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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (2)

De acuerdo a la crónica de Silvina Friera, se armaron grosso modo dos bandos: el de los ‘conservadores', que de algún modo coincidía con el de los escritores (Birmajer, Martínez, Sacheri); y el de los ‘vanguardistas', donde revistaban los cineastas jóvenes encabezados por el gurú Llinás (por momentos inescrutable, sugieren muchos, como todo gurú que se precie) y azuzados por el moderador de la charla, Adrián Cangi. (A quien muchos testimonios, además del de Friera, coinciden en describir como alguien con más afinidad por la inmoderación que por su opuesto especular.)

         Por supuesto, a la distancia resulta fácil coincidir o disentir con algunos de los conceptos que circularon, tanto de un bando como del otro. (Por favor no olviden que el testimonio central con el que cuento es el de la crónica de Silvina, publicada ayer lunes en Página 12.) Podría decir que, de existir en efecto, la diferencia ontológica entre un libro y una película que suscribió Birmajer me tiene sin cuidado; me interesa más el campo común a ambos lenguajes que sus diferencias, y por ende tiendo a coincidir con Cangi (Friera dixit, insisto) a la hora de no encontrar "distinción tajante del régimen de la escritura en el campo textual y en el campo fílmico". Mucha gente confunde la escritura cinematográfica con la redacción del guión, y esto es un error: lo que ‘escribe' el ‘texto' cinematográfico es la cámara con sus encuadres y movimientos, y lo que dota a ese ‘texto' de su puntuación es, en todo caso, la edición.

Como Llinás, creo también que un cineasta es tan artista como un escritor o un pintor: todos están, o deberían estar, igualmente preocupados por desbrozar la materia de su(s) lenguaje(s), para aprender a dominarlo(s) o cuanto menos a arriar su caos rumbo al valle de las nuevas direcciones expresivas. (Durante la charla de la que participé, sin ir más lejos, hubo una intervención de la escritora María Negroni en esta misma dirección, que a mi juicio fue lo más atinado de la noche.) Me sumo, por cierto, a la melancolía que expresó Llinás ante la peregrina idea de "compartimentar que una cosa es el cine y otra la literatura, cuando puede ser visto como un campo infinitamente común".

No tengo duda que, de haberme quedado en la Villa Ocampo, me habría enzarzado en la disputa. Soy un bicho de sangre caliente como el que más. Pero por fortuna (gracias Bruno, hijo mío) me vi forzado a irme y, así, a conservar una distancia del asunto que me permite lamentar el giro que tomó la polémica en la dirección árida, casi futbolera, de las falsas y por ende inconducentes antinomias.

 

(Continuará.)      

 

 



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe

El sábado pasado, apenas regresado de la provincia de Misiones (donde estuve filmando un documental sobre el que hablaré en otra ocasión), llegué a la Villa Ocampo bajo una lluvia digna de Cumbres borrascosas. La mansión, que supo ser la casa de Victoria Ocampo y recibir visitantes como Graham Greene, Federico García Lorca e Igor Stravinsky, no puede ser hoy sino un escenario intimidante para cualquier artista que llegue allí en condición de tal. Y esa noche (literalmente) de brujas fuimos muchos los que peregrinamos a la casa, con la excusa de recrear el venerable y casi perdido arte de la tertulia: un encuentro de gente decidida a conversar y también a debatir sobre el ser y el deber ser de sus particulares disciplinas. En este caso, la convocatoria orquestada por Mariana Sandez y Gabriela Adamo era precisa: se trataba de reunir gente que provenía del cine y de la literatura –o, como en mi caso, de ambos mundos a la vez- y producir la chispa que diese lugar a una conversación que, aunque no llegase al nivel de las que deben haber tenido lugar en la Villa Ocampo, tratase de elevarse por sobre la medianía de estos tiempos.

         Me tocó compartir el sillón y la charla con una escritora: Claudia Piñeyro, la autora de Las viudas de los jueves, y con varios cineastas: Sergio Renán (autor de notables adaptaciones de Mario Benedetti –La tregua- y Haroldo Conti –Crecer de golpe-, entre otras), Juan Villegas, Santiago Palavecino y Manuel Ferrari. Además se arrimaron al fogón el escritor Juan Martini y los cineastas Bebe Kamín y Héctor Olivera, director de una de las mejores películas del cine argentino, en este caso adaptada de un libro de Osvaldo Bayer: La Patagonia rebelde. Durante la hora que pasamos conversando, las ideas se complementaron y se evitó aquello que yo estaba decidido a tratar de evitar: la falsa antinomia entre escritores y cineastas, o si prefieren, entre devotos de la literatura y del cine.

