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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El enamorado constante

Tardé meses en comprarme el DVD de The Constant Gardener. La película me había dejado tan triste que tuve que hacer acopio de coraje. Pero al fin lo hice y volví a verla. Tanto o más que la primera vez, me pareció una película bellísima. Creo que no valoramos lo suficiente el hecho de que algunas de las mejores películas del último tiempo hayan sido dirigidas por latinoamericanos. Los amigos de Hollywood se las verían en figurillas para encontrar cuatro films suyos que estuviesen en el nivel de este Jardinero fiel dirigido por el brasileño Fernando Meirelles, de Children of Men (Adolfo Cuarón), de Babel (Alejandro González Iñárritu) y de El laberinto del fauno (Guillermo del Toro).

Basada en la novela homónima de John Le Carré –que no leí-, The Constant Gardener responde a los lineamientos del thriller internacional: un país africano (Kenia), una ex potencia colonial con intereses económicos en el lugar (Gran Bretaña) y el poder casi omnímodo de las compañías multinacionales, en este caso farmacéuticas, utilizando a los kenianos como conejillo de Indias para una medicina con la que planean ganar billones. Pero más allá de los ropajes del género que Le Carré cultiva, The Constant Gardener es en esencia una historia de amor: la del diplomático inglés Justin Quayle (Ralph Fiennes, que parece haber nacido para estos roles desgarrados de enamorado con mala pata) y su esposa Tessa (Rachel Weisz), una trabajadora social que decide hacer algo para impedir que la compañía farmacéutica siga matando kenianos –y al intentarlo desata las iras del monstruo, que tiene más cabezas que una hidra.   

No es mi intención pasar por alto el tema político que The Constant Gardener plantea. Como ciudadano del Tercer Mundo, conozco de cerca los manejos de estas empresas todopoderosas que hacen estragos en nuestros países, tan faltos de controles legales y tan propensos a la corrupción. Pero me gustaría detenerme en el corazón de la película, porque a fin de cuentas es lo que la hace funcionar como funciona.

The Constant Gardener debe convencernos de que el apocado Quayle será capaz de desenmascarar una conspiración internacional, escapando una y otra vez a sus perseguidores y superándolos en ingenio. La única forma de que el relato nos convenza de que Quayle hará semejantes cosas sin convertirse en James Bond, pasa por su relación con Tessa. Quayle es apenas un hombre gris que de repente empieza a preguntar demasiado. Si decide perseverar a riesgo de su vida, es porque no sabe de qué otra forma seguir amando a Tessa que no sea la de completar su labor, terminar lo que ella dejó inconcluso; más allá de ese deseo, nada importa ni importará ya.

La película resulta tan conmovedora porque las escenas de intimidad entre Justin y Tessa son pura luz. Créanme, debe haber pocas cosas más difíciles en el terreno de lo narrativo que transmitir que dos personas se conocen y se aman de verdad en tan sólo unos segundos de película. Los escritores de una novela o de un cuento pueden volver a esas páginas todas las veces que sea necesario, durante años incluso, hasta que les queden bien. Un equipo de filmación tiene tan sólo unas pocas horas para lograrlo. Es mérito de Meirelles, de Fiennes y de Weisz (radiante como nunca, la pediría en matrimonio si no estuviese ya casada), del guionista Jeffrey Caine, del director de fotografía César Charlone y de todo el equipo el haber producido algo tan bello jugando contra el reloj. Se trata de escenas mínimas, de esas que cualquiera tiende a soslayar porque no avanzan la trama: una ocurre en la cama, otra en el baño. Pero narran el amor de Justin y Tessa con tanta verdad, que el espectador no duda que de estar en el sitial de Quayle haría lo mismo, ni más ni menos: cualquier cosa con tal de mantener viva la flama de la relación, un romance de esos con los que todos soñamos.

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22 de agosto de 2007
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Un extraordinario jardín de canciones

Me enamoré de la música de Charles Trénet de manera un tanto insólita. Por supuesto, conocía sus canciones más populares como la mayor parte de la gente: desde Que reste-t-il de nos amours? a La Mer (que mis hijas conocen como Beyond the Sea gracias a Finding Nemo), y desde Ménilmontant a Je Chante, se trata de melodías que llevamos grabadas en la memoria sin que sepamos dónde y cuándo las oímos por primera vez; a esta altura, no sería desatinado decir que forman parte de nuestro inconsciente colectivo.

