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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Alta Gracia

Adolfo Barrera tiene su librería en una ciudad cuyo mero nombre exalta: Alta Gracia, a cuarenta y pocos kilómetros de la capital cordobesa. La ciudad es pequeña y preciosa y está flanqueada por sierras que recuerdan a propios y extraños que el sitio tiene vocación de eternidad. El aire es tan claro y seco que durante siglos la gente peregrinó hasta aquí para darle respiro a sus pulmones. Manuel de Falla vivió sus últimos tiempos en esta tierra. Ernesto Guevara pasó once años en Alta Gracia, todo un récord tratándose de un alma nómade; una de las siete casas que habitó se ha convertido en el Museo del Che. (Todavía pervive el alboroto de la reciente visita de Fidel, que en uno de sus viajes a la Argentina se tomó el trabajo de rodar hasta aquí para honrar su memoria.)

Vuelvo a Adolfo. Tal como dije, es dueño de una librería. Como también suele ocurrir en las grandes ciudades, lo que asegura la subsistencia del librero son las ventas de la temporada escolar, eso es lo que le permite respirar. (Además del aire claro y seco, por supuesto.) Pero Adolfo se metió en el baile porque buscaba algo más. Del mismo modo en que el guerrero relata sus batallas y enseña cicatrices, Adolfo cuenta una anécdota que lo define. Dice que la gente le pide que le recomiende libros, lo que convierte cada una de sus lecturas no sólo en placer, sino además en algo parecido a una responsabilidad. En una de esas ocasiones respondió al desafío con una recomendación puntual. (El título del libro no viene a cuento, al menos en esta ocasión.) Su cliente todavía sentía escepticismo, pero finalmente le hizo caso. Corte. Equis tiempo después: semanas, meses, es igual. La mujer regresa a la librería, y en vez del buenas tardes de rigor se abalanza sobre Adolfo y lo abraza. Cualquiera de nosotros, que hemos tenido la fortuna de cruzarnos con esos libros que iluminan la vida, entendemos la reacción sin necesidad de más explicaciones. Hay libros que además de pesar lo que pesan y costar lo que cuestan, son un regalo para el alma a quien nadie podría atribuirle precio.

Desde hace tres años Adolfo organiza a pulmón la Feria del Libro de Alta Gracia. Quiero decir que la piensa toda, que la sueña de pe a pa y con el paquete atado empieza a buscar auspicios. Ha tenido la fortuna de encontrar eco cada vez, haciendo que la Feria crezca año tras año. Con el apoyo de la Municipalidad local, de empresas y de particulares, se instala en el casco histórico de la ciudad y además de los obvios stands llenos de libros organiza actividades que permiten a la gente acercarse a los artistas. El viernes por la noche estaba lleno de gente escuchando a la escritora cordobesa Cristina Bajo, por ejemplo. El sábado por la mañana llegó uno de los periodistas y escritores más interesantes de la Argentina, Cristian Alarcón, autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. (Con quien sigo cruzándome en todas partes sin poder llegar a conocerlo.) Cuando yo me fui, el sábado al mediodía, estaban por llegar Juan Sasturain y Liliana Escliar. Poco después llegaría Guillermo Martínez, el autor de Crímenes imperceptibles, uno de los mejores escritores de este país. Y además estaban Los Musiqueros y Juan Terranova y Angela Pradelli y Cristina Loza.

Imagino que toda esta gente irá a Alta Gracia por la misma razón que yo, pero como sería injusto arrogarme semejante representación me limito a expresar mi propio motivo: uno va a la Feria de Alta Gracia porque nunca podrá agradecer lo suficiente la existencia de gente como Adolfo, uno de esos tipos que ama tanto la literatura que se toma el asunto –y por ende cada una de sus recomendaciones- como un sacerdocio. Gente que contagia su entusiasmo por los buenos libros, encendiéndolo todo a su paso. Ojalá se multipliquen los Adolfos en todas partes, custodios de la flama. Aprovecho estas líneas para agradecerle su invitación. De paso le agradezco también a Carina Chiuchich, Directora de Turismo. Y a Desirée y a Anita. Y a toda la gente que me hizo sentir su calor durante la charla pública junto a Adolfo. Y a Emanuel Rodríguez, de La Voz del Interior. (Con quien también sigo jugando a las escondidas.) Y a Virginia Barrera, a quien le debo una cena. Todos ellos se conjuraron para que una vez más la ciudad de Alta Gracia hiciese honor a su nombre.

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24 de julio de 2007
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La luz del Negro

No puedo verter más loas sobre el Negro Fontanarrosa de las que ya difundieron los medios internacionales en estos días, a pesar de que ni siquiera esa avalancha le hace justicia. Me gustaría sin embargo comentar dos pequeñas cuestiones. En primer lugar, la admiración que me despiertan los lazos que supo generar con su público. Su popularidad indiscutible y la sencillez que destilaba en persona no deberían ocultar el hecho de que el Negro fue lo que yo considero un tipo muy culto: sólo puede recrear lenguajes y modalidades narrativas aquel que los conoce muy bien, y Fontanarrosa parodió y subvirtió desde adentro el policial, la gauchesca y tantos otros géneros y subgéneros precisamente porque se los sabía al derecho y al revés. Quiero decir: pudiendo haber aprovechado su sapiencia para dibujar y escribir algo pretencioso –cosa que estaba a su alcance, insisto-, Fontanarrosa no hizo nunca nada que no estuviese próximo a su corazón. Las personas que tienen una noción tan clara de sí mismas me resultan sanamente envidiables. Y los artistas que saben emplear su talento de una forma tan sabia me parecen una gloria. Fontanarrosa era ambas cosas. Me saco el sombrero ante su dimensión, que hace algunos meses describí en esta columna como genial, y punto.

