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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voz de mi pueblo

Nunca pensé que iba a terminar dirigiendo un documental. Pero hace un par de meses llamó la productora Margarita Gómez para ofrecerme un proyecto que encontré irresistible. Se trataba de dirigir uno de cuatro documentales que ilustrarían los proyectos ganadores del premio Comunidad a la Educación, que organiza todos los años la Fundación La Nación. (Cuántas palabras agudas, diría mi maestra. ¡Pero aquí resultan insoslayables!)

Parafraseando a la Renée Zellweger de Jerry Maguire: Margarita contaba conmigo desde que dijo hola, dado que siempre he hecho y haré lo que esté a mi alcance por la causa general de la educación, y por la particular de la educación pública. Soy uno de los tantos que creen que la educación formal fue una de las víctimas más trágicas de la crisis argentina. Hoy en día, cuando la institución parece averiada hasta el punto del naufragio, las escuelas son más necesarias que nunca no sólo por su función específica, sino también por todas las demás que ha ido cargando sobre sus espaldas para cubrir los fracasos de nuestras sociedad. En nuestras escuelas, además de enseñar, se alimenta a millones de chicos que dependen de esa comida para conservar algo parecido a la salud. Y además allí se contiene a infinidad de criaturas violentadas por la desintegración familiar, la marginalidad y la ausencia de un proyecto de vida -consecuencias directas de la pobreza.

Pero (tengo que admitirlo) lo que terminó de seducirme fue el proyecto. Se trataba de contar la historia de una escuelita de la provincia de Misiones, esa pequeña lengua en el extremo noreste de la Argentina que es famosa a causa de una atracción turística: las Cataratas del Iguazú.

Ubicada a 120 kilómetros de la capital provincial, la escuela de Takuapí está enclavada en mitad de la reserva de los Mbya, una de las tantas etnias aborígenes que existen en nuestro país. Como la lengua de los Mbya es oral, las maestras con diploma habilitante se las veían en figurillas para enseñar a los pequeños los conceptos más elementales. Fue una de ellas, precisamente: Laura Karajallo, la que concibió la idea de armar una serie de cuadernillos que adaptase la lengua Mbya guaraní (que por cierto, no es igual al guaraní que suele hablarse, por ejemplo, en Paraguay) a la grafía del español. Si además de hablar el idioma materno, los chicos aprendían a escribir en Mbya, la adopción de la española como segunda lengua y su relación con el resto de la sociedad misionera podían dejar de ser asuntos traumáticos.

La consigna, pues, era tratar de reflejar del mejor modo posible el trabajo que las maestras, en conjunto con la comunidad Mbya y con la ayuda de los auxiliares aborígenes, están realizando para que estos niños aprendan a leer y escribir en su propia lengua antes que en ninguna otra, del mismo modo en que en su momento lo hicimos ustedes y yo. Un salto exponencial (digno de una elipsis como la de Kubrick al comienzo de 2001) como aquel que la especie humana dio por primera vez hace siglos, cuando entendió que esa serie de signos le permitiría narrar su propia historia, y legar su experiencia de vida, de forma que colaborase con las generaciones futuras.

Y así fue que nos subimos a un avión.

 

(Continuará.)



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Angeles y escritores (3)

Escribir es, pues, tramar. No sólo en el sentido de construir una trama argumental, sino más bien en el de urdir un tejido que una lo que ha sido disgregado por la historia, o bien por nuestra manera pedestre, estrecha de interpretar la experiencia. El acto de escribir y el acto de la lectura re-generan: vuelven a generar una unidad que se había perdido, mediante una práctica milenaria que, más allá de la mecánica de su producción (escribir es una técnica como cualquier otra), puede tener mucho de esotérico porque aspira a una forma del conocimiento que no depende de la criba de la lógica humana.

Lejos de limitarse a un ejercicio nostálgico, el de la memoria es en los relatos de Goyen un acto tan creativo como la escritura misma. Se trata, tal como citábamos, de permitir que la mente se libere para ir hacia atrás con el objetivo de rescatar un pasado que necesita recomposición.

Desde su presente romano, el protagonista de Memoria de mayo recuerda que en aquel momento de su infancia "lloró con amargura en honor de algo que iba mucho más allá de lo que entonces comprendía". Sin saberlo, el niño que en aquel desfile interpretaba al rey de las flores recibió un anticipo de la vida por venir: entendió que todos los oropeles son de cartón y no duran mucho, entendió que los padres nunca pueden hacerlo todo bien, entendió que existir significa sentir una "trágica incompletud" que jamás puede aventarse del todo.