Mi amiga Silvina Senn supo por este blog que yo estaba viviendo una etapa de febril Brelmanía (como en, admiración ferviente por las canciones de Jacques Brel) y desde su refugio parisino me avisó de la llegada a Buenos Aires de un espectáculo que supuso me gustaría: el cantante Jacques Haurogné y el pianista Ezequiel Spucches iban a presentarse en Clásica y Moderna, con un repertorio lleno de joyas de la canción francesa.

Haurogné y Spucches revisitaron clásicos como Les Féuilles Mortes de Jacques Prévert y Ne Me Quitte Pas de mi adorado Brel (canción que me hace llorar cada vez que la escucho, como el Aleluya de Leonard Cohen en versión de Jeff Buckley), alternándolos con la interpretación que hizo Spucches de autores argentinos como Alberto Ginastera. (Ezequiel tocó una Danza del Gaucho Matrero prodigiosa: esas manos parecían tener vida propia.) Pero el grueso del espectáculo se lo dedicaron a las canciones de Trénet. La voz de Haurogné brilló en Le Jardin Extraordinaire y también en Y’a d’la joie, es un cantante de técnica impecable. Tratándose de un pianista de formación clásica, Spucches mostró una versatilidad infrecuente: se movió como pez en el agua entre las formas tradicionales de la canción francesa y el swing del jazz que la música de Trénet suele demandar al mismo tiempo.

Al escuchar Au Bal de la Nuit por primera vez, me dije: esta es una canción de Brel. Estaba segurísimo, la canción tenía todas las marcas del belga, la melodía juguetona, el fraseo, los versos insolentes y perfectos. Cuando descubrí que en realidad era una canción de Trénet, entendí que no habría habido Brel sin Trénet y que era hora de que yo hiciese los deberes. Al llegar a casa en la madrugada me puse a googlear como loco, tanto para desasnarme respecto de su historia (me quedé pensando en un aspecto que la película La Mome / La Vie en Rose también soslayaba respecto de la vida de la Piaf, esto es la actuación de los artistas franceses durante la ocupación alemana) como para escuchar todas las canciones que pudiese. Y aquí estoy todavía, espiando apenas la punta del iceberg: ¡Trénet tiene registradas más de mil canciones!

Así que tengo Trénet y Brel para rato, y a través de ellos acceso a algunas de las más maravillosas canciones que se hayan escrito nunca: las más alegres, las más románticas y las más tristes. Déjenme, pues, agradecer a Silvina, a Haurogné y a Spucches como se debe, y de paso al Boomeran(g) que ofició de tejido conectivo, porque el descubrimiento de un artista maravilloso es un regalo de esos que no tienen precio.

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21 de agosto de 2007
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Sexo es futuro

Parece una paráfrasis de la broma sobre el abogado en el fondo del mar. ¿Cómo llamarían a diecinueve escritores hablando de sexo? De llevar la broma hasta el final, habría que llamarlo un buen comienzo. O una orgía literaria, en todo caso.

El buen comienzo, imagino, habrá que atribuírselo a Diego Grillo Trubba, que compiló los cuentos, y a la Editorial Sudamericana por asociarse en la aventura. El resultado es el libro En celo, que se presenta a sí mismo con dos cerditos que la pasan bomba en la portada y una bajada aclaratoria que da cuenta del meollo del asunto: “Los mejores narradores de la nueva generación escriben sobre sexo”.

A muchos de esos autores argentinos los conocía ya, y los valoraba: Mariana Enríquez, Patricia Suárez, Pedro Mairal, Florencia Abbate. A otros los conocía tan sólo de nombre, por lo que celebré la oportunidad de perder la virginidad respecto de su obra: Juan Terranova y Washington Cucurto, por ejemplo. Los otros fueron una completa sorpresa. El primer nombre que me viene a la mente es el de Marina Mariasch, pero es justo que los mencione a todos: Pablo Alí, Gisela Antonuccio, Maximiliano Tomás, Oliverio Coelho, Joaquín Linne, Josefina Licitra, Hernán Arias, Gabriel Vommaro, Natalia Moret, Alejandro Parisi, Félix Bruzzone y Mariela Ghenadenik.

