debussy y a Fauré, permanecía casi siempre en silencio. La pregunta sobre lo que llevó a Komitas al silencio es la misma que la que nos hace interrogarnos por la naturaleza de su locura. Algún psiquiatra contemporáneo se ha interesado por su caso y ha sugerido un diagnóstico: tras su detención Komitas sufrió un trastorno de estrés postraumático (PTSD). Puede ser, aunque en 1915 estos diagnósticos todavía no existían.

La pregunta sigue siendo la misma. ¿Qué vio y escuchó Komitas en el campo de internamiento de Anatolia Central? ¿Qué sintió? ¿Cuál fue la violencia que se ejerció sobre él para que regresara a Estambul con ese PTSD o, para entendernos mejor, con esa locura? ¿Qué es lo que le hizo caer en el silencio? Algunos afirman que fue sometido a un simulacro de ejecución, a través del cual debía ser arrojado a un precipicio; para otros, bastó con contemplar la ejecución de los demás. Es difícil penetrar con un guía eficaz en el bosque sombrío de lo que sucedió aquellos días en Anatolia.

La respuesta ofrece los mismos claroscuros que el denominado Genocidio Armenio, que para algunos historiadores implicó la muerte de más de un millón de personas. Turquía sigue negando oficialmente esta matanza, y la mayoría de países pasa de puntillas sobre el tema para no incordiar al Gobierno turco. Cuando se cumple el primer centenario del negro acontecimiento Europa ha sido incapaz de realizar una declaración solemne de condena. Una extraña cautela, si no miedo, acrecenta la sensación de impotencia. A pesar de la presión turca parece casi increíble que, cien años después, las conmemoraciones de aquel suceso hayan sido tan discretas que han rozado la clandestinidad.

Leyendo sobre Komitas he comprobado que ese tono se impuso desde el principio y que los propios armenios exiliados, tras lo que fue llamado Gran Crimen, optaron por callar o por hablar en una voz baja que no incomodara al mundo. Cayó, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano y, luego, gran parte de las tierras armenias fueron incorporadas a la Unión Soviética. El mundo se sumió en otros intereses y preocupaciones. Lo que ahora los medios de comunicación -menos los turcos- llaman mecánicamente el Genocidio Armenio, y que las víctimas bautizaron como Gran Crimen, fue olvidado.

También fue olvidado Komitas Vardapet, quien durante quince días vio, escuchó y sintió el suficiente horror como para preferir el silencio a la palabra. Poco importa si en aquella violencia indescriptible murieron cien mil más o cien mil menos, una disputa de historiadores y, en el peor de los casos, de políticos. Lo que importa es el horror inexplicable al que, abruptamente, tuvo que enfrentarse todo un pueblo. Un velo de confusión y silencio sigue rodeando ese viejo horror. Pero todas las informaciones coinciden: Komitas Vardapet, cuya voz esa tan bella que parecía hacer de tenor y barítono al mismo tiempo, nunca más volvió a cantar.

Leer más
profile avatar
12 de enero de 2016
Blogs de autor

Indefensos ante la manipulación

Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.

En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.

Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: "Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (...). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos". Su obra desapareció de las estanterías, como si los nazis hubieran conseguido exterminarla.

En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Zweig a las librerías de los países europeos. Cuando un retorno de este tipo se produce no hay duda de que la época, con sus interrogantes, lo exige, aunque sea de manera oblicua.

Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos -no tenemos- necesidad de definir actos como este.

Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había "destruido a sí misma", ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.

Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. "Dar la palabra", un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la "unidad espiritual" de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.

Leer más
profile avatar
7 de junio de 2015
Blogs de autor

Medicina y humanismo

Glosa de Rafael Argullol en la entrega de la Medalla de Oro al Mérito Cívico al Hospital del Mar de Barcelona. Saló de Cent, Ayuntamiento de Barcelona, 2 de febrero de 2015

 

Alcalde, regidores, señoras, señores.