         Como había ido hasta allí con mi mujer y mi hijo más pequeño (cuando uno pasa algunos días lejos de casa, se niega a despegarse de los suyos aunque sea por un par de horas), no me quedó demasiada opción. Bruno estaba fastidioso, me la pasé escuchando sus quejas durante toda la charla. Si no me iba entonces la cosa iba a empeorar para todos los involucrados. Así que ofrecí mis disculpas –tenía muchas ganas de quedarme a escuchar la charla siguiente y conocer a Mariano Llinás, cuya peli Historias extraordinarias me encantó, tal como expliqué en su momento y en este mismo lugar- y, munido de mujer, niño y paraguas, emprendí el regreso a casa.

         Si he de dar crédito a la crónica que publicó hoy lunes Silvina Friera en Página 12, me perdí lo mejor. Porque en la charla que sobrevino después parece haber estallado la polémica, con agresiones y todo.

 

(Continuará.)



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (6)

Todos los elementos reconocibles de la narrativa de Rodrigo Fresán están presentes en El fondo del cielo. (Aquí va otro que no mencioné antes, y que también puede ser predicado de esta nueva novela: cada relato de Fresán representa, a su manera, una puesta al día de las clásicas preguntas sobre por qué escribimos, y por qué leemos.)

Y al mismo tiempo El fondo del cielo es otra cosa. Algo distinto, lo cual que no necesariamente significa opuesto, ni mucho menos contradictorio. Lo clásico y lo novedoso en Fresán se amalgaman aquí con naturalidad, del mismo modo en que, desde hace ya décadas, palabras en apariencia opuestas como ciencia -con su predilección por lo comprobable- y ficción -con su predilección por lo inefable- se combinaron para crear un género nuevo y abrir puertas en la mente donde antes había sólo muros.

El fondo del cielo es una novela que responde no a una lógica cartesiana, sino cuántica. (No es casual que entre los agradecimientos exista uno dedicado a una de las figuras de la física moderna: el científico Hugh Everett.) Así como la física cuántica sostiene que una llave de luz puede estar encendida y apagada en simultáneo, El fondo del cielo sugiere a la vez un Fresán puro y un nuevo Fresán.

         Sin embargo Fresán no recurre a la física cuántica para explicar esta paradoja, sino a una de las maneras más primitivas concebidas por el hombre para explicar el universo y su rol en ese océano: el misticismo. Dado que dos de los tres protagonistas se apellidan Goldman y Leventhal, la nociones cabalísticas se tornan inescapables.

         Una de esas nociones se denomina Tzimtzum, y es definida como una constricción de sí mismo que Dios produce voluntariamente. Una libre renuncia a la infinitud divina, que el Todopoderoso pone en práctica por una razón tan simple como inapelable: para hacer posible la existencia del Otro. En todos los años que llevo abocado a estos asuntos, he encontrado pocas definiciones que sirvan mejor de norte a cualquier narrador: se trata de saber restringirse, de renunciar a querer llenar todos los espacios, para hacer posible la existencia de ese Otro que es el Lector.

         El segundo concepto se llama Tikkun Ra, o "la reparación del mundo", según el cabalista español Abraham Abulafia. La Luz Divina de Dios habría estado contenida originalmente en una o más vasijas que terminaron rajándose por obra del mal, y derramando su tesoro. Al caer sobre el mundo, esas astillas divinas invirtieron su carga y se transformaron "en todo lo terrible y monstruoso que ha sucedido desde entonces". "Los místicos -prosigue Fresán a través de Isaac Goldman- sostienen entonces que la tarea de los hombres consiste en reunir esos malignos fragmentos mediante buenas acciones. Reconvertirlos en materia benéfica e ir ensamblándolos como si se tratara de una estatua rota hasta recuperar el todo original. El bien perfecto".

         En El fondo del cielo Fresán encontró algo que le permitió reunir todas las piezas de su narrativa y ensamblarlos en una novela sin fisuras.

         Es que El fondo del cielo es, más allá de la parafernalia, una historia de amor.

         Por supuesto, no esperen encontrarse con un amor de características convencionales. ¡Estamos hablando de Fresán! Lo más parecido al romance que encontramos en la novela es puro Jules et Jim, un triángulo entre dos muchachos y una mujer innominada -menage a trois que, en este caso, permanece inconsumado. (Por lo menos en los universos de los que la novela habla...)