Me gustó que llevaran la premisa hacia sus variantes menos convencionales: sadomasoquismo, transexualismo, zoofilia –o para ser más preciso en la referencia al cuento La chica del setter, humanofilia-, sexo entre machos necesitados de cariño (Cucurto dixit) y un largo etcétera. A esta altura del partido todavía consideramos al sexo como la porción oculta del iceberg, un territorio inexplorado sobre el que depositamos parte generosa de nuestras fantasías. El sexo es la máquina de disparar la imaginación que tenemos más a mano, o al menos aquella a la que recurrimos más a menudo. Es democrático por naturaleza, en tanto nivela al común de la gente y a los profesionales de la imaginación, condenándolos a la misma plataforma de partida: en este dominio todos tenemos iguales oportunidades, y nadie cuenta con particulares ventajas. Coincidirán conmigo en que se trata de una de las materias más difíciles para un escritor. Enfrentados a la página o al documento en blanco, un escritor está en la misma situación del amante primerizo: muerto de miedo, desnudo, en semitiniebla y condenado a hacer el mejor uso posible de sus discretos talentos naturales.

Que empujasen esta piedra angular de la imaginación a sus extremos me llenó de esperanza. En realidad ya estaba entusiasmado desde la premisa. La idea de animar a diecinueve escritores a meterse con una de las experiencias más transformadoras, divertidas e insondables de la vida me producía fascinación. No sé ustedes, pero yo estoy un tanto desencantado de tanto dar con libros que no sé de qué me hablan, que no puedo remitir a ninguna de las cuestiones esenciales de mi vida, ni las más ligeras ni las más profundas. La semana pasada leí en Radar una entrevista a uno de mis héroes, el canadiense Leonard Cohen. El periodista le mencionaba algo dicho por Elvis Costello. Según Costello, hay tan sólo algunos pocos temas de los que vale la pena hablar: quiero a alguien, perdí a alguien, alguien murió. Yo agregaría, en estos tiempos tan virtuales: la aventura de transformar mi circunstancia tanto como la circunstancia me transforma. Cohen reafirmaba la idea, diciendo que en líneas generales todos llevamos el mismo tipo de vida. El artista talentoso que se decide a lidiar con esas áreas comunes (en lugar de irse por las ramas, en vez de esconderse detrás de sus textos) tiene una gran posibilidad de crear obras inolvidables, que nos conmuevan pero que además nos construyan. Según Cohen, la música popular debe versar sobre esos temas. Yo creo que la literatura también, por lo menos la que no se contenta con ser un placer de iniciados, la que defiende ya no su deber, que como tal no existe, sino su derecho a ser popular.

Lo que estos escritores hicieron a partir del argumento del sexo me entusiasmó, porque me alentó a creer que harán lo mismo en el territorio de la literatura: llevarla a sus límites sin dejar que se aparte nunca del cuerpo, sufrirla y gozarla en sucesivo o en simultáneo, transexualizarla, vivirla y morirla en sincronía, dejar que nos transforme y transformarla en el mismo acto. Este es uno de los tanto aspectos en que sexo y literatura se parecen: independientemente de los motivos que nos llevan a practicar ambas disciplinas, y aun cuando no lo busquemos con deliberación, su ejercicio puede redundar en la creación de algo que tendrá vida propia –y que en el mejor de los casos nos sobrevivirá.

Como lector disfruté con En celo, me pareció un magnífico juego previo. Por fortuna en la tapa dice Cuentos 1, lo cual significa que no deberé esperar mucho para que procedan al acto.

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20 de agosto de 2007
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La batalla de la lectura

Cuando era feliz e indocumentado, como diría García Márquez, leía en todas partes y en cuanta circunstancia me lo permitiese. Si encontraba la forma de leer durante clase –por supuesto hablo de leer textos de ficción, y hasta historietas, no de libros de estudio-, lo hacía a escondidas de la mirada de la maestra. Cada viaje en autobús era un rato en una biblioteca ambulante: aun cuando ya no cupiese dentro ni un alfiler, yo elevaba mi libro por encima del nivel de las cabezas y leía igual. ¿El baño? Una biblioteca para un único lector. ¿Las vacaciones? Mensuradas en cantidad de libros leídos. (Recuerdo haber armado un bolso con veintinueve novelas para pasar enero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba. No me alcanzaron. No me quedó más remedio que aprender a andar en bicicleta, de puro aburrido.)

