Skip to main content
Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Blogs de autor

Elecciones hasta en la sopa

¿Es tan sólo mi impresión, o nos están obligando a elegir de forma casi compulsiva? Abro los diarios españoles y los veo tomados por el asunto de las elecciones inminentes, apilando noticias, encuestas y columnas de opinión en estado de frenesí. Los diarios argentinos no les van a la zaga, dado que tenemos encima no uno, sino dos comicios fundamentales: los que decidirán quién será el nuevo alcalde de Buenos Aires y la identidad del próximo (o próxima) Presidente de la Nación. Pero el asunto no acaba ahí, los programas de TV nos llaman a votar todo el tiempo: ¿quién debe salir de la casa de Gran Hermano, qué pareja merece ser expulsada de Bailando por un sueño? La fanfarria es la misma, con módicas variantes: nos dicen que somos importantes, nos llaman a la responsabilidad, ¡nuestro voto puede marcar la diferencia! Sin embargo a veces, en presencia del menú, esto es cuando veo entre qué cosas debemos optar para alimentarnos, me pregunto si estamos eligiendo de verdad o si tan sólo nos estamos habituando a practicar una variante –eso sí, muy democrática- de la resignación.

Que nadie interprete que menosprecio el mecanismo democrático. He vivido tiempo suficiente bajo regímenes autocráticos como para tener claro lo que no quiero. Lo que me genera duda es esta sensación de que el abuso del recurso electivo (¡llame ya, venga a votar!) enmascara el hecho de que cada vez nuestras posibilidades de elegir son menores. Miren si no lo que les pasó esta semana a los demócratas de USA, que aun habiendo vencido en las elecciones no pudieron pasar por encima del veto de Bush y ahí, siguen, colaborando todavía con la Guerra de Nunca Acabar. Miren lo que le pasa a diario a la pobre gente que aquí en la Argentina no cuenta con la bendición del cable: su capacidad de elección se limita a la opción entre Gran hermano y Bailando. (Claro, siempre se puede apagar la TV, pero el ronroneo electrónico es útil para borrar las angustias del día, ¡y además entretiene a toda la familia al mismo tiempo!)

Me gustaría que me llamasen a votar para otras cosas. Creo que tengo derecho, por ejemplo, a hacer pesar mi deseo de que la ofensiva contra el Medio Oriente se acabe de una vez. A votar para que Jerusalén sea nombrada Capital Mundial de la Paz, patrimonio de la humanidad toda. A participar de una consulta formal pero vinculante, a favor de que todos los países sin excepción se sometan a estrictas medidas para la preservación del ambiente. A sumar mi modesto voto a una iniciativa que convierta a la cuestión del hambre en un asunto ya no nacional, sino mundial. Después de todo, estos son asuntos que me afectan directamente como parte del género humano. ¿Por qué debo dejar su resolución en manos de gente que sólo se diferencia en el color de su pasaporte?

Y ya que estamos, me gustaría poder elegir también en cuestiones más ligeras. Hacer que una vez al año las cosas se inviertan y volvamos a la escuela, para ser (re)educados por los niños. Votar para que introduzcan en los programas escolares la educación sensorial (Mayté Palas tuvo esta idea maravillosa, días atrás), que en efecto nos enseñe a sentir mejor: a paladear, a olfatear, a oír, a tocar. Que así como en algunos países todos son soldados y existe una situación de reserva permanente, nos convoquen a todos de tanto en tanto para pasar una temporada escuchando música, o leyendo los libros que nos quedaron pendientes, o simplemente jugando. Que haya vacaciones pagas aun para aquellos que no tienen trabajo. (No me digan que la desocupación no es algo que también hace merecido un descanso.) Que se establezca por ley un espacio diario dedicado a reír, gracias al cual se pueda interrumpir la labor para ver durante un rato a los Hermanos Marx, a Olmedo o a quien el consumidor quiera.

Si me diesen la oportunidad de hacer pesar mi voz sobre estas cuestiones, sentiría que estoy eligiendo de verdad.

Y a ustedes, ¿qué les gustaría poder elegir?

