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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Lucía y el sexo

No quería dejar de decir que me alegra que se haya elegido a la película XXY, de Lucía Puenzo, para representar a la Argentina tanto en los Goya como en el Oscar. En un año particularmente desastroso para nuestro cine, XXY representa a la vez un alivio -porque es un filme relevante, digamos que uno de los pocos de este último tiempo- y una promesa. No olvidemos que no se trata de la película de un director experimentado y artista consagrado, sino de un debut. Más allá de los méritos propios de Lucía Puenzo (volveré sobre este punto más adelante), la consagración de XXY habla también del silencio de los no inocentes, los directores que llevan tiempo trabajando en nuestro medio. El hecho de que la única otra película con chances para disputar la nominación fuese La Señal, debut -otro más- en la dirección de Ricardo Darín y Martín Hodara, subraya lo que digo. Directores argentinos hay muchos, y de distintas generaciones. Que ninguna obra de ninguno de ellos haya estado en condiciones de competir de igual a igual con XXY y con La Señal sugiere una crisis, en cuyas causas habría que ahondar. Algunos de ellos no han podido filmar en este último tiempo, otros no han querido o no han sabido qué, y otros han filmado películas que no dejaron huella en la gente... ni en la historia. Mientras tanto, el público sigue esperando que de una vez por toda aparezca el Nuevo Cine Argentino -del que tanto se habló, del que tan poco queda- como otros esperan al Mesías.

XXY es la historia de Alex (Inés Efrón), un/a chico/a nacida con rasgos sexuales de hermafrodita. Deseosos de proteger su intimidad, sus padres se mudan a un paraje remoto del Uruguay. Pero con la adolescencia afloran los deseos, y con la aspiración a la madurez llega la necesidad de elegir libremente. ¿Pueden sus padres esconder por siempre a su hijo/a del escrutinio del mundo? ¿Deberían sugerirle el camino de la cirugía, para que se conforme de acuerdo a una de las identidades diferenciadas: varón o hembra? Lo cierto es que existe una correspondencia entre Alex y XXY, la película: ambas son criaturas singulares e irrepetibles, ambas se resisten a amoldarse a las expectativas del mundo exterior. En su excentricidad -literalmente, en su rechazo a acomodarse a lo que la sociedad y la cultura pretenden céntrico- está su valor más perdurable.

Quizás haya que decir ya de una vez por todas, a la luz del premio que ganó Anahí Berneri en San Sebastián y de esa realidad que es ya Lucrecia Martel, que si el Nuevo Cine Argentino llega alguna vez a existir, seguramente tendrá rostro de mujer.

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3 de octubre de 2007
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A un año del escándalo López

Mientras estuve en Israel y Palestina se cumplió un año de la desaparición de Jorge Julio López, el hombre que habiendo sido víctima de secuestro y torturas durante la dictadura se desvaneció en el aire luego de testificar contra el ex director de operaciones de la policía bonaerense, Miguel Osvaldo Etchecolatz. Quería hablar del asunto para pelear con la rutina, con el acostumbramiento a la idea de que López está muerto. De tanto en tanto me descubro diciéndome a mí mismo, como si necesitase despertarme: se trata de un hombre que ha sido secuestrado y muerto en estos días que corren, delante de nuestras narices, con sus restos destruidos y ocultados como ocurría antaño, durante la dictadura más infame que hayamos padecido. Me repito para despabilarme que ha sido hoy mismo, en plena democracia formal y en vigencia efectiva de la Constitución Argentina, que un hombre ha vuelto a ser víctima de aquellas patotas -precisamente porque siguen impunes, y porque pueden golpear en libertad.

Perdí unos días tratando de encontrar cómo hablar del asunto, hasta que un artículo de Horacio Verbitsky en Página 12 me proporcionó la excusa. Como parte de la investigación por el secuestro, un juez secuestró la agenda del hombre a quien López ayudó a encarcelar con su testimonio, el ex comisario Etchecolatz. Dentro de esa agenda encontró un dibujo hecho por el reo. El trazo es elemental, pero lo que describe es inequívoco. El centro del dibujo está ocupado por un Satanás gigantesco de cuernos, cola y tridente. Al lado de Satán figura un retrato de Adolf Hitler. Delante de Satán hay una cinta sin fin, por la que desfilan tres hombrecitos con las manos atadas a la espalda. Cuando la cinta llega a su límite, los hombrecitos caen a un foso en cuyo fondo hay llamas. Afuera del 'establecimiento' hay un cartel, que rubrica su actividad: 'Fábrica de kipás. (Los vendo con descuento.)' Entre las otras informaciones que la agenda contiene están los números de teléfono de catedrales y sacerdotes y el particular del Arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, que acaba de acusar de abortista al Ministro de Salud Ginés González García diciendo que su accionar significa "la muerte de la democracia".