La segunda cuestión está muy vinculada a la primera. Más allá de la tristeza que implica su muerte temprana, no pierdo el registro de que en los últimos tiempos Fontanarrosa recibió el premio más grande a que puede aspirar artista alguno: el calor y el afecto de miles de personas que con la palabra, la sonrisa y el abrazo le demostraron a diario su agradecimiento por todo lo que había hecho en vida. Al menos en mi opinión, no hay galardón académico ni económico ni mejor distinción que el amor de la gente, y eso Fontanarrosa lo recibió a manos llenas. No existe nadie a quien le ocurra algo similar de manera inmerecida, y el Negro estuvo muy lejos de ser la excepción: nos hizo reír y pensar y gozar tanto, que se merecía todos los mimos del mundo.

Cuando las noticias de la muerte de Dickens llegaron a América, Longfellow escribió: “Nunca supe del deceso de un autor que causase un dolor tan generalizado. No es exagerado decir que el país entero ha sido golpeado por la pena”. Durante los dos días que siguieron a su entierro en la abadía de Westminster, la gente hizo cola para saludar su tumba y dejar ofrendas florales que, según su hijo describió, muchas veces estaban atadas por jirones de tela que parecían arrancados de los ropajes de los penitentes. A nadie le sorprendió el detalle: con su arte Dickens había logrado conmover hasta a la gente que habitualmente no tenía acceso a la cultura que se pretende escrita con mayúsculas. Sin intención de comparar sus obras, puedo decir que Fontanarrosa pulverizó igualmente las barreras que tantas veces separan al arte de la gente, barreras que siempre consideré artificiales y reaccionarias: a nadie debería privárselo de la posibilidad de disfrutar de la belleza en cualquiera de sus encarnaciones, por más que no le alcance el dinero para comprar un libro –o incluso un diario.

Mis respetos para el maestro. En medio del dolor, no puedo dejar de alegrarme ante la cosecha de amor que recibió en buena hora.

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Vaya además mi sentimiento para la familia Polanco, a través del océano que nos separa. 

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23 de julio de 2007
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El hombre en el umbral

Vi a C. E. Feiling una sola vez en mi vida, que recuerde. Una noche de los tempranos años 90, en el departamento que compartía con Gaby Esquivada. No recuerdo la ocasión, ni una sola conversación de las que habré oido aquella noche. Lo único que recuerdo –la memoria es más rara que la mierda, por eso los escritores la consentimos como a una aliada- es a Feiling de pie bajo el marco de una puerta, entre el living y el pasillo que conectaba con los demás ambientes. Parado allí, nomás. Ni siquiera puedo decir que estaba hablando con alguien: no conservo registro de su voz, sólo me la imagino a partir de una referencia de Gaby, que la asimila a las golden voices al estilo Leonard Cohen.

Por lo demás, me limité a leer sus novelas como un lector cualquiera. Y en mi condición de tal, me enteré de su muerte por los diarios.

Cuando me invitaron a presentar Los cuatro elementos (reedición de sus novelas, más el ‘bonus track’ de un capítulo de la inconclusa La tierra esmeralda), la pregunta que surgió desde el pánico fue: ¿por qué yo? Iba a estar Fogwill, a quien Feiling admiraba. Supuse que también estaría Luis Chitarroni, que fue su amigo y que además escribió el prólogo del libro. Y también Gaby, que fue su mujer y a quien admiro como periodista. Me sentí baraja de palo en una mano de poker. ¿Qué podía aportar yo a semejante delantera? No se me ocurrió otra forma de encontrar respuesta que no fuese la obvia. Releer las novelas. Leer el ‘bonus track’.

Desde el arranque mismo de El agua electrizada viví el asunto como una revelación. Entendí que existía un lugar desde el que yo podía hablar, desde el que quería hablar, en virtud del entusiasmo que crecía a cada página. Me refiero al lugar del lector. Esa es la única relación que tuve con Feiling en vida, la clase de relación que ni siquiera la muerte altera: la del lector con el escritor que lo encanta. Sabrán disculpar, pero tengo una saludable desconfianza respecto de la gente que ‘sabe’ de literatura. Yo no sé nada, al menos desde un registro académico. No puedo describir sistemas ni hablar de etapas, no me interesan las filiaciones ni los bandos. Yo leo, nomás. Mi filtro funciona de acuerdo a lo que el Indio Solari llamaría “el principio rector del placer”. Es simple: un libro me gusta o no. Si no me gusta, lo dejo caer y ya no vuelvo a pensar en él, por más que los suplementos literarios del mundo juren que es una obra maestra. Si me gusta lo disfruto hasta el final. Y si me gusta mucho se queda orbitando mi alma como un satélite de última generación, por más que pasen años, gobiernos y modas.

Lo primero que me sorprendió de la lectura fue que me lo había olvidado todo. Pasé por El agua electrizada, Un poeta nacional y El mal menor como si fuese la primera vez. Pensé entonces, con algo de temor, que en su momento las novelas de Feiling debían haberme gustado y nada más. Por algún motivo no las ubicaba en mi carta satelital. Terminé entendiendo la razón mucho antes de llegar al ‘bonus track’. Insisto: la memoria –la mía, al menos- es más rara que la mierda. A veces creo que tiene mucho de medusa: porque es de una plasticidad infinita, virtualmente inasible; porque es traslúcida pero nunca transparente; y porque si te aproximás demasiado, produce un ardor de morirse. Yo creo que olvidé los libros de Feiling para poder escribir los míos sin sucumbir a lo que suele llamarse la angustia de las influencias. Yo creo que elegí olvidármelos hasta que di mis primeros, torpes pasos. Y entonces el satélite volvió a emitir señales.