Es para mí un honor y un placer dirigirme a ustedes para rendir homenaje al Hospital del Mar con motivo de su centenario y de la concesión de la Medalla de Oro del Ayuntamiento de Barcelona. Aunque no soy médico, sino escritor y profesor de Humanidades, he tenido una relación muy cercana con la medicina. Primero, cuando era muy joven, porque inicié la carrera, interrumpida. Más tarde, en búsqueda de otros conocimientos, y posteriormente porque he utilizado numerosas metáforas médicas en mis textos a lo largo de mi trayectoria literaria. Siempre he creído que el mundo de la palabra y el mundo del cuerpo tienen historias paralelas y que, si la medicina busca curar lo que los antiguos denominaban la physis, la literatura y la filosofía buscan la curación del espíritu.

No soy médico, pero estoy en condiciones de valorar la ética y la épica de la medicina. Y la historia del Hospital del Mar es, también, una historia de épica y de ética, desde su fundación hasta la actualidad.

También es una historia en la cual la ciudad, Barcelona, y el mar juegan un papel fundamental. Respecto a este último, podríamos recordar que estamos hablando de un hospital con una situación única, casi adentrado en las aguas del Mediterráneo, rodeado por un barrio que había tenido una fuerte vocación marinera. El mar tiene, creo, un importante poder terapéutico y catártico. Es, para la vista, lo que la música para el oído. Una vez, hace algunos años, conocí a un gran médico y escritor polaco que había organizado la unidad de curas intensivas del Hospital General de Cracovia. Desde el primer momento, incluyó la música entre estas curas. Cuando le dije que el mar sería el complemento visual idóneo, aprobó la idea con entusiasmo. El Hospital del Mar es, y con todas las consecuencias, mar. Y es Barcelona. Aunque en la actualidad está a la espera de nuevos aggiornamenti, propios del siglo XXI, en 1992 se presentó ya, con motivo de los Juegos Olímpicos, como un moderno establecimiento dedicado a la medicina, la cirugía y la investigación. Antes, la crónica se remonta a 1914, fecha de su fundación, un año en que Europa se llenaba de tinieblas y Barcelona conoció un trienio dorado. El Hospital del Mar, nacido como Hospital de Infecciosos, está más cerca de las tinieblas que de lo otro, más próximo a los miserables que a los poderosos. Quiere ser el muro sanitario que ha de defender la ciudad de las epidemias. Esto nos muestra cuál es la primera voluntad del Hospital del Mar y, también, del vínculo con la ciudad.

Porqué, aunque sea brutal decirlo así, las epidemias marcan a una ciudad tanto como sus sueños. El maravilloso sueño del Renacimiento florentino se engendra entre los estragos de la peste negra que asoló Europa y, en particular, la capital toscana. Para vivir sueños una ciudad ha de hacer frente a sus epidemias, también a las espirituales, que están siempre al acecho. Como Hospital de Infecciosos, título oscuro y maldito, el Hospital del Mar nace en 1914 para luchar contra las epidemias físicas y, desde entonces, tiene una larguísima tradición al servicio de la ciudad, hasta llegar a ser, después, un hospital generalista. Hay muchos episodios de esta lucha donde se confirma la ética y la épica de la medicina. Déjenme hoy rememorar solo uno: aquel que nos explica el bombardeo del Hospital durante la Guerra Civil y su traslado, más o menos improvisado, al Hotel Florida, al pie del Tibidabo. Leer esta narración de hechos, ver la actitud de los médicos y del personal sanitario, observar cómo, en condiciones durísimas, se quiso mantener el funcionamiento hospitalario emociona, reconcilia y demuestra la fortaleza del ser humano frente a las adversidades, aquello que, en medio de decepciones y escepticismos, nos hace que nos sintamos orgullosos de pertenecer a la humanidad. Lejos de su mar, en la otra parte de la ciudad, en la precariedad del Hotel Florida, el Hospital selló su pacto de sangre, su compromiso con la ciudad.

