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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Sin huesos no habría historias

Hablando de buenas noticias… Ayer me enteré de que Michael Ondaatje lanzó una nueva novela, llamada Divisadero. Ondaatje es uno de mis favoritos desde que leí The English Patient y desde allí salté al resto de su obra narrativa. In the Skin of a Lion es una especie de prequel involuntaria de El paciente inglés, donde aparecen los personajes de Caravaggio (o sea Willem Dafoe, en el filme) y también el padre de Hana, la enfermera que en la película interpretaba Juliette Binoche. Su libro de memorias Running in the Family también es una delicia. Nacido en la isla de Sri Lanka, de familia en parte ceilandesa y en parte holandesa, Ondaatje creció en Canadá, donde desarrolló su carrera literaria. En esencia poeta, lo que me gusta de Ondaatje es su capacidad de construir una historia compleja mediante un uso del lenguaje que es evocativo, pura sugestión. A diferencia de la mayoría de los narradores contemporáneos, que emplean el lenguaje como si estuviesen convencidos de que la palabra es la cosa que describen, Ondaatje escribe con consciencia de que el lenguaje es apenas the bright bone of a dream, el hueso brillante de un sueño, ese mismo sueño que nosotros, lectores, completamos al colgarle la carne de nuestra imaginación.

Su novela anterior, Anil’s Ghost, me decepcionó. Pero debo admitir que mis expectativas eran desmesuradas: uno de mis escritores favoritos se metía con una de mis obsesiones, su protagonista era una antropóloga forense que lidiaba con las consecuencias de la dictadura en Sri Lanka. Si hasta aparecía una persona real, con la que he intercambiado mails más de una vez, convertida en personaje de ficción: Clyde Snow, el americano que entrenó aquí en Buenos Aires a los jóvenes con quienes co-fundaría en los 80 el Equipo Argentino de Antropología Forense. No sería la primera vez que me pierdo algo grande, por ver o leer a través de las anteojeras de mi propio deseo proyectado en la obra ajena. Lo menos que le debo es el beneficio de una segunda lectura. En todo caso, según se desprende de la crítica de Janet Maslin, Divisadero es un regreso de Ondaatje al estilo “deliberadamente elíptico” que tan bien cultiva. Maslin cita un pasaje en que una de las protagonistas, con la lectura de Los tres mosqueteros recién iniciada, siente que se ha perdido algo y se pregunta si debe releer. A lo que Lucien Segura, su compañero de lectura, responde: “No, simplemente sigue adelante… No saber algo esencial hace que uno se involucre más”. Tal como Maslin lo destaca, Ondaatje procede de la misma manera: no nos da la acción sino sus astillas, y esa reticencia nos lanza al corazón de la historia con mayor energía que la descripción ‘objetiva’.

Tengo muchas ganas de leer Divisadero. Los pocos párrafos que encontré en la red, cortesía de Random House, me produjeron lo mismo que sus mejores páginas: me impusieron su ritmo, me hamacaron en su cadencia y me transportaron a un mundo nuevo: donde hasta el hecho más insignificante resuena de forma que evoca a otros (nuestros actos y sensaciones concebidos como versos de un poema mayor, a ser descubierto en la vida –una vida que equivale a la escritura), donde cada personaje se mueve como el hueso del sueño de mi existencia.

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12 de junio de 2007
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El más glorioso de los fracasos

Un comentario de Antonio Larrosa me hizo pensar en el destino de los escritores. Inspirado por las palabras de Marechal, y por el sueño común de escribir que alentamos desde niños, el autoproclamado "peor escritor del mundo" recordaba la escritura de su primer texto de ficción a la edad de siete años. Me acordé entonces de algo que había leído días atrás, en la versión local de la revista Rolling Stone. Allí Rodolfo Fogwill, el autor de Los pichiciegos, Vivir afuera y Restos diurnos, le dijo al periodista Agustín Valle: “Ser escritor ya es fracasar”. Fogwill se refería, creo yo, a cierto lugar del alma que quizás sea el mejor para acometer la tarea. En ese tramo del reportaje, Fogwill se refería a ciertos “grandes escritores que en la cancha pueden ser virulentos peleadores y después en la literatura tienen miedo. ¿Pero de qué? ¿De fracasar? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar? ¿Cuál sería el éxito de un escritor? ¿Ganar el premio nacional, 1.500 mangos por mes? ¿La jubilación de un sargento?”