Goyen hace uso de una noción einsteniana del tiempo como unidad: no hay separación entre pasado, presente y futuro, el tiempo es uno y ocurre todo a la vez. Por eso el llanto amargo, que existió en la niñez para que el adulto pudiese finalmente entender, en la fría tarde romana, aquel "despertar" de la infancia. En lugar de que el pasado determine el presente, como se interpreta del modo convencional, es el presente quien relee, quien re-genera el pasado. Desde el cuarto ajeno de pisos antiguos de su alojamiento romano, el protagonista pondera "las primeras revelaciones que tenemos en la vida y... cómo esas revelaciones van cambiando con el tiempo". En su acepción más obvia el pasado es inalterable; y sin embargo lo modificamos desde nuestro presente cada vez que lo revisamos, propiciando que sus sentidos más profundos decanten.

Además de tejido conectivo, de lugar de reunión, de matrimonio entre el dolor y la curación, la literatura es para Goyen el sitio en que el tiempo deja de estar disgregado y se unifica. Los más grandes escritores de la historia han plasmado esta verdad de manera inapelable: la literatura representa la naturaleza del tiempo mejor que un reloj, o que el calendario más exhaustivo.

Pero este tiempo único no es determinista, no está cerrado ni condena a sus criaturas a un destino prefijado. Recibir revelaciones habilita a los personajes para elevarse por encima de la incompletud trágica. Una vez que el narrador entiende el sentido de aquella intuición temprana, puede aceptar que, a pesar de la vergüenza sufrida durante el desfile, su pequeña hermana se haya convertido en la más serena de las bailarinas, "una criatura aérea" que produce un momento de belleza ultraterrena.

En el tiempo (re)unificado, el narrador y/o protagonista no son víctimas de sus destinos: más bien salen al encuentro de sus destinos, que se les han manifestado cuando jóvenes o niños y que asumirán plenamente, ¡por fin!, en el presente del cuento, (re)generándose -esto es, despertando a la vida de manera definitiva.

El narrador de Sobre el pueblo representa esta iluminación con elocuencia. Al recordar aquella figura anecdótica de su infancia, el Ermitaño, que durante cuarenta días con sus noches ("El mismo tiempo que duró el diluvio") se sentó en silencio sobre un mástil que lo elevaba por encima del lugar, el narrador entiende que su destino le fue revelado entonces. Comprende, al escribir el cuento, que está llamado a contar historias; que el Ermitaño le comunicó sin palabras cuál era la ética del narrador ("...no tenía nada que vender, no quería hacer fortuna, no quería gastar bromas ni hacer trucos... sólo quería que lo dejasen hacer lo suyo tranquilo"); que la vocación entraña riesgos (asumirse diferente y por lo tanto exponerse a la intolerancia de los otros); y que para hacerlo bien, no basta con encontrar un sitio desde el que poder observar todo con una perspectiva privilegiada. El Ermitaño no se sube al mástil para mirar desde las alturas. Tal como se revela en El camino de Rhody, donde su figura también aparece, se ha trepado allí para purgar sus pecados. (Los cuarenta días y noches definen además el tiempo que Jesús ayunó en el desierto.) Uno no escribe tan sólo para dar cuenta de lo que ve: escribe, ante todo, para entender lo misterioso -y para obtener aquello que sobreviene una vez que se lo ha entendido con profundidad: la salvación.

Lo que queda una vez que las corrientes del tiempo barrieron con la hojarasca es, de manera inevitable, lo permanente: aquello que en el despertar pareció pura intuición, que al crecer se manifestó como revelación y que ahora, cuando el protagonista y el narrador han vuelto a ser uno, puede ser definido como "el fondo frío y duro de la verdad inalterable".

William Goyen escribió como quien busca sin cesar ese fondo de verdad; antes que un narrador profesional fue un hombre que perseguía la esencia de las cosas a la manera de los gnósticos, alejándose de la sabiduría de este mundo para confiar de manera preferente en "las pequeñas señales", ya fuesen epifanías, experiencias místicas o -presten atención a esa palabra, que es Goyen y no yo quien la dejó caer- revelaciones.

Jacob no le demandó al Angel lo que le habrían demandado todos: fortuna, victoria, reconocimiento, vida eterna. Le pidió algo más simple y más sabio: que lo bendijese, que lo iluminase. En su propia lid con la literatura, no cabe duda de que Goyen le retorció el brazo hasta que obtuvo una bendición semejante.

Porque amaba vivir y escribir con parecida intensidad, entendió que la mejor literatura es la que ocurre cuando uno está pensando en algo más importante.



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23 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Angeles y escritores (2)

Esa es la razón por la cual los relatos de Goyen pueden ser tan endiablados, tan frustrantes. A diferencia de lo que suele considerarse el paradigma del cuento perfecto, las historias de Goyen nunca cierran artificialmente –no le proveen al lector la catarsis del argumento redondo, que se completa a sí mismo con un ‘clic’ casi mágico.

Jamás sabremos que fue del señor Stevens de El huésped. Ni de la incansable Rhody. Dentro de los confines que marca El enfermero, tampoco se nos dirá qué fue de Chris, ni del narrador mismo.