         Más bien se trata del otro amor: el amor místico, esa fuerza capaz de reunir los fragmentos malignos y restaurar el bien original. Las religiones del mundo fracasaron de la manera más estrepitosa a la hora de defender su existencia y predicar su necesidad; a esta altura de la Historia, lo más probable es que la ciencia termine saliendo en su rescate. Después de todo el mal es digital, binario: sólo puede romper lo que está sano y corromper lo que es puro. Pero el amor, esta clase de amor, es cuántico, porque puede hacer que aquellos que están rotos y se saben impuros accedan a otro estado del alma, aun cuando sus pies sigan hundidos en el barro.

         Además de la ciencia, de Abulafia y demás cabalistas, el amor místico no ha tenido mejor aliado a lo largo de la Historia que el arte en general y la narrativa en particular. ¿Cuántas novelas maravillosas han sido concebidas en este estado de exaltación? Pienso en David Copperfield, en The Adventures of Augie March, en A Prayer for Owen Meany, en The English Patient. Y a partir de ahora, claro, pensaré además en El fondo del cielo. Al poner en el centro de su historia un instante tan fugaz como íntimo (dos muchachos jugando en la nieve, una chica que los mira desde la ventana), y pretender que ese instante alcanza para contrarrestar todos los apocalipsis, Fresán nada a contracorriente del pesimismo imperante y responde en simultáneo a la pregunta del por qué escribimos, por qué leemos -y quizás por primera vez, por qué vivimos.

         Hacemos todo eso para crear momentos de belleza que, como las estrellas, seguirán brillando cuando ya no estemos. 

 

 



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27 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (5)

¿Y qué es lo que hace de El fondo del cielo algo tan especial, más allá del hecho de tratarse de la primera novela de Fresán en seis años -Jardines de Kensington data de 2003?

         En muchos sentidos, El fondo del cielo es Fresán en estado puro. Allí están todos los matices de la voz conocida. Empezando por el aluvión de referencias pop, transplantadas desde la médula misma de la cultura (masiva y de la otra): lo que va de 2001: A Space Odissey a la cientología, y de de Dante Alighieri a Leonard Cohen, dos cronistas del infierno pero ante todo (o inevitablemente, habría que decir, ya que no hay forma de obtener las mieles sin sufrir las picaduras) del amor. Las novelas de Fresán deberían venir con un track de comentarios en simultáneo, como los buenos DVDs. O con una conexión a la Play, para que uno gane vidas a medida que va identificando citas y referencias. De alguna manera los agradecimientos que incluye rigurosamente al final funcionan siempre así; nadie, imagino, los disfruta más que aquellos que solemos quedarnos hasta el final de los créditos en las películas o buceamos en los extras de cada DVD.

         También están las menciones al resto de la galaxia Fresán: lo que va de Urkh 24 a la enésima encarnación de ese sitio llamado Canciones Tristes. (O Sad Songs, en este caso: el trío protagonista de El fondo del cielo comparte la característica de ser diligentemente judío y estadounidense.) Y esa manera de narrar tan personal, a menudo exasperante y siempre interesante. Tuve que leer la novela dos veces, lo cual incluye los agradecimientos, para darle verdadera dimensión a la cita de John Cheever que Fresán incluye allí: "Yo no trabajo con tramas. Yo trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos", dijo Cheever alguna vez a alguien de The Paris Review. La definición se aplica a la prosa de Fresán, por supuesto -está puesta allí con total alevosía.

Yo no soy Cheever, por supuesto, pero diría algo más. La voz monologante y confesional que narra las novelas de Fresán es, en algún sentido, la de alguien que acaba de leer un relato (o de ver una película, o de escuchar una canción) que de momento está más allá de nuestro alcance. (Fresán confiesa, en este caso, que existió originalmente una versión de El fondo del cielo más "histórica y enciclopédica" -más convencional, se podría decir.) Lo que el lector recibe, pues, no es lo que ocurrió en verdad -la trama, por decirlo de otro modo-, sino lo que la historia original, ese texto primigenio y secreto que nunca conoceremos, le produjo y produce al narrador.

Todos hemos contado películas o novelas ante una oreja bien dispuesta, y nunca -pero nunca- las contamos tal cuál son. Narramos ante todo cuánto y cómo nos han marcado, más el efecto que la causa. Damos por sentadas cosas que no deberíamos dar por sentadas y subrayamos cosas que ya han quedado claras. Y por supuesto nos desviamos del asunto, y nos perdemos en elucubraciones, y nos preguntamos al fin dónde habíamos quedado, pero también -sobre todo- si alguien comprende lo que estamos tratando de decir.

