Marcelo Figueras
Yo siempre supe que quería contar historias. No recuerdo tiempo alguno de mi vida en que haya deseado otra cosa con mayor fervor: nada me gustaba más que las historias –ya fuesen en formato de cuentito, de historieta, de programa de TV, de libro o de película- y nada me entusiasmaba más que la perspectiva de contarlas yo también. Pero por supuesto, hubo momentos en que consideré la perspectiva de carreras más convencionales. (Decir tradicionales sería un error: ¡la narrativa es un quehacer infinitamente más tradicional que la carrera de leyes!)
Durante algún tiempo pensé en ser médico. No es que me interesasen en particular la biología o la anatomía. (De hecho, sigo estando en problemas para ubicar determinados órganos. ¿Dónde era que estaba mi bazo?) Lo que me atraía, más bien, era la posibilidad de ayudar a la gente. Curar a alguien, salvarle la vida: a ese milagro apuntaba. Pero con el tiempo, mi falta de afinidad con los requisitos de la carrera –léase química, por ejemplo- terminó por hacerme desistir.
En otra época quise ser arquitecto. Me gustaba dibujar, y además para ser arquitecto no había que estudiar tantos números y tanta física como los ingenieros. Pero en realidad nunca fue algo del todo serio, se trataba de esos casos en que uno conoce a un arquitecto amigo de sus padres y el tipo le resulta tan culto y tan elegante que uno sucumbe a la tentación de la simbiosis. Este sueño no me duró mucho.
Más tarde quise ser, sí, oceanógrafo. Amaba a los delfines en particular (por culpa de Flipper, como todos) y al mar en general. Cuando averigüé, descubrí que acá en la Argentina había que recibirse de biólogo y punto. Si mal no recuerdo, la carrera como tal no existía. A lo sumo habría algún posgrado. (Este es uno de los tantos absurdos que entraña crecer en la Argentina: tenemos miles y miles de kilómetros de costa marítima y vivimos casi como si no existiese. ¡Si hasta Buenos Aires es una ciudad construida de espaldas al río!) Terminé desistiendo. En realidad lo que yo buscaba era una excusa para pasarme la vida en el mar, y estudiar cinco años en dique seco no sonaba a negocio. En fin, este sueño lo conservo. En el área de las aspiraciones materiales, sigo deseando comprarme algún día una casita junto al mar y un velero que amarrar al muelle. Mientras tanto me consuelo con mis excursiones de buceo.
Cuando terminé la secundaria, mis padres me rogaron que en vez de dedicarme de lleno a escribir, estudiase algo que me permitiese ganarme la vida. Supuse que el periodismo no estaba demasiado lejos de lo que yo buscaba: después de todo, era tan sólo otra manera de contar historias. Durante algunos años viví en crisis. Hasta entonces le había dado la espalda al mundo real, con el mundo de la imaginación tenía más que suficiente para ser feliz. (Y además, convengamos, la Argentina de los ’70 constituía de esas realidades de las que mejor escapar.) Con el tiempo terminé reconciliando ambas dimensiones: el mundo real me resulta apasionante, y la imaginación me resulta el mejor de los recursos para investigarlo, recrearlo, tratar de entenderlo –y de modificarlo.
Desde que me dediqué de lleno a mi vocación he sido un hombre feliz. En el transcurso de estos últimos diez años he sido muchas cosas: niño con poderes, bandolero, gigante, sicario en Medellín, Harry Houdini, detective. En estos días, sin ir más lejos, estoy siendo otras tantas cosas: soldado en el Sahara español, guerrero medieval, pirata en los Mares de Oriente, cowboy del futuro –y otra vez niño, por supuesto. ¿Por qué querría ser otra cosa cuando sea grande, si ya soy algo que me permite cumplir todos y cada uno de mis sueños?
Ya lo he dicho otras veces: la mía es la mejor profesión del mundo.