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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Un Gen polémico

El lunes concluyó El Gen Argentino, el programa de Telefé conducido por Mario Pergolini que buscaba al más grande entre los grandes de este país. Más de dos millones de personas enviaron sus votos, consagrando por escaso margen -cincuenta y pico por ciento contra cuarenta y pico- a José de San Martín por sobre el neurocirujano René Favaloro. El resultado me alivió, aunque la módica diferencia entre uno y otro dejó un regusto amargo en mi boca.

Es verdad que soy fanático de San Martín, a quien aquí se suele llamar El Libertador, desde que era muy pequeño. Era lo más parecido a un héroe que pude encontrar en aquella etapa de la vida tan ávida de ejemplos. Si bien la vida me enseñaría pronto a desconfiar de los militares, San Martín era un paradigma de forma inequívoca: austero, ético, consagrado a la causa latinoamericana -aunque eclipsado, en el panorama general, por Simón Bolívar-, rechazó honores, prebendas y la tentación del poder supremo. Se negó sistemáticamente a intervenir en las luchas intestinas de este país, y aunque criticaba la política interna de Juan Manuel de Rosas, le obsequió su sable en reconocimiento a la defensa que el Restaurador hizo de la Argentina contra el invasor europeo.

La defensa que Rodolfo Terragno hizo de su figura en el transcurso del programa fue tan apasionada como elocuente. Por eso me sorprendió que San Martín se impusiese por tan poco. Sin duda alguna es el hombre que más y mejor influyó en la historia de este país, y también de algunos países vecinos. Vaya a saber qué seríamos hoy -qué serían Chile y Perú, también- si San Martín no hubiese existido. Y quién sabe qué será de nosotros de aquí en adelante si su visión y su ejemplo no se vuelven más presentes, más actuantes en este país. Claro, ninguno de nosotros puede decir que lo conoció, como sí ocurre con Favaloro. A diferencia del neurocirujano, no estamos acostumbrados a ver a San Martín por la televisión, haciendo declaraciones a los periodistas o almorzando con Mirtha Legrand. ¿Me equivoco al pensar que mucha gente valora más la proximidad y la telegenia que la sensatez?

Puede que Favaloro sea en efecto un ejemplo como médico y como filántropo, no estoy en condiciones de discutirlo. Lo que sí es inquietante es que tanta gente haya elegido como el argentino más grande a un hombre que se mató de un tiro.

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18 de octubre de 2007
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Clayton no, Clooney sí

La verdad es que la película Michael Clayton me decepcionó un poco. Son cosas que ocurren, en especial cuando uno ha leído críticas exultantes que al final juegan en contra: resulta difícil que la obra celebrada esté a la altura de las expectativas generadas por tanto adjetivo. Escrita y dirigida por Tony Gilroy, Michael Clayton está bien -una historia de abogados lidiando con empresas de esas que ganan billones a la vez que quebrantan huesos, a medio camino entre el thriller y la denuncia-, pero tampoco es, tal como leí varias veces por ahí, un filme a la altura del mejor cine norteamericano de los años 70.

Yo le encontré un error de guión que me sacó del relato. En un momento un par de asesinos profesionales, contratados por la empresa quebrantahuesos, toman una y mil precauciones para que el homicidio que están perpetrando parezca un suicidio. Les sale bien. Poco después, tratando de acabar con otro cabo suelto del juicio pendiente, los mismos asesinos deciden matar a otro hombre mediante el discretísimo expediente de... una bomba en su auto. ¿No era que todo debía parecer natural, para que la policía no se involucrase en investigación alguna? En ese punto del relato Michael Clayton deja de ser esa película 'al estilo de los años 70' de la que hablan por ahí para convertirse en puro Hollywood, permitiéndole al guionista-director la satisfacción del final feliz, con moño y todo.

