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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Nieve sobre Stars Hollow, Buenos Aires

Más vale tarde que nunca: vaya este texto como canto del cisne a esa magnífica serie de TV, sacrificada en el altar de los números, a la que conocimos como Gilmore Girls. Descansen en paz, Lorelai y Rory. De aquí en más vivirán por siempre, en las repeticiones por TV, en las temporadas editadas en DVD y en mi versión personal del Cielo, donde pasan todo el tiempo los capítulos de las series que me gustan.

En esencia, Gilmore Girls fue un relato construido sobre una sucesión de improbabilidades. En primer lugar, el pueblito de Stars Hollow, donde viven Lorelai Gilmore y su hija adolescente Rori: se trata de una comunidad idílica, llena de personajes que van desde lo simpático (la cocinera Sookie, la baterista Lane), pasando por lo excéntrico (el flaco Kirk, que parece sacado de un dibujo animado), hasta llegar a lo casi insoportable (el conserje Michel, Paris la amiga de Rory, la mismísima madre de Lorelai, Emily Gilmore), pero que se traduce en un conjunto querible, una comunidad de esas en las que uno soñaría vivir. (Recién ahora se me ocurre que Santa Brígida, el pueblo imaginario de mi novela La batalla del calentamiento, debe tener algún eco involuntario de Stars Hollow.)

El segundo improbable es la forma en que los personajes de la serie, y en especial las protagonistas, se expresan. Lorelai, y por inevitable imitación Rory, conversan con la velocidad y la gracia que eran habituales en las comedias del Hollywood de oro, cuando Katherine Hepburn y Cary Grant reinaban indiscutidos. Nadie habla así en la vida real, pero a los que disfrutábamos de la serie no nos importaba: Gilmore Girls era nuestra cita semanal con la comedia brillante. (Mérito indiscutido de la creadora del show, Amy Sherman-Palladino: no debe ser fácil crear una versión semanal de Bringing Up Baby o cualquiera de las comedias enloquecidas de Frank Capra.)

El tercer improbable era la relación entre Lorelai y Rory. Está claro que Lorelai tuvo a Rory a los 16 años, lo cual las aproxima en edad y hace verosímil que parezcan compañeras de cuarto antes que madre e hija. Por lo demás, la difícil relación que Lorelai tiene con su propia progenitora, la rígida y pretenciosa Emily, torna comprensible que haya querido hacer de su lazo con Rory el perfecto opuesto de aquel que padeció toda su vida. Pero en fin, admito que en la vida real no conozco ninguna madre que tenga un rapport semejante con su hija adolescente. Imagino que buena parte del público de Gilmore Girls estaba cautivado por su versión de la vida no como es, sino como podría ser.

Siempre se consideró a Gilmore una serie para mujeres. Una etiqueta que me disgusta, al igual que cuando se la usa para calificar las películas románticas, relegándolas a un target de género específico. A mí me gustan las películas de Indiana Jones, pero existen muchas más cosas dignas de atención en la vida que los relatos cargados de testosterona. Cuando descubrí Gilmore Girls me topé con una historia llena de humor, sensible y original, cosas que nunca imaginé patrimonio exclusivo del género femenino. Y por eso la elegí semana a semana. Supongo que yo también podía proyectar mis propias fantasías sobre Stars Hollow. Me hubiese encantado invitar a Lorelai a beber algo y a conversar interminablemente: lejos de amedrentarme, las mujeres inteligentes me fascinan. Por lo demás, viviendo rodeado de mujeres como vivo, estoy más que habituado a la cháchara incesante: a esta altura del partido suena como música para mí.

A veces ocurren maravillas en la vida. Estaba terminando este texto cuando empezó a nevar sobre Buenos Aires. En lo que llevo de vida nunca vi nada así. La nevizca se disolvía apenas tocar el suelo, pero mientras duró, cayendo con mágica lentitud sobre los techos, Buenos Aires se transformó en una enorme sucursal de Stars Hollow, Connecticut.