Leer más
profile avatar
25 de mayo de 2007
Blogs de autor

Una banana póstuma para Kong

Hace algunos días, cultivando el arte del zapping, me enganché otra vez con el King Kong de Peter Jackson. Vi desde que el dramaturgo y guionista Jack Driscoll (Adrien Brody) rescata a la rubia Ann Darrow (Naomi Watts) de las manos de Kong en plena Skull Island, hasta el final a toda orquesta en lo alto del Empire State. Ayer, reincidiendo en la costumbre del saltar entre canales, volví a dar con Kong. Esta vez desemboqué en un acto previo, y me quedé viendo la sensacional escena de Kong en batalla contra los dinosaurios. En ambas oportunidades disfruté como un niño, que es lo que era cuando vi la versión original de Schoesdack y Cooper por primera vez. Creo que en ocasión de su estreno, el tsunami publicitario y el nivel de las expectativas hicieron que este Kong le supiese a poco a la gente –cuando en verdad no lo era, sino más bien todo lo contrario: se trata de una de las películas más espectaculares de la historia del cine, y lo seguirá siendo, estoy seguro, durante muchos años más.

Es verdad que Jackson contaba con dos elementos en su favor por los que cualquier cineasta mataría: una historia maravillosa y el presupuesto más abultado del mundo. Pero a esta altura ya sabemos que una producción multimillonaria y el más desaforado blitz publicitario no garantizan nada: Spider Man 3 costó más cara y es una verdadera porquería que, como suele pasar últimamente, debuta batiendo records y se hunde enseguida, cuando la noticia de su deficiente calidad se torna vox populi.

Las grandes expectativas suelen jugar en contra. Recuerdo haber visto el Dracula de Coppola en la función de su estreno en Nueva York –mi ansiedad era casi intolerable, ¡uno de mis directores favoritos haciendo una de mis historias predilectas!-, y haber salido de la sala medio desinflado: no podía decir que la película era mala, pero tampoco había sido lo que yo esperaba. Con el correr de las semanas lo que yo esperaba dejó de importar y entonces la vi por segunda vez: fue un descubrimiento. En medio de uno de esos montajes paralelos que Coppola hace como nadie (los tres Padrinos organizan su climax sobre el mismo recurso), tuve que reprimirme para no levantarme en la sala y empezar a agitar los brazos dirigiendo una orquesta imaginaria; tal fue la excitación que el brío de Coppola me produjo.

Supongo que la cabeza hace las ligazones que hace por alguna razón. Leyendo la vieja crítica que Vincent Canby hizo de este Dracula en el New York Times, me encontré con una frase que bien podría aplicarse al Kong de Jackson: “Trasciende el camp para convertirse en un testimonio de las glorias de la narración cinematográfica”. En realidad también hay otras frases de Canby que se le aplicarían: “Exhibe el entusiasmo de un estudiante de cine precoz que adquirió mágicamente el dominio de su arte en el nivel de un maestro. Es sorprendente, entretenida y también es siempre un poco too much”. Me puse a hablar de Kong porque al disfrutar nuevamente de su visión sentí que en ocasión de su estreno le cobraron a Jackson su éxito previo con El señor de los anillos. Me pareció que mucha gente iba a ver la película esperando El séptimo sello, cuando no se trataba de una remake de Bergman sino de una película clase B que mezcla géneros y no pretende más que dejarnos con la boca abierta ante sus fuegos artificiales. A mí el King Kong de Jackson me gustó desde el comienzo, qué quieren que les diga. Me tuvo en vilo, me asombró, me hizo reír. Algunas secuencias –como la mencionada de Kong versus los dinosaurios- me parecen magistrales, no sólo por la excelencia de su animación sino por ese aliento propio de los filmes de género, que hace que cuando uno cree que ya nada peor puede ocurrir, ocurre –y que cuando ya no existe manera de salvar al héroe, una salvación se materialice por la intervención del ingenio.

Los mejores momentos de Kong ocurren cuando Jackson narra con el entusiasmo de un aprendiz de brujo. Cada vez que la veo me digo que es posible que el cine haya sido inventado para otras cosas, pero que muy pocas de ellas le sientan tan bien como este tipo de aventuras deslumbrantes.

Leer más
profile avatar
24 de mayo de 2007
Blogs de autor

Aprendizaje (III)

He pasado estos días tratando de entender qué cosas de verdadero valor aprendí en la vida. De mi padre, tal como ya dije, aprendí la alegría del hacer. De mi madre aprendí el disfrute del arte: la literatura, el cine, la música. (Art wins in the end!) De mi abuelo aprendí a llorar y a reír al mismo tiempo. (Cuando algo me emociona profundamente me ocurren las dos cosas en simultáneo.) De mi abuela, de mi madrina y de mis tías gordas aprendí el amor incondicional. Algo que no tuve más remedio que practicar cuando vinieron al mundo mis hermanos: sin que ellos lo supiesen, me enseñaron que los más pequeños necesitan afecto y cuidados constantes –parte de nuestra función es preservar a los más débiles, hasta que ellos mismos estén en condiciones de cuidar a otros.