Si algo tenían las películas de los 70 era una mirada implacable y sin concesiones al gusto medio. Cuando el personaje solitario la emprendía contra el sistema, la mayor parte de las veces terminaba mal como suele ocurrir en la vida real. (En ese sentido Michael Clayton está más cerca de otra peli titulada como su protagonista, Erin Brockovich, que de Los tres días del condor, por mencionar un filme dirigido por uno de los actores de Clayton: Sidney Pollack.) Pero ese corrimiento hacia expresiones más auténticas de la realidad también se reflejaba en el modo de narrar. La mayor parte de las pelis inolvidables de ese entonces no pueden ser definidas por un género estricto. ¿A qué género pertenece Taxi Driver? ¿Es un thriller o un drama social? ¿Qué clase de película es The King of Comedy? ¿A qué género pertenece El Padrino? ¿Cómo describir La conversación?

Todas ellas producían la extraña sensación de no parecerse exactamente a nada que hubiésemos visto antes. En cambio a Michael Clayton ya la vimos mil veces.

De todos modos seguimos apoyando a George Clooney ciento por ciento. El tipo tiene carisma, trompea a los directores que abusan de la gente, pone límite a los paparazzis, es inteligente, piensa bien y hace posibles películas que de otro modo no llegarían a filmarse, como Syriana y Good Night, and Good Luck. ¡El amigo George es lo mejor que le pasó a Hollywood en los últimos diez años!

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17 de octubre de 2007
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Vaya Trip

Qué delicia de música. El disco se llama Trip, lo estoy escuchando por enésima vez mientras escribo. La voz cantante en todos los temas es la de Isabel de Sebastián. La composición y el piano son obra de Bob Telson. Pareja en la vida real, argentina ella, norteamericano él. Isabel fue una de las figuras del rock post dictadura al timón del grupo Metrópoli, hasta que decidió irse del país y produjo un vacío que nadie ocupó desde entonces. Bob dejó de ser un secreto bien guardado por culpa de la canción central de Bagdad Café, aquella encantadora película de Percy Adlon. La canción se llama Calling You, sigue siendo perfecta y en Trip Isabel y Bob la entonan a dos voces -como vienen haciendo con la vida misma.

Se conocieron en New York pero viven en Buenos Aires desde hace algunos años. Verlos el jueves pasado en el escenario de La Trastienda fue un verdadero lujo. Mientras era testigo del espectáculo pensé que se trataba de algo digno de los mejores teatros y clubes del mundo. Algo bueno debe tener este país para que esta gente esté sonando aquí en vez de en otra parte.

Las canciones de Bob en la voz de Isabel hacen la cosa más difícil del mundo: hablar de los sentimientos más bellos -y también de algunos de más terribles- de la manera más simple y elegante. Cada una de ellas es un pequeño acto de magia, en tanto hace aparecer de la nada aparente algo que parecía imposible el segundo previo: pura belleza, una emoción que llega al alma tan pronto suena. Se trata de una emoción sin tiempo, ya que son canciones nacidas para perdurar. (Love Unconquerable viene del fondo de la Historia, por cuanto musicaliza versos de Sófocles.) Y también de una emoción que al no atarse a ningún lugar los refleja todos, atravesándolos en un viaje -en un trip- que constituye un fin en sí mismo. Barefoot nos lleva a Alaska, Calling You al desierto del Mohave, Each Time She Takes One arranca en la noche del alma y se tuerce a mitad de camino para empezar a sonar afrocubana.

La letra de Telson y Lee Breuer dice que la Muerte muere un poco con cada persona que se lleva. Yo diría que también retrocede cada vez que suenan canciones como estas.

Ojalá pronto Isabel vuelva a escribir, o a co-escribir, sus propios temas.

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16 de octubre de 2007
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Hechos y palabras

La condena a cadena perpetua del sacerdote Christian von Wernich, culpable de haber cometido delitos de lesa humanidad durante la dictadura, es un acontecimiento histórico. La reacción de la cúpula de su Iglesia ante la condena representa, en cambio, la pérdida de una oportunidad histórica. En lugar de aprovechar el hecho para practicar una autocrítica respecto de su actuación durante aquellos años (a diferencia de las jerarquías de los demás países que conocieron dictaduras en aquel tiempo, la argentina fue la única que colaboró activamente con la represión), los obispos cerraron la boca -o la abrieron tan sólo para pronunciar palabras lamentables.