No deja de ser irónico que un hombre con amigos genocidas se preocupe por la posible muerte de la democracia. No deja de ser irónico que un hombre se rasgue las vestiduras ante la perspectiva de un aborto pero ni diga palabra respecto de una desaparición, que seguramente está encubriendo un homicidio cierto.

Lo que le ocurrió a López, y lo que sigue ocurriéndole mientras no exista justicia, es un escándalo. Y como tal debemos seguir recordándolo a diario.

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2 de octubre de 2007
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¡Devuélvanle el guión a Coppola!

Es vox populi que los argentinos haríamos cualquier cosa por llamar la atención, por las buenas si es posible y si no, también. No hace mucho hablé aquí de la campaña que unos muchachos lanzaron por Internet, con el objetivo expreso de lograr que la modelo Nicole Neumann cumpliese con una promesa insensata formulada ante la prensa, la de desnudarse en público en apoyo a una causa ecologista. Ayer mismo, los muchachos en cuestión revelaron ser publicistas en una entrevista concedida a Julián Gorodischer de Página 12, donde se hablaba de conceptos como "sociosurrealismo" y "acción viral" -que no sé muy bien qué son, pero suenan la mar de interesantes- y se los inscribe en la senda anticorporativa del No Logo de Naomi Klein. Lo cierto es que Ezequiel Ardigó, Fernando Ojeda, Matías Quiroga y Santiago Vila hicieron algo fresco, creativo e irreverente, desmontando la estética de los vídeos terroristas -usaron caretas de Winnie Pooh en vez de los ya tradicionales pasamontañas, para que nadie pudiese acusarlos de promover una violencia real; yo estaba entonces en Palestina, donde la violencia es verdadera, y el asunto me impactó tan sólo como una magnífica broma- y riéndose de algunas repercusiones, como el cable de la agencia EFE que se tomaba en serio la 'amenaza' que acabar con el perro de Nicole si la modelo no cumplía con su promesa. (Por algo se autodenominaron Movimiento Hacete Cargo Nicole.)

Pero en fin, también nos gusta llamar la atención por las malas. La cuestión del robo que Francis Ford Coppola sufrió en la sucursal que su productora tiene aquí en Buenos Aires, en ese barrio hiperfashion que es hoy Palermo, me impactó primero como fan y cinéfilo. Según parece, uno de los ordenadores que los ladrones se llevaron contenía la última versión del guión de Tetro, el filme con Matt Dillon que Coppola planea rodar en la Argentina en los próximos meses. Yo que sé el trabajo que entraña un guión (y si es bueno como los de Coppola, ni qué hablar), me agarré la cabeza al tiempo que pensaba: 'Querido Francis, bienvenido a la Argentina', porque no dudo que los cacos no sabían lo que hacían. Espero que esta gente se haya enterado a tiempo de lo que tenía entre manos, y que esté negociando con la productora para devolver aunque más no sea el guión a cambio de la recompensa que Coppola ya ofreció.

Pero cuando vi la repercusión internacional del asunto, me quise morir. Leí sobre el robo en todas las agencias internacionales, en el New York Times... Mientras el presidente Kirchner hablaba en las Naciones Unidas en nombre de nuestra dignidad, uno de los más grandes cineastas estadounidenses de la historia recibía aquí un curso de argentinidad, y acelerado. Espero que más allá del contratiempo, Coppola haya advertido algo que para nosotros es pan de todos los días, esto es, a sacar algún provecho de la desgracia. ¡No me digan que el asunto de los ladrones que piden rescate por un guión no es digno de una película!

Por suerte tenemos siempre a mano alguna alegría deportiva. Ahora, sin ir más lejos, acabamos de batir a Inglaterra -que era el dueño del título- y consagrarnos campeones del mundo del fútbol gay.

Con un poco de suerte, los muchachos del Movimiento Hacete Cargo idearán una campaña para recuperar el guión del autor de El Padrino. Ahí está: Movimiento Devuelvan el Guión o Se Las Verán con Los Corleone.