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10 de julio de 2007
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El gigante animado

El futuro del cine tiene nombre y se llama Brad Bird. Como nunca me enganché del todo con The Simpsons (mea culpa), tardé en descubrir que era uno de los responsables del fenómeno, en carácter de aliado creativo de Matt Groening; pero terminé rindiéndome ante la evidencia con su película El gigante de hierro. (The Iron Giant, 1999.) En ese largometraje de animación ya estaban presentes las características de su cine, que podrían ser sintetizadas en tres palabras: historia, historia, historia. Está claro que el cine de Bird tiene otras marcas, como el refinado buen gusto de los diseños que elige para cada filme y la calidad sublime de su animación: esto quedó claro con The Incredibles, que escribió y dirigió –creando, de paso, la inconfundible voz de uno de sus mejores personajes, la diseñadora de trajes Edna Mode-, y acaba de ser reafirmado con Ratatouille, la nueva película de esa factoría de maravillas llamada Pixar. Pero antes de alabar sus dotes para las áreas más técnicas del proceso sería preciso, creo, subrayar su talento de narrador.

Bird tiene ese toque de los verdaderamente grandes, que le permite hilar historias que conmueven tanto a los niños como a los adultos. Como Dickens y Hans Christian Andersen en su momento, como Spielberg durante el siglo pasado (y tal vez en el XXI, si el nuevo filme de Indiana Jones le sale bien), Bird sabe que una buena historia contada con inteligencia puede llegar a todo el público, sin excepciones. Y en sí mismos, sus relatos sirven como perfecta cápsula del tiempo en que fueron concebidos. El gigante de hierro era la historia de un niño a quien le caía del cielo el mejor juguete del mundo, pero también una fábula sobre los desastres a los que conduce una política paranoica. (El filme se refería a los miedos engendrados durante la Guerra Fría, que en buena medida han sido revividos por la administración Bush.) The Incredibles era la historia de una familia con superpoderes, al mismo tiempo que una fábula sobre una sociedad (otra vez) paranoica, que sospecha de los diferentes y está dispuesta a pagar cualquier precio para meterlos en caja –aunque esto implique además desdeñar la excelencia y nivelar hacia abajo.

Se trata de filmes que resisten múltiples visiones, y que en consecuencia serán revisitados por generaciones enteras en su tránsito hacia la adultez… y por los adultos en tránsito a la niñez, como decía Marechal. Con el paso del tiempo, uno encuentra en ellos nuevas lecturas y sutilezas interminables. La flamante Ratatouille no hace más que confirmar su desarrollo como narrador. Por una parte, nos anima a ponernos en el lugar de un ‘otro’ al que solemos despreciar: las secciones del relato dedicadas a mostrar cuán terrorífico es ser una rata en un mundo de humanos quitan el aliento. El hecho de que la rata Remy sea un chef excelente no hace que su socio entre los hombres, el tan torpe como encantador Linguini, se sienta desplazado de un rol que otros, por ejemplo el cocinero Skinner (en inglés, skinner sifnigica despellejador), defenderían como exclusivo de los humanos. En las películas de Brad Bird, el villano es siempre un envidioso. Por lo demás, sus personajes principales suelen ser complejos, tridimensionales, esto es más ‘humanos’ que muchas de sus contrapartes de carne y hueso: hay más personalidad en Remy que en todos los personajes que Tom Cruise interpretó en los últimos diez años.

Cuando tenía 13 años, su primer corto lo convirtió en discípulo de Milt Kahl, uno de los célebres Nueve Hombres Viejos del departamento de animación de los Walt Disney Studios. Varias décadas más tarde, Brad Bird es simplemente uno de los mejores cineastas del mundo. La gente suele subestimar a los que trabajan en el territorio de la animación, del mismo modo en que, dicho sea de paso, suele subestimarse a los que escriben relatos para niños; para mí Roald Dahl no es un gran escritor para chicos, sino un gran escritor a secas. Quizás ahora que ha prometido dirigir un largometraje con actores reales revalide sus títulos en la arena de las convenciones. Pero si no le sale bien, que vuelva al cine de animación: todos los que lo admiramos estaremos muy agradecidos.

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9 de julio de 2007
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A un par de pasos del cielo

Como habrán notado, pasé un par de días en Rosario. La razón fue concreta: presentar mi libro Gus Weller rompe el molde en algunas escuelas de la ciudad. (Fueron siete en dos días, para ser preciso: un frenesí digno de gira de rock and roll.) Terminé afónico y agotado, pero ante todo feliz. Yo no sé a ustedes, pero a mí pasar el tiempo en semejante compañía me llena de alegría. Los chicos son el mejor público del mundo: curioso, vivaz, ocurrente, siempre de buen humor –y para nada hipócrita. Si les gustás te lo dicen, y si olés mal, también. Si te ganás su respeto te escuchan, de lo contrario te pasan por encima como un tren. Ahora que estoy de regreso, y mientras mi garganta se desinflama, los recuerdos y las emociones de esas horas me hacen sentir que, al menos dentro de mi casa, el invierno renunció antes de tiempo para dar paso a la primavera.