Durante estos años, desde el sitial de lector, le he estado reclamando a los escritores argentinos una serie de cosas que sólo encuentro raramente. Que sus libros me produzcan placer, para empezar. (No me molesta que la historia que se narra me haga sufrir, pero no tolero que el texto lo haga.) En segundo lugar, que me entretengan. (Para mí el aburrimiento es el primero de los Pecados Capitales en un escritor.) También les pido que no me subestimen. (No me molesta leer textos de gente más inteligente que yo, por el contrario, es parte de la gracia.) Y por último, que no me hagan perder el tiempo con boludeces. Aquí en ‘boludeces’ pongo una nota al pie, que en letra más pequeñita debería decir, allá abajo: ‘Me refiero en especial a las boludeces culteranas. Ya sé que la vida es complicada, pero precisamente por eso la encuentro demasiado entretenida para desperdiciarla en masturbaciones de laboratorio. Yo les pido a los escritores que sean intensos, que me lleven donde nunca fui, que me arranquen de la comodidad de mi existencia de una patada en el culo. Antes que leer elucubraciones de alguien que parece no haber cruzado nunca el umbral de su casa, prefiero divertirme con mis hijas o beber con mis amigos’. (Fin de la nota al pie.)

Lo que mi memoria-medusa hizo fue simple: ocultó por un rato que todo lo que hoy le reclamo a los escritores argentinos Feiling ya lo había hecho en su momento. Leerlo es un placer sublime. Sus novelas son entretenidas en el mejor de los sentidos. Jamás subestiman al lector. Cada una de sus páginas revela a un tipo enamorado de la literatura, pero también a un enamorado de la vida, con la intensidad elegante que imagino fue su marca de fábrica. Aun en las situaciones desesperantes, sus personajes disfrutan de los placeres que nos depara la existencia: el sexo, conocer mundo, liar un cigarrillo, ver cine, comer bien, beber mejor y leer (y releer) libros que nos vuelen la cabeza. Los protagonistas de los relatos de Feiling pueden leer, sí, y muchos hasta escriben, pero ante todo toman la vida por las astas. No se dejan abrumar por la realidad por jodida que sea y tampoco la niegan: por el contrario, intervienen en ella para modificarla, aunque exista la posibilidad de que todo salga como el culo. Lo hace Antonio Hope en El agua electrizada, lo hace Esteban Errandonea en Un poeta nacional, lo hacen Inés Gaos y Nelson Floreal en El mal menor.

Están tan decididos a ser, que las cuestiones del género al que han arrimado sus vidas los tienen sin cuidado: Hope entiende que se ha metido en un policial, Errandonea querría creerse protagonista de una aventura romántica e Inés sospecha que ha pasado formar parte de una de terror, como las películas de John Carpenter que tanto le gustan a su socio. Feiling tenía tan claro como ellos qué era lo importante y qué lo banal; se me hace que estaba muy seguro de quién era. Por eso podía incluir una cita de Apuleyo, pero colgándole otra que reivindicaba a un autor a quien muchos escritores desprecian: un párrafo de un gran relato de Stephen King, The Man in the Black Suit, completa los acápites de El mal menor. ¡Y La tierra esmeralda tenía toda la intención de ser un ‘fantasy’, el territorio por antonomasia de Henry Ridder Haggard, de Robert Howard y de Lin Carter, del mismísimo J. R. R. Tolkien!

Me fascina de Feiling la naturalidad con que cortó el nudo gordiano de los prejuicios para narrar lo que quiso y como quiso, dando por sentado de hecho que aquí también podemos hacerlo. Todos sus personajes son argentinos, y a la vez ninguno de ellos siente el complejo de la presunta periferia: no hace falta ser inglés, o francés, o norteamericano para que te quede bien el traje de los géneros literarios, sean los que sean. La aventura de la imaginación no reconoce banderas. Feiling, que venía de tantas partes y era depositario de tantas tradiciones, no parece haber sentido que su argentinidad era un impedimento, sino muy por el contrario: la mejor de las excusas para probarlo todo.

Ahora que el satélite Feiling volvió a emitir en mi universo señales que reconozco y comprendo, ahora que estoy escribiendo una novela de ‘fantasy’ como quiso ser La tierra esmeralda, siento que la reedición de sus novelas me quita un peso de encima. Como lector, ya no necesito explicarles a los escritores argentinos qué es lo que espero de ellos. De aquí en más me basta con decir: lean a Feiling. Que es, por cierto, el mismo consejo que daría a todos los lectores, a los que todavía no lo descubrieron y a los que como yo, cometieron el error imperdonable de distraerse.

Me gustaría creer que la única imagen suya que conservo tiene un sentido posible. Que Feiling está allí parado por un motivo, custodiando un umbral que yo deseo cruzar. Hace falta coraje para cruzarlo, y por supuesto algo más. Imagino que abre la boca, y que como no puedo ponerle otra voz que la de Leonard Cohen me dice: There ain’t no cure for love, no hay cura para el amor. Una frase que sólo puede haber concebido un escritor maravilloso con un corazón que funciona a pleno, como estoy seguro que lo era Feiling.

Si se me permite el juego de palabras, diría que Feiling failed no one, que no se falló a sí mismo ni a los que lo amaron, porque en buena medida no estaba dispuesto a fallarle a los lectores –ni siquiera a aquellos que todavía no lo conocían.