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1 de octubre de 2007
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Jeru-shalom

A la luz de los hechos de las últimas décadas uno tiende a pensar en Jerusalén como una ciudad desgarrada por el fanatismo. En buena medida lo es, tristemente. Pero leyendo A History of Jerusalem: One City, Three Faiths, de Karen Armstrong, comprendí que algunos hitos de su historia desmienten esa impresión, otorgando además razones para la esperanza.

La primera vez que el nombre aparece en la Biblia define a una ciudad que no es originaria del pueblo hebreo, sino de los jebusitas. Josué lleva adelante una exitosa campaña militar, pero no puede acabar con ellos. Finalmente acepta la realidad y alienta a sus tribus a convivir con los jebusitas en Jerusalén.

Los israelitas originales ni siquiera eran monoteístas. Creían en Dios, pero también en otros dioses. Y aun cuando se topasen con algunos en los que no creían, aceptaban sin problemas la existencia simultánea de otros cultos. Abraham fue célebre por su tolerancia al respecto. David también. Salomón construyó templos donde se adoraba a Astarté, a Milcom, a Chemosh. El Yahvé de los inicios era un dios difícil, pero la ética que promulgaba no dejaba margen a dudas sobre como comportarse con el otro: "Si un extraño vive contigo en tu tierra, no lo perturbes... Debes considerarlo uno de tus compatriotas y amarlo como a tí mismo -porque ustedes fueron extranjeros en Egipto alguna vez", se lee en Levítico 19,33.

El cristianismo de los comienzos también fue tolerante, al menos hasta las Cruzadas. Y Mahoma fue inequívoco en sus enseñanzas: musulmanes, judíos y los cristianos eran Hijos de Abraham y hermanos en ese tronco común, por lo tanto el respeto entre las confesiones era mandatorio. "Reflexionando sobre la actual, infeliz circunstancia -dice Armstrong-, se convierte en una triste ironía el hecho de que en dos ocasiones del pasado fuesen conquistas islámicas las que permitieron el regreso de los judíos a su ciudad sagrada. Tanto Umar como Saladino invitaron a los judíos a establecerse en Jerusalén cuando reemplazaron allí a las autoridades cristianas".

Por supuesto, también hubo persecuciones y genocidios en nombre de la(s) fe(s), una constante lamentable que une pasado y presente. Desde tiempos inmemoriales se recurre a los ingenieros para tratar de imponer una visión sobre otra. "Hace mucho ya que la construcción es un arma ideológica en la ciudad; desde la época de Adriano se convirtió en un medio para obliterar la tenencia de los moradores previos", dice Armstrong. La agresividad con que los asentamientos israelitas se expanden hoy por todo el territorio, levantando paredes a velocidad impensable, es una muestra de que esta política no ha pasado de moda: se trata de borrar al otro del espacio en que antes vivía, de impedirle reconocerse en el nuevo paisaje.

"Una cosa que enseña la historia de Jerusalén -dice Armstrong en el capítulo final- es que nada es irreversible". Entiendo que la esperanza parece insensata, pero el libro me sugirió que la tradición de tolerancia en Jerusalén ha sido mucho más larga y señera que la de la exclusión y la violencia. Aunque Armstrong no la señala en su obra, existe una línea de interpretación de acuerdo a la cual el nombre Jerusalén deriva de 'shalom', un término que suele traducirse como 'paz' -lo cual ya sería más que bastante- y que a la vez proviene de una raíz que significa 'completud'. Nadie puede arribar a la paz, nadie puede considerarse completo, mediante la exclusión violenta del otro. Por algo en hebreo la palabra 'kaddosh', que designa lo sagrado, significa también 'otro'.

Considerar sagrado al otro es el camino más corto hacia la paz duradera.

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28 de septiembre de 2007
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En taxi al Infierno de Dante

Tenía la esperanza de que a mi paso por New York ya hubiesen salido a la venta las nuevas ediciones de Blade Runner en DVD, pero llegué demasiado temprano. En cambio encontré una flamante edición para coleccionistas de Taxi Driver que me sirvió de consuelo. El disco extra tiene algunos materiales que valen la pena: Scorsese hablando sobre las influencias que trataba de canalizar a través de su filme (Francesco Rosi, sin ir más lejos), el guionista Paul Schrader recreando las angustiantes condiciones en que escribió el filme (separado de su mujer, abandonado por su amante y trabajando en la cocina de una casa prestada; ¿cómo no iba a sentirse alienado el pobre Travis Bickle?) y una comparación entre la Nueva York de 1975 -pura Babilonia, pre-Tolerancia Cero- y las locaciones tal como existen hoy día. El apartado más jugoso es un Making Of que ya tiene algunos años, en el que abundan esos detalles que hacen la delicia de los cinéfilos: cómo fue que el genial Bernard Hermann compuso el último de sus scores (el pobre hombre murió la noche en que terminó de grabarlo), la primitiva forma en que se realizaron los efectos especiales de la masacre (manos que vuelan en pedazos, sangre y sesos -colorante y telgopor- sobre las paredes) y la revelación sobre cómo hicieron esa toma final desde lo alto, imitando la perspectiva de Dios. Muy simple: abriendo un canal en el techo para dejar que la cámara se deslizase...