Que el superior de von Wernich se haya negado a sancionarlo apenas conocida la sentencia me parece abominable. Es verdad que el obispo Martín de Elizalde se acogió a las leyes canónicas, que le conceden un margen de tiempo para dictaminar si se castiga o no a von Wernich. El hecho es que mientras tanto von Wernich puede seguir ejerciendo su ministerio. Leyes o no leyes, la simple imagen del cura consagrando la hostia y repartiendo la comunión (¿le dará la comunión a su compañero de celda Etchecolatz, el genocida contra quien Jorge Julio López testificó antes de 'desaparecer'?), debería revolverle las tripas, a no ser que considere que ese sacramento dejó de ser, cuanto menos literalmente, sagrado. Una cosa es un cura falible como todos, y otra muy distinta es un cura que fue partícipe de secuestros, torturas y homicidios, según fue largamente probado ante una corte judicial.

He ahí un quid de la cuestión. ¿Qué es lo que ocurre en la cabeza de un hombre que consagró su vida a un Dios que es ante todo Amor (allí están los Evangelios diciéndolo con todas las letras: amarás a tu prójimo, pondrás la otra mejilla, todo lo que le hagas al último de tus hermanos me lo haces a Mí, etcétera etcétera), para que llegado el momento considere lícita, válida, justificable la violencia, hasta el punto de avalar que se despoje a alguien del valor sacrosanto de la vida?

Supongo que existen muchas respuestas -me encantaría oír las de ustedes, dicho sea de paso-, pero en este momento se me ocurre tan sólo una: la distancia que va de la palabra al hecho. Todos hemos sido sensibles en algún momento de nuestra vida a un ideal: religioso, político, social, estético, y está bien que así sea. El problema arranca cuando empezamos a ver de cerca lo que han hecho con esos ideales aquellos hombres y mujeres que nos anteceden. Si aquellos que encarnan el ideal sobre esta tierra (nuestros superiores en el escalafón que sea) nos prueban en la práctica que es posible hablar de amor y fomentar el odio con los hechos, o predicar democracia y practicar la ilegalidad y la injusticia, ¿qué les cabe a los que recién comienzan?

Por supuesto, siempre es posible rebelarse. Pero la rebelión es un acto creativo que lanza a quien lo prueba a un mar proceloso y desconocido. Resignarse e imitar, en cambio, es fácil y engendra seguridad. No hay acto menos creativo que el error, que el pecado; cuando incurrimos en una falta lo hacemos a sabiendas de que alguien ha fallado de la misma manera antes que nosotros.

Deberíamos rescatar las buenas palabras de las bocas llenas de mugre. Nos va la vida en ello.

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15 de octubre de 2007
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Las remakes: ¿arte o saqueo? (II)

Nunca existió un tiempo menos apropiado que el presente para los purismos. La multiplicación de los medios y la tecnología nos facilitan la mezcla, el cut up, el remix, la apropiación parcial, la recontextualización. (Hablando de Network alguien me recomendó aquí mismo leer The Nightly News, de Jonathan Hickman, que es una historieta que recurre a elementos del diseño y materiales gráficos que no son dibujos, en pos de un efecto narrativo.) El paisaje sonoro que habitamos a diario en materia de música es en algún sentido una gran remake. ¿Cuál sería el problema de tomar elementos clásicos y darlos vuelta como un guante, deconstruyéndolos o reconstruyéndolos para el paladar de otras culturas o de nuevas generaciones? ¿Acaso no es esta la dinámica propia del arte de todos los tiempos? ¿Por qué el cine debería ser intocable por encima del teatro, de la novela, de la plástica?