Ahora es nuestro turno, en todo caso. Nuestra hora de no fallarle a Feiling.

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Mientras me preparaba para la presentación del libro de Charlie, que ocurrió ayer jueves en la Boutique del Libro de Palermo, me enteré de la muerte de Fontanarrosa. Supongo que terminaré hablando de él, pero ya no hoy. Demasiadas tristezas para un solo día.

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20 de julio de 2007
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Un grande entre los grandes

De tanto en tanto los reportajes públicos que en nombre del Actor’s Studio conduce James Lipton (siempre untuoso, casi siempre insoportable) deparan momentos inolvidables. La semana pasada el canal de cable Film & Arts transmitió una entrevista de dos horas a Liza Minnelli. Como además de responder Liza cantó y bailó, el programa me ayudó a paliar la frustración de haber faltado a su reciente actuación en Buenos Aires. Este martes por la noche fue el turno de Al Pacino, nacido Alfredo James Pacino como nieto de un hombre nacido a su vez (¡de la más profética de las maneras!) en Corleone, Sicilia. La cabalgata en la que recorrió tan sólo algunas de sus películas ayudó a refrescar una noción que solemos olvidar, por el simple hecho de sentirlo cerca, casi uno de los nuestros: el hecho de que Pacino es uno de los más grandes actores del último siglo. 

Como suele ocurrir con los intérpretes excepcionales, Pacino sólo es brillante cuando actúa. En persona se esfuerza por agradar, pero es obvio que lo suyo es agrandarse tan sólo cuando vive en pieles ajenas. Durante la entrevista recordó sus orígenes humildes y la separación de sus padres cuando tenía dos años. (Volvió a reencontrarse con Salvatore, su padre, por pura casualidad cuando tenía seis años, en el interior de un cine. A nadie debería extrañarle que haya buscado trascendencia por medio de este arte.) También rememoró la muerte temprana de su madre, que para mayor frustración no llegó a verlo triunfar. Y la influencia de Lee Strasberg, que fue su maestro en el Actor’s Studio y después su coprotagonista en El Padrino 2 (donde interpretó al mafioso Hyman Roth) y en … And Justice For All. Fue Strasberg quien le dio un consejo que Pacino admitió olvidar a menudo: no siempre es imprescindible darlo todo. Si alguna crítica puede hacerse a sus roles fallidos es precisamente esa, la de convertir hasta los papeles de hombres comunes y corrientes en maratones de actuación bigger than life.

Pero qué maravilloso ha sido en aquellos roles que le quedaron pintados… El Michael Corleone de la saga de El Padrino, casi invisible al comienzo e inescapable sobre el final. (A veces pienso que Michael nos cuenta mejor que nadie.) Frank Serpico, ese hombrecito tan digno como muerto de miedo que se enfrenta a solas a la corrupción policial. El sublime Sonny de Tarde de perros, que asalta un banco para financiar la operación de cambio de sexo de su amado. El operístico Tony Montana de Scarface, película que volví a ver hace muy poco. El Vincent Hannah de Heat, donde compartió una escena antológica con el otro monstruo de la actuación consagrado en los 70, Robert De Niro. El Roy Cohn de la miniserie Angels in America, cuya excelencia Pacino tuvo el tino de atribuir por completo al dramaturgo Tony Kushner, autor de la obra original.

Como también le ocurre a De Niro, hace ya mucho tiempo que el cine no les depara un rol como los de antaño. Uno debe conformarse con verlos en películas menores, por ejemplo en la flamante Ocean’s Thirteen, donde oficia de villano frente a George Clooney y Brad Pitt. A nadie debería extrañar que Pacino se haya aproximado a Shakespeare en los últimos años, en proyectos personales como Looking For Richard y en el protagónico de El mercader de Venecia: es natural que encuentre allí un material apropiado a su dimensión y a la profundidad de su talento. Ojalá se le crucen todavía algunos personajes que estén a su altura, aunque más no sea dentro del canon shakespiriano. (Todavía le queda un mínimo margen para intentar Macbeth, y sin dudas debería haber un Lear en su futuro.)

No es que Pacino se haya agrandado: es que el cine se hizo más pequeño.

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19 de julio de 2007
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Una familia que es una joya

¿No les ocurre a ustedes eso de quedarse enganchados con una película cada vez que la pescan por la TV, aunque ya la hayan visto mil veces? A mí me pasa con muchas, por supuesto incluyendo unas cuantas que distan de haber sido consagradas como obras de arte. El otro día, sin ir más lejos, volví a caer con The Family Stone, una película escrita y dirigida por Thomas Bezucha, que aquí en la Argentina –y también en la TV- se exhibió con el título de La joya de la familia. Sí, ya sé, se trata de la típica comedia de Hollywood sobre instituciones sanguíneas disfuncionales. (Aunque esta familia es bastante más funcional que la de muchos, vale decir.) En su favor puedo decir que tiene un cast más que interesante, con Diane Keaton como la madre de los jóvenes Stone, Sarah Jessica Parker como la novia del hijo mayor –una chica tan estreñida que de usar un carbón como supositorio produciría un diamante- y Claire Danes como su hermana. (También trabajan Rachel McAdams, Luke Wilson y Craig T. Nelson, siempre competentes.) Más allá de cualquier otra racionalización, lo cierto es que la película me puede. Cada vez que la veo termino lagrimeando como un idiota, y preguntándome si mis hijas se habrán dado cuenta de que su padre sigue siendo un sentimental sin remedio.