Algunos recuerdos son físicos. Los chicos del Colegio Español dibujaron historietas sobre Gus y compañía, que compilaron en una carpeta que me obsequiaron y que tengo aquí a mi lado. Me gustan porque los dibujos están buenísimos, porque me revelan qué cosas los movilizaron más –lo cual me ayuda a mejorar en lo mío- y porque demuestran que no se limitaron a reproducir la historia, sino que la recrearon a su gusto. Uno dibujó a Gus produciendo una fórmula para enamorar a una chica nueva, con resultados un tanto indeseados. (Se convierte en flor y empieza a cuestionarse cómo hará para moverse de allí.) Otra niña le inventó una amiga nueva, llamada Sara, que me viene bien para el próximo libro, en el que Gus viaja a Londres.

Los chicos del San José de Calasanz escribieron mensajes que me entregaron dentro de una bolsita. Todos me agradecen la visita, y algunos agregan elogios que me harían ponerme colorado si yo no fuese más bien negro. Lo que importa no es la justicia del elogio, sino el hecho de que uno sabe que fue dicho de todo corazón.

Pero la mayor parte de los recuerdos no son físicos, lo cual significa que durarán tanto como yo dure, y quizás un poco más. En primer lugar, el afecto. Los chicos me trataron como si yo fuese una improbable mezcla de Harry Potter, la Pulga Messi y el cast completo de High School Musical: un calor inmerecido, sin duda alguna, pero que de cualquier manera disfruté como loco. Alguno me obsequió un caramelo, lo cual supone haber compartido conmigo sus tesoros. (Esto fue en el Normal 2.) Otro me hizo reír mucho, en el Cristo Rey. Tosía todo el tiempo, y como yo le dije que se cuidara, al final se acercó y me dijo: “No te preocupes, ¡si total mi papá es médico!,” convencido de que el saber paterno lo protegía de todos los males de este mundo. En el Integral de Fisherton, uno me preguntó muy suelto de cuerpo si yo era peronista, lo cual motivó una larga respuesta que por supuesto no reproduciré, pero que me sugirió lo siguiente: ser adulto es, en buena medida, haber perdido la capacidad de encontrar respuestas claras y sencillas a las cuestiones más difíciles. Y en el Victor Mercante me mimaron tanto que casi pierdo el ómnibus de regreso. Uno de los chicos me contó toda la historia de Gus Weller, como si yo no la supiese. Por cierto, sonaba mucho más convincente en su voz que en mi libro.

A riesgo de alienar a los habituales lectores de estos textos, quiero dedicar el de hoy a todos esos chicos, que me hicieron sentir tanto mejor de lo que soy. En medio del berenjenal en que me metí cuando trataba de explicar este asunto del peronismo, me vino a la mente aquella frase evangélica, según la cual Jesús dijo alguna vez: ‘Dejad que los niños vengan a mí’. Me pareció entenderla entonces de una manera nueva. Supongo que Jesús habrá entrevisto que cualquiera que se rodee de niños no perderá nunca la frescura, ni los buenos sentimientos, ni la alegría de vivir, lo cual lo dejará a un par de pasos del Cielo. Allí es donde me dejaron a mí, al menos. La distancia que me falta cubrir es responsabilidad mía y de nadie más.

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6 de julio de 2007
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De mi primera visita a El Cairo

Vaya a saber uno cómo fue el bar El Cairo en su hora de gloria. Ahora está refaccionado a nuevo, en la misma esquina de Sarmiento y Santa Fe, a metros del cine El Cairo y por ende en pleno centro de Rosario. Pero mentiría si dijese que a pesar de su modernidad no me emocionó estar allí, acodado sobre una mesa y haciendo lo inevitable: esto es, escribiendo. Supe de El Cairo por Fontanarrosa, pero si no me equivoco la primera vez que oí de él fue por culpa de la escritora rosarina Angélica Gorodischer. Creo que uno de los personajes más entrañables de Angélica, el viajante de comercio intergaláctico Trafalgar Medrano, recalaba allí cada vez que paraba en Rosario, en merecido descanso de sus travesías interestelares. Bebiendo el café negro de rigor, me pregunté mientras miraba para todas partes –me faltaba el cartel de turista colgando del cuello- cuál será la razón por la que me gustan los bares “de escritores”.