A mis maestras les debo algunas cosas que quizás parezcan menores –los números, el descubrimiento de Cortázar, aquel viejo libro de mitos griegos- y una fundamental: el entusiasmo que produce transmitir, cuando le pasamos a otro la antorcha de algo bello. De mis amigos y amigas aprendí el goce de compartir, y también la fidelidad. De los narradores aprendí casi todo lo otro de que puedo dar cuenta. Pero aprendí además cosas negativas, por cierto. De algún modo aprendí a ser egoísta. Algunas circunstancias y ciertas personas deben haber servido a mi aprendizaje de la violencia, de la intolerancia; de cualquier modo me parece justo no endilgarle a nadie que no sea yo mismo el copyright de mis defectos. También aprendí a ser inseguro y a lastimar. (El hecho de que exista gente que agrede porque sí, tan sólo porque necesita exteriorizar su propia inseguridad, me resulta devastador; tal vez por lo que supone como espejo.) Aprendí a sentir envidia, a ser ansioso, a ahogarme en un vaso de agua. Por eso el proceso funciona en sentido doble: tan importante como aprender es saber desaprender.

Me gustaría desaprender mi individualismo. Me gustaría desaprender mi dificultad para reírme de mí mismo y mi tendencia a tomármelo todo a la tremenda. Me gustaría desaprender mi impaciencia y mi miedo a la muerte.

A pesar de que la historia de la humanidad sugiere lo contrario, o cuanto menos el beneficio de la duda, yo creo que además de los conocimientos obvios y funcionales podemos aprender cosas de otro valor, quizás más profundo. Diría más: creo que necesitamos aprender otras cosas, a riesgo de seguir pasando por este escenario de la misma manera agitada y agresiva que viene constituyendo la norma. El problema es que esta área está más bien carente de maestros: no existen cátedras que nos enseñen a vivir mejor. En todo caso, la ventaja de esta circunstancia (alguien debe haberme enseñado a ser optimista, eso está claro) es que nos obliga a ser creativos. Todo lo fundamental que debemos aprender está allí en alguna parte, existe ya. Encarnado por ciertas personas, encerrado dentro de ciertos libros, implícito en las leyes que gobiernan nuestro universo físico y químico. Quiero creer que podré leer esta entrelínea del texto de la vida, porque aspiro a comunicársela a mis hijas de alguna manera; me gustaría que fuesen más sabias que yo, lo cual equivale a decir más felices.

Lo bueno de la condición humana es que nos permite aprender algo nuevo cada día. El domingo, gracias al artículo de Vargas Llosa en El País, descubrí que existe una poeta llamada Blanca Varela y me dije: cualquiera que sea capaz de escribir un verso como ese que dice donde todo termina abre las alas, seguramente tiene algo que enseñarme.

Aprendemos. Duramente, y con lentitud que abochornaría a un caracol, pero aprendemos.

Leer más
profile avatar
23 de mayo de 2007
Blogs de autor

Aprendizaje (II)

Hace unos días vi The History Boys, la película de Nicholas Hytner basada en la obra homónima de Alan Bennett. Su anécdota es simple, y a la vez engañosa: un grupo de estudiantes se gana la oportunidad de ingresar en las más prestigiosas universidades británicas, y en su preparación para el examen decisivo oscila entre apegarse a los conceptos creativos y por ende caprichosos del viejo profesor Héctor, o al approach utilitario –y por eso deshonesto, de ser necesario- del joven profesor Irwin. Digo que la anécdota es engañosa porque al describirla suena a película de Hollywood, articulando falsos enfrentamientos entre buenos y malos con catarsis garantizada sobre el final. Y The History Boys borra las líneas arbitrarias entre presuntos buenos y presuntos malos y al final nos abandona, sin habernos vendido nada más allá de la certeza de que necesitamos respuestas que exceden la duración de su metraje. En todo caso, lo que el film hace es convertirnos en un alumno más, sometiéndonos a la tormenta de ideas que tanto Héctor como Irwin desencadenan con sus rayos. Lo que saquemos del chubasco, si es que sacamos algo, será pura y exclusivamente resultado de nuestro mérito.