A más de treinta años de su estreno, Taxi Driver sigue siendo una película poderosa. Nueva York es Sodoma en la pantalla y Robert De Niro nunca ha estado mejor: es un hombre en el borde, peligrosísimo y frágil a la vez. Vaya a saber qué habría sido del guión de Schrader en otras manos, tal vez una fantasía más sobre vigilantes y la torcida noción de justicia que nuestros amigos de USA han alimentado durante tanto tiempo -y siguen alimentando, para mal de todos.

En manos de Scorsese, Taxi Driver se vuelve más inquietante de lo que el guión a secas (que la edición para coleccionistas también incluye, dicho sea de paso) sugiere en la lectura. Son pequeños momentos que separan al filme del pelotón de grandes películas americanas de los 70, catapultándolo a la gloria. La cámara que pierde a Bickle en la central de los taxis y lo reencuentra a la salida, la cámara que se pierde dentro de la bebida efervescente, la cámara que deja solo a Travis mientras habla por teléfono. Todavía recuerdo la primera vez que la vi en un cine de la calle Corrientes, a poco de su estreno. La secuencia final en que Travis lleva a Betsy (Cybill Sheperd) a su casa me dejó girando como un trompo. Lo que Scorsese hace allí es una cosa mínima, tan fugaz como imprecisa: la imagen se acelera un segundo mientras Travis mira por el retrovisor y suena un instante de música enajenada. (Sugerencia de Hermann, confiesa Scorsese: un acorde reproducido de atrás para adelante.) Ese toque de extrañamiento otorga al relato un final inequívoco, revelando que ningún orden ha sido reconstruido al estilo clásico, que la patología de Travis sigue viva y su nuevo estallido es tan sólo cuestión de tiempo.

Ah, la ambiguedad moral de nuestro mundo.

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27 de septiembre de 2007
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Negev

La excusa era la búsqueda de una locación. Un par de secuencias de la película que quiero filmar transcurrían en el desierto, y por eso le pedí a Pasqual Górriz, fotógrafo (y amigo) extraordinaire, que me llevase hasta el Negev. Más allá de la necesidad práctica, lo que perseguía en el fondo era revivir una sensación. Siete años atrás, en plena noche, había pasado junto al Negev de regreso de Eilat, otra vez con Pasqual al volante. Como la ruta estaba desierta, le pedí que apagase las luces del auto y que se detuviese al borde del camino. Desde ese borde contemplamos las arenas, iluminadas tan sólo por las estrellas. Fue como contemplar el infinito desde un palco preferencial. La brisa redibujaba el contorno de las dunas. Era igual que contemplar el océano, sólo que se trataba de un mar de plata -y silencioso, como el universo previo al Big Bang.

Pasqual recurrió a los oficios de otro amigo, oriundo de Be'er Sheva, para que oficiase de guía. Lo llamaré Nimrod aunque no sea ese su nombre, para permitirme referir cosas que me contó no como entrevistado, sino en su condición de amigo de mi amigo. Además de crecer en la región, Nimrod hizo allí buena parte de su entrenamiento militar. Dice que lo soltaban en mitad del desierto casi sin agua y que además de sobrevivir debía escapar del ataque de francotiradores y de helicópteros que se desplazan en silencio. Cuando alguna de las balas de salva impactaba en su cuerpo, los sensores electrónicos activaban una alarma del uniforme que resultaba enloquecedora.

Le cedo el asiento del copiloto y regresamos a la ruta 40. Después cogemos la 19, a la altura de Shivta. Esta vez llegamos a media mañana, bajo luz incinerante.

El Negev no es como los desiertos de las películas de Hollywood. Si bien hay arena y ocasionales dunas, su aspecto general es el de paisaje marciano. Una teoría atribuye sus cráteres a la actividad volcánica. Yo prefiero otra, la que sugiere la caída de una lluvia de meteoritos en tiempos inmemoriales. Me gusta creer que el Negev es una postal de otros mundos, que alguien envió desde el más allá sin remitente alguno.