Este compromiso continúa, aunque ya hace muchos años que no se denomina el Hospital de Infecciosos y que no se circunscribe a combatir epidemias sino que se ha extendido a todas las ramas de la medicina. Y el compromiso continúa gracias al carácter social y comunitario del Hospital, a su voluntad innovadora y a la apuesta por la investigación. La medicina ha de estar al servicio de la sociedad. No es un trabajo más, no es un negocio ni es solo una profesión. No es una actividad privada. O no debería serlo. Debería ser un servicio y debería ser una pasión porque concierne a uno de los territorios más frágiles y fascinantes de la existencia: aquel donde confluyen el miedo y la esperanza. Si leen o releen los principios de Hipócrates comprobarán hasta qué punto estos términos juegan entre ellos. Ahora ha desaparecido la declaración hipocrática de las salas de espera. Antes nos la encontrábamos habitualmente y, como enfermo, era tranquilizador.

A propósito de las salas de espera, déjenme hacer una reflexión literaria y filosófica. En uno de mis libros indiqué, un poco provocadoramente, que las salas de espera serían los espacios idóneos para hacer representaciones de teatro antiguo y, también, posiblemente del moderno. En ninguna otra parte se concentra tanta quinta esencia del miedo y la esperanza. En ellas se vive la condición humana en estado puro. Hombres, mujeres... sentados o de pie, arriba y abajo. Esperan. Pero ¿qué esperan? En ocasiones noticias más o menos triviales; otras veces noticias que cambiarán para siempre sus vidas. Esperan. Con miedo y con esperanza. Las puertas se abren y se cierran. Para algunos es la rutina; para otros el destino que puede trastocarlo todo. A menudo es la condición humana llevada al límite.

Afortunadamente, junto con el miedo hay esperanza. Si algún hospital -el Hospital del Mar, por ejemplo- se propusiese hacer realidad mi propuesta se podría representar el Prometeo encadenado de Esquilo, con su escena central, cuando el titán filántropo explica cómo ha alejado a los hombres del no-sentido y del nihilismo. Dice: "Les he dado ciegas esperanzas". Les he dado fuerzas en medio de la oscuridad para fundar la civilización. El lector de Esquilo se encuentra con la concepción griega de la cultura humana. Surgen la agricultura, la ganadería, la minería, el lenguaje, las matemáticas, la astronomía y... la medicina.

En la sala de espera se representaría, el surgimiento de la medicina.

La medicina es, si creemos a Prometeo, hija del miedo y de la esperanza. Hija del dolor que provoca el miedo y de la esperanza de superar, de curar, este dolor. Los griegos utilizaban la misma palabra, elpis, para espera y esperanza. Por ello las salas de espera son, metafóricamente, los pasajes de confluencia entre el enfermo y el médico, entre los dos protagonistas de este relato. El médico no existe sin el enfermo y la medicina tampoco existe sin la tensa dialéctica entre dolor y curación. Como consecuencia, la medicina no puede ser meramente una actividad o un negocio privado. Ha de estar al servicio de la comunidad, del hombre. Y quien lo ejerce ha de hacerlo con la pasión por aquello que es humano, dispuesto siempre a reconocer el protagonismo del enfermo.

Junto con la medicina comunitaria, se hace más necesario que nunca reivindicar al médico humanista. ¿Y que es un médico humanista a principios del siglo XXI? Hace cuatro años tuve la fortuna de escribir un libro de conversaciones con el Dr. Moisès Broggi.

En aquel entonces él tenía 103 años y, como es sabido, una dilatadísima dedicación a la medicina y a la cirugía. Había visto la evolución de la figura del médico y los cambios en la consideración del enfermo. Le preocupaban fundamentalmente dos aspectos: la separación entre especialidad y visión unitaria del cuerpo, por una parte y, por otra, el alejamiento entre enfermo y médico. Creo que un médico humanista en nuestros días es aquel que trata de superar estas dualidades. Durante el Renacimiento la gran conquista fue la unificación entre teoría y práctica. Ya no eran el herrero o el barbero, como en los cuadros de Brueghel o El Bosco, los que operaban sino que era el médico quien se enfrentaba directamente al cuerpo. El reto hoy en día es leer de nuevo el cuerpo en su integridad con el respaldo de los revolucionarios saberes que proporciona la especialización. La medicina es conocimiento y catarsis, curación para la técnica y curación para la palabra.