En Venecia no resistí la tentación de beber algo en el Caffe Florian, que da a la piazza San Marco, a conciencia de que Charles Dickens disfrutó del lugar durante su estadía. Sentarse a una de sus mesas es igual a viajar en la máquina del tiempo. También quise disfrutar de un martini en el Harry’s Bar, pero di vueltas en vano y no lo encontré, lo cual sintetiza la relación que tengo con la literatura de su cliente más legendario, el siempre excesivo Ernest Hemingway.

En Madrid me gusta el Café Gijón, que está lleno de historia y donde alguna vez bebí algo con Rafael Azcona, José Luis Cuerda y Juan Cruz. Pero frecuento más el café del Círculo de Bellas Artes. Siento debilidad por sus ventanales con vista a la Gran Vía, por sus estatuas, por su aire que es digno sin pecar de majestuoso. Cuando estoy allí me dan ganas de escribir. Lo hice muchas veces, sacar mi libreta Moleskine en reverencia ante los maestros y ponerme a garabatear sin más, con la excusa que fuere. Está claro que ahora uno puede ir a un bar con su laptop y darle al teclado como en casa, pero aunque práctico, les juro que no es lo mismo.

Lo disparatado es que no tenga un bar favorito en Buenos Aires. Son las cosas que pasan en el sitio donde uno juega de local. El Café Tortoni posee su gracia, por cierto, pero es demasiado ruidoso y suele estar lleno de turistas, que me molestan del mismo modo en que yo molesto a los clientes del Círculo. (Esto se llama justicia poética.) Quizás se deba al hecho de que en mi ciudad tengo un refugio claro para escribir: mi propia casa, que es como el barco en que navego a diario; donde estoy a gusto, donde nadie me perturba. Cuando uno se vuelve extranjero, la casa que ocupamos fugazmente, o la habitación del hotel, no logra convertirse nunca en un hogar. Para eso están los bares. Allí me siento cómodo, allí me entran ganas de escribir, en la esperanza de que su aire conserve alguno de los átomos que los grandes exhalaron durante su paso y así pueda participar, aunque más no sea de forma vicaria, de un genio del que carezco.

Al menos ahora cuento con El Cairo, que no me queda tan lejos. La frase suena bien, parafraseando a los amantes de Casablanca: “Siempre tendremos El Cairo”.

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5 de julio de 2007
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La música del desprecio

Esta historia, que escribo en el mítico bar El Cairo, me la refirió Silvina Ross, de la igualmente mítica Librería Ross de la ciudad de Rosario.

Corre 1978, y la Argentina está en vilo en plena realización del Mundial de Fútbol. La posibilidad de seguir en carrera depende de que nuestra selección golee a la peruana en Rosario. Con el tiempo circularán historias que dirán que el partido fue comprado, pero por entonces ignoramos esos tejes y manejes y nos limitamos a sufrir, en anticipación del partido fatídico.

Pero hay gente a quien le preocupa algo más que nuestro destino futbolístico. Por Rosario y sus inmediaciones circula un rumor: hay que ir al estadio, pero no para ver el partido –no sólo para eso, al menos-, sino para aprovechar la presencia de Jorge Rafael Videla, el dictador, que acudirá también con la intención de darse un baño de masas.

La escena ocurre al fin. El estadio está repleto. La voz que resuena en los parlantes anuncia la presencia de Videla, en su carácter de Presidente de facto de la República Argentina. Y en ese preciso instante, aquellos que habían participado del rumor y también aquellos que vieron aparecer la oportunidad y no dudaron, unieron sus gargantas en una única, monumental, inolvidable rechifla.

El mundo nunca se enteró, como tampoco el resto de los argentinos. Algún obsecuente habrá bajado el sonido de la transmisión oficial, privándonos del conocimiento de lo que ocurría. Aun así, casi 30 años después, al oír la historia siento regocijo. Me imagino que al menos por un instante, el cruel y engreído Videla dejó de oír las loas de genuflexos y temerosos a las que estaba habituado, para enfrentarse con el sentimiento que millones albergaban en su pecho, aun cuando no tuviesen voz: la música del desprecio debido a los genocidas.

