Rafael Argullol
El león esperaba pacientemente a los pies del anacoreta.
Cuando, al fin, se producía la caricia apaciguaba toda su fiereza.
Olvidaba las luchas y cacerías de la mañana,
y se dejaba perder en aquella paz amistosa.
Entonces, siempre, volvía a la memoria del león
aquel mediodía incendiado por un sol blanco
en el que su zarpa herida sangraba con abundancia.
Se había clavado un enorme pincho y, por mucho que se debatía,
no encontraba la forma de arrancárselo.
En medio de este tormento apareció un hombre
que dirigía distraídamente sus palabras hacia el cielo.
Al verle, lejos de asustarse -como hacían los hombres
cuando se encontraban con leones- se quedó muy quieto.
Viéndolo tranquilo también él se tranquilizó,
y al pedirle el hombre que levantara la zarpa,
él se la ofreció, confiado, sin miedo.
Pasó mucho rato hurgando en su herida, hasta extraerle el pincho.
De inmediato sintió un gran alivio, y, al levantarse su benefactor,
el león lo acompañó mansamente hasta la gruta en la que vivía.
Así transcurrieron los días y los años.
El anacoreta envejeció, hasta que su delgada carne
quedó casi desprendida del esqueleto. También el león envejeció,
al mismo ritmo, fiel a su amigo, a la espera
de que Aquello irrumpiera en la cueva.
Primero murió el hombre, y su cara quedó dibujada con facciones serenas.
Al ver el rostro ya sin vida de su benefactor al león le pareció
-con el indescifrable pensamiento de los leones-
que había cumplido finalmente su tarea.
Salió hasta la entrada de la cueva para contemplar el desierto por última vez;
y después se tendió junto al anacoreta, de la misma manera que hacía cada noche.
Y así, como un león feliz, aguardó que Aquello se cumpliera.
(Rafael Argullol: Poema, editorial Acantilado, Barcelona, 2017)