Tengo amigos muy apreciados en el Hospital del Mar y sé que, en buena parte, comparten estos criterios. Cien años después de su nacimiento, el propio Hospital es una buena muestra de aquella épica y de aquella ética de las cuales hablaba al principio. Con una historia difícil, dura y gloriosa, el Hospital del Mar se ha ganado el prestigio científico y médico que tiene ahora. También se ha ganado un lugar privilegiado en el corazón de los barceloneses, que ven este recinto del dolor y la esperanza, casi bañado por el mar, un elemento indispensable de su memoria urbana y de su paisaje sentimental.

Muchas gracias al Ayuntamiento de Barcelona por este merecidísimo reconocimiento. Y muchas felicidades a los amigos del Hospital del Mar. El reconocimiento del esfuerzo siempre nos hace más grandes.

Rafael Argullol
2 de febrero de 2015

Leer más
profile avatar
7 de junio de 2015
Blogs de autor

El libro y el león

Cada tarde el león penetraba en la cueva y se acercaba a su benefactor. Durante el día el león había vagado por el desierto, a veces en busca de alimento, a veces sin otra misión que atravesar la silenciosa belleza de la vida. Si era necesario no rehuía el combate y, tras él, iba a limpiarse el hocico en las claras aguas del río. Fueran como fueran sus mañanas al atardecer tenía la necesidad de aproximarse a su benefactor.

Al lado de éste las noches transcurrían siempre iguales, sobre todo en invierno cuando el fuego que iluminaba el fondo de la cueva proyectaba en la pared ambas figuras. El hombre, cubierto con una tela tosca, permanecía interminables horas delante de su pergamino. Era ya de edad avanzada pero tenía la mirada viva y el pulso firme en el momento de escribir. De vez en cuando, interrumpía su tarea, e inclinándose un poco acariciaba la cabellera del león. Éste esperaba pacientemente a los pies del anacoreta y cuando, por fin, la caricia se producía experimentaba una sensación intensa que apaciguaba toda su fiereza. Olvidaba las luchas y cacerías de la mañana y se dejaba perder en aquella paz amistosa.

Entonces, inevitablemente, volvía a la memoria del león aquel mediodía incendiado por un sol blanco en que su zarpa herida sangraba con abundancia. Se había clavado un enorme pincho y, por más que se debatía, no encontraba forma de arrancárselo. En medio de este tormento hizo su aparición un hombre que hablaba en voz alta, distraído, ignorante de la presencia del león herido. El hombre dirigía sus palabras hacia el cielo. De repente, advirtió la presencia del animal; sin embargo, lejos de asustarse, como hacían los hombres cuando se encontraban con leones, se quedó muy quieto. Luego, con una media sonrisa, le dijo cosas que parecían amables. Viendo tranquilo al hombre, también el león herido se tranquilizó, y cuando aquel le pidió con un gesto que levantara la zarpa el felino lo hizo sin miedo alguno. El hombre pasó mucho rato hurgando cuidadosamente en la herida hasta que logró extraer el pincho. De inmediato sintió un gran alivio y, al levantarse su curador, el león lo acompañó hasta la gruta en la que vivía.

Así transcurrieron los días y luego los años. Su benefactor no cesaba en su empeño y su manuscrito se multiplicaba hasta convertirse en un libro enorme. El hombre envejeció, hasta que su delgada carne casi quedó desprendida del esqueleto, trabajando siempre con tenacidad, de la mañana a la noche. El león también envejeció, al mismo ritmo que su benefactor, hasta que la muerte irrumpió en la cueva. Primero murió el hombre y su cara quedó dibujada con facciones serenas. Al ver el rostro ya sin vida de su benefactor al león le pareció -con el indescifrable pensamiento de los leones- que había cumplido finalmente con su tarea. La fiera salió hasta la entrada de la cueva para contemplar el desierto por última vez y luego se tendió junto a su benefactor, de la misma manera que había hecho a lo largo de tantos años, y como un león feliz aguardó la muerte. El gran libro, la obra de tantos años y de tantos desvelos fue el testigo mudo de la escena.