El mismo procedimiento de Marlow, ese personaje conradiano que sabía que no conviene narrar en caliente, sino bebiendo un clarete en buena compañía. Tratándose de Fresán, no me refiero al Marlow que narra Youth ni tampoco el de Lord Jim, sino más bien aquel de Heart of Darkness -esto es, aquel que no está seguro de haber regresado del todo de su viaje.

En un pasaje de El fondo del cielo, Fresán no habla de escritores, sino de escrinautas. Sus narradores son Marlows que, en vez de lanzarse a los mares reales, han navegado por las aguas insondables de la cultura occidental, naufragando de manera tan ocasional como memorable sobre las playas de alguna isla humana.

 

(Continuará.) 

 

 



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26 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (4)

El segundo pecado de Fresán es haber obtenido con naturalidad aquello que el común de los escritores no suele lograr, ni siquiera trabajando a destajo: una voz propia. Ignacio Echevarría también subraya aquello que intenté decir al principio: que con el libro Historia argentina, y en particular con el cuento El aprendiz de brujo, Fresán debuta "ya acuñado, resuelto".

         Para colmo Fresán llega a escena con otras marcas imperdonables. Empezando por la impronta biográfica. La mayoría de los grandes escritores viene, o se ha forjado (Borges es el ejemplo típico) una experiencia y/o prosapia que informan su prosa casi a la manera de un preámbulo. Y Fresán ya viene de fábrica con ingredientes dignos de nota. Un secuestro a tierna edad, el exilio al que lo arrastraron, contacto con los grandes escritores de su tiempo (Rodolfo Walsh, García Márquez) a una altura de la vida en que los demás no bebíamos nada más fuerte que el Nesquik o el Colacao, y last but not least, una doble herencia por vía sanguínea que forma un combo que te la voglio dire: el arte y el (dolor que conlleva el) divorcio.

         Desde el comienzo mismo, además, Fresán hace suyo ese desplazamiento que es característico de los grandes escritores argentinos, y que también es lícito entender como excentricidad, en tanto supone correrse de lo que se considera el centro -lo axial, lo canónico. "Ser argentino es una fatalidad", dice Borges en El escritor argentino y la tradición. Y por eso nuestras figuras insignes no se preocuparon ni un segundo por su argentinidad: eso era lo ya dado, lo inevitable. Lo no dado, la libre elección, pasaba en todo caso por lo que querían ser y todavía no eran, o bien (aquí radica buena parte de la gracia) no podrían ser nunca. Sarmiento quería ser francés. Arlt quería ser Dostoievski. Borges se sentía más cerca de las sagas nórdicas que de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Cortázar estaba llamado a perderse en París desde que empezó a hablar con esa erre para nosotros defectuosa, pero tan bien cortada para los veinte arrondissements.

         Empujado a la excentricidad por el preámbulo de su historia, Fresán esquivó sin esfuerzo las tentaciones que acechan al grueso de los escritores locales (querer ser Arlt, Borges, Cortázar o bien conformarse con la categoría de discípulos aplicados) y en vez de emular su prosa, emuló sus procedimientos. Eligió los epígonos que más le gustaban (del mar de influencias citables, quedémonos ahora con aquellas que horadan El fondo del cielo: John Cheever y Kurt Vonnegut, que además aparecen en La vocación literaria, el cuento de Historia argentina donde, ja, narra aquel secuestro que sufrió cuando niño) y se re-imaginó a sí mismo a su imagen y semejanza, sin importarle un pito que ni Cheever y Vonnegut figurasen en la lista de Epígonos Recomendables para El Joven Escritor Argentino Políticamente Correcto y Funcional a la Tradición.

         En todo caso Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica y practica el establishment local. Lo suyo es más bien la tradición a la manera del citado ensayo, donde Borges sostenía que nuestro campo de juego debía ser "toda la cultura occidental" (ahí se quedó corto, en estos tiempos también abrimos ventanas a otras culturas) y llamaba a "ensayar todos los temas".

         Pero hay otra frase del mismo ensayo por donde pasa, creo, el quid de la cuestión. "Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina", dice Borges. (Las cursivas son mías.) Y si hay algo que resulta indudable en Fresán es que hace lo que hace con felicidad. Lo cual, si hay que creerle a Borges, bastaría para colocarlo en el corazón de la tradición argentina, por más que haya tantos que trabajen para mantenerlo en el ostracismo.