Yo creo estar de acuerdo (y digo “creo” para cubrirme, porque Fogwill también es un gran peleador y le gusta agarrársela hasta con la gente que está de acuerdo con él) en eso de que existen muchos escritores timoratos, que a la hora de sentarse y marcar la diferencia narran desde el miedo, desde su costado más convencional. Por eso está bueno ubicarse en el lugar del fracaso: porque cuando uno es consciente de que ha elegido una profesión que hace del fracaso un destino, entiende que no tiene nada que perder –y entonces escribe sin que nada le importe, más allá del viaje en sí, de la propia aventura.

  Por supuesto, algunos párrafos más adelante Fogwill se desdice, o por lo menos arruina mi interpretación, al agregar: “Ser escritor es fracasar en la vida”. A mí se me hace que los escritores debemos trabajar desde esta noción del fracaso, de lo perdido por perdido, porque es liberadora: nos ayuda a quitarnos de encima toda otra expectativa que no sea la del placer que se obtiene durante la tarea. Pero aun cuando esto signifique que estaremos contando duros toda la vida (a fin de cuentas Fogwill se refiere al fracaso económico, a la imposibilidad de comprarse un Volkswagen Gol en vez de “esta mierda”, es decir su propio auto), yo no creo que eso entrañe el fracaso en la vida. Cuando uno abraza de corazón una profesión quijotesca –como Antonio Larrosa, que en su primer opus se atrevió a reescribir a Pierre Menard-, lo hace a consciencia de que, a Dios gracias, existen algunas formas gloriosas del fracaso.

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8 de junio de 2007
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Bajo las alas de Severo Arcángelo

Lo primero que hizo mi amiga Miriam cuando le dije que mi próxima novela iba a ser “una de aventuras”, fue –con buen tino- reírse de mí. Lo segundo que hizo fue enviarme un texto de Leopoldo Marechal. Se trata de prólogo a su novela El banquete de Severo Arcángelo (1965), que el viejo maestro dedicó a su esposa Elbia, a quien solía llamar en sus textos con el nombre de Elbiamor. (¿Se imaginan a un escritor de hoy dedicando su obra a una amada, y recreando su nombre con una apelación tan frontal al sentimiento que despierta en su alma? ¡Nadie tiene tantos cojones en estos tiempos!)

Pero en fin, Miriam me lo envió porque recordaba que Marechal había concebido su novela con intenciones parecidas a las que yo cacareaba. “Desde mi niñez vine soñando con escribir una historia de aventuras,” dice Marechal. Según cuenta, a los diez años produjo su narración inicial, El pirata rojo, “a la manera de Salgari, mi entonces querido y envidiado maestro”. Después confiesa que “se me trabucaron los planes y la vida,” como nos suele pasar a todos. De pequeño ansiaba producir “una historia de niños para niños”, y ya adulto escribió Adán Buenosayres, que era “una historia de hombres para hombres”. “No obstante, mi sueño infantil quedó en pie”, asevera: ese sueño hecho libro fue El banquete de Severo Arcángelo. Según Marechal, es una novela de aventuras que se dirige “no a los niños en tránsito hacia el hombre, por autoconstrucción natural, sino a los hombres en tránsito hacia el niño, por autodestrucción simplificadora”.

Me encantó. Más allá del hecho de que jamás podré escribir algo tan delirante y tan sublime como El banquete, me gustaría suscribir las palabras del prólogo como si constituyesen un programa de acción. Yo también sueño con este asunto desde niño, yo también idolatré –y todavía idolatro, ¿por qué no?- a Salgari, yo también escribo, o querría escribir, para los hombres y mujeres que se encuentran “en tránsito hacia el niño”.

Ojalá tenga el coraje alguna vez para dedicarle un libro a mi amada. Después de todo, pocas aventuras siguen siendo tan necesarias, y están a la vez tan necesitadas de épica, como el mismo amor.

Mi sueño infantil también sigue en pie.

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7 de junio de 2007
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En brazos de Liza Minnelli

Uno de los DVDs que me traje de Barcelona fue New York, New York, el musical de Martin Scorsese. Tenía una versión malísima en cassette cuando New York, New York reclama, por el contrario, encuadre original, definición de imagen, colores netos y el mejor sonido disponible; las canciones de Kander y Ebb –los mismos autores de Cabaret, para que quede claro- no se merecen menos.