San Gerónimo en su estudio, Niccolò Colantonio. Museo Nazionale di Capodimonte (Nápoles)

San Gerónimo en su estudio. Niccolò Colantonio, 1444-1446.
Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles. 

 

Leer más
profile avatar
23 de abril de 2015
Blogs de autor

Vida sin cultura

Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema -o, más bien, el síntoma- no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor -un buen editor, de buena literatura- añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño.

De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.

El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este pseudolector -en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos- no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, "cultura".

Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo cultural.

Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?

Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve.

De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza escolar, por la "lógica del emprendedor" no hace sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la "lógica del emprendedor", aquella sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.

El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura -o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación- es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad.

Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.

Artículo publicado en El País.

Leer más
profile avatar
6 de marzo de 2015
Blogs de autor

Fausto, siglo XXI

Quizá ningún mito cultural haya tenido en Europa la fuerza del de Fausto para introducirnos en las vicisitudes del hombre moderno. Como sucede con los grandes mitos, surgió en el momento en que la época lo exigía y, luego, lleno de vigor simbólico, se extendió sobre los siglos posteriores. La primera noticia sobre el personaje literario la encontramos en el texto anónimo Faustbuch (El libro de Fausto), editado en Alemania en 1587. Pero solo cinco años después, ya encontramos una obra maestra dedicada al tema, no en alemán, sino en inglés: La trágica historia del doctor Fausto, escrita por el dramaturgo Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare y emparentado íntimamente con este en cuanto a poética e ideología. Fausto había brotado en el Renacimiento de manera necesaria, porque los tiempos renacentistas, repletos de rupturas revolucionarias, habían hecho imprescindible un arquetipo de esta naturaleza. Aunque su nacimiento fue en tierras alemanas y su bautismo de fuego literario en Inglaterra, lo cierto es que el mito fáustico, tal vez con otros nombres, hubiese podido surgir en cualquier lugar de Europa y, de hecho, tenemos héroes literarios parecidos en las literaturas polaca, francesa, italiana y española, como el protagonista de El mágico prodigioso,de Calderón, en este último caso.

Más allá de la literatura, el Renacimiento había dibujado los perfiles fáusticos a través de múltiples de sus impulsores decisivos. Basta recordar, por ejemplo, los nombres de Leonardo da Vinci, Paracelso o Giordano Bruno, el inspirador real, para algunos, del personaje que aparece en la obra de Marlowe. De un modo más general asociamos estos nombres a los ímpetus desatados por la revolución renacentista: un afán de conocimiento y una ambición sin límites para explorar tanto las fronteras del mundo como las de la condición humana. Frente al escenario centrípeto medieval, vertebrado por la física aristotélica y la teología cristiana, tan admirablemente expuesto por Dante en La divina comedia, las escenografías renacentistas son centrífugas, con el ser humano lanzado a una carrera, incierta y apasionante, en busca de sí mismo a través del cosmos. Fausto es, por excelencia, el mito que refleja la psicología del hombre europeo empeñado en aventurarse en paisajes ignotos y en transformar las imágenes de su propia condición. Alguien que hubiera vivido en el arco cronológico de Leonardo da Vinci (Leonardo mismo), entre mediados del siglo XV y 1520 -únicamente 70 años, por tanto- habría sido testigo de metamorfosis mucho más contundentes de las que estamos viviendo en la actualidad.