A la altura de Eilat, el promedio de las lluvias anuales suma cero. El terreno está cruzado por wadis, el cauce seco de los ríos que ocasionalmente revive en los inviernos -cuando, créase o no, suele nevar.

Camino a Shivta, memorial de la gloria de los nabateos, los campamentos beduinos brotan a ambos lados de la ruta. Tiendas y casas de hojalata, antenas de TV, camellos a la sombra. Los árboles parecen tener melena, antes que una copa. Según Nimrod, son de una especie que Abraham plantó cuando descubrió siete pozos de agua en la región; de hecho Be'er Sheva significa 'pozo del pacto', en memoria de la alianza que Abraham suscribió con Abimelech para asegurar abrevadero para su ganado y su gente. Después de contarme este asunto Nimrod retoma su discusión con Pasqual. Está indignado por su postura abiertamente propalestina, que según él atenta contra la supervivencia de Israel.

Finalmente llegamos a las Arenas de Agur. Es lo que yo estaba buscando, ni más ni menos. Mi ojo dista de estar entrenado, pero no es difícil encontrar huellas de animales. Algunas parecen haber sido producidas por perros, o criaturas de parecida familia. De otras no me atrevo a decir nada. Para mi sorpresa, de tanto en tanto encuentro formaciones naturales que parecen ojos. Pequeños montículos cubiertos por vegetación corta y espesa, que protegen orificios de medio metro de diámetro. (Tengo fotos que lo prueban.) Quizá oficien de guarida a las criaturas innominadas. Trato de preguntarle a Nimrod, pero está demasiado ocupado discutiendo con Pasqual. Me quedo con lo único que puedo colegir: el desierto del Negev tiene ojos.

A medida que asciendo la enorme duna, la discusión entre Pasqual y Nimrod se va perdiendo. No me cuesta nada comprender a Moisés, que dejaba atrás a su quejoso pueblo buscando la paz del Sinaí, la calma que sólo se obtiene en las alturas. Una vez en la cima me siento en la arena. Enciendo un cigarrillo. No se oye nada.

Durante algunos minutos mi vida es perfecta.

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26 de septiembre de 2007
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Fin de semana en Marte

Supongo que podría echarle la culpa al viaje agotador que acaba de terminar, y a la intensidad con que viví tantos días entre los Estados Unidos, España, Israel y Palestina. Pero no quiero engañarlos. Aunque no hubiese movido el culo de mi sillón durante un mes, seguramente habría hecho lo mismo. Para delicia de mi hija más pequeña, me pasé gran parte del fin de semana viendo la primera temporada de Veronica Mars, la serie creada por Rob Thomas y protagonizada por (suspiro) Kristen Bell. Quiero decir: veintidós capítulos de casi una hora de duración. Hagan la cuenta. ¡Casi un día entero dedicado de corrido a la detective amateur!

Había oído hablar de la serie y terminé pescando la segunda temporada por TNT. La tercera la agarré empezada, y me deprimió tanto el hecho de que el canal decidiese no firmar contrato por una cuarta, que me perdí el final. Todo es cuestión, ahora, de esperar al 23 de octubre. Es la fecha en que la temporada final sale editada en DVD. Ya no puedo hacer otra cosa. En su momento me plegué a una campaña de firmas (lo confieso), que terminó enviando miles de golosinas, las célebres 'Mars bars', a la directora del canal. Vaya a saber quiénes terminaron empachándose con el obsequio. A todos los que digerimos tan sólo nuestra frustración no nos queda más que ver los viejos capítulos y rezar para que Kristin Bell no desaparezca de las pantallas. Por el momento no nos está yendo mal. Su voz es la del relato en off de la serie Gossip Girl, que se estrena aquí en noviembre. Y además la veremos en Héroes, ya que participa en no menos de trece capítulos de la nueva temporada. Y el año que viene se estrena en cine Forgetting Sarah Marshall, una comedia de Judd Apatow en la que interpreta a la chica inolvidable del título.