La película es despareja. No resulta difícil entender por qué fracasó en su momento. Hay serios problemas de guión, a sus personajes les falta espesor, en especial al Jimmy Doyle que encarna De Niro, que reducido a su pura exterioridad –sabemos qué hace pero nunca podemos intuir por qué, qué demonios lo mueven más allá del más puro y sofocante ego- resulta sencillamente intolerable. Pero hay muchas secuencias memorables: la fiesta inicial, durante el Día de la Victoria; Jimmy fingiéndose herido de guerra en el lobby del hotel; Francine (Liza Minnelli) salvando con su canción la prueba ante un empresario que Jimmy se empeña en arruinar. Además están las canciones de Kander y Ebb y por supuesto la voz de Liza, que por entonces estaba en su mejor hora.

Husmeando entre los extras del DVD, me causó mucha gracia escuchar una queja del productor Robert Chartoff. El hombre dice que estaban convencidísimos de que la canción New York, New York iba a ser un hit de aquí a la China… y sin embargo no pasó nada. Dos años después Frank Sinatra grabó una versión y la canción se volvió omnipresente, convirtiéndose desde entonces en el himno extraoficial de la ciudad. La anécdota me causó gracia porque fue ese asunto, precisamente, el que me valió la simpatía de Liza hace más de diez años, la primera vez que vino a Buenos Aires. La entrevista transcurría hasta entonces por los carriles habituales, hasta que se me ocurrió decirle lo que sentía de corazón: que su versión de New York, New York, esto es la original que figura en el filme, me parecía insuperable, mientras que la versión de Sinatra me parecía criminal, un asesinato liso y llano. Liza abrió entonces la boca como la tapa del horno y dejó escapar una carcajada que no habría desentonado en Sally Bowles. De allí en más me adoptó: durante el resto de su estadía funcioné como su mascota.

La noche de su debut, después de la actuación en el Luna Park, hubo una cena en el restaurant Edelweiss. (Ya sé que conté esta anécdota muchas veces, pero sean indulgentes conmigo: es una de esas historias que me marcaron a fuego.) Sobre el final me atreví a hacer una de esas cosas que no se hacen delante de las estrellas: esto es, dejar de hablar de ellos para hablar de uno. Le conté que durante años mi madre me había despertado con la música de Cabaret, y que así había aprendido yo a amarla: aquellas canciones de Kander y Ebb funcionaban para mí como una promesa matinal, la perspectiva de un día maravilloso. Le conté que mi madre había muerto muy joven, de un cáncer fulminante. Le dije que imaginaba que ella habría dado cualquier cosa por estar donde yo estaba entonces, sentado en una mesa, conversando con Liza Minnelli. Entonces Liza se levantó, dio vuelta a la larga mesa que nos separaba y me abrazó en silencio, durante un rato tan largo que pareció eterno.

Qué lástima que esta mujer no haya tenido hijos. Merecía un destino mejor, quiero decir menos cruel. Como New York, New York, dicho sea de paso.

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6 de junio de 2007
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El corazón de las tinieblas

Es fácil deslumbrarse ante las reverencias con que The Yiddish Policemen’s Union, la nueva novela de Michael Chabon (Wonder Boys, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay), se prosterna ante algunos géneros venerables. El relato es una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: imagina que fracasado el intento de establecer un Estado israelí en Medio Oriente en 1948, millones de judíos impulsados por la diáspora se establecen en una franja de Alaska, beneficiados por un permiso con fecha de expiración a los 60 años –o sea inminente, en el año 2008. Al mismo tiempo, The Yiddish Policemen’s Union es un policial negro a la manera de Chandler: el detective Meyer Landsman, en plena crisis existencial, debe investigar el asesinato de un joven que resulta ser el hijo de un ciudadano prominente. (Y un candidato al sitial de Mesías de su generación, dicho sea de paso.) En su paisaje mustio y helado y también en el personaje de Berko Shemets, hijo de judío e indígena tlingit, la novela de Chabon despierta ecos de Fargo; no cuesta nada imaginarse a los hermanos Coen dirigiendo la adaptación al cine. Por último, su cast casi ciento por ciento judío (Berko no lo es oficialmente, ya que su madre era indígena) y los coloquialismos que parecen extraidos de El violinista en el tejado nos aproximan a algo que podría ser definido como etno-noir. No me costaría nada cambiar el nombre de Landsman por el de Philip Marlowitz.