En aquel momento, sin siquiera saberlo, fuimos todos rosarinos.

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4 de julio de 2007
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Tatuajes en el alma

El otro día, en el auto, mi hija menor solicitó el correspondiente permiso para cambiar de CD. (En el diminuto país dictatorial que es mi vehículo, la elección de la música suele ser un privilegio del Supremo al Volante.) Entre las opciones que había a mano, eligió el último de Lloyd Cole, Antidepressant. Corrieron algunas canciones y se me ocurrió contarle lo mismo que conté aquí hace algún tiempo sobre Cole: que además de la admiración por su música me une a él una corriente afectiva que deriva del hecho de haber crecido en sincronía. Recuerdo que cuando empecé a oírlo, tenía la misma edad de Cole y de su canción 29. Todavía sigo oyendo su música, sólo que ahora Cole habla de un cuerpo que recién le empieza a funcionar los martes, con algunas partes que ya merecerían reemplazo, al punto que ni siquiera le hace efecto Scarlett Johanson.

Mientras seguía manejando, recordé que la primera canción de Cole que me llamó la atención fue Jennifer, She Said, cuyo protagonista lamenta haberse tatuado el nombre en cuestión sobre la piel, sucumbiendo a la pasión de un romance que terminó durando lo que un suspiro. Sonreí, pensando que grabarse en el cuerpo un nombre que termina convirtiéndose en una llaga era algo muy propio del joven que Cole era –que éramos- por entonces. Satisfecho conmigo mismo, pensé que por fortuna no había cometido semejante desatino en su momento. Y de inmediato entendí que no era necesario entender el tatuaje de manera literal. Ser joven hace inevitable tomar una larga serie de decisiones, muchas de las cuales pueden llegar a ser tan equivocadas como irreversibles –al igual un tatuaje.

Y yo, para qué engañarse, tomé decisiones de esa clase a manos llenas. Mi alma está llena de tatuajes a medio borrar. Marcas que me quedaron de tantas relaciones truncas, de tantas omisiones, de tantos fracasos. Algunas resultan casi ilegibles, pero otras permanecen, constituyendo un texto fragmentado que me encantaría expurgar de mi historia, pero que de lograrlo la dejaría incompleta y sin explicación.

Me fui quedando callado, sumido en el recuento de tanto garabato. Mi hija registró el silencio pero no dijo nada. Aunque los adultos pretendemos que nuestra piel no dice nada, los hijos conocen de memoria todos nuestros tatuajes. Por fortuna algunos de ellos tienen la delicadeza de fingir que no los ven, hacen de cuenta de que no pueden leerlos, de que la ropa con que intentamos cubrirlos ha cumplido con su cometido. Esa, según entiendo, es una de las formas más perfectas de su amor.

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3 de julio de 2007
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El final del final

Me encantó el CD nuevo de Paul McCartney, Memory Almost Full. Su música, por supuesto, pero también el lugar del alma desde el que está concebido. Desde que ocurrió lo de la niña africana me rondan obras que de una u otra forma se plantean la cuestión de la muerte. La otra semana fueron The End of the Affair y The Fountain. Esta semana fue Muerte en Venecia, tristísima, maravillosa película de Visconti inspirada por Thomas Mann. Cuando se aproximaba el Día del Padre, mis hijas me preguntaron qué cosas quería y yo mencioné el disco de McCartney. Que ya desde el concepto del título, esa memoria casi llena, remite a ese trecho final de la vida en que McCartney se sabe parado.

Por supuesto, tratándose de McCartney no puede sino tener momentos soleados aun cuando hable de cosas que cualquier otro encontraría truculentas. El disco funciona entre los paréntesis que representan Dance Tonight, una simple e infecciosa invitación a la alegría, y Nod Your Head, un rock duro al estilo de Why Don’t We Do It In The Road que haría las delicias de los hoy desaparecidos Beavis & Butthead. A partir del track 2, Ever Present Past, el tema queda establecido: “Espero que no sea demasiado tarde / Ando detrás del tiempo que se ha ido tan rápido / El tiempo que pensé que duraría / Mi siempre presente pasado”. En la balada You Tell Me, se trata del recuerdo de un verano tan bello y tan distante en el tiempo que ya ha comenzado a parecer irreal. Mr. Bellamy pertenece al registro beatlesco que inauguró Eleanor Rigby, y que en el disco anterior de McCartney revisitó la maravillosa Jenny Wren, canciones sin tiempo que cuentan historias, en este caso la de un anciano que chochea y que se ha encerrado en el ático de lo que bien puede ser un asilo.