Cuando una obra es verdaderamente grande, su riqueza resulta tan inagotable que cada una de las generaciones que la suceden puede hallar en ella un ángulo nuevo, una interpretación valedera. Lo que los coetáneos de Citizen Kane leyeron en ese filme no es necesariamente lo que leo yo hoy en él; en consecuencia, cualquiera que adaptase Kane en tiempos contemporáneos tendería –lógicamente, deseablemente- a subrayar los aspectos del original que más nos interpelan en estos tiempos. El mismo proceso, dicho sea de paso, que el hombre viene realizando desde que empezó a contar historias: la enorme mayoría de las narraciones son variaciones más o menos transparentes de materiales de la Biblia, de la épica de Gilgamesh, de Sófocles, de Homero, de tantos otros.

El cine ofrece además una ventaja adicional respecto del teatro: nadie está hablando de destruir los filmes originales, que seguirían allí intactos para ser consultados por estudiosos o simples curiosos. No se trata, pues, de pintar encima de un cuadro terminado, se trata de pintar otro cuadro, utilizando al original como modelo. Aunque a Coco no le gusten, a mí las variaciones de Picasso sobre Las Meninas me resultan interesantes.

Todo guionista (las películas que se mencionaron en estos días fueron escritas por alguien que no era el director: Network, Vértigo, hasta Kane si hay que creerle a Pauline Kael) acepta que un director interprete el guión de su autoría a su manera. ¿Cuál sería el problema de cederle ese mismo libreto a otro director, para que lo adapte a su propio estilo?

Una remake no tiene por qué ser un saqueo. La re-creación es un proceso lícito en todas las artes. Claro que, con la de piratas que abunda…

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11 de octubre de 2007
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Las remakes: ¿arte o saqueo?

Ayer se me ocurrió proponer, por puro animus jocandi, que alguien filmase una remake de la película Network. No lo hice porque pensase que la película de 1976 es imperfecta –más bien tiendo a creer lo contrario-, sino porque estoy seguro de que la gente tiende a escapar de las películas ‘viejas’. ¿Cuántos jóvenes de hoy han visto Network? Como presumo que es difícil que lo hagan en masa, y como me gustaría que el mensaje de la película –más trascendente hoy que entonces- no se perdiese, se me cruzó que la manera más expeditiva de acercar el guión de Paddy Chayefsky a las nuevas generaciones sería hacer Network otra vez, aun corriendo el riesgo de que la nueva versión no llegue a la altura del original.

Esta propuesta mía, por cierto irrealizable (no teman, que no tengo línea directa con ningún estudio de Hollywood), suscitó un muy interesante y por cierto apasionado comentario de Coco. A Coco la noción de las remakes le pone los pelos de punta. De hecho llega a decir que una remake es en esencia un saqueo. Sus razones son atendibles. Cito de manera textual, para que no tengan que ponerse a hurgar entre los comentarios: “Según mi punto de vista (nunca mejor dicho) la obra cinematográfica es, básicamente, el retrato fiel de lo que ocurrió en aquel momento preciso. Una película es lo más alejado de la obra teatral que se puede encontrar. O de la novela… En ese sentido, el material filmado se parecería más a un cuadro… Es un instante congelado, intocable… Filmar sobre filmado me parece que está más cercano a pintar sobre el cuadro original”.

Admito que la mayor parte de las remakes son malas y se hacen por motivos espurios, siendo el principal la ausencia de buenas ideas originales. Pero a mí me parece lícito que exista la posibilidad de recrear –y conste que no digo refritar, sino recrear- buenas historias originales. Para empezar, esto ha ocurrido siempre. Shakespeare adaptaba materiales históricos o legendarios convirtiéndolos en drama teatral. (Las anécdotas originales de Hamlet y El Rey Lear pueden ser rastreadas en Saxo Grammaticus y Geoffrey de Monmouth, sin ir más lejos.) A su tiempo el cine adaptó a Shakespeare a su lenguaje y a sus necesidades, del mismo modo en que adapta novelas de toda calaña. ¿Por qué, en todo caso, sería aceptable versionar a Shakespeare en el cine –y que conste que se le han aplicado mil y un vueltas de tuerca a sus historias, algunas hasta ofensivas- y no a Orson Welles, que dicho sea de paso era un shakespiriano de ley?