El joven profesor Irwin no es un villano. El desafío que plantea a sus estudiantes sería provechoso –negar los preconceptos para considerar el otro lado de las cosas, aunque esto signifique preguntarse si Joseph Stalin no habrá tenido algún rasgo positivo-, de no ser porque los motivos que lo animan son espurios: no está alentando a sus estudiantes a abrir sus mentes, a aumentar su capacidad de asimilar contradicciones, sino a fingir una originalidad que no tienen, con el único objetivo de impresionar a los miembros de la mesa examinadora. Parecer, en vez de ser. Obtener un fin sin considerar los medios. Para ponerlo en los términos de ayer: se trata de inscribirse en la carrera para obtener la mayor utilidad posible, a cualquier precio.

Lo que el viejo Héctor pretende de sus alumnos es bastante más radical: nada. Los deja hacer, da vía libre a su exuberancia natural, suscribe cada uno de sus impulsos románticos –y también algunos bastante prosaicos, dicho sea de paso- con los versos de algún poeta inolvidable, el estribillo de una canción o apelando a los diálogos de una película. Es verdad que Héctor tiene razones non sanctas por las que ansía el afecto de los jóvenes, pero su locura, diría Shakespeare, no está exenta de método. ¿Cuántos conocimientos sobrevivirán la prueba del olvido una vez que esos alumnos salgan al mundo? ¿Cuántas cosas concretas recordamos nosotros, de las miles que nos obligaron a memorizar durante el tránsito escolar? Más allá del saber puramente funcional –el uso del lenguaje y la aplicación cotidiana de las matemáticas, algunos conceptos de cultura general-, creo que lo más trascendente de nuestra experiencia de aprendizaje no queda cuantificado en boletín o planilla alguna. Lo que nos llevamos puesto, en todo caso, es lo que aprendimos sobre la convivencia con el otro, sobre nuestra capacidad de controlar nuestros propios impulsos, sobre los valores que priman en nuestro universo social. Héctor se contenta con hacer felices a sus alumnos, y con sembrar en sus corazones versos que quizás no entiendan del todo, en la esperanza de que con el tiempo, cuando la vida los enfrente a esas situaciones que, ay, nos resultan inescapables, aquellas frases de Yeats o de Breve encuentro salgan a flote, disipando con su luz la niebla de la angustia, o del simple temor que entraña ser humanos cuando nos creemos solos, únicos en nuestra desgracia.

Art wins in the end, dice uno de los alumnos. Al final gana el arte. Yo comparto la idea. En este mundo que nos conmina a ganar o ganar aunque la experiencia lo desmienta a cada paso, no hay nada como el arte para enseñarnos a lidiar con las pérdidas sin perder lo más importante: el estado de gracia.

Leer más
profile avatar
22 de mayo de 2007
Blogs de autor

Aprendizaje (I)

Ya sé que la totalidad de nuestra cultura reposa sobre la asunción de que es posible, pero aun así me lo pregunto: ¿podemos aprender algo en realidad?

Nuestra especie es capaz de comprender y de hacer propios una serie de comportamientos que garantizan su supervivencia, y también desarrolló códigos que le permitieron vincularse con la realidad de distintas maneras: reinventándola, como lo hace el lenguaje, e interpretándola, como hacen las matemáticas, la física, la química –y hasta, por qué no, la filosofía. Así munidos, no sólo prosperamos en el mundo, sino que también formulamos hipótesis sobre lo que el mundo es en realidad, y lo que podría ser. Esta capacidad de desdoblarnos –no sólo hacemos, sino que sabemos que hacemos, y además sabemos lo que podríamos hacer- parece propia de nuestra especie, y en su excepcionalidad sugiere un universo de posibilidades: estamos más cerca de creer que nuestra capacidad de aprender es infinita, que de la noción contraria. Y sin embargo…

El viaje desde la niebla original hasta la claridad de los conceptos no ha sido una proeza menor. Pero en los últimos años no logro desprenderme de la sensación de que nos hemos estancado. La especie dio un salto exponencial, después de lo cual parece haberse quedado en el sitio exacto en que cayó, centímetros más o menos. Hemos avanzado mucho en todas aquellas áreas que resultan fáciles de medir –en las ciencias exactas, en las comunicaciones, en las formulaciones de lo social: una simple operación matemática indicaría que hoy existen muchos más países formalmente democráticos que, por ejemplo, hace un siglo atrás-, pero en todos aquellos aspectos de la vida que escapan del dominio de las cuantificaciones, nuestro desarrollo se parece bastante a cero. No es inusual que, empujados a la cavilación por circunstancias límites, nos resulte más fácil relacionarnos con hombres, autores o personajes de lo que consideramos la Antigüedad –de Sófocles a Shakespeare, por decirlo de algún modo-, que con referentes contemporáneos. Quiero decir: me resulta más natural encontrar comentarios a los planteos que me hago a diario en los textos de gente que murió hace siglos, que en las páginas (¡y en los hechos!) de mis coetáneos. A veces creo que aquella noción del ocio creador, o filosófico, se ha vuelto tan letra muerta como el latín, desplazada por un imperativo diabólico: el de la utilidad posible. ¿Para qué perder tiempo cuestionándome, o contemplando, cuando podría estar dedicando ese mismo tiempo a aumentar mis riquezas, a comprar compulsivamente, a alimentar mi sensación de poder personal?