Veronica Mars no hizo historia ni nada parecido. Era una serie muy bien pensada, sobre la hija adolescente de un ex policía metido a detective privado que, algo inevitablemente, sigue en los pasos de su padre. Aunque así contada suene a Nancy Drew, me gustaba porque el mundo en que transcurría no era edulcorado (¿cuántas series para adolescentes están protagonizadas por una chica de 17 que fue drogada y violada durante una fiesta?), porque tenía diálogos inolvidables y un gran sentido del humor. El actor que interpretaba a Logan Echolls, el chico-malo-transformado-en-bueno, también es digno de ser tenido en cuenta: se llama Jason Dohring y merece un gran futuro. Pero la clave del éxito es, sin duda alguna, la protagonista Kristen Bell. A los 27 años, Bell es de las pocas actrices que pueden aspirar al parangón con Audrey Hepburn: por delgadas y menudas, claro, pero también por su capacidad para moverse entre el drama y la comedia como pez en el agua y por el encanto que exuda aun cuando no hace nada. Si le temo a los papeles que interpretará en Héroes y en Sarah Marshall es porque sus personajes parecen más equívocos que Veronica Mars. Los hará más que bien y convencerá al mundo entero de su versatilidad, pero ¿quién puede sentir placer disfrutando odiando a Audrey Hepburn?

La termino aquí porque mi hija quiere que entre en Amazon a comprar la segunda temporada. Las cosas que hay que hacer para ser buen padre...

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25 de septiembre de 2007
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Actuar para vivir

Por segunda semana consecutiva me encuentro aplaudiendo un artículo de Mario Vargas Llosa. Ayer domingo me encantó Dickens en escena, el texto que publicó en el diario El País. Vargas Llosa comenta un libro que ha caído en sus manos (ah, qué envidia): Charles Dickens and His Performing Selves, subtitulado Dickens and The Public Readings (Oxford University Press, 2007), cuyo autor es Malcolm Andrews. Lo que Andrews hace es recrear el periodo final de la vida de Dickens, desde que en diciembre de 1853 se animó por primera vez a leer textos suyos en público hasta que lo hizo por última vez en 1870, tres meses antes de su muerte, disuadido de volver a intentarlo tan sólo por su mala salud y la prohibición de sus médicos.

Según Andrews dice, y Vargas Llosa, Dickens justificó ante su familia la realización de esas presentaciones debido a que le reportaban dinero en un momento en que le venía más que bien. (Andrews calcula que las presentaciones en público lo hicieron más rico de lo que lo habían hechos los libros en sí mismos.) Vargas Llosa añade que más allá de la excusa, había en Dickens una vocación histriónica "o por lo menos, de contador ambulante de cuentos. Lo cierto es que el teatro debe haber sido el primer amor de Dickens. En Great Expectations, Pip revive una excursión a una feria de esas que abundaban en espectáculos callejeros, debiendo bajar al fin su cabeza porque lo que había presenciado era "demasiado para mis jóvenes sentidos". Cuando era pequeño, y más aún: en los momentos más crueles de su infancia, construyó un teatro de juguete que incluía un escenario y personajes de cartón pegados a palillos o cables que facilitaban su movimiento. Ya de adulto, no pasaba una semana sin que viese alguna obra. Y el hecho de haber fracasado como autor teatral, con títulos como The Strange Gentleman y The Village Coquettes, se contaba sin duda entre las más grandes frustraciones de su vida.

Pero interpretar la energía que dedicó a las lecturas en público como su forma de paliar esa frustración sería empobrecedor. Es verdad que era histriónico, aunque no lo suficiente como para ganarse el pan como actor. (Cosa que también intentó.) Dickens no se limitaba a leer sus textos, sino que los recreaba con su voz y con sus movimientos, interpretando el timbre y las modalidades de cada personaje. Si se me permite el atrevimiento de la interpretación, creo que no intentaba tanto poner a prueba una modalidad degradada del teatro, como disfrutar de una conexión con sus lectores que no podía experimentar de ninguna otra manera. Es verdad que vendía miles y miles de ejemplares de sus libros a ambas orillas del Atlántico, y que gozaba en sus días de la popularidad de una estrella de cine o de rock. Pero una cosa son los números de las ventas y las palmadas por la calle, y otra muy distinta la experiencia de registrar qué le ocurre a la gente mientras lee... o mientras oye. No hace falta más que considerar la característica de sus ficciones para entender que Dickens debe haber ansiado la respuesta emocional del público. ¿Cuál es la gracia de conmover, horrorizar y divertir a la gente si uno no puede verla cuando eso le ocurre?

Si hubiese tenido éxito en el teatro habría estado allí cada función, para dejarse empapar por las risas y los sollozos. Si hubiese existido el cine, se habría sentado en la última fila para sentir qué le pasaba a la gente ante la proyección de sus historias. La reacción del público -del público de carne y hueso, que saltaba en sus asientos, se dejaba oír y no escatimaba sus reacciones más viscerales ante una escena- debió haber sido la mejor paga de su vida. Quizás sea Dickens el último de los grandes narradores que haya escrito con la idea de crear comunidad. Aunque todavía seamos muchos los que seguimos creyendo en las ficciones en las que "cada persona(je) se demuestra por encima de los accidentes de la vida, aun cuando no pueda dejar de encontrárselos a la vuelta de cada esquina".