 

(Continuará.)  

 

 



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23 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (3)

Desde Historia argentina en adelante han ocurrido dos cosas. Por una parte, Fresán siguió construyendo una de las obras más singulares de la narrativa hispanoamericana. (No le pongo fecho a esa obra para no cometer el error de anclarla en el siglo XX. A veces pienso que la insistente señalización de Fresán hacia el desvío de la ciencia ficción es su forma de sugerir que, en realidad, deberíamos considerarlo un escritor del siglo XXI.)

Y al mismo tiempo la corporación literaria de la Argentina, a la que le resulta tan natural comportarse como un Gulag, decidió someterlo a un tratamiento de silencio. La mayor parte de los ensayos y trabajos críticos sobre la obra de Fresán provienen de sitios que no son la Argentina. Y esto no puede atribuirse al hecho de que Fresán viva en Barcelona desde hace años. Ya ocurría cuando Fresán vivía aún en Buenos Aires, y sólo se potenció en su (aparente) ausencia. De no ser por la labor de tantos críticos formalmente extranjeros (no se pierdan el ensayo de Ignacio Echevarría, en la reedición de Historia argentina que Anagrama lanzó al cumplir 40 años), las señales que el satélite Fresán emite desde 1991 le habrían pasado por completo desapercibidas a miles de lectores de todas partes.

         Pero (bip) por fortuna (bip bip), eso no ocurrió.

         ¿Cuál sería el pecado por el que estaría pagando semejante precio? Se me ocurren dos. El primero es, precisamente, el de haber hurtado el cuerpo al pecado que Borges definió, en un poema tristemente célebre, como el peor  de todos: Fresán es feliz. Pocas escrituras trasuntan más goce, en la narrativa contemporánea, que la de este dichoso hombre. En Fresán, la literatura es lo más parecido al orgasmatrón de Woody Allen que el ser humano ha podido concebir desde que lanzó un hueso al aire: una fuente de placer que no falla jamás -siempre y cuando, claro, el cilindro en el que uno elige entrar sea el adecuado y funcione como debe.

         En un medio donde tantos escritores pretenden encontrar un nicho dentro del canon literario local aun antes de haber escrito una sola línea; donde se concibe la escritura como un mecanismo de sobrecompensación ante inseguridades y carencias variopintas (de las cuales, imagino, las sexuales no deben ser las peores); y donde terminan produciéndose, de manera inevitable, más operativos intelectuales y de marketing que verdaderas novelas, lo de Fresán no puede resultar sino una afrenta.

 

(Continuará.)

 

 



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22 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (2)

Pero las osadías no son nuevas para Fresán, que lleva ya casi veinte años revolviendo avisperos. La edición original de Historia argentina data de 1991, e irrumpió en la narrativa local como una explosión cuya onda expansiva dista de haberse extinguido. El aprendiz de brujo sigue siendo un gran cuento, full stop. Javier Moreno dijo hace no tanto que Historia argentina contenía in nuce todo aquello que desde entonces Fresán ha ido y seguirá desarrollando, del mismo modo en que The Beatles (es decir, el álbum blanco) contiene todo lo que la música pop y aledaños han venido desarrollando desde 1968. Pero quizás sea necesario ser todavía más preciso y decir que, de todos sus relatos, El aprendiz de brujo, con su relectura de Malvinas a mitad de camino entre Salinger y los Monty Python y su apelación el episodio de Fantasia en que Mickey desata fuerzas que no puede controlar, sigue siendo sin duda alguna el Big Bang (Moreno dixit, nuevamente) del Fresanuniverso.

         (¿Será este el lugar más adecuado para sugerir que El fondo del cielo es la novela en que Fresán controla, por fin, las tormentas que  desató aquel riff inicial? Seguramente no. Así que volveré sobre el asunto más adelante.)

         Desde entonces Fresán no hizo otra cosa que irritar el establishment literario local al tiempo que generaba, en sus lectores, una adoración que sólo suelen despertar las estrellas de rock. (Salvando la distancia, claro, en materia de ganancias y de disponibilidad de groupies.)

         Admito que a menudo sus viajes me dejaron girando como un trompo. Recuerdo llegar al final de, por ejemplo, Vidas de santos, y preguntarme de inmediato qué era eso -qué clase de criatura literaria acababa de rugir, o de balar, o de bramar (¡o todo a la vez!) ante mis ojos.