Pero la novela es bastante más que sus artificios posmodernos. En los relatos de Dashiell Hammett, el crimen es la expresión puntual de un sistema corrompido hasta la médula: no se trata de la excepción a la regla, sino más bien de una de las características más propias de su funcionamiento. Chabon hace suya esta tesis, agregándole una vuelta de tuerca. Ya no se trata tan sólo de criticar el funcionamiento de este sistema individualista y brutal (el sistema no posibilita el crimen, es el crimen), sino también de contemplar algunos de sus relatos complementarios: los nacionalismos, las etnias, los mesianismos, la pretensión de que la violencia es un recurso político válido. En este sentido, The Yiddish Policemen’s Union es la ucronía para acabar con todas las ucronías. Porque este subgénero sucumbe a la tentación de cambiar la historia de un plumazo, al igual que suele ocurrir con las revoluciones, las invasiones y las guerras. Y en su novela Chabon admite que el intento de establecer un Estado de Israel en Medio Oriente, fracasado en el 1948 de su imaginación, se repetirá en el presente, con la misma necedad, con la misma o peor violencia que la primera vez.

Chabon sugiere que toda ucronía es limitada. Por más que uno altere la Historia de manera artificial, la dinámica humana encuentra siempre la manera de regresar el relato a sus vías originales. De algún modo el mundo que Chabon imagina es mejor que el real, en la medida en que se ahorró los millones de muertos que el conflicto israelí-palestino se ha cobrado desde entonces hasta ahora. (También es mejor porque en su relato alternativo Orson Welles ha logrado filmar Heart of Darkness, cosa que en la vida real nunca consiguió.) En términos generales no logro discrepar con su planteo: si algo resulta evidente, es que aquello que los sionistas de 1948 no sabían o no entendían (o no les importaba entender), tampoco lo entienden los sionistas de hoy. El desarrollo del ser humano como especie es tan lento –y tan orgánico, y por ende incapaz de saltearse etapas o de forzar su desarrollo- como el de cada uno de nosotros. Está claro que ninguno aprende nada antes de tiempo. Lo trágico es que el momento en que finalmente aprendemos lo que debíamos suele ser demasiado tarde para muchos.

La novela es amarga pero esperanzadora. Su final me recordó al de un libro que me gustaba mucho de niño: The Word, de Irving Wallace. Allí un publicista descubre que un quinto Evangelio, certificado en su autenticidad y difundido al mundo por la Iglesia, es en verdad un fraude. Y se ve colocado en el dilema de denunciarlo, o de callar para preservar el estado de gracia que ese “descubrimiento” parece haber sembrado en el mundo. Yo coincido con Wallace y con Chabon: me resulta más fácil, y por cierto más sensato, confiar en un mentiroso profesional como un publicista, y hasta en un policía alcohólico y fracasado, que en el discurso mesiánico de nuestros líderes.

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5 de junio de 2007
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El Evangelio según Fincher

No me sorprende que Zodiac haya fracasado en la taquilla.

Mucha gente habrá esperado ver la nueva película de asesinos seriales filmada por el inventor del subgénero, David Fincher, aquel de Seven o, como se la estrenó aquí en la Argentina, Pecados capitales. Algunos habrán sido atraídos por el morbo del caso real, aquellos crímenes que alguien que se hacía llamar Zodíaco se atribuyó en California entre 1969 y comienzos de los 70, contribuyendo con los funerales de la Era de Acuario. Otros tantos, menos informados, habrán acudido en busca de un policial convencional, con una serie de crímenes que concluyen en esclarecimiento y el reestablecimiento de una noción de orden que desmienta el caos ocasional que este tipo de villanos –los Hannibal Lecter de la ficción, los Cho Seung-Hui del mundo real- suelen sembrar en nuestras precarias existencias. También escuché voces alabando la película a medias, diciendo que Zodiac está bien pero que, dado que dura dos horas y casi cuarenta minutos, podría perder una hora de metraje y ganar en el proceso. Sin embargo yo, que por fin la vi este sábado después de postergaciones infinitas (hijas enfermas, cambios de horarios en los cines por culpa de Piratas del Caribe 3, la concreción de un viaje), tengo la sensación de estar en franca minoría, o por lo menos de haber presenciado una película distinta. Para mí Zodiac es una muy buena película en la que hay asesinos seriales, policías e investigaciones al uso, pero que trata sobre algo distinto: en primer lugar sobre el miedo, y subsecuentamente sobre la necesidad imperiosa, y por ende lindante con la obsesión, de sobreponerse a su relato devorador.