Otra vez me fui de boca. Tengo una semana de incontinencia tipográfica, como me decía Jacobo Timerman. La sigo mañana.

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10 de octubre de 2007
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Estoy furioso y no pienso tolerarlo más (II)

Yo no creo que Network sea una película sobre la televisión. En todo caso utiliza la televisión para hablar de las condiciones en que la vida humana se verifica en sociedades como las presentes. Oyendo los discursos de Howard Beale después de tantos años, me impresionó advertir hasta qué punto habían dejado huella sobre mi manera de ver las cosas. (El guionista Paddy Chayefsky, que además de brillante debió ser vivísimo, se escudó en la figura del psicótico Beale para vomitar ante el mundo lo que pensaba realmente; a fin de cuentas, ¿no se supone que los locos y los niños dicen siempre la verdad?)

Es verdad que la gente lee y poco y nada y que cada vez se informa menos, a no ser que sea mediante la TV. ('La mayor parte de las cosas que ustedes saben las aprendieron delante del televisor', dice Beale. Ahora habría que agregar: 'Y delante del ordenador'.) Es verdad que la mayor parte de la gente lo entregaría todo, empezando por su voz y siguiendo por su vida, con tal de que la dejen sobrevivir en la intimidad de sus hogares: siempre y cuando la heladera esté llena y las pantallas en uso la provean de distracción, la gente parece dispuesta a soportar cualquier privación, cualquier otro sistema político y/o social. ('Estamos en el negocio de matar el aburrimiento', dice Beale.) Cuánto más cierto es esto hoy, ahora que existe la internet que Chayefsky no llegó nunca a ver y el delivery que nos lo alcanza todo hasta el umbral. (Pizza, muebles, películas, sexo: agreguen sus propios consumos en la línea de puntos.)

En este mundo que nos presentan como crecientemente peligroso -a la vez que más confortable en la intimidad de nuestros hogares-, tendemos cada vez más a vivir de manera vicaria. No experimentamos verdaderas emociones, salvo a través de las vidas de los otros. Esos 'otros' suelen ser personajes de ficción: sufrimos con ellos sin recibir ninguno de los golpes y las cortaduras que reciben durante su aventura; es igual a la diferencia entre volar de verdad y vivir dentro de un simulador. En consecuencia, lo que aprendemos viendo a otros es tan virtual como el medio que reprodujo la historia: no nos arriesgamos de verdad, no nos equivocamos de verdad, ergo no aprendemos de verdad -tan sólo 'aprendemos'.

Cuando nos colgamos de las experiencias de personas 'reales' (las personas que abundan en las noticias: tanto las que han sufrido desgracias como las que las han producido, porque nos permiten experimentar el morbo, preguntarnos aunque más no sea fugazmente cómo será ser de esa manera), lo único que sabemos sobre ellas de manera fehaciente es lo que nos cuentan los medios -lo cual los convierte también en ficcionales, sólo que a la manera de otro género. Beale dice a su audiencia en un momento que la ecuación se está invirtiendo: al conferirle verdadera vida a seres imaginarios, los televidentes mismos están dejando de ser reales. Y yo le creo. (A Chayefsky, quiero decir.) Sentir más intimidad con un personaje de la TV que con alguien verdadero es un signo de que algo está muy mal. ¿Cuántos de ustedes conocen gente para la cual el animador Equis o Zeta les es más familiar que sus familiares de verdad?