Lo que me conmueve de la película es que, sin perder jamás la agudeza y el sentido del humor, logra pintar una familia que vale la pena, esa familia a la que todas –incluyendo la mía- querrían parecerse. Ojalá obtenga algún día la tranquilidad de saber que logré construir un puerto semejante para mis hijas y para su gente, donde vivir vale la pena y en el que se puede atracar siempre que haya tormenta. Ya sé que voy a contrapelo de los tiempos, han sido demasiados siglos insistiendo en el valor sacrosanto de la institución cuando a todos nos consta que existen familias, o por lo menos integrantes notables del ensemble, que ejercen cotidianamente su potestad de arruinarnos la vida. En todo caso, no se me escapa que el mundo exterior espera ansiosamente su oportunidad de arruinárnosla también. A menudo aquellos que sobrevivieron a padres o madres de pesadilla se desempeñan como pez en el agua en este mundo que no perdona a nadie; en estos casos, la familia disfuncional opera como una excelente, aunque durísima, maestra de vida. (También conozco gente que ha padecido cosas similares y que no aprendió nada. A estos no les va nada bien, como resulta inevitable.)

Yo creo que todos necesitamos una familia. Lo bueno de estos tiempos es que se han relajado las condiciones para inscribirse en el club, otrora tan elitista. La gente que no cuenta del todo con su familia de sangre busca hoy armarse su propio equipo, no sólo con amores e hijos sino también con amigos: gente en la que uno confía pase lo que pase, aunque no se comuniquen ni se vean a diario. En uno de los momentos de crisis, Meredith (Sarah Jessica Parker) le espeta a la matriarca de los Stone: “¡Ustedes no son mejores que yo!” A lo que Sybil (Keaton) responde: “¡Claro que no! Lo único bueno es que nos tenemos los unos a los otros”. Esa es la función irreemplazable de la familia, sea de la clase que sea: constituir ese núcleo tibio en el que siempre nos sentiremos acogidos. No importa que nuestros familiares sean más o menos educados, o solventes, o elegantes. Pueden ser francamente impresentables y aun así cumplir con su parte. Lo que importa es que sepamos que siempre podemos contar con ellos –del mismo modo, esto es insoslayable, en que cuentan con nosotros de manera incondicional.

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No quería dejar de decir que me encantó el texto que Verdú colgó ayer, aquel sobre el pensamiento negativo. Como cualquiera de los que nos sentimos amenazados por su patología, valoro locamente todo lo que me ayuda a resistirme a semejante peligro.

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18 de julio de 2007
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Mi pasado me condena

¿Qué sería de mi vida si un extraño fenómeno me catapultase hacia atrás en el tiempo, dejándome varado en 1973? Esa es la premisa de Life On Mars, una miniserie de la BBC que la filial latina de HBO empezó a emitir este domingo. En el caso puntual de la serie, este salto hacia atrás le ocurre al policía Sam Tyler (John Simm), que en un momento desesperante de su vida –su novia acaba de ser secuestrada por el asesino serial cuya pista seguía- es atropellado por un auto y despierta 33 años atrás. (La serie transcurre en 2006, año de la producción original.) Cuando descendió de su Jeep Grand Cherokee, Tyler estaba escuchando la canción de David Bowie Life On Mars? en su iPod. Al despertar después del accidente, su Jeep ha dejado lugar a un Rover P6 dentro del cual suena la misma canción, sólo que ahora gracias a una cinta tan anticuada como el vehículo. Uno de los versos de la canción profetiza a Tyler lo que le ocurrirá en breve: “Miren al hombre de la ley, golpeando al tipo equivocado. / Me pregunto si sabrá alguna vez que forma parte del exitoso show ‘¿Hay vida en Marte?’” En efecto, Tyler deberá presentarse ante su nuevo superior en la policía, el DCI Gene Hunt (Philip Glenister), que conduce sus asuntos a la vieja usanza: es brutal, xenófobo y sexista. Al menos en su primer capítulo, la serie le saca jugo a las contradicciones entre el políticamente correcto Tyler y su impresentable jefe, creando deliciosos momentos de comedia que tan sólo parecen haber comenzado.

¿Cómo eran ustedes en 1973, en caso de que ya existiesen entonces? Déjenme ver: yo tenía once años, estaba terminando la escuela primaria, era miope, algo gordito y desesperadamente tímido. (Ahora también, pero cuando uno se vuelve adulto deja de parecer tímido para parecer antipático, nomás.) Regresar a esa época me resultaría tan angustiante como al pobre de Tyler, no sólo porque me vería obligado a usar pantalones con botamanga ancha y a padecer la insufrible música popular del momento –pienso en aquellos programas de TV como Música en libertad y Alta tensión-, sino porque además, sabiendo lo que hoy sé, tendría consciencia de la inminencia del golpe militar y del genocidio que también se aproximaba. Me imagino tratando de contarle a alguien que vengo del futuro, y describiéndole lo que va a ocurrir en 1976. Nadie me hubiese creído, lo cual resultaría más que comprensible: mi relato habría sonado demasiado terrible, demasiado delirante para ser considerado factible. 

Esa es una de las tantas diferencias que nos separan de la gente de buena parte de lo que suele llamarse Primer Mundo. Ellos pueden fantasear con viajar al pasado, lo cual sólo les genera un conflicto de modas, de estilos y a lo sumo se relaciona con un problema puntual, como el del asesino a quien Tyler persigue. Los que vivimos en el Otro Mundo tendríamos problemas bien distintos, en caso de regresar a 1973. No pensaríamos en prevenir un crimen, sino en evitar cientos de miles, en muchos casos ordenados y cometidos por representantes del Estado. Ya me imagino la película, con mi pobre protagonista tratando de convencer a alguna gente de que se vienen los campos de concentración y los vuelos de la muerte. Sería un relato apasionante, no me cabe duda. Aunque infinitamente más triste que Life On Mars.