Para Goyen no es necesario, porque la búsqueda pasa por otro lado. Nada notorio cambiará en el mundo físico, no habrá acciones precipitadas ni resoluciones tranquilizadoras. El cambio verdadero –que más que cambio representa una suerte de certificación- ocurre en el interior de los personajes, en la medida en que acceden a la iluminación a que aspiran.

Los narradores jóvenes, llenos de pasión, de lengua inquieta, van demasiado rápido y avanzan con vehemencia excesiva. Se saltean, a menudo, hermosas, pequeñas señales de cosas que siempre están allí, a su paso, y que el viajero anciano, en cambio, sabe mirar”, dice el enfermero del cuento homónimo. Lo que importa es dar con el signo adecuado, aquel que sintetiza lo que hace falta saber. Esther Cross traduce atinadamente the shape of my patient como la imagen de mi paciente, pero también podemos traducir shape como forma, y de ese modo leer: “La forma de mi paciente –presten atención a esa palabra- se convirtió en el objeto vivo con el que se relacionaba todo lo que sucedía”. Esa forma precisa –la del cuerpo roto de Chris, la del cuento igualmente roto, o imperfecto a ojos del lego- proporciona todas las piezas que nos hacen falta para decodificar no el argumento (¡que no lo hay!), sino el “despertar” del narrador.

Aun los relatos que se niegan a penetrar en la interioridad del protagonista –nunca sabemos exactamente qué ocurre en la cabeza del señor Stevens de El huésped-, nos entregan las claves de la búsqueda. Se trata de un hombre de mediana edad, viudo, que decide vivir en una casa de muñecas a pesar de las incomodidades que esto entraña: la falta de agua corriente, la ausencia de cama que lo relega a una bolsa de dormir. No nos cuesta nada imaginar que Stevens está buscando conectar con su propio despertar, la casa de muñecas es una flecha que remite a la infancia.

Pero aunque el relato se muestre reticente con este proceso (alguien sugiere que Stevens debe pagar el precio que pagan todos los pioneros sacrificados –el mismo Goyen, sin ir más lejos), sí es generoso con los despertares de las señoras Algood y Pace. Estas mujeres, que siendo vecinas no tenían contacto real, logran mediante la intercesión de Stevens –el pionero sacrificado- conectar con sus propios despertares, y algo más: encuentran en la casa de muñecas –es decir, en el cuento- “un lugar donde reunirse”.

Goyen parece insinuar en los hechos que, para aspirar a la gloria imperecedera, un relato debe ser siempre más que un relato. Sus cuentos, por lo pronto, apuntan a producir una doble iluminación: la del escritor y la del lector. El enfermero es transparente a ese respecto. Curran, el narrador, vive en una torre. (Como la proverbial, marfileña del escritor.) Su tarea diaria supone hacerse cargo de cuerpos desarticulados, a los que monta sobre un aparato al que llama “el telar”; resulta inevitable pensar que su objetivo es reconstituir, pues, un cuerpo-tejido que se había deshilachado. “Lo habíamos rescatado para recomponerlo”, reflexiona el narrador-enfermero. “Lo que estaba roto, destrozado, lo uníamos de nuevo en ese lugar de recomposición” que es en este caso el hospital pero puede igualmente ser la casa de muñecas de la señora Algood, el mástil del Ermitaño… o el cuento mismo.

“…esos lugares estaban dedicados, también, a la mente. Porque la mente, liberada, corría hacia delante o hacia atrás, trabajaba en su remiendo, en su regeneración”. El narrador-enfermero establece que la esencia de su tarea es el amor; que esa labor tiene algo de brujería, de hechicería; que mientras ocurre –mientras se concibe, mientras se escribe- se pierde “la noción del vínculo con el mundo” que nos rodea, al punto de descuidar otras responsabilidades; y que si el trabajo llega a buen puerto, no sólo regenerará al paciente-lector: también lo hará con el enfermero –o sea, con el escritor.

Cuando el cuento sale bien, sugiere Goyen, lo que ocurre es una “misteriosa acción doble”, la “maravillosa reciprocidad que se da cuando los humanos nos influimos”. “Así como hay narradores que dicen que nunca se meten en la historia que cuentan –sostiene Curran en el relato, para aventar cualquier duda sobre el asunto-, también dicen que hay enfermeros que nunca sufrieron el dolor de sus pacientes ni se curaron a través de la curación del paciente. …Existe el matrimonio del dolor con el dolor, de la curación con la curación”.

Para Goyen, la literatura es ese matrimonio entre el dolor del narrador y el dolor del lector; pero ante todo, el matrimonio entre la curación del uno y la curación del otro. La literatura concebida no sólo como ejercicio de una de las bellas artes, sino como “una conexión, tejida por hilos y venas y vasos, a través de los cuales los seres humanos pueden comunicarse y contarse todo”.