Con el correr de los años las cosas se empezaron a complicar. Ya no puedo leer mientras conduzco el auto. (Aunque a veces lo hago durante el semáforo rojo.) No soy de leer en el dormitorio, tampoco soy de los que lee antes de dormir. El baño sigue siendo irreemplazable, a Dios gracias, pero por lo demás el único espacio que me queda para leer es el sillón del living, que es tan cómodo como –o más que- mi cama.

El otro problema es el tiempo. A menudo las responsabilidades son tantas, que sólo me dedico a materiales que estoy obligado a leer por cuestiones de trabajo. Textos históricos o científicos, novelas que debo comentar o presentar. En los ratos libres, es más fácil ver una película en DVD que meterme dentro de un libro: una película se puede compartir con la gente que te acompaña durante la cena o el café de la noche, un libro no. (Cuando era feliz e indocumentado no existían ni siquiera las videocasseteras, así que uno sólo miraba las películas cuando las pasaban. Ahora uno las mira cuando quiere. Y yo quiero todo el tiempo.) Entre los muchos motivos por los que me gusta viajar, también está el de que me permite leer mucho. Rumbo al Japón, por ejemplo, debo haber dormido seis horas y leído durante dieciocho.

No sé ustedes, pero yo tengo rachas. Paso temporadas enteras en las que mi lectura es mínima, reducida tan sólo a lo que necesito para funcionar. Y hay otras en las que no puedo parar. En estos días, por ejemplo, estoy casi frenético. En los huecos del trabajo leo libros que me sirven o me inspiran para lo que estoy escribiendo: Ondaatje, T.E. Lawrence, Las Historias de Heródoto. En huecos que hago dentro de los huecos leo libros que van cayendo entre mis manos: por ejemplo una antología de relatos sobre sexo llamada En celo, escritos por autores jóvenes argentinos como Juan Terranova, Mariana Enríquez, Florencia Abbate, Patricia Suárez y muchos más. Y en los huecos que hago dentro de los huecos que le hice a los huecos originales leo por puro placer. Así leí Divisadero, la nueva de Ondaatje, y releí El guardián en el centeno, y acabo de terminar The Golden Compass de Philip Pullman. (Que es una trilogía, así que se vienen The Subtle Knife y The Amber Spyglass.)

¿Y ustedes, cómo la llevan? Me refiero a la batalla para conservar espacio y tiempos de lectura: ¿vienen resistiendo, o están perdiendo por goleada? 

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17 de agosto de 2007
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La insoportable levedad del cine

Cuando vi por primera vez La insoportable levedad del ser, la película de Philip Kaufman, no había leído aun la novela original de Kundera. Si mal no recuerdo, por aquel entonces estaba harto de que todo el mundo hablase de Kundera como si fuese la Octava Maravilla, y yo, que siempre me tuve por rebelde (prohibido reírse), no estaba dispuesto a sumarme al rebaño. Pasaron unos cuantos años antes de que me permitiese abrir la novela. Fue amor a primera, aunque tardía, lectura. Creo que es un gran libro, que alterna ligereza y gravedad con la sabiduría de la vida misma, que recrea de manera indeleble el mundo del que habla (Praga durante y después de su Primavera) y que nos regala un trío de personajes inolvidables: todos hemos sido Tomás, Teresa o Sabina en algún momento de nuestras vidas.

Ahora volví a ver la película y me gustó todavía menos. Es verdad que Kaufman trató de pisar sobre seguro: contaba con un productor acostumbrado a respetar las grandes novelas, como Saul Zaentz, con un guionista laureado como Jean-Claude Carriere y con un trío de actores soberbios como Daniel Day Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin, que de verdad están muy bien. (Hasta los animales brillan, tanto los chanchos que hacen de Mefisto como los perros que intepretan a Karenin.) Pero algo se ha perdido en la traducción, ese algo que tan a menudo extrañamos en las traslaciones de grandes relatos a la pantalla. La historia es la misma y los personajes no han sido cambiados, pero…

Lo que yo extraño es la voz del relator, ese Dios tan sabio como arbitrario que es parte esencial de La insoportable levedad del ser, al punto de cortar el relato por la mitad y recordarnos que Tomás, Teresa y Sabina no existen más que en su cabeza. Supongo que Kaufman y Carriere habrán creído que esa voz tan idiosincrática no podía ser honrada por el mecanismo habitual del relato en off, cosa con la que concuerdo. Pero al quitarla por completo y quedarse tan sólo con los hechos que la historia hila, perdemos –al menos yo lo siento como una pérdida- las razones por las cuales esa gente y esos hechos se conviertieron para el autor en algo que no podía dejar de contar. Kaufman habrá aspirado a que sus propias elecciones como narrador (secuencias, encuadres, edición, la marcación de los actores) equivaliesen dentro del relato fílmico a las que Kundera toma en el libro delante de nuestros ojos, pero en todo caso el experimento no funcionó.