Este coetáneo de Leonardo habría sido espectador privilegiado de una triple destrucción del mundo tradicional cuyas consecuencias se expanden hasta nuestros días. De un lado, gracias a los descubrimientos geográficos, observaría la primera gran globalización del planeta, con el hombre habitando un "mundo conocido" diametralmente distinto al que había regido en Europa durante 15 siglos. De otro lado, como consecuencia de las transformaciones astronómicas, este contemporáneo de Leonardo habría nacido en un universo cuyo centro era la Tierra, habría crecido en otro universo que tenía al Sol como núcleo, y moriría con la sospecha de que, en realidad, el universo no tenía centro alguno, ni la Tierra ni el Sol, siendo ilimitado y acaso infinito. Pero si este hombre dirigía la mirada, no hacia el exterior, sino hacia el interior del cuerpo humano, se encontraría que cirujanos y artistas trataban la anatomía como si se tratase de la astronomía y buscaban en nuestro organismo estrellas en forma de músculos, nervios y vísceras. El genial cirujano-artista Andrea Vesalius (otro candidato para inspirar el personaje Fausto) trazará, por esos años, un atlas general de nuestra anatomía: La fábrica del cuerpo humano.

El coetáneo de Leonardo capaz de enfrentarse a todos esos nuevos prodigios se vería acompañado por poderosas armas de transmisión de los conocimientos. La imprenta, fulminantemente extendida por toda Europa en poco más de dos décadas, suscita furibundos debates mientras contribuye a la comunicación masiva de los recientes hallazgos, en una dinámica que tiene similitudes con nuestro Internet. Junto a la imprenta, la pintura renacentista, guiada por la innovadora composición en perspectiva, se ofrece como ventana abierta al mundo que va a exigir a la retina la contemplación sin prejuicios de la existencia. Este es el paisaje en el que toma forma Fausto y, también, como no podía ser de otro modo, su inseparable Mefistófeles. De hecho, desde el principio, Mefistófeles es tan inseparable de Fausto que forma parte de este, siendo al tiempo, como tentador, su afirmación desmesurada y su negación irónica. Fausto necesita a Mefistófeles porque este se erige en el espejo de sus aspiraciones y limitaciones, que son, a su vez, las aspiraciones y limitaciones del hombre moderno.

Así lo entendieron, en los siglos posteriores al Renacimiento, todos los autores que hicieron suyo el mito de Fausto, empezando por el más influyente de todos, Goethe, quien prefiguró con lúcida nitidez los afanes y angustias de la condición moderna. Goethe dedicó 60 años de su larga vida creativa a la escritura de su Fausto, y aunque en este prolongado periodo cambió varias veces el punto de vista, no se alejó nunca totalmente de los postulados renacentistas: Fausto como el hombre que busca con ansiedad aquello que, sabe de antemano, difícilmente encontrará. Los múltiples continuadores de la tarea de Goethe en el siglo XX -Paul Valéry, Fernando Pessoa, Thomas Mann, entre ellos-, sin romper con la tradición fáustica anterior, acentúan un clima de impotencia y absurdo que difuminan la claridad temeraria de las aspiraciones de Fausto. El Fausto de Valéry es el más irónico de cuantos se han escrito; el de Pessoa, el más rodeado por un halo de absurdidad y diseminación; el de Mann, el más trágicamente impotente para hacer frente conjuntamente a la creatividad y a la vida. No obstante, cada uno a su modo, son piezas valiosas para comprender en qué ha consistido la condición humana en el siglo XX.

Si me refiero a todas esas máscaras de Fausto es porque, recientemente, quedaron integradas en un curso que realicé en la universidad y que, al menos para mí, resultó de lo más aleccionador. Participaban en el curso estudiantes de media docena de nacionalidades distintas y de edades comprendidas entre los 25 y los 40 años. Después de seguir la trayectoria del mito de Fausto desde el Renacimiento hasta el siglo pasado se suscitó la cuestión, probablemente, más importante: ¿cómo sería Fausto en la actualidad, es decir, cómo es el arquetipo de nuestra época? Esta pregunta iba, naturalmente, acompañada por otra: ¿quién es, o qué es, Mefistófeles en nuestro tiempo?