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(Continuará.)



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20 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Angeles y escritores

Lo que asombra de los relatos de William Goyen -esos cuentos tan líricos, de sonoridad musical y frases esculpidas con el cincel del visionario- es que sugieren que la literatura es la última de sus preocupaciones.

 

         Goyen fue un gran escritor, nadie lo duda. (Algunos llegan a definirlo como un ‘escritor de escritores', el secreto mejor guardado de la literatura sureña de los Estados Unidos.) Pero ya en una primera lectura -y Goyen es de los que producen textos que más que insinuar, demandan segundas y terceras visiones- queda claro que sus relatos son algo más que un ejercicio artístico de brillante resolución formal.

Los párrafos que rondan el cierre de, por ejemplo, De buena madera y Memoria de mayo, ponen en acto una batalla de Goyen con el lenguaje que evoca aquella mítica de Jacob con el Angel. Es verdad que todo escritor forcejea con las palabras, la música y las estructuras de la lengua, tratando de canalizar ese poder salvaje durante un tiempo que, por definición, no puede ser sino breve. Pero el común de los narradores se conforma con un resultado funcional (que el relato se entienda, y en consecuencia facilite su digestión) o a lo sumo con un logro estético -que tenga una belleza que opere como su propia justificación.

Goyen, en cambio, forcejea ante nuestros ojos durante párrafos enteros, como uno que busca mucho más que ser entendido o producir belleza; al igual que Jacob, pretende arrancarle al Angel -al lenguaje, al relato- algo que ni la criatura alada ni la literatura se habían sabido en condiciones de conceder, hasta el momento en que se embarcaron en esa brega tan desigual.

Al tiempo que literaria, la búsqueda de Goyen es (¿por qué no decirlo?) mística.

Para empezar, la mayoría de los relatos de Goyen (y la totalidad de los que componen Angeles y hombres) lidian con la cuestión del pasado o del origen. Aun cuando los protagonistas parecen haberse distanciado de esa instancia histórica (en De buena madera, el protagonista ya es adulto y se encuentra en Roma, lejos de su cuna en la ficcional Charity, Texas; el de Memorias de mayo -¿el mismo hombre, acaso?- también, vagando en el presente del cuento por los jardines de la Villa Borghese), el relato ocurre, o más bien florece cuando un estímulo dispara la evocación: la carta que llega desde la patria, la visión de unas niñas que juegan y cantan al aire libre.

Pero la aparición del recuerdo no está vinculada a una vocación nostálgica. Por el contrario, el narrador se quita de encima la melancolía para concentrarse en aquello que le interesa de verdad, una busca que sólo se coronará con un triunfo en la medida en que logre actualizar, o sea re-vivir (¡de la más literal de las maneras!) el pasado.

El párrafo inicial de El enfermero explica la mecánica de los relatos de Goyen: hablar de algo implica hablar de sus comienzos, de manera inevitable. Pero no de los comienzos en el sentido cronológico, sino de un comienzo en particular: aquel que Esther Cross define tan bien al traducir el neologismo Beginningness como "ese despertar".

Se trata del instante en que, temprano en la vida, el narrador fue visitado por una intuición sobre aspectos esenciales de la existencia, o bien sobre aquello que le depararía el futuro. Una suerte de visión epifánica que por cierto no puede descifrar entonces, siendo apenas un niño, pero que atesorará (todo niño es limitado en sus conocimientos, más no en su sabiduría) dado que ha entendido lo necesario: que esa visión o intuición constituye un hecho único, singular; y en consecuencia llevará consigo la semilla de "ese despertar" a lo largo del tiempo y a través del espacio, a sabiendas de que vendrá el momento -que coincide, siempre, con el presente del relato- en que finalmente llegará a fruición y las barreras entre pasado, presente y futuro quedarán abolidas para siempre, produciendo en el protagonista esa plenitud de sentido, de unidad, de razón de ser a la que denominamos identidad.

 

(Continuará.)

 

 



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19 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Abuso de poder (mediático)

Ah, las delicias de vivir en la Argentina… Les ofrezco una muestra pequeña pero nada excepcional de lo que significa verse expuesto a ciertos medios de comunicación en este país.

En la página inicial de su edición digital de hoy martes (lo cual me lleva a imaginar que su edición impresa adoptó parecidas proporciones), el diario La Nación eligió este título como principal: Casamiento gay: dura crítica de Bergoglio. La noticia alude al permiso judicial que se otorgó a una pareja gay para contraer nupcias, en lo que sería –si el diablo, o mejor dicho la Iglesia, no mete la cola- el primer matrimonio de estas características en Latinoamérica. El Bergoglio de quien se habla es el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio. Y la ‘dura crítica’ que el prelado expresó está dirigida a Mauricio Macri, el alcalde de Buenos Aires, por no haber vetado el fallo judicial.