Más allá de los números y de las letras, más allá del rosario de convenciones sociales, más allá del saber concreto que nos garantiza el sueldo mensual: ¿qué hemos aprendido de las personas que nos han formado, qué aprendimos de las experiencias que nos tocaron en suerte? Yo aprendí de mi padre la alegría del hacer; esto es, la importancia de hacer algo que nos proporcione alegría. Por supuesto, esta exaltación no puede sino ser diferente en cada persona. Para mi padre pasaba por su trabajo como dentista, por su desempeño como vicedirector de un hospital: ese desafío cotidiano lo encendía, transformándolo. En mi caso pasa por esto que hago, escribir, imaginar, o sea poner coto a la compulsión de obtener la utilidad posible para pensar que quizás haya otra forma de ser, de estar en este mundo. Por supuesto que mi padre me enseñó otras cosas, y además hizo posible que los profesionales del gremio –maestros, profesores- me inculcasen otras tantas. Pero una vez barrida la hojarasca de los conocimientos formales, creo que sería importante que me respondiese qué otras cosas me enseñaron. Porque si lo tuviese claro sabría a ciencia cierta por qué soy como soy, y me asomaría además a algo que me urge entender: por qué todavía no he llegado a ser aquel que podría ser, de haber recibido las lecciones que no me dieron, de haber atendido a las lecciones que no supe oír.

Más sobre este asunto mañana.

Leer más
profile avatar
21 de mayo de 2007
Blogs de autor

Grand Jacques

En las últimas semanas me he puesto un tanto francófilo, por razones que –a Dios gracias- nada tienen que ver con monsieur Sarkozy. Las fichas fueron apilándose por azar. Empecé robándole a Piñeyro unas cuantas películas de Jean-Pierre Melville, en la esperanza de que me proporcionasen referencia para un guión que debía escribir. Después fui a ver al cine la biografía de la Piaf, que aquí bautizaron La vie en rose aunque habría sido más apropiado que la retitulasen La vie en noir: qué cantante más increíble y qué vida más triste. Pero el verdadero culpable de mi actual francofilia es, sin duda alguna, Jacques Brel. Me compré un CD de viejos éxitos porque quería tener la versión original de Ne me quitte pas, y desde entonces no puedo oír otra cosa.

Si Brel fuese tan sólo su celebrada Ne me quitte pas sería suficiente. Se trata de una de las más bellas canciones de amor jamás escritas. Una melodía inolvidable y un poema que alude, a la vez, a las emociones más arrebatadas (“Yo te inventaré / Palabras imposibles / Que tú comprenderás”) y a los dolores más hondos que puede entrañar un mismo amor. Buceando en un blog que comentaba sus canciones, descubrí que alguien quería desmarcarse de Ne me quitte pas por considerar que pintaba al amor como un sentimiento de sumisión, y por ende de anulación personal. Al menos en mi experiencia, cuanto más sublime es el amor, más deseo tenemos de olvidarnos de nosotros mismos para convertirnos en un apéndice de la persona amada, en la sombra de tu sombra / la sombra de tu mano / la sombra de tu perro. A fin de cuentas, la canción se llama No me abandones. Cuando uno se ve arrastrado por pasiones semejantes, cuando uno se descubre dispuesto a condenarse por el oro de una palabra de amor –como canta en La Quete, su versión de una de las canciones de El hombre de La Mancha-, la pérdida de la persona amada entraña peligro de muerte para la identidad propia… nos guste o no.

Pero Brel es mucho más que su canción más famosa. Para empezar es una voz: de una convicción inigualable, histriónica, de esas gargantas brillantes que resuenan como bronces aun cuando la orquesta se queda muda. Es, además, un perfecto cultor de ese género de canciones que sólo a los franceses les salen bien: las más románticas, las más tristes y las más alegres al mismo tiempo. (En estos días tengo pegada Les bourgeois, por ejemplo: me mata la mezcla de la melodía que suena a canción de borrachos con la letra de fina ironía, de elegancia impiadosa.) Pero por sobre todo es un poeta increíble. Hace mucho que no encontraba canciones con versos semejantes –en ningún idioma.