Vintage Clothes plantea una actitud que comparto desde hace mucho, tanto en lo vital como en lo estético: “No vivas en el pasado / No te aferres a nada que esté cambiando rápido”. A fin de cuentas, “lo que pasó de moda siempre está volviendo”. That Was Me es un un rock como los de antes, que Paul aprovecha para revisar las postales de su vida entera. “Ese era yo / Transpirando telas de araña / Bajo contrato / En el sótano / En la TV / Ese era yo”. El estribillo redondea el asombro de la vida pasada ‘en un flash’: “Y cuando pienso que todas estas cosas / Pueden constituir una vida / (Encuentro que) Es muy difícil asumirlo”. House of Wax es grandiosa y está llena de imágenes apocalípticas, infrecuentes en McCartney; me encanta el verso con que se abre, caen relámpagos sobre el museo de cera, y la invocación a “encender los restos incompletos del futuro”. El punto de cierre a la cuestión lo pone The End of the End, donde McCartney habla de lo que desearía que ocurriese cuando llegue, precisamente, al final del final: “El día en que muera / Me gustaría que se contasen bromas / Y que se desenrollasen las viejas historias / Como alfombras en las que jugaron los niños”. Siempre les envidié a los yanquis y a los ingleses su forma de velar a los muertos, esto de reunirse a comer y a beber y a recordar inevitablemente. Cuando me toque The End of the End me gustaría que las cosas fuesen así, también, como en el final de la película Philadelphia: gente que ve fotos y filmaciones, que oye la música que a uno le gustaba, que se ríe recordando las viejas anécdotas. ¡Qué bonita manera de despedirse!

Hace poco Dylan dijo que McCartney le producía un asombro propio de la admiración. Entonces no entendí del todo a qué se refería, pero ahora sí.

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2 de julio de 2007
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Encuentros cercanos con escritores notables

A partir de lo de Cortázar de ayer, me quedé pensando con qué otros escritores de los que ya no están vivos me habría gustado conversar, café o bebida espirituosa de por medio. Me habría encantado compartir una de las caminatas que Dickens emprendía a diario por Londres, en la tarde temprana, después de haber dado fin a su jornada de escritura: ver lo que veía, oírlo contar anécdotas y terminar en un pub, intercambiando historias de la infancia o charlando sobre el teatro que más nos gusta. También me habría encantado conversar con Hammett, porque lo aprecio como escritor y porque tuvo la más interesante de las vidas; aunque lo más probable es que en ese caso terminase yo tumbado debajo de alguna mesa, o cantándole canciones irlandesas a la luna. (Hay que tener aguante para seguir el tren etílico a los Hammett, los O’Neill, los Hemingway.)

Habría sido feliz encontrándome con Rodolfo Walsh, aun cuando me temo que me habría considerado un tonto o poco menos. Tal vez habríamos encontrado un territorio común intercambiando anécdotas de Palestina. Arlt también me da un poco de miedo, me lo imagino demasiado intenso, pero de todas formas haría el intento: el hombre era todo un personaje. Como Hugo Pratt, a quien seguramente no había que darle mucha cuerda para que empezase a desgranar historias sin fin, tan ciertas como apócrifas y ocurridas –o no- aquí, allá y en todas partes, de Venecia a Moscú y del Sahara al Congo. Oesterheld debe haber sido más parco, pero no menos interesante. Me gustaría que me hablase de sus hijas, y saber además qué historias se quedó con ganas de contar por culpa de la intromisión de los asesinos.

Me habría encantado beber con Graham Greene: intercambiar historias de viajes y mostrarnos las cicatrices que la religión y su bisturí, o sea la culpa, dejaron sobre nuestros cuerpos. Por supuesto, cuanto más atrás escarba uno, más fantástica suena la ocasión. Debe haber sido interesantísimo conversar con T. H. Lawrence, con Herodoto, con Marco Polo, con Richard Burton el traductor de Las mil y una noches y del Kama Sutra.