Después vienen otros títulos, sobre cuestiones impositivas, obras sociales, incidentes en un concierto de rock y la visita de Shimon Peres. Y en último lugar de la pantalla, con tipografía pequeña, dice lo siguiente: La causa por las escuchas ilegales: espiaban al jefe de gabinete de la Capital. O sea a Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gabinete del gobierno de Mauricio Macri.

Cuando yo estudiaba periodismo, y durante los años que practiqué la disciplina, se decía siempre lo siguiente: que la jerarquía que uno otorga a las noticias –y mucho más en la primera plana- es directamente proporcional a la importancia que uno otorga a las cuestiones sobre las que decide hablar. Lo cual, a juzgar por esta portada de La Nación, indicaría lo siguiente: que Mauricio Macri es mucho más criticable por su decisión de no obstaculizar el matrimonio gay que por contratar gente que, como su actual jefe de Policía Metropolitana, Osvaldo Chamorro, se dedica a recolectar datos de inteligencia, no sólo sobre políticos y funcionarios de la oposición, sino también sobre su mismísimo jefe de gabinete. Y eso, sin mencionar siquiera que su anterior jefe de policía, el Fino Palacios, debió renunciar antes de asumir por haber contratado a un agente que practicaba escuchas ilegales a opositores políticos… y de paso, al mismísimo cuñado de Macri.

Según parece, La Nación cree que Macri abusó de su poder como funcionario público al no ejercer su derecho al veto, pero no cuando propició escuchas ilegales e investigaciones sobre la vida privada de gente que piensa diferente. Imaginen si en su momento el Washington Post hubiese dedicado la cabecera de su primera plana a esa fea tendencia de Richard Nixon de mostrarse tolerante con los chinos, para relegar al pie de página un titulito que dijese, como quien no quiere la cosa: Caso Watergate: espiaban a los demócratas.

         Cosas vederes, Sancho…



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17 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Simetrías deseables

¿Qué es un buen libro? La respuesta varía en cada tiempo y en cada cultura, pero también se modifica a lo largo de nuestras vidas. Por lo general, al principio buscamos una historia que nos transporte: basta con que nos lleve a otro mundo -un mundo que, por supuesto, también puede estar dentro de éste- para que seamos felices. En la juventud se nos impone la necesidad de que, además de entretener (o peor aún: ¡en lugar de entretener!) el libro sea importante, o cuanto menos lo pretenda. Pero al fin, cuando el tiempo vuela y nos curamos del sindrome de la (seudo) trascendencia, volvemos a las fuentes y renovamos el contrato: aquel del autor con el del lector no debe ser el vínculo del amo con el esclavo, ni del dios con el siervo, sino uno de amistad y complicidad en un juego que debería deparar a ambos socios la clase de felicidad que la vida sólo otorga raramente.

         En estos días leí Her Fearful Symmetry, de Audrey Niffenegger, cuya primera novela, The Time Traveler's Wife, me encantó en su momento. Es una historia que mezcla elementos que encuentro deliciosos: gemelas por partida doble, romance, fantasmas, un elemento gótico y un cementerio con historia -en este caso el londinense de Highgate, donde están enterrados, entre otros, Karl Marx, Christina Rossetti y los padres de mi adorado Charles Dickens.

         No mentiré que la novela es muy buena, ni que está a la altura de The Time Traveler's Wife. Cuando llega el momento clave toma uno de esos virajes que en reglas generales escritores y cineastas tratamos de evitar, el deus ex machina que hace que las cosas sean como son no por lógica, y ni siquiera por lógica interna, sino porque conviene a nuestra historia. Pero hasta entonces Her Fearful Symmetry (cuyo título relee un célebre poema de William Blake, aquel que comienza: ‘Tyger, tyger, burning bright / In the forests of the night...') había reunido para mí todas aquellas condiciones que, a esta altura de mi vida, requiere un libro para ser considerado bueno: la historia atrapante, el lenguaje hipnótico, los personajes que me involucran en sus vidas.

         Un libro es bueno para mí hoy cuando me doy cuenta de que estoy buscando algún resquicio dentro de mi vida para apartarme de todo y leer; un libro es bueno para mí hoy cuando estoy ocupado en mis cosas y aún así no dejo de preguntarme qué pasará; un libro es bueno para mí hoy cuando la ficción que encierra entre sus páginas funciona como prisma que me ayuda a ver la vida, mi vida de siempre, desde un color y una perspectiva nuevos.

 

 



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (6)

A los cultores de ambas disciplinas artísticas nos vendría bien discutir de verdad sobre esta crisis que nos afecta a todos, relegando tanto a la literatura como al cine a una estantería marginal de la tienda, donde ya ni deslumbran y peor aún: ni siquiera molestan, después de haber ocupado durante tanto tiempo el escaparate principal. En este contexto, el enfrentamiento de aquella noche en la Villa Ocampo se parece menos a “la primera gran polémica” de la que hablaba Silvina Friera que a una oportunidad perdida.