Todo lo cual remite al viejo tema de la dificultad de las adaptaciones literarias en el cine. Ahí están, para desconcertarnos, las grandes películas salidas de novelas convencionales –desde Vértigo hasta El bebé de Rosemary- y los bodrios en que el cine convirtió tantas novelas que nos resultaban inolvidables. (El mundo según Garp, por mencionar tan sólo un caso de los que lamento personalmente.) También están las películas que parecen haber obtenido un triunfo mediante el recurso de la traición exitosa, recreando la historia casi desde cero para que el cine se engañe y la viva como cosa suya: por ejemplo Blade Runner, que reinventa una novela de Philip K. Dick, o El paciente inglés, que deconstruye la novela de Ondaatje para quedarse tan sólo con los elementos que en ella remiten al cine de David Lean.

Imagino que ustedes se acordarán de muchos otros casos. En el fondo, cada lector de una novela la está dirigiendo en su cabeza mientras la lee, y juzgará a la adaptación cinematográfica ulterior de acuerdo al modo en que coincida o no con ‘su’ versión.

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16 de agosto de 2007
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Pobre niña rica

Cayó en mis manos Factory Girl, la película de George Hickenlooper que se estrenó a fines del año pasado con tanta mala suerte como la de Edie Sedgwick, el personaje real cuya historia narra. Factory Girl fue víctima de uno de esos típicos estrenos de apuro para colar una semana en cartel, que se hacen para calificar a las nominaciones de los Oscar. (No obtuvo ni una.) A esa altura, si hay que creerle al artículo que publicó The New York Times el mes pasado, la película ya estaba condenada de antemano: el rodaje con demoras y múltiples retomas, más la presión que Harvey Manostijeras Weinstein, dueño de derechos de distribución, suele ejercer en la sala de edición, hicieron que todo el mundo empezase a bajarle el pulgar a Factory Girl aun antes de ver un solo fotograma.

Es verdad que la película que vi no vale gran cosa. Factory Girl habla de Edith Minturn “Edie’ Sedgwick, aquella chica rica de familia americana patricia que se convirtió en musa de Andy Warhol, la primera de sus superstars. Según parece –disto de ser un experto en este tema, todo el universo Warhol me deja frío a excepción de The Velvet Underground-, Edie le prestó al plebeyo Warhol la pátina de glamour que estaba necesitando para terminar de colar en el microuniverso de los fashionistas. Más allá de la actuación de Sienna Miller en el papel de Edie, la única forma en que vale la pena ‘leer’ el filme es como una historia de vampiros, con Warhol (Guy Pearce) en el papel de Drácula y la pobre Edie como una Mina sin Jonathan Harker que la rescate. En realidad sí aparece un Harker fallido, a quien la película llama ‘Bobby’. El nombre remite a Bobby Neuwirth, con quien Edie tuvo un romance, pero el hecho de que este ‘Bobby’ sea un músico famoso que canta folk y toca la armónica y anda en moto remite más bien a quien por entonces era el mejor amigo de Neuwirth, a saber Bob Dylan. ¿Y quién interpreta a este ‘Bobby” en el filme? Hayden Christensen. O sea el jovencito blando y carente de todo carisma que interpreta a Annakin Skywalker, también conocido como Darth Vader, en las últimas películas de George Lucas. Desde que Christensen entra en cuadro intentando hablar como Dylan, la única oportunidad de que alguien rescate a Edie de su muerte anunciada desaparece en el acto y la película se convierte en una autoparodia.