Por las respuestas de los estudiantes, que en general poseían una gran capacidad autocrítica, podía deducirse que el Fausto de hoy día es un ser vacilante, ambiguo, que se balancea entre pesos contrapuestos. En el platillo de la positividad pesaba la flexibilidad, la falta de dogmatismo, la libertad en la toma de posiciones sin un adoctrinamiento previo, ni ideológico, ni religioso, ni político; en el platillo de la negatividad, por el contrario, pesaba un exceso de pragmatismo, una apatía difícil de superar, un agobiante utilitarismo de las sensaciones. De hacer caso a estas opiniones, el Fausto de hoy, el Fausto que somos, sería un ser inmerso en la contradicción, notablemente preparado para actuar libremente, pero imbuido de un espíritu apático que le hace desinteresarse por todo aquello que excede a lo inmediato.

¿Y quién o qué es Mefistófeles? ¿Quién o qué excita a poseer las sensaciones mientras aprisiona en la indiferencia pasional? Las respuestas divergían: el capitalismo consumista, o el totalitarismo de las nuevas tecnologías, o el hartazgo de los idealismos utópicos. Hubo una respuesta más sutil y misteriosa: Mefistófeles somos nosotros cuando renunciamos al conocimiento por la comodidad de la posesión.

Leer más
profile avatar
1 de diciembre de 2014
Blogs de autor

La cultura enclaustrada

A finales de la Edad Media el caudal más fecundo de la cultura europea pasó de los monasterios a las universidades. Con este trasvase lo que había permanecido depositado en los recintos monásticos bajo la tutela de los monjes, preservado casi en secreto, se abrió al debate urbano que proponían los espacios universitarios. La cultura europea entró en una nueva dinámica que implicó el fin de dogmas y tabúes, pero que sobre todo supuso la superación del temor en la búsqueda del conocimiento. Los escritores y los filósofos aspiraron a romper el hermetismo de la época anterior, con la aspiración de someter sus concepciones a públicos cada vez más amplios. El uso, junto al latín, de las lenguas populares contribuyó a la consolidación de esta tendencia, como lo demuestra el caso de Dante que, si bien escribió muchas de sus obras en lengua latina, reservó para su joya literaria, la Divina Comedia, el uso del toscano. La culminación de todo ese proceso fue el Renacimiento. La invención de la imprenta y la consolidación de las universidades en las grandes ciudades forjaron un primer gran escenario de convergencia entre la cultura y la sociedad. Aumentó extraordinariamente el número de lectores al tiempo que las obras literarias influían en públicos cada vez más amplios. Shakespeare, Montaigne, Bruno o Cervantes simbolizan bien esta confluencia.

Las universidades occidentales se consolidaron definitivamente en los siglos xix y xx (sumando las americanas a las europeas) y, aunque nunca se despojaron por completo de su origen, por así decirlo, monástico, participaron activamente en la vida cultural moderna. Siempre mantuvieron una tendencia centrípeta y endógena pero, paralelamente, muchos de sus miembros se incorporaron a los debates públicos de su época y fueron grandes creadores de la literatura y del pensamiento. En estos dos últimos siglos es imposible tratar de comprender la historia cultural, o simplemente la Historia, sin atender a la función de las universidades en la dinámica pública y sin subrayar la importancia de numerosos profesores en la esfera creativa.

Pero no estoy seguro de que esto continúe siendo cierto. En los últimos lustros, y de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una suerte de inversión de tendencias, a partir de la cual la universidad ha tendido a replegarse sobre sí misma, como si añorara, en un modelo laico, su antiguo origen monástico. Paradójicamente este repliegue se produce en el momento en que las tecnologías de la comunicación, como en el Renacimiento la imprenta, podrían facilitar la expansión de las ideas mucho más allá de los circuitos universitarios.