         En estas últimas décadas, cine y literatura han resignado parte de la relevancia que tenían en la vida de la gente, y por extensión en la cultura. Y cada vez que se roza la cuestión se le echa la culpa a las dificultades económicas, a la decadencia de los medios culturales, a la intromisión de las nuevas tecnologías y los cambios en las costumbres sociales, entre tantas otras excusas, pero nunca se habla de lo que deberíamos hablar. Porque ninguno de nosotros puede hacer nada para sanear la economía, ni para frenar el avance de la tecnología ni para preservar las viejas costumbres. Lo que sí podríamos hacer sería crear medios culturales que no operen como club de amigos ni le vendan a la gente que ese bodrio invisible o ilegible es, tal como suelen pretender, una obra maestra. Lo que sí deberíamos hacer es dejar de sugerir que la gente se ha vuelto idiota y plantearnos qué es lo que nosotros –escritores, cineastas- estamos haciendo mal. Preguntarnos por qué no estamos escribiendo ni filmando las historias que tanta gente no lee ni ve hoy, no porque no quiera, ni porque no esté en condiciones de apreciarlas, sino más bien porque no existen.

No es la economía, eso está claro. Ni tampoco el mercado. Ni mucho menos es culpa del público.

         Los que estamos en falta, los que no alcanzamos la altura de los tiempos, somos nosotros.

         Por eso no tiene sentido buscar respuestas simplistas. (Ni historias lineales ni historias deconstruidas, ya que cualquiera de las opciones puede ser resuelta desde la modernidad más inclaudicable: ¡la cuestión pasa por otro lado!) Ni sentirse reconfortado porque al otro gremio le va un poco peor que a uno, o ha perdido el favor de los Arbitros de la Moda. (Esto me hace acordar a District 9 de Neill Blomkamp, donde los sudafricanos negros parecen contentos de que haya aparecido alguien –alienígenas, en este caso- que se ubique en un sector de la escala social todavía menos agraciado que el suyo.) Y tampoco se trata de crear pensando en el público como oposición a la creación solipsista que abunda, como sugería ‘Un internauta aburrido’ en su comentario; aunque sí se trataría de crear un poco menos desde el ego, como recomendaba Mayté, de tal modo de que la antena del artista perciba algo más de lo que lo rodea, en lugar de seguir pataleando para que se le conceda a sus berridos la categoría de arte.

         El imperativo es buscar una solución a esta crisis que ante todo es creativa, y asumir además que, si buscamos en sociedad con los artistas de enfrente, la salida debería aparecer más rápido y sernos útil a todos, escritores y cineastas por igual, moradores de ese campo “infinitamente común” del que hablaba Llinás.

         La primera gran polémica –de la Villa Ocampo, pero ante todo del siglo- sigue pendiente.



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12 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (5)

La imagen del artista solitario, apartado del rebaño, que no necesita que nadie entienda su obra porque le basta con entenderla él mismo, es un invento del siglo XVIII –idea que coincide, ¿casualmente?, con la formalización del capitalismo como sistema y el desarrollo de las modalidades de propiedad privada que todavía están en boga.

         Hasta entonces ningún artista concebía el deseo de crear algo tan sólo para sí mismo, o bien su coterie. Nadie en su sano juicio esculpe un bloque de piedra para esconderlo en su habitación, del mismo modo en que los profetas no recibían revelaciones para guardarlas como secreto. La verdadera obra de arte no es tan sólo una prueba de excelencia individual, sino también una expresión de las potencialidades de la especie en su conjunto. En este sentido, no hay mejor lógica para definirla que aquella aparentemente contradictoria de la física cuántica: una obra de arte sólo puede ser excelsa cuando se la puede valorar en simultáneo como producción individual y social a la vez.

El artista es un mediador privilegiado –¡y vaya si se lo privilegia en nuestras sociedades!-, pero mediador al fin. Por eso mismo, la medida definitiva del valor de la obra de arte pasa por el impacto duradero que produzca en su generación, y por supuesto en las venideras. Y conste que no me refiero aquí a un impacto masivo, popular en el sentido en que hoy se suele usar el término: hablo más bien del impacto en las mentes y espíritus adecuados, que a su vez reformularán ese influjo en sus propias obras de arte, ensayos o hechos políticos como parte de su evolución personal, claro, pero también de la evolución del arte mismo.

Lo que me pregunto en este contexto es lo siguiente: ¿cómo juzgar las obras de tantos artistas que trabajan para decorar su propia habitación, sólo que al precio ya no de un bloque de granito, sino de un millón de dólares, o quinientos mil, o cien mil, o lo que sea –siempre mucho- que cueste la realización de una película? ¿Y qué diferencia hay, en esencia, entre esos films ‘de arte’ y los horrendos ceniceros que moldeábamos de pequeños y nuestros padres se veían obligados a exhibir en casa para probar cuán orgullosos estaban de nuestro ‘talento’?