Pero ni siquiera cuando me quedé afuera (y Fresán plantea el juego literario sin grises: o entrás, o te lo perdés) dejé de creer que estaba en presencia de un autor en cuya huella debía perseverar. Porque Fresán poseía dos elementos que sólo tienen los grandes.

En primer lugar, una visión. En algún sitio definió lo suyo como irrealismo lógico, en contraposición a ya-saben-qué. Suena ocurrente, como tantas cosas que dice o escribe, pero de adoptar la etiqueta estaría enfrentándome nuevamente al riesgo del reduccionismo. Ni siquiera sirve decir que Fresán podría ser el hijo rocker de Kurt Vonnegut, en tanto heredero de la iconoclastia, el millaje acumulado como frequent flyer de todos los géneros, el sentido del humor y la voz "monologante y confesional" que no tarda en darnos la bienvenida a la fiesta de su locura. No: contentémonos con decir que Fresán es un original, lo cual en estos tiempos marketineados hasta la exasperación es casi lo máximo que se puede pretender de un escritor.

En segundo lugar, Fresán ha sido fiel a esa visión. Aun cuando esa fidelidad amenazaba con convertirlo en un paria, en alguien que escribía cosas que no se parecían a nada de lo que se estaba publicando, y peor todavía: a nada de lo que tenía éxito.

Alguien dirá: seguramente no pudo hacer otra cosa. Tal vez. Pero en un medio que está lleno de armiños que juegan a ser perros, Fresán es consciente de que nació quimera, y quimera morirá.

 

(Continuará.)

 

 



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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love

En el texto que cierra El fondo del cielo, Rodrigo Fresán tiene el tino de aclarar: "Esta no es una novela de ciencia-ficción. Esta es una novela con  ciencia-ficción". La salvedad viene a cuento dado que el relato utiliza (en más de un sentido) como personajes centrales a dos que fueron fanáticos del género en su época de oro; que permitieron que esa pasión moldease sus vidas -uno optando por la ciencia, el otro por la ficción-; y que, en consecuencia, nunca dejaron de concebir sus vidas como lo que en efecto son, al igual que las nuestras: un viaje en el espaciotiempo. 

 

         La novela también está llena de homenajes a grandes del género (o, para ser precisos, a sus alter egos de universos tan paralelos como próximos) en cualquiera de sus soportes, desde Philip K. Dick, Kurt Vonnegut y Howard Philip Lovecraft a Stanley Kubrick; y de guiños a Rod Serling, Star Trek, Amazing Stories, El eternauta (ah, esa nieve que la tragedia convirtió en perjurio), Adolfo Bioy Casares y un largo listado de lo que en Fresán-speak sería apropiado denominar Greatest Hits del asunto.

         Pero todo esto, en cuaquier caso, es lo previsible. Lo que resulta imprevisible es la naturaleza del relato. Que inspira la tentación de ser definido como Jules et Jim reescrito por Ray Bradbury. (Sí, por Bradbury y no por Dick ni por Ballard: como suelen hacer los grandes escritores, Fresán subraya algunas influencias para disimular la única que cuenta. Después de todo, ¿quién es el maestro indiscutido de los melancólicos atardeceres marcianos?) Tentación que resistiré, porque sería conformarse con menos de lo que El fondo del cielo sugiere, y por lo tanto se merece.

         Cualquier intento de glosar su anécdota sería reduccionista. Si dijese que la novela cuenta la historia de Isaac Goldman (aquel que optó por seguir escribiendo ficción) y de Ezra Leventhal (aquel que renunció al género para elegir la ciencia, reescribiendo la historia del mundo desde el Manhattan Project en adelante), cometería una injusticia, porque el asunto de los chicos americanos y judíos que idolatran y finalmente practican un género considerado 'menor' remite a The Amazing Adventures of Kavalier & Clay de Michael Chabon (otra influencia que Fresán conjura en los agradecimientos), cuando su novela toma una dirección por completo distinta. (Además, su contexto mismo lo altera todo: en USA es posible escribir una novela sobre autores de historietas y ganar un Pulitzer. En Hispanoamérica los custodios de la cultura creen que los géneros 'menores' no deben contaminar la literatura, y suelen castigar con la indiferencia a los que desconocen ese dictum. O sea: lo que Chabon hace de manera natural, Fresán lo hace a sabiendas de que practica una osadía.)

 

 

(Continuará.)