Fincher, que supo convertir al asesino de Seven en una criatura aterradora, pinta al criminal de Zodiac como un simple ser humano, más próximo al ridículo que a la Maldad con mayúsculas. Este asesino es apenas el catalizador, el McGuffin que nos introduce a las historias de tres personajes muy distintos: el periodista Paul Avery (Robert Downey Jr., magnífico como casi siempre), el policía Dave Toschi (Mark Ruffalo, otro gran actor) y el caricaturista metido a investigador Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal), que más allá de sus diferencias se ven hermanados por la obsesión común. Para Avery, el Zodíaco es una oportunidad de ocupar el centro de la escena: el periodista que en realidad desea ser protagonista de la noticia. Toschi, el policía que sirvió como inspiración a Steve McQueen para la creación de Bullitt, siente que la resolución del caso podría convertirlo en una figura más parecida al detective del cine. En cambio Graysmith, que es apenas un dibujante político y por lo tanto está ajeno a la cocina de la investigación, se obsesiona con el criminal por las mismas razones que el común de los mortales: porque le tiene miedo, porque teme convertirse en una víctima más, porque tiembla ante la posibilidad de que ataque a los suyos –en este caso, a sus pequeños hijos.

Como Avery y Toschi antes que él, Graysmith se distancia de su propia vida para perderse en los senderos de la obsesión. En algún sentido se parece al Roy Neary de Encuentros cercanos del tercer tipo: un hombre común a quien el azar enfrenta a lo inefable, un cruce del que ya nunca regresan; tanto Graysmith como Neary se dejan devorar por la intuición de una verdad más grande que sus propias vidas. En el caso de Neary, la existencia de los extraterrestres le sugiere la posibilidad de lo divino. Para Graysmith, en cambio, ese miedo informe, que todo lo contamina y que todo lo transforma, es algo a lo que debe imponerse para seguir viviendo. Cuando su esposa le pregunta por qué se empeña en seguir investigando, Graysmith le dice que necesita ver al asesino a los ojos. Lo suyo no es una valentía hollywoodense, sino la certeza de que sólo esa evaluación –la de comprobar que el asesino es un ser humano como él, y por ende igualmente frágil y finito- puede devolverle el control sobre su vida.

En este tiempo tan rico en miedos informes (el terrorismo, la inseguridad, la inmigración, la posibilidad de una hecatombe económica), Zodiac sostiene que hay forma de imponerse a ese anquilosamiento, pero no disimula que la salvación entraña un trabajo casi inhumano y una concentración lindante con la obsesión, virtudes que no abundan en sociedades que predican la indolencia.

No me sorprende que Zodiac haya fracasado en la taquilla. La verdad nunca es tranquilizadora.

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4 de junio de 2007
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El comienzo de una bella amistad

Viajé toda la noche, dormí mal y poco y me duelen hasta los pies, pero ya estoy de regreso en Buenos Aires. El viaje a Barcelona fue breve, pero tan intenso que hizo que el esfuerzo valiese la pena. Conocí a Félix de Azúa, que resultó un encanto. (A Roncagliolo ya lo conocía, nos vimos cuando pasó por Buenos Aires durante su Alfaguara’s Prize Neverending Tour del año pasado.) También conocí a Eduardo Mendoza, a quien admiraba desde hace mucho y hoy todavía más, desde que hizo realidad un sueño de mi padre: escribir una novela protagonizada por un dentista. Caminé como loco por la ciudad en busca de The Yiddish Policeman’s Union, de Michael Chabon, guiado de librería en librería por Rodrigo Fresán. (O quizás debería decir por Daniel Fresán, que daba grititos de placer y de aliento desde la vanguardia, como mascarón de proa de su cochecito de bebé.) Comí mariscos en el Kiosko Universal. Tomé un café con Juan Gabriel Vásquez, uno de mis escritores latinoamericanos favoritos. Y me reencontré con mi amigo Pasqual Górriz, un fotógrafo maravilloso, con quien hace algunos años toleramos gases lacrimógenos y esquivamos balas en la Palestina ocupada.