Lo cual no impide que el destino de esa pobre niña rica me conmueva de todas maneras. Había, imagino, una gran película latente en la vida de Edie Sedgwick, lo que va del rancho familiar en California y la prosapia que remite al Mayflower al Chelsea Hotel, las internaciones en neuropsiquiátricos y la muerte por sobredosis: una (otra) tragedia americana, parafraseando a Dreiser. Factory Girl no lo es, al menos en esta encarnación. (Parece que ahora saldrá a luz una versión más completa: habrá que darle otra oportunidad a Hickenlooper, que hasta hoy era un interesante autor de documentales.) Pero aun en su estado actual tiene momentos escalofriantes. Si Hickenlooper fue fiel a su ética de documentalista y la escena que recrea del filme de Warhol Beauty No. 2 es cierta (allí vemos a un viejo amigo de Edie que la azuza ante cámara para ver cómo reacciona ante la exposición de sus miserias), creo que mi broma sobre Warhol como Drácula debería empezar a ser tomada seriamente.

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14 de agosto de 2007
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La ilusión del Proyecto Humano

Me compré el DVD de Children of Men y la volví a ver. Por tercera vez. Con cada nueva visión me parece más grande. Me da rabia que no haya obtenido el reconocimiento que merece, creo que se trata de una película antológica: por lo que cuenta y por la forma en que lo cuenta. Hay secuencias increíbles desde un punto de vista técnico, por ejemplo la que registra un viaje, la persecución y sus consecuencias sin salir nunca del interior de un auto, o el plano secuencia de la última parte, desde que Theo pierde a Kee y a la bebita hasta que las recupera dentro del edificio y se enfrenta a los soldados. En todo caso, lo más maravilloso de esas secuencias es que fluyen naturalmente, sin imponerle al espectador su prodigio narrativo.

Basada en la novela homónima de P. D. James y dirigida por mi admirado Alfonso Cuarón, Children of Men se permite interrogarse sobre el destino de la especie a partir de una anécdota con elementos de ciencia ficción: el año en curso es 2027, un punto de inflexión en la historia en la medida en que hace ya mucho que ninguna mujer puede concebir. Por esas vueltas del destino, el escéptico Theo Faron (Clive Owen) debe custodiar a la única mujer embarazada que ha conocido el mundo en más de veinte años. Esa mujer, Kee, es una inmigrante ilegal en una Inglaterra que persigue a la gente de su condición y la encierra en campos de concentración o en ghettos al estilo de Varsovia. Su misión es ponerla en manos de un grupo político llamado Proyecto Humano, cuya existencia real ni siquiera está del todo probada, en la asunción de que son los únicos que están en condiciones de protegerla –a ella y a la criatura por nacer.

En este contexto Children of Men engendra escenas que me seguirán acompañando mientras viva. La epifanía que se produce cuando la existencia de la bebita Dylan es develada y todas las facciones –los soldados del gobierno, las fuerzas de la resistencia entre los inmigrantes- detienen su fuego y dejan de matarse… tan sólo por un instante. O la secuencia del final, con Theo, Kee y la bebita boyando en el bote. Intuyo que el estudio presionó allí y Cuarón se vio obligado a agregar un plano que convirtiese ese final en uno que resultase feliz de manera inequívoca. Para mí el final verdadero tiene lugar con la imagen del bote y de la boya, cuando todavía no hay ni señales del barco salvador, cuando nos preguntamos si el Proyecto Humano –el grupo del que se habla en el filme, pero también el proyecto humano en sí mismo- existirá de verdad o será tan sólo una ilusión.

Siempre que la veo le descubro algo nuevo. Anoche me conmovió lo que podría parecer una escena menor. Theo visita a un pariente que tiene un cargo en el gobierno, con la idea de pedirle un favor. Cuando llega a verlo, descubre que este pariente ha estado rescatando obras de arte de su inminente destrucción, en gira por un mundo entregado a la anarquía. Cenan junto al Guernica de Picasso, la conversación aclara que han salvado algo de Velásquez y otro poco de Goya. De hecho, el David de Miguel Angel custodia la entrada. El pariente se lamenta entonces de que llegó demasiado tarde para salvar a La Piedad, que cuando arribó a Roma ya la habían destrozado de manera irreparable –a diferencia del destrozo real que le produjo un loco hace años, al golpearla con una maza.

A veces pienso que vivo en un mundo que está decidido a acabar con la piedad.

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13 de agosto de 2007
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Los tesoros perdidos

Escuché el relato en silencio. A pesar de que habían transcurrido tantos años, ella refería la historia como si le estuviese ocurriendo en ese mismo momento, con la intensidad de lo que se está viviendo en directo –y por ende con la misma tristeza.