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A través del espejo (6)

Podría detenerme en cada uno de los ensayos de El arte de la distorsión, porque representan pasos sucesivos a través de la niebla, siempre en busca de la luz. Apología de las tortugas habla del “discreto momento de verdad”, (palabras de Nadine Gordimer) que sólo puede revelar un cuento. El tiro en el concierto: política y novela en Colombia reafirma el derecho de la narrativa a meterse con lo real, siempre y cuando el relato no pierda la ambiguedad que es esencial al género en su versión post-conradiana. La reseña en conflicto sostiene que, como lo demuestran Frank Kermode y escritores como John Updike, la crítica debería ser en sí misma “una pequeña obra de arte”; requiriendo del crítico algo parecido al altruísmo (un sentimiento cada vez menos frecuentado en el mundo, y en particular en el mundo de las letras) en tanto presupone la capacidad de concentrarse en una obra, y sobre todo en una persona, distinta de sí mismo.

         Quizás el texto más singular sea Diario de un diario. Para aquellos que como yo lo ignoran todo sobre Julio Ramón Ribeyro, el texto que refiere la lectura que Juan Gabriel Vásquez hizo del diario del narrador peruano puede ser leído también como un relato de ficción: una suerte de cuento borgiano, recreando la figura de un escritor tan misterioso como poco apreciado que fue víctima de una característica trágica, la de ser consecuentemente anacrónico durante toda su vida. “Comprendo ahora con mayor claridad –dice Ribeyro según Vásquez- que lo que le resta audiencia y repercusión a mi obra literaria es su carácter antiépico, cuando el grueso de los lectores de narrativa anhelan la epopeya”. Siento mucho, querido Ribeyro, que te hayas equivocado de tiempo: hoy en día los lectores huyen de la epopeya, porque les recuerda cuán pequeñas y miserables se han vuelto sus vidas. “Para un sudamericano –dice Ribeyro según Vásquez- es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”. Siento mucho, querido Ribeyro, que hayas ido a dar al mundo errado: hoy en día todo el mundo escribe novelas y nadie hace revoluciones.

         La frutilla del postre –y la medida de hasta qué punto Vásquez sabe lo que hace- es un texto llamado Hiroshima y la mentira atómica. ¿Por qué un escritor prestigioso elige, a modo de cierre de su primer libro de ensayos sobre narrativa, un texto sobre una investigación periodística: Hiroshima de John Hersey, publicada originalmente en la revista New Yorker? Vásquez se toma el trabajo de contar las (escasas) veces que Hersey recurre a adjetivos y adverbios que suelen hacer las delicias de los escritores de ficción. “Palabras duras, secas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto como un ladrillo… un libro distante y frío”, lo define.

         Y sin embargo, detenerse en Hiroshima de John Hersey es más que adecuado en un libro sobre narrativa porque ese texto, a pesar de no reunir ninguna de las características formales de la ficción, hace precisamente lo que la narrativa debería hacer (y que cada vez hace menos, cediéndole esta vocación a carreteras aledañas –como la no ficción): hablar de lo que nadie más habla, y describir lo que se considera indescriptible. Cuando Hersey menciona las siluetas que habrían quedado estampadas sobre las paredes luego del estallido (el pintor con la brocha en alto, el hombre azotando a su caballo), ¿no está haciendo suyas las estrategias de lo ficcional –aquello que Vásquez define, ya desde el título, como el arte de la distorsión?

         Al igual que las buenas novelas, El arte de la distorsión no impone respuestas. Hace lo esencial, que es determinar la importancia de las preguntas que plantea. En estos días he intentado aproximarme a mis propias razones. Leo (y escribo, en esto coincido con Roth: las razones no pueden sino ser las mismas) porque no conozco mejor manera de sintonizar con la música de nuestros universos (la ciencia, se habrán dado cuenta, es algo que tan sólo toco de oído); y para descubrir lo que hasta entonces no había sido dicho; y para intentar lo imposible, porque la literatura es muchas cosas (un deporte de contacto, entre ellas) pero ante todo es una utopía: el lugar en el cual, mediante la imaginación, puedo descubrir –y entender- la verdad. El sitio en que fantasía y verdad coexisten a la manera cuántica: un switch que está encendido y apagado al mismo tiempo.