Mi pobre comprensión de la lengua me impide torturarlos aquí con una pésima traducción. Pero créanme cuando les digo que mi brelmanía es fundada. Retomaría mis estudios del francés tan sólo para entender mejor sus poemas. Y como prueba final me lanzaría a cantar, ¡tratando de no enredarme!, el endemoniado Valse a Mille Temps.

Y eso que sólo conozco las canciones del CD recopilatorio. O sea que me quedan muchísimas canciones de Brel por descubrir: a eso le llamo yo una perspectiva de felicidad segura.

Leer más
profile avatar
18 de mayo de 2007
Blogs de autor

Me narro, luego existo

Harold Bloom dice que los personajes de Shakespeare cambian cuando se oyen a sí mismos hablar: como si la formulación oral, este relato que los personajes hacen de sus circunstancias, fuese el comienzo del pasaje al acto, a la concreción de lo que hasta entonces sólo había sido cavilación –a la transformación de lo real.

Me acordé del asunto leyendo el nuevo libro de María Fasce, A nadie le gusta la soledad. (Cualquiera que titula un libro con una frase de Murakami tiene ya medio ganada la batalla por mi estima.) Los cuentos son muy diferentes entre sí, los protagonistas pueden ser hombres o mujeres, pero todos comparten esa intuición que me mandó de regreso a casa Bloom: la de que necesitamos contarnos a nosotros mismos, narrarnos, para empezar a creer que lo que nos está ocurriendo es verdadero.

" 'Mamá va a lavarse la cabeza' siguió Lucía sin mirar los osos cubiertos de espuma. Desde que Felipe había nacido, mucho antes de que pareciera entenderla, se había convertido en una relatora de sí misma. 'Ahora mamá se seca' ", dice la narradora de El gato. En esa madre que traduce sus acciones para beneficio del niño se resume uno de los impulsos más propios de la especie: el de contarnos para entendernos, y para que nos entiendan. Siempre pienso que la definición homo sapiens sapiens es más bien equívoca, porque no somos la única especie que razona y porque tampoco hacemos lo que se dice un gran uso de los silogismos que, según se presume, nos distinguen tanto; basta con mirar el estado del mundo para advertirlo. Yo prefiero pensar que somos homo narrandis o algo así, porque recién descubrimos que había algo valioso, digno y hasta encomiable en nosotros –las cavernas están llenas de pinturas sobre nuestras proezas iniciales- cuando empezamos a narrarnos.

Leer a Fasce es una experiencia placentera. Sus personajes siempre están en tránsito, lo cual es una forma de decir que nunca están del todo en ninguna parte: entre Argentina y Europa, entre una estación y otra –como el personaje del cortazariano El tren-, entre la deriva del navegante solitario y las demandas del amor y de la sangre. Gente más o menos común, que al escucharse contar su propia circunstancia –al convertirse en relatores de sí mismos, como la mamá de Felipe- empieza a sospechar que puede haber algo de extraordinario, y de irrepetible, en su por lo demás simple existencia.

La contratapa del libro asevera que, según Le Monde, la pluma de Fasce es “elegante y ligera”. Yo estoy por completo de acuerdo. Imagino que María debe haber dado un salto al leer esos adjetivos –le habrán parecido soñados-, y que un instante después, dado que comparte el humor seco y autodeprecatorio de sus personajes, debe haber comenzado a dudar de su propia existencia.

Leer más
profile avatar
17 de mayo de 2007
Blogs de autor

Cuando sea grande quiero…

Yo siempre supe que quería contar historias. No recuerdo tiempo alguno de mi vida en que haya deseado otra cosa con mayor fervor: nada me gustaba más que las historias –ya fuesen en formato de cuentito, de historieta, de programa de TV, de libro o de película- y nada me entusiasmaba más que la perspectiva de contarlas yo también. Pero por supuesto, hubo momentos en que consideré la perspectiva de carreras más convencionales. (Decir tradicionales sería un error: ¡la narrativa es un quehacer infinitamente más tradicional que la carrera de leyes!)

Durante algún tiempo pensé en ser médico. No es que me interesasen en particular la biología o la anatomía. (De hecho, sigo estando en problemas para ubicar determinados órganos. ¿Dónde era que estaba mi bazo?) Lo que me atraía, más bien, era la posibilidad de ayudar a la gente. Curar a alguien, salvarle la vida: a ese milagro apuntaba. Pero con el tiempo, mi falta de afinidad con los requisitos de la carrera –léase química, por ejemplo- terminó por hacerme desistir.