Su abuelo ya había muerto. La vieja casa había sido puesta a la venta, los juguetes de la infancia permanecían arrumbados en el garage, encerrados en bolsas negras. El vecino a quien le encargaron la supervisión del proceso pensó que lo que había quedado adentro era puro desecho. Abrió las bolsas y encontró los juguetes. Todavía servían, a pesar de la mugre y de sus mutilaciones. Sus propios nietos reaccionaron con alegría ante la dádiva llovida del cielo. Cuando ella advirtió la maniobra, ya era tarde. No tuvo corazón para despojar a aquellos niños. Todo lo que pudo rescatar fue el viejo automóvil de las Barbies, al que le faltaba –al que todavía le falta- una rueda.

No pude evitar el recuerdo de mis propios tesoros perdidos en el tiempo. Los villanos de estas historias suelen ser gente a la que por lo demás queremos: en este caso, por ejemplo, mi propio padre. Fue él quien se deshizo de los soldaditos con que yo jugaba, tenía muchísimos: combatientes de la Segunda Guerra, cowboys, indios, guerreros medievales, superhéroes, acuanautas. Fue él quien despachó mi colección de autitos, tantos Matchbox, el Dino Pininfarina y el Rolls que me había regalado mi abuelo. (Muchos de estos juguetes, justo es decirlo, fueron destrozados por mi hermano menor. El Enano de Kamchatka, con su poder desintegrador de juguetes al simple toque, le debe la vida a su triste ejemplo.)

También recordé las revistas de historietas que yo guardaba con tanto amor, tomándome a veces hasta el trabajo de encuadernarlas. Toneladas de Batman, Superman, Flash, Linterna Verde. (Todas estas de origen mexicano, vía la Editorial Novaro.) Toneladas de D’Artagnan, El Tony y Fantasía, además de las ediciones individuales de las aventuras de Nippur de Lagash y Dennis Martin. (Todas estas de la Editorial Columba.) Bosques enteros de mi alma, arrasados por completo. Por fortuna los libros se salvaron. Imagino que los prejuicios de mi padre funcionaron aquí. Tratándose de un tipo sencillo, que admiraba la formación intelectual de mi madre, debe haber preservado los libros por respeto al ícono cultural por antonomasia, disponiendo en cambio de aquellos objetos que identificaba con lo popular: los juguetes, las historietas. Amo a mi padre y siempre lo amaré, eso está claro. A pesar de que nunca deje de lamentar esa pérdida, que seguiré reprochándole como el César reprochaba a Varo el sacrificio de sus legiones. Ah, Jorge, Jorge: ¡devuélveme mis soldaditos!

De cualquier modo, recordar aquellos viejos objetos (algunos soldaditos en especial, algunos autitos, algunas revistas) me llena el alma de tibieza.

Estoy seguro de que todos podrían confeccionar listas de lo que han perdido. 

Por las dudas, no tiren las cosas de sus hijos. Nada. Nunca.

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10 de agosto de 2007
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Sol de invierno

El 7 de agosto se celebra el día de San Cayetano. Como todos los años, la gente empieza a congregarse varios días antes en la puerta de la iglesia de Liniers que le está consagrada. Este invierno ha sido el más frío en mucho tiempo, sin embargo fueron miles los que toleraron las temperaturas bajo cero de la madrugada, conservando su lugar en la fila para poder entrar en el templo cuanto antes. El promedio de la espera fue de doce horas. En su mejor momento, la fila de gente se extendió a lo largo de treinta cuadras.

Las estimaciones oficiales dicen que este año hubo un millón de peregrinos. Gente humildísima en su mayoría, que sin embargo porta ofrendas para aquellos que todavía están peor. Según el párroco Gerardo Castellano, regalan el equivalente de 1300 dólares diarios en comida.

