Nunca pensé que iba a terminar dirigiendo un documental. Pero hace un par de meses llamó la productora Margarita Gómez para ofrecerme un proyecto que encontré irresistible. Se trataba de dirigir uno de cuatro documentales que ilustrarían los proyectos ganadores del premio Comunidad a la Educación, que organiza todos los años la Fundación La Nación. (Cuántas palabras agudas, diría mi maestra. ¡Pero aquí resultan insoslayables!)
Parafraseando a la Renée Zellweger de Jerry Maguire: Margarita contaba conmigo desde que dijo hola, dado que siempre he hecho y haré lo que esté a mi alcance por la causa general de la educación, y por la particular de la educación pública. Soy uno de los tantos que creen que la educación formal fue una de las víctimas más trágicas de la crisis argentina. Hoy en día, cuando la institución parece averiada hasta el punto del naufragio, las escuelas son más necesarias que nunca no sólo por su función específica, sino también por todas las demás que ha ido cargando sobre sus espaldas para cubrir los fracasos de nuestras sociedad. En nuestras escuelas, además de enseñar, se alimenta a millones de chicos que dependen de esa comida para conservar algo parecido a la salud. Y además allí se contiene a infinidad de criaturas violentadas por la desintegración familiar, la marginalidad y la ausencia de un proyecto de vida -consecuencias directas de la pobreza.
Pero (tengo que admitirlo) lo que terminó de seducirme fue el proyecto. Se trataba de contar la historia de una escuelita de la provincia de Misiones, esa pequeña lengua en el extremo noreste de la Argentina que es famosa a causa de una atracción turística: las Cataratas del Iguazú.
Ubicada a 120 kilómetros de la capital provincial, la escuela de Takuapí está enclavada en mitad de la reserva de los Mbya, una de las tantas etnias aborígenes que existen en nuestro país. Como la lengua de los Mbya es oral, las maestras con diploma habilitante se las veían en figurillas para enseñar a los pequeños los conceptos más elementales. Fue una de ellas, precisamente: Laura Karajallo, la que concibió la idea de armar una serie de cuadernillos que adaptase la lengua Mbya guaraní (que por cierto, no es igual al guaraní que suele hablarse, por ejemplo, en Paraguay) a la grafía del español. Si además de hablar el idioma materno, los chicos aprendían a escribir en Mbya, la adopción de la española como segunda lengua y su relación con el resto de la sociedad misionera podían dejar de ser asuntos traumáticos.
La consigna, pues, era tratar de reflejar del mejor modo posible el trabajo que las maestras, en conjunto con la comunidad Mbya y con la ayuda de los auxiliares aborígenes, están realizando para que estos niños aprendan a leer y escribir en su propia lengua antes que en ninguna otra, del mismo modo en que en su momento lo hicimos ustedes y yo. Un salto exponencial (digno de una elipsis como la de Kubrick al comienzo de 2001) como aquel que la especie humana dio por primera vez hace siglos, cuando entendió que esa serie de signos le permitiría narrar su propia historia, y legar su experiencia de vida, de forma que colaborase con las generaciones futuras.
Y así fue que nos subimos a un avión.
(Continuará.)
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