Pero lo más emocionante de todo, como ya lo dijo Azúa en su propio blog, fue el encuentro con algunos de aquellos con quienes nos escribimos a diario. Conocí a Caetana, que en efecto sucumbió a la timidez y más que irse, se desvaneció en el aire sobre el final. Conocí al ubicuo Antonio Larrosa. (Estoy empezando a desarrollar una teoría de acuerdo a la cual Larrosa es Dios: porque está en todas partes y porque lo hace todo, menos quizás salvarnos.) Conocí a Serpiente Suya y a Olga Trevijano (que llevaba tiempo desaparecida y sin dar señales, al punto de hacerme preocupar) y a Ana María Berasategui y también a Nicolás. Si hubo alguno más no me enteré, porque nadie más se dio a conocer. Pero soy consciente de haber entablado conversaciones con gente que hablaba como si nos conociésemos de toda la vida, así que mi agradecimiento va también para las tímidas y tímidos que se acercaron el martes a la librería La Central de la calle Mallorca, en el corazón de una de las ciudades que más amo. (Siempre paso corriendo por Barcelona, porque temo que si me quedo un día extra tan sólo por estar, no podré irme nunca más.)

Durante la charla de presentación de los libros del blog, lo escuchaba a Félix –amante de las ideas y de las formas puras, como buen poeta- hablar del carácter fantástico e inasible de la gente que nos lee y escribe a diario, y me decía por dentro: ojala se equivoque, aunque más no sea un poquito. Porque si bien entendía el concepto a que apuntaba (de hecho nos relacionamos a diario con gente sobre cuya existencia no podemos dar fe; yo descubrí, por ejemplo, que al menos dos de los que pensaba individuos eran la misma persona), el efecto que tienen sobre mí es emocional, y por lo tanto clara, inequívocamente real. Supongo que lo que necesitaba era certificar que existían. Lo haya querido o no, Félix lo certificó también: sus seguidores son legión, es obvio que lo veneran. A Santiago también lo trataron de maravillas, por fortuna aquellos que lo maltrataron hace tiempo por no apreciar a Bob Dylan cantaron ausente. En lo que a mí respecta, encontrarme cara a cara con personas que hasta ayer eran tan sólo noms de plume fue una experiencia tan extraña como satisfactoria: sorprende sentir que fluyen de uno sentimientos de empatía, de afinidad y de afecto hacia rostros que hasta ese momento eran por completo desconocidos.

Vivimos en sociedades que tratan de apartarnos de los demás, contradiciendo al poeta que creía que no man is an island: por el contrario, los poderes de este mundo apuestan a hacer de cada uno una roca solitaria en medio de la mar. Una de las cosas que yo esperaba de la experiencia de El Boomeran(g) era la ruptura de este encapsulamiento, la posibilidad de crear comunidad. Ahora sé que hice bien en tener fe. Ojala aquellos que estuvieron y los que quisieron estar aunque no hayan podido se sientan parte de algo bello, porque eso es lo que me han regalado: la maravillosa sensación de no estar solo, de saberme acompañado e interpelado a la vez, de formar parte de algo que es mucho más interesante que nuestras individualidades. Gracias a todos ustedes, y por supuesto también a la gente que hizo posible el encuentro: Basilio Baltasar, Giselle Etcheverry Walker y Ximena Godoy de La Oficina del Autor, Gerardo Marín y Yolanda Cortés de Alfaguara, y también la gente de la librería La Central.

Como diría Claude Rains en el final de Casablanca: ojala esto sea es el comienzo de una bella amistad

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1 de junio de 2007
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Se armó la gorda

Pocas cosas más creativas que el habla coloquial. El domingo, un artí­culo de Marina Aizen en la revista del diario Clarí­n informaba sobre la existencia de un libro colorido ya desde el tí­tulo: Che, boludo. Se trata de una compilación que James Bracken, oriundo de Colorado y actual morador de la sureña ciudad de Bariloche, hizo de los modismos con que los argentinos en general y los porteños en particular solemos expresarnos. Subtitulado A Gringo´s Guide to Understanding the Argentines, el libro traduce expresiones muy imaginativas, como "loma del orto" (es decir, un sitio muy lejano) o "pegar un tubazo" (llamar por teléfono), tanto literalmente -"the hill of the ass" queda muy gracioso- como informando sobre la mejor forma de usarlas. Esto se torna dificultoso con palabras como el "boludo" del tí­tulo, que según el contexto puede ser un insulto, una descalificación o un término afectuoso.