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17 de julio de 2007
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Un buen par de alegrías

Uno tiende a reaccionar con reflejos impecables cuando se trata de compartir una queja o un motivo de enojo (por piedad, no me hagan hablar del partido de ayer ni mencionen nada que venga del Brasil), pero suele ser más lento cuando el asunto pasa por compartir una alegría. Esto es lo que me gustaría hacer hoy, de manera muy breve. La semana pasada se confirmó que por primera vez en la historia, las escuelas de nivel secundario de toda Francia incluirán dentro de su programa de cine la exhibición de un filme argentino. Y ese filme resultó ser, para mayor alegría, uno muy próximo a mi corazón: Kamchatka, que dirigió Marcelo Piñeyro, con Ricardo Darín y Cecilia Roth de protagonistas.

Me consta, por haberlo vivido en carne propia, que además de hablar sobre un momento particular y terrible de nuestra historia, Kamchatka es una narración que conmueve a públicos de todas partes, quizás porque el drama del que habla es, además de histórico, uno con resonancias universales. Todos hemos sido pequeños alguna vez, todos nos hemos sentido víctimas de una injusticia, todos perdimos la inocencia cuando advertimos que nuestros padres ya no podían protegernos de muchos de los males de este mundo. Ojalá los muchachos franceses lo entiendan de esta manera, como un relato que habla de los valores más profundos que puede transmitir una familia, y también de la manera en que la realidad suele avasallarlos –con la complicidad de aquellos que privilegian su interés por encima del bien común.

El jueves pasado hubo una conferencia de prensa aquí en Buenos Aires, durante la cual se anunció la buena nueva. Fue en el Ministerio de Educación, con presencia del ministro Daniel Filmus y de las autoridades francesas del área, lideradas por el embajador Frederic du Laurens. También estuvieron Piñeyro, Roth y Darín, como las caras más visibles de aquel proyecto que nos conmovió tanto. (Oyendo hablar a Ricardo recordé la tarde en que nos reunimos a leer el guión por primera vez, poco antes del inicio del rodaje. Nos costó llegar al final, dada la emoción que nos cerraba las gargantas.) Ojalá el año próximo las autoridades francesas opten también por Nueve Reinas, otra película argentina que aspira a ser exhibida en los cursos superiores del secundario. Sería un bonito homenaje para su director, el desaparecido Fabián Bielinsky, que aquí en la Argentina colaboró siempre con el programa equivalente al francés, llamado “La Escuela en el Cine”, con dirección de Roxana Morduchowicz.

Ha sido un mimo para todos nosotros. Yo ya venía contento, por el hecho de que La batalla del calentamiento haya quedado entre las finalistas del premio Rómulo Gallegos que ganó Elena Poniatowska. Comparto también este dato, en la esperanza de que aquellos que disfrutaron de la novela lo sientan también como un triunfo propio –que lo es, en la medida en que los lectores somos siempre co-creadores.

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16 de julio de 2007
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Divisadero

Terminé de leer Divisadero, la nueva novela de Michael Ondaatje. Llegó a mi puerta por correo, pocos días atrás. “A little gift,” decía la tarjeta escrita a mano que venía dentro del libro. Me pareció apropiado. Nadie debería comprarse las novelas de Ondaatje para sí, se trata de libros que uno debe adquirir y regalar de inmediato, en la esperanza de que alguien piense en ti de la misma manera, de que te considere digno de recibir semejante gracia, de que anticipe tu goce al recibir el sobre de allende los mares. (Habría que escribir sobre las corrientes migratorias de los libros, que no son tan regulares como las de los pájaros pero que también responden a designios secretos de la especie.)

Si esperase unos días más podría articular algún discurso sobre el libro, pero prefiero hacerlo ahora, cuando ya he dejado de escuchar el sonido que oía durante la lectura –existen libros que nos tañen como campanas- pero todavía me siento vibrar. Una amiga me explicó no hace mucho una teoría científica, se supone que más allá de su impacto estético la música nos altera a nivel molecular, cambia algo en nosotros que es infinitesimal, sí, pero que a la vez ocurre en el nivel más esencial de nuestra existencia. Es fácil otorgar verosimilitud a esa teoría dado que la música es un fenómeno físico, una serie de vibraciones cuyo resultado percibimos mediante los sentidos: todo tiembla cuando los bajos suenan fuerte, los agudos puedan acabar con los cristales. No hay vibraciones físicas durante la lectura, lo cual nos deja a la intemperie y nos obliga a acercarnos a otras formas del conocimiento (por ejemplo el místico), pero estoy persuadido de que leer ciertos libros también nos modifica en nuestro ser más esencial.

Podría hablar de la(s) historia(s) que viven en Divisadero, pero sólo induciría a confusión. Ondaatje nunca narra de manera lineal, procede como un músico o lo que es igual, como un poeta. Cuando uno oye música tiende a concentrarse en la melodía, lo cual permite que el resto de las vibraciones –las que proceden del ritmo, de las armonías, de los distintos timbres- entren en la casa de nuestra alma por otras puertas y otras ventanas, sin que nos demos cuenta siquiera, produciendo ecos más profundos, quedándose a vivir en nuestros átomos. Ondaatje cuenta del mismo modo que los solistas del jazz, mediante ráfagas de notas que siguen sonando en nuestra alma aun cuando el músico ya no toca, cuando ha abierto la boca para tomar aire. No en vano menciona a Thelonious Monk y hace del personaje de Rafael un guitarrista a lo Django Reinhardt, no en vano habla de “una melodía que parecía no tener andamio alguno”: Ondaatje procede al revés, es puro andamio, nuestra tarea es imaginar la melodía.