En otra época quise ser arquitecto. Me gustaba dibujar, y además para ser arquitecto no había que estudiar tantos números y tanta física como los ingenieros. Pero en realidad nunca fue algo del todo serio, se trataba de esos casos en que uno conoce a un arquitecto amigo de sus padres y el tipo le resulta tan culto y tan elegante que uno sucumbe a la tentación de la simbiosis. Este sueño no me duró mucho.

Más tarde quise ser, sí, oceanógrafo. Amaba a los delfines en particular (por culpa de Flipper, como todos) y al mar en general. Cuando averigüé, descubrí que acá en la Argentina había que recibirse de biólogo y punto. Si mal no recuerdo, la carrera como tal no existía. A lo sumo habría algún posgrado. (Este es uno de los tantos absurdos que entraña crecer en la Argentina: tenemos miles y miles de kilómetros de costa marítima y vivimos casi como si no existiese. ¡Si hasta Buenos Aires es una ciudad construida de espaldas al río!) Terminé desistiendo. En realidad lo que yo buscaba era una excusa para pasarme la vida en el mar, y estudiar cinco años en dique seco no sonaba a negocio. En fin, este sueño lo conservo. En el área de las aspiraciones materiales, sigo deseando comprarme algún día una casita junto al mar y un velero que amarrar al muelle. Mientras tanto me consuelo con mis excursiones de buceo.

Cuando terminé la secundaria, mis padres me rogaron que en vez de dedicarme de lleno a escribir, estudiase algo que me permitiese ganarme la vida. Supuse que el periodismo no estaba demasiado lejos de lo que yo buscaba: después de todo, era tan sólo otra manera de contar historias. Durante algunos años viví en crisis. Hasta entonces le había dado la espalda al mundo real, con el mundo de la imaginación tenía más que suficiente para ser feliz. (Y además, convengamos, la Argentina de los ’70 constituía de esas realidades de las que mejor escapar.) Con el tiempo terminé reconciliando ambas dimensiones: el mundo real me resulta apasionante, y la imaginación me resulta el mejor de los recursos para investigarlo, recrearlo, tratar de entenderlo –y de modificarlo.

Desde que me dediqué de lleno a mi vocación he sido un hombre feliz. En el transcurso de estos últimos diez años he sido muchas cosas: niño con poderes, bandolero, gigante, sicario en Medellín, Harry Houdini, detective. En estos días, sin ir más lejos, estoy siendo otras tantas cosas: soldado en el Sahara español, guerrero medieval, pirata en los Mares de Oriente, cowboy del futuro –y otra vez niño, por supuesto. ¿Por qué querría ser otra cosa cuando sea grande, si ya soy algo que me permite cumplir todos y cada uno de mis sueños?

Ya lo he dicho otras veces: la mía es la mejor profesión del mundo.

Leer más
profile avatar
16 de mayo de 2007
Blogs de autor

Soy leyenda

Hablando de historias familiares… (Cuando uno enciende el motor, no hay quien lo pare.) Una de las leyendas de mi familia es la de los diez meses de mi concepción. Según cuentan, mi madre tenía fecha de parto para diciembre de 1961. Pasó la Navidad, y nada. Llegó el Año Nuevo, y nada. Como me correspondía el rol de primer hijo y de primer nieto y de primer sobrino, la ansiedad familiar se multiplicaba. Buenos Aires en enero es un horno: vaya calvario el de mi madre, ¡embarazada de nueve meses y fracción! Para colmo los chequeos confirmaban que la criatura seguía tan campante en su océano privado, sin deseo evidente de pisar la playa. Pero a fines de enero hasta los médicos se pusieron nerviosos. Quizás porque habían hecho mal el cálculo de las fechas, como piensa mi padre. (Un posible error del que, en todo caso, ya no existen pruebas materiales. Lo cual abona el territorio de la leyenda.) O quizás porque se asomaban a lo inefable, al hecho para el cual carecían de explicación. Lo único cierto es que, al llegar las últimas horas de enero, decidieron sacarme por la fuerza. Maldita cesárea. Durante algunos meses lloré tanto, que mi madre se rindió: se limitaba a llorar conmigo noche tras noche. Años después, mis hermanos nacerían de parto natural.