Yo creo que esa gente le hace el juego a un sistema que valora lo raro (en el sentido de escaso) por encima de lo bello o significativo. Y creo asimismo que esa gente propicia una noción autocrática del arte, en tanto sostienen que nada existe, o por lo menos que nada vale, más allá de la conciencia iluminada del Artista.

Esta es una de las razones que explican porqué la literatura y el cine que pretenden escribirse a sí mismos con mayúsculas se han enajenado, y voluntariamente en buena medida, de sus destinatarios naturales: porque algunas de sus voces más notorias, o cuanto menos más estentóreas, sostienen con sus acciones (ya que no con palabras lisas y llanas, dado que sería políticamente incorrecto) una visión aristocrática del arte. Ocultando, así, la sencilla verdad de que la mayoría de los artistas somos unos pánfilos que no sabemos muy bien cómo ni por qué hacemos lo que hacemos. Razón que explica nuestro desmedido agradecimiento cuando producimos algo que, independientemente de nuestros móviles y nuestro dudoso talento individual, opera como fermento en la vida de la gente.

 

(Continuará.)



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (4)

Durante el debate en la Villa Ocampo (siempre, insisto, de acuerdo a la crónica de Silvina Friera en Página 12) se habrían rozado algunas ideas de enorme potencial, pero tan sólo para dejarlas pasar de largo. La cuestión de la narrativa, central para ambas modalidades del arte, se habría transformado en otro enfrentamiento estéril entre los que parecían defender la narración mediante una historia lineal (en este caso, los novelistas) y los devotos de la narrativa que busca alternativas al modelo aristotélico de principio-desarrollo-final (en este caso, los cineastas de la generación más reciente). Lo cual constituye una discusión viciada de nulidad desde el comienzo, ya que la literatura viene proponiendo variantes al modelo narrativo clásico desde mucho tiempo antes de que Godard pudiese decir maman.

         Todo indica que se perdió una oportunidad para intercambiar figuritas sobre problemas comunes a ambas disciplinas. Tanto la literatura como el cine atraviesan crisis que les demandan nuevas respuestas a viejos planteos. El primer dilema es simple: ¿cómo narrar? Porque los modelos de antaño ya no rinden como solían hacerlo. En el último siglo, el mundo se transformó a una velocidad infinitamente superior a la que tanto el cine como la literatura necesitan, del modo más orgánico, para evolucionar. Y conste que no digo cambiar, porque cambiar cambia cualquiera –de eso se tratan las modas. Digo más bien evolucionar, y en el sentido más darwiniano del concepto: aquel que supone la incorporación general de los cambios puestos a prueba, y con todo éxito, por aquellos que se adaptaron mejor al nuevo ambiente.

         Friera reprodujo con detalle un argumento sobre lo que supone narrar, que Llinás pronunció a partir del ejemplo de un film de Kiarostami: “El (o sea Kiarostami) plantea un encuadre de la costa del mar y vienen olas… Lo único que hace es filmar las olas y la orilla. En un momento aparece una frágil ramita y una ola la saca del encuadre. Como espectador, uno establece una relación con esa rama en el mar Caspio; uno está viendo las aventuras de esa ramita y está esperando que vuelva una ola para que la meta en el encuadre de nuevo. Eso es narración”.

         No lo dudo. Cuando uno presenta un cuadro prácticamente vacío, o escribe escenas en las que no pasa nada, el lector –ya sea del film o del relato escrito- se tomará sin duda del primer elemento dramático que se le cruce por delante, con la ansiedad del náufrago que se aferra a cualquier cosa que le permita seguir flotando. La cuestión que a mi entender salta a la vista del modo más escandaloso es la siguiente: ¿cuántos de nosotros pagaríamos una entrada o compraríamos un libro para seguir atentamente las aventuras de una ramita?

         La cuestión del cómo narrar resulta inseparable del otro dilema: ¿para qué narrar? Y hasta donde puedo ver, en estos tiempos existen demasiados narradores (tanto literarios como cinematográficos: aquí no hay nadie en condiciones de arrojar la primera piedra) que siguen rizando el rizo de la narrativa, del cómo narrar, a partir de la premisa falsa de que la obra existe en un estado puro e incontaminado. Gente que escribe y que filma como si creyese que la obra no necesita más justificación que su misma existencia. Gente que escribe y que filma para colocar su obra en una vitrina sellada, una suerte de vacío perfecto donde será preservada por siempre, lejos de la degradación a que la mirada del otro, la lectura del otro, la sometería si esa obra saliese de su vitrina para actuar en el mundo.