El que me resulta un misterio tan completo como insoslayable es el Gran Dios Shakespeare. ¿Qué clase de hombre habrá sido? Tengo leídas unas cuantas de las biografías que le han consagrado, ninguna de las cuales me ayudó demasiado a hacerme una pintura precisa de su humanidad. ¿Sería más bien callado, como se presume de un creador con tal capacidad de observación? ¿Se permitiría la frivolidad, como resulta probable en un hombre que encontraba lo excelso tanto en Hamlet como en Falstaff? Lo único que sé es que en ese caso haría de tripas corazón, y me desembarazaría de mi proverbial timidez para invitarlo a una cerveza a la salida del Globo. Aunque no me dijese otra cosa que no, estoy seguro de que el monosílabo pasaría a formar parte central de mi vida bajo el título ‘Mi Anécdota con Shakespeare’.

Se me deben estar escapando un montón de candidatos. Mientras tanto, piensen ustedes. ¿Con qué escritores del panteón de dilectos y difuntos se tomarían una copita?

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29 de junio de 2007
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Vomitando conejitos por TV

El otro día pesqué en el canal Encuentro una vieja entrevista con Julio Cortázar. La agarré empezada, se trataba de algo hecho para la televisión española, el señor que lo entrevistaba era un caballero llamado Joaquín cuyo aspecto conservador contrastaba con el bueno de Julio, tan desmelenado, tan apegado a su cigarrillo, demasiado largo para las medidas convencionales de cualquier sillón. Me quedé enganchado por muchas razones. En primer lugar por lo insólito del placer: ¿cuántas veces pudieron escuchar a un gran escritor durante casi dos horas de TV, sin apuros ni interrupciones comerciales? En segundo lugar, porque más allá de la ocasional frase en algún noticiero –por lo general cuando se cumple algún aniversario, en caso de que alguien se acuerde-, nunca había oído hablar a Cortázar largo y tendido. Me gustó su voz, naturalmente grave y todavía más virada hacia los bajos por obra del tabaco. Me produjo ternura su ‘erre’ arrastrada por defecto de dicción, que lo aproximó a París antes que cualquier viaje. Pero lo que más me gustó fue él mismo: su postura nada engolada, sus reverencias de alumno ante los maestros Borges y Arlt, la historia de su padre ausente y de su madre tan culta como frustrada, la revelación obtenida cuando niño de que para él lo fantástico –encarnado, en este caso, en uno de los libros menos conocidos de Verne, El secreto de Wilhelm Storitz- era menos fantástico que para los demás, al punto de resultar indistinguible de lo real.

Yo recuerdo la lectura del cuento Los venenos como si fuese hoy. Estaba en uno de los últimos años de la escuela primaria, cuando la señorita Barbeito abrió su ejemplar de Final del juego y se puso a leer en voz alta. No voló una mosca en todo el rato. Me gustó desde el arranque: ‘El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas’. Contundente como un puñetazo y a la vez misterioso: ¿qué clase de máquina era esa de la que hablaba? Enseguida me atrapó el lenguaje, era casi como oír hablar a un chico como yo, además al pibe le gustaban cosas que yo reconocía: jugar a Buffalo Bill y Sitting Bull, hojear la revista Billiken, leer las novelas de Salgari. El chico éste se entusiasmaba además con una vecina llamada Lila, a mí me había pasado lo mismo con una Lila que conocí en Catamarca y que resultó tan taimada como la de cuento. ¡Parecía algo que podía haber escrito yo, tranquilamente!
Después encontré en mi casa otros libros de Cortázar, mi vieja tenía un montón, tenía hasta novelas como El libro de Manuel que yo sólo husmeaba buscando guarangadas (me acuerdo de una parte en que ponía: LONSTEIN ON MASTURBATION!, así con mayúsculas, nunca supe quién era el dichoso Lonstein), pero yo me quedé con los cuentos, me los leí todos una y otra vez. Descubrir a Cortázar me hizo entender que yo también podía hacerlo, que además de imitar a Salgari y a Verne yo podía escribir de gente como mis amigos, o incluso mi madre, que se comunicaba mejor conmigo pasándome libros que a la hora del diálogo. Entendí entonces que ya no necesitaba llenar mis historias de expresiones como pardiez, enjaezar, voto a bríos o algazara, que se me habían pegado de tanto leer traducciones de Dumas. Podía escribir casi como si estuviese hablando, eso tenía sus ventajas, cuando escribís de esa manera parece que la historia estuviese ocurriendo en ese momento, al tiempo que leés, y eso produce un efecto buenísimo. Quiero decir: hace que todo suene real, hasta el hecho de abrir la boca y vomitar conejitos.

