
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Durante el debate en la Villa Ocampo (siempre, insisto, de acuerdo a la crónica de Silvina Friera en Página 12) se habrían rozado algunas ideas de enorme potencial, pero tan sólo para dejarlas pasar de largo. La cuestión de la narrativa, central para ambas modalidades del arte, se habría transformado en otro enfrentamiento estéril entre los que parecían defender la narración mediante una historia lineal (en este caso, los novelistas) y los devotos de la narrativa que busca alternativas al modelo aristotélico de principio-desarrollo-final (en este caso, los cineastas de la generación más reciente). Lo cual constituye una discusión viciada de nulidad desde el comienzo, ya que la literatura viene proponiendo variantes al modelo narrativo clásico desde mucho tiempo antes de que Godard pudiese decir maman.
Todo indica que se perdió una oportunidad para intercambiar figuritas sobre problemas comunes a ambas disciplinas. Tanto la literatura como el cine atraviesan crisis que les demandan nuevas respuestas a viejos planteos. El primer dilema es simple: ¿cómo narrar? Porque los modelos de antaño ya no rinden como solían hacerlo. En el último siglo, el mundo se transformó a una velocidad infinitamente superior a la que tanto el cine como la literatura necesitan, del modo más orgánico, para evolucionar. Y conste que no digo cambiar, porque cambiar cambia cualquiera –de eso se tratan las modas. Digo más bien evolucionar, y en el sentido más darwiniano del concepto: aquel que supone la incorporación general de los cambios puestos a prueba, y con todo éxito, por aquellos que se adaptaron mejor al nuevo ambiente.
Friera reprodujo con detalle un argumento sobre lo que supone narrar, que Llinás pronunció a partir del ejemplo de un film de Kiarostami: “El (o sea Kiarostami) plantea un encuadre de la costa del mar y vienen olas… Lo único que hace es filmar las olas y la orilla. En un momento aparece una frágil ramita y una ola la saca del encuadre. Como espectador, uno establece una relación con esa rama en el mar Caspio; uno está viendo las aventuras de esa ramita y está esperando que vuelva una ola para que la meta en el encuadre de nuevo. Eso es narración”.
No lo dudo. Cuando uno presenta un cuadro prácticamente vacío, o escribe escenas en las que no pasa nada, el lector –ya sea del film o del relato escrito- se tomará sin duda del primer elemento dramático que se le cruce por delante, con la ansiedad del náufrago que se aferra a cualquier cosa que le permita seguir flotando. La cuestión que a mi entender salta a la vista del modo más escandaloso es la siguiente: ¿cuántos de nosotros pagaríamos una entrada o compraríamos un libro para seguir atentamente las aventuras de una ramita?
La cuestión del cómo narrar resulta inseparable del otro dilema: ¿para qué narrar? Y hasta donde puedo ver, en estos tiempos existen demasiados narradores (tanto literarios como cinematográficos: aquí no hay nadie en condiciones de arrojar la primera piedra) que siguen rizando el rizo de la narrativa, del cómo narrar, a partir de la premisa falsa de que la obra existe en un estado puro e incontaminado. Gente que escribe y que filma como si creyese que la obra no necesita más justificación que su misma existencia. Gente que escribe y que filma para colocar su obra en una vitrina sellada, una suerte de vacío perfecto donde será preservada por siempre, lejos de la degradación a que la mirada del otro, la lectura del otro, la sometería si esa obra saliese de su vitrina para actuar en el mundo.
Y esto es un error. Uno gordo, tirando a craso. Como lo sabía hasta Kafka, que por algo dejó a Max Brod de albacea en lugar de tirar sus originales a la chimenea, uno sólo escribe (y por extensión, sólo filma) para ser leído. Por perfecta, por genial que sea, la obra en el interior de la vitrina sellada no es nada ni sirve de nada. Su existencia no comienza en la mente del artista, ni concluye en el soporte elegido, del mismo modo en que el universo no era este universo cuando existía apenas como idea en la mente de Dios.
El Big Bang ocurre cuando el creador da por terminada su tarea e interviene lo Otro, el Otro –en este caso, el Lector: aquel de la novela o este del film.
Por eso mismo, la existencia de tanto narrador encantado con las aventuras de la ramita habla, a mi entender, menos de una propuesta estética que de un temor a actuar en el mundo, temor que disfrazan de desprecio como la zorra de la fábula ante las uvas, diciendo que no quieren contaminarse cuando por dentro morirían por hacer lo que hacen y han hecho siempre los grandes artistas: copular locamente, y de la manera más indiscriminada, con la mayor cantidad posible de público lector.
(Continuará.)