Releo frases sueltas que subrayé durante la lectura, en las que ética y estética se pisan la cola. “Todo es collage, hasta la genética” (página 16). Lo que Coop oye decir a Ruth cuando se enteran del bombardeo americano sobre Irak: “Nadie aquí es inocente. Ni yo. Ni tú. Ni siquiera tú. Nosotros también somos los bárbaros. Seguimos permitiendo que esto ocurra” (página 162). O la forma en que Lucien Segura dice haberse moldeado como escritor, inspirándose en su padrastro relojero: “A uno le dan un oficio, no un don. No es necesario que exista intensidad u oscuridad en su servicio… Amo la performance de una habilidad, y aun así me alejo cuando se convierte en objeto de discusión… Sólo me interesan el cuidado que conlleva, y los ensayos secretos que hay detrás. Aun cuando no entienda del todo lo que está ocurriendo” (página 192). Ahí está Ondaatje hablándonos de su propio oficio, de lo que le pasa cuando escribe y de lo que nos ocurre cuando lo leemos –aun cuando no entendamos del todo lo que está ocurriendo.

El otro día leí un artículo del escritor Carlos Gamerro, “Borges y la tradición mística”, que forma parte del libro El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos. Gamerro sostiene que Borges arrastró toda su vida la frustración de no haber podido ser un poeta místico. A diferencia de aquel que pretende conocer mediante la razón y el intelecto, el místico es aquel que, según Gershom Scholem, obtuvo “una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última… Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones”. Leyendo Divisadero se me ocurrió que Ondaatje era lo más parecido a un poeta místico que existe en la narrativa contemporánea. La novela puede ser juzgada perfectamente de acuerdo a los parámetros que Borges atribuye la mística en Qué es el budismo: desdén por los esquemas racionales, percepción intuitiva, el conocimiento absoluto que nos da una certidumbre cabal e irrefutable, la aniquilación del Yo, la visión del múltiple universo transformado en unidad y, last but not least, una sensación de felicidad intensa.

La misma felicidad que ahora siento, ni más ni menos. 

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13 de julio de 2007
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La ciudad desnuda

¿Cómo son los personajes que más nos conmueven? Nunca antes había tratado de racionalizar este asunto hasta ayer, ante la visión del capítulo final de The Wire. Pensé: me conmueven los personajes que están en inequívoca situación de inferioridad ante fuerzas que los avasallan, los niños, los inocentes, aquellos a quienes se les deniega dignidad, pan, justicia. Pensé también: me conmueven los personajes que aun siendo conscientes de esta disparidad de fuerzas, hacen frente a su destino sin perder la dignidad. En cualquier caso, la cuarta temporada de The Wire, que HBO terminó de emitir en Latinoamérica –falta tan sólo una quinta parte, que será la última-, abundó en ese tipo de personajes. Habiendo arrancado como una serie policial, The Wire se apartó del género puro hace ya mucho tiempo. Cualquiera que en el futuro quiera entender cómo era vivir en Baltimore a comienzos del siglo XXI (y por extensión en cualquier gran ciudad del orbe), encontrará en The Wire un espejo ineludible.

La cuarta temporada se centró en las historias de cuatro adolescentes, compañeros de escuela. El capítulo final no dejó duda alguna respecto de sus destinos. De los cuatro tan sólo uno, Namond Brice, parece haber escapado a su destino inevitable, al ser virtualmente adoptado por un ex policía. Randy, acusado injustamente de ser un soplón, va a parar a un internado donde lo muelen a palos. Duquan, víctima de un sistema escolar que no tiene cabida para él, termina vendiendo drogas en una esquina. Y Michael se gradúa como asesino profesional, al servicio de un narco llamado Marlo Stansfield. En realidad ni siquiera Namond está a salvo. En la escena final ve desde el umbral de su nueva casa a otro de sus viejos amigos, Donut, que pasa al volante de una 4x4 carísima, obvio fruto de su desempeño como dealer callejero. La cámara sigue al vehículo hasta el cruce de calles, donde se queda para subrayar la encrucijada de Namond. ¿Tiene sentido estudiar y trabajar, en una sociedad que por las buenas no le permitirá nunca el acceso a semejantes disfrutes? ¿Qué puede enseñarles la escuela a jóvenes cuyo único horizonte de vida es la venta de drogas y la muerte temprana?

Pero el personaje que me hizo llorar sin freno fue el de Bubbles, interpretado por Andre Royo. Bubs es un yonqui que ya apareció en otras temporadas, ayudando ocasionalmente a los detectives a cambio de algo de dinero, o de protección en caso de ser necesaria. En la cuarta temporada Bubbles ha abandonado el hábito, y vende mercancía barata –ropa, gorras- que transporta de aquí para allá en un carrito de supermercado. En los últimos tiempos se ha convertido en víctima de otro yonqui, que le roba los magros dólares que consiguió con su mercadito ambulante y de paso le pega, por puro goce. Bubs pide ayuda a los detectives que conoce, que se la prometen pero nunca cumplen. Angustiado y temeroso, esconde veneno en una dosis en la esperanza de que el yonqui se la robe y que muera al consumirla. Pero quien se la roba primero es Sherrod, un jovencito a quien estaba ayudando a ganarse la vida limpiamente. Bubbles se entrega a la policía, acusándose a sí mismo de haber asesinado a Sherrod. Termina encerrado en un neuropsiquiátrico, llorando amargamente –como yo, ante tamaña injusticia.