A pesar de lo alambicadas que pueden resultar expresiones como "sacar el cuero" (esto es, hablar mal de alguien a sus espaldas), a Bracken le sorprendió descubrir cuán frontales podíamos ser los argentinos. Viniendo de un país que es hoy el reino del eufemismo (donde a un petiso, recuerda Marina Aizen, se le dice "persona con limitaciones de altura"), a Bracken la franqueza argentina le resultó divertida... y hasta rendidora, ahora que su librito vendió miles de ejemplares -su madre lo vende por Amazon a 12,50 dólares- y que también prepara un segundo volumen.

Me trajo a la memoria una vieja sección del diario Buenos Aires Herald, de la que solía hablarme durante el secundario mi amigo Alejandro Figueroa. La sección se llamaba, si no recuerdo mal, Ramón Writes. Y allí­ el Ramón del tí­tulo trataba de traducir al inglés nuestras más intraducibles expresiones. Así, "se armó la gorda", que significa que estalló un problema serio, se convertía en "the fat one armed herself".

Ojalá algún día, como ya dije hace tiempo, se compilen todas las expresiones de este tipo que abundan en nuestro continente idiomático, de México a España, de Colombia a Chile. Me parece uno de los sitios más claros en los que volcamos nuestra natural creatividad. Y ojalá sea rápido, antes de que aparezca otro norteamericano como Bracken y vea el filón primero y entoncemos caguemos la fruta. (O para usar la traducción del librito: "to shit the fruit".)

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30 de mayo de 2007
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Que se doble, pero que no se rompa

He aquí otra cuestión que me quedó rondando después de la visión de The Night Listener. Cuando lee la autobiografía del inexistente Pete, Gabriel Noone se detiene en un pasaje que refiere a la biografía de Charles Dickens. A los doce años Dickens fue enviado por sus padres a trabajar en una fábrica de betún, hecho que, según “Pete” escribe y Noone acepta, le partió el alma y al mismo tiempo generó al narrador. La pregunta que me quedó dando vueltas es simple: ¿hace falta estar roto para ser buen escritor?

Si optamos por la ruta de la comprobación fáctica, responderemos por la afirmativa. Basta con mencionar nombres de grandes escritores y revisar sus biografías: la mayor parte de ellos han sufrido experiencias tremendas. Cervantes. Shakespeare. Kafka. Borges. Arlt. Stevenson. Hemingway. Hammett. Conrad. (Agreguen los nombres que les vengan a la mente.) Pero el recurso es engañoso: con el mismo criterio, podríamos preguntarnos si existe en verdad mucha gente que no haya sufrido hasta el desgarro. No pretenderé que el niño que fabrica betún y Paris Hilton comparten el mismo dolor, pero tampoco soslayaré el hecho de que los seres humanos tenemos una tendencia innata al sufrimiento, más allá de nuestras circunstancias; los ricos en quienes depositamos tantas fantasías de dolce vita conocen la angustia, la inseguridad y el temor tan bien como nosotros. Así somos. La conciencia de la muerte nos permite a todos saber que, aunque más no sea en el tramo final, nadie escapa al género de la tragedia.

Lo que hay que buscar, entonces, son nombres de grandes escritores que a pesar de haberlas pasado mal en uno u otro momento -como casi todos, a fin de cuentas-, han vivido lo que puede ser definido como una vida plena. Un García Márquez, por ejemplo. Un Cortázar. Un Murakami. (Aquí también se pueden agregar nombres.) Recuerdo haber leído alguna vez –no pregunten dónde, ni de boca de quién- el caso de dos escritores que habían concebido relatos sobre naufragios. Uno, que había sido víctima de un naufragio en la vida real, había escrito un relato mediocre. El otro, que jamás padeció experiencia semejante, había escrito una narración sublime. Lo que define a un gran escritor es en esencia su capacidad proléptica, el talento para imaginar lo que nunca vivió como si estuviese experimentándolo en carne propia. Lo que la anécdota no decía pero yo presumo, es que el escritor que no había padecido naufragios debe haber sufrido aunque más no sea una experiencia parangonable, tal vez en términos de privaciones físicas pero ante todo de privaciones afectivas. En último término, un naufragio no deja de ser una expresión violenta de aislamiento, un tema sobre el que tantísima gente sabe mucho aun cuando nunca en su vida se haya subido a un barco.