Cayetano es el santo al que se le pide por trabajo que haga posible el pan del alimento de cada día. Pero el hecho de que la oferta laboral haya mejorado sensiblemente en los últimos años no significó merma alguna en el fluir de peregrinos. Es mucha la gente que no olvida la gracia y acude para agradecer el trabajo obtenido. Yo no tengo una pista clara sobre las razones que identifican a Cayetano con el trabajo y la dignidad que acarrea, más allá del hecho que se consagró a los pobres a pesar de provenir de familia de alcurnia y co-fundó los Montes de Piedad, que habilitaba al común de la gente a empeñar bienes a cambio de dinero. El dato curioso es que Cayetano fue secretario privado de Julio II, lo cual le habrá permitido cruzarse con Miguel Angel en algún pasillo; dichoso él, que habrá conocido la Sixtina cuando la pintura estaba todavía fresca.

Lo cierto es que la gente lo venera aquí, y que su figura resulta inescapable. Mi auto está lleno de las estampitas con su imagen, que me han ofrecido en mil esquinas a cambio de unas monedas.

Yo respeto el fervor de esta gente, aun cuando no lo comparta del todo. En un mundo cada vez más salvaje y egoísta, la generosidad del que regala lo poco que tiene y desafía al frío y la intemperie para abrir su corazón a lo inefable constituye, al menos para mí, una buena noticia.

Somos la única especie que masacra a sus congéneres porque sí, con cualquier excusa. (En general todas las excusas pueden ser reducidas al miedo y a la codicia.) Quizás no compense del todo, pero por fortuna también somos la única especie que conoce y practica la esperanza.

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9 de agosto de 2007
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Salven a la porrista, salven al mundo

Me causó gracia que Mayté / Palas se burlase de mi sueño apocalíptico remitiéndolo a Héroes, a las visiones del pintor Isaac Méndez sobre una Nueva York devastada por la bomba y a la voz del inefable Hiro llamándolo: “Mister Isaac…” Es verdad que vengo siguiendo la serie con unción religiosa, pero lo cierto es que más allá de mi fanatismo, la preocupación por la nueva escalada nuclear es en mí todavía más profunda de lo que quiero admitir: a la prueba del sueño me remito. El precario equilibrio que parecía haberse alcanzado después de la Guerra Fría se ha roto, no sólo porque la no proliferación se ha convertido en simple proliferación, sino porque además la política exterior de los Estados Unidos alienta al resto de los extremismos a procurarse más bombas, con la excusa –por lo demás bastante razonable, dado la agresividad de la administración Bush- de la defensa propia. Vaya paradoja: todo el mundo se prepara para matar con el argumento de que debe estar listo para defenderse. Creo que se impone un reestreno mundial de Dr. Strangelove, la película de Kubrick. Lo único que queda por determinar es si el próximo enajenado que cabalgará una bomba hasta convertirla en hongo será un cowboy al estilo del Slim Pickens del filme, un jihadista, un guerrero chino, un ruso o algún separatista de los tantos que hay por todas partes. (Los hay hasta en Bolivia, vean.)

Pero en fin, volvamos a Héroes. ¡Faltan cuarenta y ocho horas para el final de la primera temporada! Para mi desgracia, el viernes tengo uno de esos eventos sociales a los que no se puede faltar, lo cual seguramente me obligará a postergar la visión hasta la repetición del sábado… ¡No hay derecho!

No sé ustedes, pero al menos yo sentí que este último tramo era bastante confuso. No suele tener dificultades para seguir tramas complicadas, pero algunas de las ideas y vueltas en el tiempo me dejaron girando como un trompo. Me pareció además que ciertas ramas del relato se desinflaban, por ejemplo la que sigue a Niki (Ali Larter), que se volvió fastidiosa y –al menos en apariencia- prescindible. Todo lo cual no impide que siga viendo la serie con ansia, al punto de que ya reservé mi edición en DVD por Internet.

Nadie podrá probar jamás la vieja teoría que sostiene que la masacre de Pearl Harbour podría haber sido evitada, pero que no lo fue para que el sacrificio impulsase al pueblo de los Estados Unidos a reclamar respuesta militar acorde. (Que en último término no lo fue. ¿Cuántos Pearl Harbour caben en Hiroshima y Nagasaki?) Lo que está claro es que el argumento de permitir una masacre para justificar la acción posterior ha pasado a formar parte de nuestros mitos contemporáneos. Verlo expuesto en Héroes no hace más que generar nuevos escalofríos, porque nos consta que los poderes establecidos consideran que las vidas humanas son la mercancía más barata en sus mercados.

Sea o no imprescindible salvar a la porrista, lo que resulta indudable es que hay que salvar al mundo.

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8 de agosto de 2007
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El Boomeran(g)
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