              A nadie de mi familia le extrañó ya que yo fuese un desubicado a perpetuidad. Aprendí a leer demasiado rápido y a andar en bicicleta demasiado tarde. Fui padre sin haber dejado de ser niño. Empecé a hacer deporte cuando todos abandonan. Los guionistas me consideran un escritor, los escritores me consideran un periodista, y los periodistas… Ugh. A esta altura, todavía no aprendí a hacer globos con el chicle. Ya tendré tiempo en el geriátrico. Lo único que espero es que cuando llegue el momento el globo no se me escape, llevándose mi dentadura a un vuelo transpolar.

            En su momento me causó mucha gracia un sketch del viejo programa televisivo de Tato Bores, en que una mujer –la actriz Gabriela Acher- toleraba a duras penas un embarazo que llevaba años de gestación. Trataba de convencer a la criatura por todos los medios, pero no había caso: cuanto más aprendía el niño del mundo exterior, menos quería salir. Durante mucho tiempo me pregunté si mis razones habrían sido similares, si la perspectiva del mundo frío y cruel que me reclamaba habría jugado su parte en mi resistencia al desalojo. Para recordar lo que pensaba entonces debería someterme a hipnosis. En todo caso, hoy me siento muy contento de haber nacido. Aunque más no sea porque nacer es la condición sine qua non para la existencia de las historias, que constituyen la sal de mi vida. Por algo Dickens eligió esas palabras para titular el capítulo inicial de David Copperfield: “Yo nazco”, así en presente. Aunque no figuren impresas en los libros, esas palabras y sus módicas variantes (yo, él, nosotros) constituyen el principio tácito de todas las narraciones.

            Y ya que estamos en el tema, ¿qué quieren ser ustedes cuando sean grandes?

Leer más
profile avatar
14 de mayo de 2007
Blogs de autor

Un ramillete de historias en flor

¿A qué género pertenecen sus historias familiares? Imagino que, de verse obligados a escribirlas, tendrían entre manos un ramillete de opciones –lo que los franceses saben llamar bouquet. En casi toda familia hay alguna historia trágica, o al menos muy triste. (Pienso en mi padre abandonado por su padre. En mi madre muerta joven, de un cáncer de pulmón que funcionó como las consunciones de antaño.) En todas, también, hay pasos de comedia o personajes bufonescos. (La prima de mi madre, que en todas las reuniones repite las mismas anécdotas: “¿Te acordás, Marce, cuando la tía Gorda se ponía esos vestidos con corbata y ustedes la usaban como servilleta?” O mi abuela paterna, a quien se le torcía siempre la peluca como a Tootsie cuando se acuesta con Jessica Lange.) En todas las familias hay algún misterio. (El padre de mi padre. ¿La vida privada de mi tío, el del Opus Dei?) En todas hay furibundas historias de amor y también momentos de desesperación sorda, como en una obra de Edward Albee. Y vueltas de tuerca, y golpes de efecto, y reveses de fortuna dignas de novela dickensiana. E instantes épicos, por cierto. Los que vivimos en países que han sufrido hecatombes una y otra vez sabemos que la Historia, en su versión con mayúsculas, suele jugar con nuestra minúscula historia como Dios a los dados. En la Argentina no hay muchas familias cuyos relatos no estén cruzados por desaparecidos, quiebras económicas y otras variantes de la violencia urbana.

Ojalá todo el mundo escribiese la historia de los suyos. No sería una cuestión de talento, sino un ejercicio de la crónica. Facilitaríamos mucho la tarea de historiadores, sociólogos y demás científicos. Durante el proceso de escritura, nos veríamos obligados a salir de nosotros mismos y ponernos en el lugar del otro (esto es lo que ocurre, aunque más no sea de modo inconsciente, cuando se convierte al otro en personaje propio), y eso ayudaría a que lo viésemos bajo una luz nueva, siempre más tolerante. Y al hacer circular los textos se haría evidente que cada familia es un mundo, y que todos nos parecemos bastante más allá de diferencias circunstanciales –lo cual también contribuiría, y mucho, al entendimiento y a la concordia.

No existe máquina narrativa más rica ni más poderosa que la familia. Sin ella no habría melodrama, ni romance, ni comedia, ni misterio, ni drama. Y conste que cuando hablo de familia no me refiero tan sólo a los lazos de sangre. Como buen fan de Dickens, soy de los que creen en las familias del corazón. Porque a veces nos tocan familias de esas que mejor olvidar, pero aun así nos las arreglamos para encontrar sucedáneos, reemplazando padres, abuelos y hermanos por versiones putativas que se vuelven tan fuertes, o incluso más, que las refrendadas por la sangre. 

Como dice la canción: no podemos vivir con ellas, y tampoco sin ellas.

Leer más
profile avatar
11 de mayo de 2007
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.