No hace falta romperse para ser buen escritor. Lo cual es un alivio, porque me gustaría llegar a serlo algún día sin necesidad de quebrarme en el proceso. Pero tengo claro que la experiencia de vida otorga profundidad, empatía, perspectiva. Lo mejor es vivir intensamente, que la buena escritura se produce por añadidura.

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29 de mayo de 2007
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Una segunda oportunidad

Casi por casualidad cayó en mis manos The Night Listener, la adaptación al cine del libro homónimo de Armistead Maupin. Basada en un hecho real, The Night Listener cuenta la historia de un escritor, Gabriel Noone (una versión apenas ficcionalizada del mismo Maupin, interpretado por Robin Williams), que entabla una relación telefónica con un chico de 14 años, enfermo de sida y próximo a la muerte. Noone se entera de la existencia de este muchacho, Pete, mediante su editor, que está a punto de publicar un libro de memorias donde el chico revela, entre otras cosas, que sus padres lo sometían a abusos sexuales, permitiendo que otros extraños también participasen de la violación, para después vender imágenes del hecho. Con el correr del tiempo, Noone empieza a sospechar que el chico no existe, tratándose en cambio de una invención de la mujer que dice haberlo adoptado, llamada Donna. (Encarnada en el filme por la siempre interesante Toni Collette.)

Más allá de los pormenores del caso real –según Maupin, la existencia de “Pete” nunca pudo ser probada-, lo que me interesó fue la reacción del escritor ante la historia del muchacho. Al comienzo del relato, Noone confiesa que los escritores nos parecemos a las urracas: hurgamos entre las basuras, esto es entre las miserias humanas, en busca de algo brillante que robar. Noone se compra por completo la historia de Pete porque es tan dramática –en sentido humano, pero también en el sentido narrativo- que necesita creer en ella: la encuentra demasiado digna de ser relatada como para no ser real. Creo que pocos escritores podrían sustraerse a una tentación semejante. Somos demasiado sensibles a las buenas historias como para detenernos a considerar aspectos que parecen minucias, como el sustento real de lo narrado o la diferencia entre lo que debería ser claramente fiction en lugar de non fiction. Todavía no se han acallado los ecos de escándalos como el de A Million Little Pieces, la fraguada autobiografía de James Frey, o el de JT LeRoy, el falso autor de The Heart Is Deceitful Above All Things. Una vez demostrado que JT LeRoy no existía, y que por ende su historia de joven abusado era un invento, resulta difícil leer los relatos que firmó juzgándolos por sus propios méritos. Paradojas de la vida: el mismo hecho que debería haber probado el talento narrativo de Laura Albert –haber creado no sólo los libros de JT, sino también a JT-, terminó convirtiéndose en su condena pública.

Pero aunque todo parezca pintado para hablar de la inescrupulosidad de los escritores, creo que The Night Listener apunta a otra cosa. El filme se encarga de contar que Noone está atravesando una crisis personal cuando “Pete” ingresa en su vida. En el preciso instante en que Noone ha sido abandonado por su pareja, el trágico muchachito irrumpe diciéndole que lo admira y que necesita su aprobación. Noone no reacciona tan sólo ante las posibilidades literarias de la historia de Pete: reacciona además ante la existencia de (lo que cree) un ser humano a quien se ha despojado de toda dignidad; lo que devuelve a Noone a la vida es la posibilidad de ser necesitado y de recibir afecto a cambio. En esencia, le ocurre lo mismo que a la gente del pueblo donde Donna y “Pete” viven: tanto la mesera como el policía hacen lo indecible para proteger al chico inexistente, conmovidos –¡como Noone!- por sus desgracias.

Eso es lo que une a la mayor parte de los seres humanos, escritores o no: la necesidad de creer en la existencia de otro a quien podemos cuidar, y el deseo de marcar aunque más no sea una pequeña diferencia en una vida llena de iniquidades. Aunque a muchos les parezca un anhelo ingenuo, yo considero que es de las pocas razones que amerita que la especie se conceda a sí misma una segunda oportunidad.

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28 de mayo de 2007
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El Boomeran(g)
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