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24 de septiembre de 2007
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Sobre la física de la calamidad

Hay cosas que uno no deja de hacer ni siquiera durante los viajes de aventura. Por ejemplo leer. Compré la novela Special Topics On Calamity Physics en la legendaria libreria Rizzoli de New York -pequeña, clásica, deliciosa- y terminé de leerla en Ramallah, Palestina, entre excursión y excursión por territorios separados por controles militares. La verdad es que la disfruté. El relato sobrevivió los cambios de escenario y de mundo. Escrita por Marisha Pessl, Special Topics cuenta en primera persona el tránsito a la madurez de la increíble Blue van Meer, una estudiante que lídia con el final de la escuela secundaria, con un padre tan brillante como absorbente... y con el presunto suicidio de su profesora favorita, cuyo cadáver se ha encontrado en el medio de un bosque.

La cuestión es que Blue es mucho más brillante que su padre. Todo su relato está lleno de citas y referencias librescas a fuentes verdaderas y otras inventadas (al menos suenan como tales), sin que ello lo convierta en pesado o farragoso; por el contrario, Pessl -una mujer casi tan joven como Blue e igualmente bonita, a juzgar por la foto de contratapa- utiliza el recurso con gracia y sentido del humor, de manera que no excluye al lector sino que lo incluye en la excentricidad del personaje. Cada uno de los capítulos está titulado como algún libro más o menos clásico que Blue por supuesto ha leído: desde Othello y Cumbres borrascosas hasta Che Guevara Talks to Young People, atribuido a Ernesto Guevara de la Serna. (Por cierto, Blue hace acotaciones en español que a veces están mal escritas. Estos detalles son la pesadilla de los escritores, porque el error arranca al lector del verosímil en que debería estar instalado.)

Las críticas le han sido muy favorables a Pessl. El libro ha integrado, de hecho, la lista de los diez mejores libros del ano del New York Times. Pero a pesar de que alguna de las loas equipara a Blue con el Holden Caulfield de The Catcher On The Rye, yo la siento más cercana a la Veronica Mars de la serie homónima -que en paz descanse, dicho sea de paso. La novela es simpática, Pessl se aproxima a menudo al tour de force (mantener la excelencia de Blue durante todo el relato no es un desafío menor) y se agradece el hecho de que al final -llamado con propiedad Metamorfosis, como en Ovidio- no se esfuerce por atar todos los cabos: la vida es buena pero no es justa, como dice Lou Reed; esto es parte de lo que Blue aprende por encima de sus enciclopédicas lecturas. Personalmente, eché en falta la presencia de un editor al estilo de los norteamericanos de la Época Dorada: alguien que no sólo publica el libro, sino que además lo lee críticamente, expresando sus dudas y sugiriendo cambios y cortes. A este tratado sobre la física de la calamidad le sobran unas cuántas páginas, al menos a mi gusto.

Ahora estoy leyendo algo que se parece más a la tarea profesional: A History of Jerusalem, One City, Three Faiths, de Karen Armstrong. A pesar de que se trata de un libro de no ficción, lo estoy disfrutando mucho por razones que a esta altura deberían ser obvias. No deja de ser llamativo el hecho de que Armstrong, una ex monja, sea a su manera una suerte de Blue van Meer adulta. De saber igualmente enciclopédico, Armstrong  tiene el mismo deseo de comprender el mundo que la rodea -y la misma mirada compasiva, habría que decir- que su símil de la ficción.

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20 de septiembre de 2007
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¿El final del camino?

Los aviones son un sitio inmejorable para leer. En el trayecto Tel Aviv-Frankfurt (dicho sea de paso, el aeropuerto Ben Gurion es el único cuyo duty free ofrece carritos de supermercado para comprar a lo bestia) di cuenta de The Road, la nueva novela de Cormac McCarthy. Hacía mucho que venía oyendo comentarios exultantes sobre este escritor. De hecho me compré hace algunos meses No Country For Old Men, que aún no pude leer; ahora que se ha convertido en una película de los hermanos Coen, protagonizada por Tommy Lee Jones y Javier Bardem, no sé qué prefiero hacer primero, si leer o ver el filme: cualquiera de las posibilidades me llena de emoción, y a la vez del temor de que una experiencia anule a la otra. En estos días se habla mucho de una posible versión cinematográfica de The Road, protagonizada posiblemente por Viggo Mortensen. Pero en este caso ya no padecer el dilema. Como ya he dicho, le The Road en el avión, de una -literal- sentada. La película vendrá después. Si es que existe un después.