Lo que me gustó de la entrevista, a fin de cuentas, fue descubrir que Cortázar era un señor con el que me habría gustado tomar un whisky y charlar de cualquier cosa. Y eso no es algo que me pase con muchos de los escritores que conozco, se los puedo jurar.

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28 de junio de 2007
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El huevo de la serpiente (III)

Durante la campaña por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, toda la gente con la que me crucé que confesaba intenciones de votar a Macri pertenecía a estas clases medias de las que vengo hablando. Yo no culpo a las clases más acomodadas por elegir a Macri, que después de todo es uno de los suyos y juega consistentemente para ese bando. Tampoco puedo culpar a los más humildes, gente que se compró a Macri “porque es de Boca”; se trata de votantes que no tienen acceso a medios de comunicación que informen a fondo y promuevan el debate, ellos conocen a Macri de las transmisiones de fútbol y de sus intervenciones en los programas banales que conforman el grueso de la transmisión televisiva de aire. Pero sí puedo pedir razón de sus actos a la gente que se parece a mí, que tiene un pasar más o menos tranquilo, vivienda propia, educación formal hasta el fin del secundario, servicio de cable y vacaciones pagas todos los años. Quiero decir, gente que carece de excusas para ser miope, y que si decide jugar el papel lo hace a conciencia de ser cómplice con la prolongación de un estado de injusticia social generalizada.

Cuando le preguntaba a esta gente por qué pensaba votar a Macri, los argumentos que esgrimían eran siempre los mismos. Por ejemplo, que Macri “es un buen administrador”. No conseguí que uno sólo me dijese cómo le constaba ese hecho, dado que Macri hijo siempre ha formado parte, de una u otra manera, de las empresas creadas o administradas por su padre. (Salvo que se refiriesen a Boca, que a fin de cuentas es una máquina de producir oro que hasta yo administraría bien.) Cuando les preguntaba por qué consideraban que la ciudad de Buenos Aires era ante todo una empresa –¿para qué es fundamental un administrador, si no para una empresa?-, tampoco respondían nada coherente. Les planteaba entonces la situación de aquellas personas que no pueden redituarle ganancia alguna a la empresa-Buenos Aires: indigentes, gente con deudas insalvables, recolectores informales de basura, huérfanos, convictos, enfermos. ¿Qué es lo que debe hacer un “buen administrador” con todos ellos? Me pregunto si los planes de Macri para erradicar las villas de esta ciudad son una respuesta a este intríngulis mío.

Lo cual me lleva a interrogarme por las razones ocultas por las que gente como la que describo vota a Macri. Dado que el gobierno de la Nación ha perseverado en su política de rechazar todo tipo de represión a las manifestaciones populares, el Macri convertido en líder de la oposición en Buenos Aires significa un coto a los cortes de calles por protestas, a los cartoneros por todas partes, a la delincuencia urbana. Por supuesto esto es imposible, porque apenas Macri cometiese el error de reprimir o de adoptar ostensibles políticas de exclusión la ciudad se convertiría en un infierno, pero hay mucha gente convencida de que Macri transformará la ciudad en un gran country, o en el peor de los casos en un barrio privado. Creo que muchos sienten, aunque jamás lo confesarían, que haber votado a Macri los convierte en parte de la “gente como uno”. Después de todo tiene sonrisa de blanqueador, ojos azules, usa camisas al tono y no levanta nunca la voz, lo cual lo preserva de la chabacanería. Alguna gente se sentirá más rubia esta semana, de eso estoy seguro.

Supongo que Macri seguirá disimulando sus verdaderas intenciones durante algún tiempo, tal como lo hizo en toda la campaña. Algo ya ha empezado a revelar, al expresar sus intenciones de despedir a miles de empleados de la comuna. (En realidad pretende que el todavía intentente Jorge Telerman se haga cargo de esta tarea sucia, sin duda alguna para preservarse de una reacción popular adversa.) Mientras tanto, seguiré preguntándome qué habrán sentido después de la guerra aquellos alemanes de clase media que votaron a Hitler, convencidos de que los ayudaría a poner coto a “la chusma judía” que pululaba en sus calles y afeaba sus salones.

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Les pido disculpas por haberlos fatigado con este asunto. Pero me parece demasiado grave para consignarlo a la ligera.

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27 de junio de 2007
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El Boomeran(g)
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