         Y esto es un error. Uno gordo, tirando a craso. Como lo sabía hasta Kafka, que por algo dejó a Max Brod de albacea en lugar de tirar sus originales a la chimenea, uno sólo escribe (y por extensión, sólo filma) para ser leído. Por perfecta, por genial que sea, la obra en el interior de la vitrina sellada no es nada ni sirve de nada. Su existencia no comienza en la mente del artista, ni concluye en el soporte elegido, del mismo modo en que el universo no era este universo cuando existía apenas como idea en la mente de Dios.

El Big Bang ocurre cuando el creador da por terminada su tarea e interviene lo Otro, el Otro –en este caso, el Lector: aquel de la novela o este del film.

Por eso mismo, la existencia de tanto narrador encantado con las aventuras de la ramita habla, a mi entender, menos de una propuesta estética que de un temor a actuar en el mundo, temor que disfrazan de desprecio como la zorra de la fábula ante las uvas, diciendo que no quieren  contaminarse cuando por dentro morirían por hacer lo que hacen y han hecho siempre los grandes artistas: copular locamente, y de la manera más indiscriminada, con la mayor cantidad posible de público lector.

 

(Continuará.)



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8 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (3)

Por supuesto que las polémicas son necesarias, y más aún en un país tan hipócrita como el nuestro. Pero habiendo tantos temas que sería imperativo discutir, ¿por qué embarcarse en discusiones que no llevan a nada? "Conservadores" versus "vanguardistas"... ¿Me están hablando en serio? Las únicas vanguardias que modifican algo son aquellas que operan sobre el cuerpo central de un movimiento cultural o político, y el cine hace ya mucho que quedó relegado a los márgenes. En su forma tradicional (el concepto mismo de ‘film' o ‘película', la exhibición, el modo de leer la obra, su impacto social), el cine todo, y muy en particular el cine que se concibe como pura expresión artística, ha resignado el lugar de relevancia que ocupó durante tantas décadas.

Hoy en día, cuando la corriente nos lleva a la playa de la narrativa sobre soportes electrónicos (TV, internet, teléfonos, pero también e-Books con todas las -novedosas- potencialidades que ofrecerá al -nuevo- lector ), el cine está en trámite de convertirse en apenas un río más de los muchos que vierten sus aguas en el océano de la narrativa visual. En el mejor de los casos, alguna de sus películas obtendrá la misma relevancia de una buena novela: ni más ni menos. Pero aunque le echemos dentro el vino más fresco, nada cambiará el hecho de que el odre que lo contiene -la forma novela, la forma film- es ya viejo y nunca desandará el tiempo.

Lo cual despoja a los cineastas de la posibilidad de reírse de los novelistas. Tanto unos como otros están abocados a formas venerables del arte. (Venerables, por cierto, en el mismo sentido en que son venerables los ancianos de la tribu.) La muestra más palmaria de hasta qué punto el formato cine se volvió conservador por definición está a la vista en la obra de los ‘vanguardistas' del cine argentino de hoy, que en su mayoría refritan búsquedas formales que ya transitaron en su momento -y con muchos mejores resultados, habría que decir- los cineastas de los años 60. Parece irónico, pero es literal: los jóvenes viejos de hoy son mucho más viejos que los de la época de Rodolfo Kuhn.

         ‘Cineasta de vanguardia' ya es un oxímoron. Cuando la presunta vanguardia sólo llega a la familia y los amigos (lo cual incluye a los amigos que escriben las críticas en los diarios y también a los que forman parte de los comités preseleccionadores de los festivales, por cierto), ya no es vanguardia. Es apenas una de las formas más irrelevantes de la política cultural, aquella que se convence de que ocupar ciertos espacios equivale a obtener una preminencia que están lejos de tener en la vida real. (El problema estalla cuando el artista empieza a creerse lo que los medios dicen de él. Y se torna grave, hasta límites terminales, cuando el hecho de resultar consagrado en medios tan comerciales como políticamente reaccionarios no le suena a contradicción, ni lo mueve a cuestionarse si algo no olerá a podrido en Buenos Aires.)

Las seudo vanguardias también funcionan como una forma poco ortodoxa de terapia, apuntada a convertir las inseguridades en marca de personalidad. Sirven para que alguna muchachada se codee satisfecha, sí, en el más puro estilo futbolero del nosotro somo lo má mejore y la tenemos más larga, pero por cierto, no para construir una obra trascendente. Cosa que, por cierto, están mucho más cerca de tener aquellos que habrían resultado agredidos aquella noche en Villa Ocampo (Martínez, Birmajer, y más aún Martini) que los presuntos agresores.

         Esta es otra de las marcas distintivas de las verdaderas vanguardias: distinguir claramente quiénes constituyen sus verdaderos adversarios, y dirigir sus energías en esa dirección.

Parafraseando a Kundera: la vanguardia está en otra parte.

 

(Continuará.)

 

 



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6 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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