         El físico David Deutsch (catedrático de Oxford y autor de The Fabric of Reality, libro que de algún modo moldea mi próxima novela, El rey de los espinos) es uno de los principales defensores de la teoría de los Universos Múltiples. La analogía que utiliza para explicarlos es la siguiente: que el Multiverso se parece a una biblioteca infinita llena de libros que comienzan todos igual, pero que divergen en sus caminos cada vez más con cada nueva página. (Algunos pueden incluso coincidir al final, al que han arribado por diferentes rutas.) O sea que Borges no estaba tan errado. Leyendo sobre física cuántica, a veces pierdo la noción y empiezo a creer que estoy leyendo teoría literaria…

         Perdón por haberlos fatigado estos días. Pero ante todo gracias a Juan Gabriel por el placer que me produjo su libro: porque me dio ganas de leer más y mejor, de escribir mejor, porque me impulsó a pensar. El arte de la distorsión es un libro-batería: leerlo implica recargarse.

         No se lo pierdan.



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15 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A través del espejo (5)

Ya desde el prólogo de El arte de la distorsión, Juan Gabriel Vásquez establece hasta que punto se toma en serio el juego de la literatura. (Que tanto se parece, según me gustaría haber dejado en claro, al juego en que el Universo mismo está embarcado.) Aun cuando los textos que componen el libro fueron publicados con anterioridad de manera independiente (algunos, como Las máscaras de Philip Roth, en versiones aquí remozadas), se engarzan con naturalidad, armando una unidad de sentidos que se impone al lector sin recurrir a la menor violencia -esto es, a la manera de un verdadero maestro.

         Los hijos del licenciado: para una ética del lector sostiene que la lectura de ficción es una práctica adictiva. (Del mismo modo, agregaría yo, en que la mayoría de nosotros somos adictos a la búsqueda de sentidos: "La sed de experiencia nos define como especie", afirma Vásquez en ese mismo ensayo.) Según dice, además de crear el género tal como lo conocemos, Cervantes es asimismo responsable de "una invención no menos atrevida: la del lector de esas novelas", aquel ser inconforme y rebelde del que ya habíamos hablado antes, cuya subversión esencial nace de la soledad en que lee, esa introspección sui generis que nos permite abrirnos a otras posibilidades del ser tal como nos son sugeridas por los relatos.

         En el ensayo titulado como el libro, Vásquez recurre a Cien años de soledad para plantear la necesidad de buscar un nuevo tipo de novela histórica. (Una que reclama "desfachatez" para desbaratar la Historia y "reconstruirla transformada", mediante el uso adecuado de la imaginación o bien, en términos estrictamente físicos, de la deformación especular.)

         En Ver en las tinieblas explica la forma en la que Joseph Conrad produjo el salto entre la novela clásica y la novela moderna. Nos consta desde hace siglos que el género puede construir relatos perfectos, que transmiten el placer de lo acabado; ese objeto "redondeado, bruñido, terminado... completo e inviolable" que Banville, citado por Vásquez, define en el prólogo mismo. Pero al mismo tiempo sabemos también que la existencia no se parece en nada a ese tipo de obras de arte. Si nuestras vidas se parecen a algo, es más bien a aquello que Conrad define en un pasaje de El corazón de las tinieblas: una neblina permanente (¡pura incertidumbre, el reino de lo cuántico!) que de tanto en tanto, si somos afortunados, resulta "atravesada por un resplandor, semejante a uno de esos halos vaporosos que en ocasiones hace visible la luz espectral de la luna". Así vivimos, y así son las novelas que mejor transmiten la experiencia de vivir: serpeando en medio de la bruma que no se disipa, en búsqueda permanente de un destello de luz.

         En Malentendidos alrededor de García Márquez, reniega de los torpes intentos de "cortar el árbol de Cien años de soledad", al tiempo que reivindica la operación que le permitió a García Márquez crear una obra imperecedera: las decisiones de esquivar la tradición más obvia (en este caso, la colombiana), de buscar los referentes adecuados (Faulkner, Hemingway, Camus), y finalmente de escribir la novela soñada sabiendo que será siempre, de manera inevitable, una reescritura crítica de las obras que nos han influenciado. "Cada nuevo libro de un novelista genuino es un intento por arrebatarle a otro libro su posición privilegiada", dice Vásquez, y remata con una frase brillante: "La literatura es un deporte de contacto".

         Uno tiene que modelarse siempre a imagen y semejanza de alguien, decía Isaac Davis (Woody Allen) en Manhattan. Y en ese caso -concuerdo con él- lo mejor es optar por alguien con estatura de dios.

 

(Continuará.)



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13 de octubre de 2009
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El Boomeran(g)
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