Desde una cierta perspectiva este retraimiento es la consecuencia de un nuevo antiintelectualismo que se ha asentado poderosamente en la vida social y política de principios del siglo xxi. En un reciente artículo escrito en el New York Times y titulado ¡Profesores, os necesitamos! Nicholas Kristof ha recordado el uso común de la expresión "That's academic" para descalificar la aportación de un adversario, poniendo, además, el ejemplo de su utilización por el conservador Rick Santorum para criticar los discursos de Obama. Que algo sea "demasiado académico", o sencillamente "demasiado intelectual", es una piedra de toque común en nuestra sociedad. El antiintelectualismo es una de las formas más toscas del populismo, pero parece proporcionar fáciles réditos en una población ávida por ese consumo inmediato de las cosas que la complejidad intelectual casi nunca otorga.

El problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad, cobardía u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que debería combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado, aún a costa de dar la espalda a la creación cultural.

Cada vez más alejado de lo que había significado la gran cultura, ese microcosmos ha elaborado complicadas normas de autopreservación en las que apenas se reconoce el talante intelectual, abierto y crítico, que se halla en la raíz renacentista de la universidad. Dicho de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el burócrata (o si se quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la tarea de la propia conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a numerosos profesores, pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general que, en sí misma, supone la destrucción de la universidad tal como históricamente la habíamos concebido.

Es importante detenerse en las leyes que rigen en el microcosmos. Hasta hace poco lo que se valoraba en un profesor, además de su capacidad para la investigación, era su magisterio docente y la publicación de libros relevantes en su área de conocimiento. Precisamente esta última tarea era decisiva para facilitar una ósmosis entre la universidad y la sociedad. El libro -y, a poder ser, el gran libro- era el instrumento básico en la vertebración de la cultura y, simultáneamente, el desafío que debía afrontar el profesor que aspiraba a la madurez intelectual. La cultura occidental moderna está jalonada por libros que son fruto de aquel reto. Como complemento de esta tarea muchos profesores trataban de comunicarse con el público más amplio posible mediante la intervención en revistas y periódicos.

No obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como institución, ha sacralizado el paper como medio de promoción profesional. En la actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de libros como labor primordial para concentrarse en la producción de papers. En muchos casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación creativa, a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia presión institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi exclusivamente, por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que sea, el nuevo microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una kafkiana red de relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión externa a la institución. Además de atender a sus labores docentes, los profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas "revistas de impacto", publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores -siempre del propio ámbito de la especialización- aunque con un gran poder ya que son las únicas "que cuentan" en el momento de evaluar al universitario. En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance -algo que requiere un ritmo lento, que a menudo abarca varios años- debe aplazarse, quizá para siempre.

Este ensimismamiento de la universidad, si merece críticas crecientes en el ámbito de las ciencias, y a las que alude Nicholas Kristof en el artículo antes citado, es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que erradica la figura creativa e intelectualmente abierta para imponer un perfil del profesor sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta como "especializado" pero que, en realidad, es puramente endogámico. Lo peor es que este pequeño mundo, que alardea de rigor académico, se hace implícitamente cómplice del antiintelectualismo populista, al refugiarse en un lenguaje oscurantista y críptico. Podría confeccionarse una auténtica antología del disparate si juntáramos las exigencias burocráticas que, en el presente, rigen la vida universitaria. Entender las normas del microcosmos requiere tantas horas de estudio que apenas queda tiempo para estudiar lo demás. Comprender cómo hacer el paper servilmente correcto obliga, por lo general, a renunciar a toda creatividad y a todo riesgo.

La cultura humanista, nacida de la libertad y de la crítica, corre el peligro, en la actual universidad, de ser enclaustrada, como si volviera al recinto monástico: no a la grandeza de aquellos monasterios que conservaron el saber antiguo sino al inmovilismo dogmático de los que pretendían preservar los conocimientos mediante su reclusión. Por admirable que sea originariamente un conocimiento aprisionado es un conocimiento muerto

Leer más
profile avatar
17 de noviembre de 2014
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.