The Road es una historia post-apocalíptica. Un hombre viaja junto a su hijo pequeño rumbo al Sur, en busca de latitudes más cálidas -es consciente de que no podrán sobrevivir otro invierno tan crudo como el que acaban de dejar atrás-, después de que un cataclismo innominado haya arrasado con el mundo entero, o al menos con los Estados Unidos. La inmensa mayoría de la población ha sido diezmada. (McCarthy no pierde tiempo en explicar cómo, o por qué: todo lo que le concierne es ese hombre y ese niño.) No hay animales. Las frutas y verduras se han echado a perder. Todos los paisajes están cubiertos por una inquietante ceniza. Y los sobrevivientes se han entregado al salvajismo: las prácticas caníbales son comunes, porque en esa Tierra reseca no ofrece otras alternativas al hambre.

El hombre y el niño -que ni siquiera tienen nombre propio: son apenas eso, nada más y nada menos que eso, hombre y niño- se resisten a pensar en la posibilidad de comer carne humana. Las escenas que presencian durante su peregrinaje tienen mucho de dantesco; como hay tanto de bíblico en el tono que McCarthy emplea, no cuesta nada remitirse a las narraciones sobre el sitio que los babilonios establecieron sobre Jerusalén. (Recuerdo, por ejemplo, el episodio de la madre esperando parir para poder alimentarse con la carne del recién nacido.)

Creo que McCarthy no perdió tiempo en explicar las causas de este apocalipsis porque será redundante: están allá, al alcance de cualquiera, basta con leer los diarios. Apenas despego me entero del atentado en Siria, de la amenaza de Irán de atacar territorio israelí en caso de resultar agredida por los Estados Unidos, de la nueva condena de Rice a Hamas -una criatura que en todo caso han contribuido a crear, y a la que ahora amenazan con cortar el suministro eléctrico y de agua en su bastin de Gaza; si cumplen con esa promesa no habrá necesidad alguna de rodar una película, porque Gaza se convertirá en The Road, o viceversa.

Como en el viejo poema de Yeats, dondequiera que miramos se percibe que "los mejores carecen por completo de convicción, mientras que los peores / están llenos de una intensidad apasionada". McCarthy trabaja a consciencia con el mismo lenguaje profético, y con las mismas intenciones: "La fragilidad de todo revelada por fin. Viejos y problemáticos asuntos que se ven resueltos en la nada y en la noche". En el mundo desprovisto de electricidad de The Road, la oscuridad es visible y lo cubre todo.
Pero a pesar de la dureza de lo que describe, y de la sensación de inexorabilidad de ese apocalipsis (nunca le sobre una destrucción que sonase más próxima, más inevitable), McCarthy se aferra a la esperanza con la misma obstinación que mueve a su protagonista a seguir camino. Ese hombre no tiene otro deseo, otro objetivo en la vida, que el de proteger a su pequeño hijo. En medio de una situación desesperante, ese amor que se mantiene tan puro y tan constante me hizo llorar como una criatura; porque como no tengo más remedio que ver la estupidez criminal que impera en el mundo -cómo no verla, si me la refriegan a diario en la jeta-, sí que también habitan en nosotros sentimientos de infinita delicadeza, una vocación inconstante por la belleza -y por la belleza que existe en la justicia.

El niño le pregunta a su padre una y otra vez si ellos son "los buenos", y si existe otra gente buena además de ellos. El padre responde que sí aunque en el fondo lo dude. Esa falta de fe le impide llegar a la tierra prometida, un destino parangonable al de Moiss. No debemos cometer el mismo error: aunque todo parezca sugerir lo contrario, la gente buena existe. Ellos son nuestra única esperanza, del mismo modo en que nosotros lo somos para ellos. Necesitamos contar los unos con los otros, aunque todavía no nos conozcamos. Saber que la mano estará allí en caso de precisarla, del mismo modo en que un niño da por sentado el amor de su madre o de sus hermanos. Un paisaje sencillo y conmovedor de The Road explica en tres líneas la incondicionalidad del amor que nos debemos:

El niño se moví dentro de las frazadas. Entonces abrí los ojos. Hola, Pa, dijo.

Estoy aquí.

Ya lo sé.

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20 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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