Una sociedad es tan buena como el cuidado que prodiga a sus hijos más desvalidos. Todos estos personajes me conmueven por definición: aquellos a quienes dejamos caer por las grietas, a los que ignoramos deliberadamente, a los que consideramos prescindibles aunque sus vidas no sean menos vida que la mía.

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12 de julio de 2007
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Mi visión del Paraíso

Al hacer la broma ayer sobre mi Paraíso personal, que imaginé con proyecciones de mis series favoritas a toda hora, me quedé pensando en las restantes características que debería tener el lugar para ser un Cielo en toda la regla. La primera pregunta que surgió era fundamental: ¿está bien pensar en un Paraíso privado, o lo más sensato sería pensar en un Cielo comunal? Después de todo hemos sido en vida seres sociales, más allá de las ocasionales quejas por la existencia de tanta compañía indeseable; no creo que nadie imagine un Paraíso en el que se desee solo por toda la eternidad. Por lo demás, supongo que sólo se nos concedería un Paraíso en caso de que hubiésemos resuelto nuestras cuestiones de convivencia: con los amores, con la familia, con los amigos y en el trabajo, y también con la gente que nos cruzábamos en la calle y con tantos conocidos y desconocidos que en un momento u otro necesitaron de nuestra buena voluntad. Pero en fin, aunque más no sea para seguir con la corriente del juego, imaginemos que nuestros Paraísos privados sólo estarán poblados por aquellos a los que quisimos bien. Esa lista es personal en cada caso, y por eso huelga consignarla. Vayamos, entonces, a los rasgos que sí podrían sernos comunes.

Lo primero que pensé es que mi Paraíso debería tener rasgos caribeños. Nada me gusta más que el mar, así que la posibilidad de bucear y de navegar en aguas cálidas me sería insoslayable. Pero enseguida empecé a lamentar todas las cosas que ya no vería en caso de esa elección: nevadas como las del lunes sobre Buenos Aires, montañas como las del sur, ciudades como Londres, Barcelona y París. Por lo que concluí que mi Paraíso debería serme bastante parecido a la Tierra misma en toda su amplitud y variedad, eso sí, en la medida de ser posible con pasajes gratuitos en primera clase.

Después pensé que mi paraíso debería proporcionarme acceso inmediato a las cosas que más me gustan. Esto es libros, en cantidad digna de la Biblioteca de Babel. Y películas en igual proporción. Y series, como ya mencioné: desde las viejas que tanto me gustaban –por ejemplo Los Vengadores- hasta las nuevas que me fascinan, como Lost y Héroes. (Tratándose de una Paraíso, lo ideal sería poder ver la segunda temporada de Héroes antes de que sea filmada, incluso.) No es que actualmente padezca muchas limitaciones al respecto: todavía tengo muchos libros por leer (y releer) en mi biblioteca, y DVDs apilados, y lo que todavía no tengo o no leí o aún no vi puedo conseguirlo con casi total certeza por internet. Dado lo cual volví a concluir que mi Paraíso se parecería bastante a este mundo, eso sí, con un poco más de tiempo (ah, las ventajas de la eternidad) y algo más de cash para satisfacer caprichos.

También me gustaría poder disfrutar de algunos vicios. Dentro de los legales, mencionaría comidas (jamón español, guacamole, tacos picantitos, mariscos; mi Paraíso tendría dentro una sucursal del Kiosko Universal de Barcelona) y bebidas: con buen vino tinto, tequila y el ocasional brandy me daría por feliz. En lo que hace a los vicios prácticamente ilegales, debería tener suministro constante de Gitanes sin filtro y habanos para cuando la ocasión lo amerite. (Le tengo cariño a los Partagás, porque eran los que fumaba mi abuelo.) Esta certeza me hizo pensar que mi versión del Paraíso tampoco estaba tan alejada de la vida real, que me depara con bastante frecuencia semejantes placeres.

Por supuesto, también me gustaría tener la oportunidad de hacer lo que más me gusta. Esto es seguir escribiendo y produciendo cine, en lo que hace al puro trabajo (¿cuál sería la gracia de leer y de ver tantas películas y series, sino uno no puede jugar también?), y seguir relacionándome con las personas que amo, en el terreno del puro corazón. Lo cual tornó inevitable entender que mi Paraíso personal se parece mucho pero mucho a este planeta tal como es, con algunas diferencias menores (la cuenta bancaria que se haría necesaria, el tiempo disponible) y algunas sinceramente mayores. Para mí esta Tierra no será nunca el paraíso que podría ser mientras haya gente –¡mientras hayan niños!- que se cagan de hambre y sufren las demás variantes de la violencia, esto es marginación, persecución, analtabetismo, desocupación… ya saben. La parte buena del asunto es que este planeta produce riquezas suficientes para que a nadie le falte nada, lo cual vuelve al problema en un simple asunto de redistribución, o sea político. No digo que realizar el cambio sea fácil, pero no dejó de satisfacerme el descubrimiento de que esta vida y este lugar se parecen bastante al mejor de los mundos posibles. Lo que falta para que lo sea, en todo caso, es precisamente lo que determinaría que nos ganásemos el Paraíso en la contingencia de que este asunto siga siendo cuestión de meritocracia.

(Para ser honesto, tampoco me disgustaría que mi Paraíso se pareciese a una isla a compartir con Evangeline Lily, la chica de Lost. O a un bar donde encontrarme con Sienna Miller a beber un dry martini. En fin: ¿cómo serían sus propios Paraísos?)

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11 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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