Más allá de mínimos detalles que han quedado obsoletos, Network sigue siendo tan perfecta como vigente. A esta altura de la historia del cine, creo que ha llegado el momento de relacionarse con ciertas películas del mismo modo que antes se reservaba a las obras teatrales: así como cada temporada presenta una nueva puesta del Hamlet de William Shakespeare, dentro de poco será lógico que un director de cine presente 'su' versión de Network de Paddy Chayefsky, o de Citizen Kane, o de Vértigo. Tengo claro que las remakes ya existen, pero todavía se las mira con desconfianza, como si fuese una práctica espuria. Por supuesto que en muchos casos lo es, pero eso no invalida la legitimidad del procedimiento. Con las obras de arte imperecederas, recrearlas para los nuevos tiempos no es un despropósito sino un imperativo. Y como muy poca gente verá hoy Network en su estado actual, la mejor forma para que su discurso llegue de nuevo al gran público es recrearla, hacerla una vez más con actores de primera línea: George Clooney en el papel de William Holden, Nicole Kidman en el de Faye Dunaway, Ian McKellen en el de Peter Finch, que también era inglés aunque hacía de americano. (Agreguen su cast sugerido en la línea de puntos.)

Mientras esto no suceda, déjenme emular la escena central de la película, aquella en la que Beale le dice a la gente que se aparte de la TV y asome por la ventana para gritar: "¡Estoy furioso y no pienso tolerarlo más!" ('I'm mad as hell, and I'm not going to take it anymore!') Lo que más modestamente quiero pedirles es que se aparten de esta pantalla que reproduce mi texto y hagan lo que sea necesario para ver Network lo antes posible: vayan a su DVD club, resérvenla, cómprenla, véanla en la TV -róbenla, si es preciso.

Y después hablamos.

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9 de octubre de 2007
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Estoy furioso y no pienso tolerarlo más

Lo primero que me sorprendió cuando volví a ver Network fue que el nombre de su guionista figurase a continuación del título principal: Network, by Paddy Chayefsky. Esta práctica está lejos de ser la habitual, en tanto el sistema tiende a subrayar el protagonismo del director -como- autor. Pero Chayefsky no era un guionista convencional, como la revisión de este filme atestigua todavía hoy, a más de treinta años de su estreno. En los documentales que incluye la última edición en DVD, Faye Dunaway recuerda la sorpresa que le produjo encontrarse con parlamentos que en el guión se extendían a lo largo de cuatro páginas. El actor Ned Beatty da en la tecla cuando define la impresión que esos textos le causaron con el adjetivo 'shakespiriano'. Y la prueba final: el hecho de que el director Sidney Lumet, responsable de películas imperecederas como Dog Day Afternoon y Serpico, haya cedido a Chayefsky el centro de la escena, resulta elocuente respecto del respeto que sentía por este autor enorme.

Lo segundo que me sorprendió fue que aquello que en los años 70 pasó por una sátira hoy es realismo puro. La enorme mayoría de los vaticinios que Chayefsky incluyó en Network son verdad cotidiana de este siglo. Empezando por los reality shows, pasando por la conversión de los noticieros televisivos en puro espectáculo y terminando por la descripción de este planeta como un sitio en que naciones, razas y sistemas políticos importan mucho menos que las siglas que definen a las empresas más poderosas.

En algún sentido Network es la historia de Howard Beale (inolvidable Peter Finch), un conductor de noticiero que en vísperas de su jubilación anticipada decide hacer algo insólito delante de las cámaras de TV: decir la verdad. Como el público responde a su exabrupto y levanta el rating hasta entonces decadente del programa, la estación para la cual trabaja decide revocarle el despido y crea un show a la medida de su delirio profético. Es fácil entender que Chayefsky estaba poniendo el foco en un momento clave de la historia de la TV americana: aquel en que se abandonaron por completo las pretensiones culturales, educativas e informativas del medio (no es casual que el personaje de Beale diga haber trabajado cuando joven con Edward Murrow, el periodista televisivo ensalzado por el filme de George Clooney Good Night, and Good Luck; esos fueron los buenos, viejos tiempos) para asumirlo como lo que es, una empresa capitalista que no reconoce otra razón de ser que la creación de ganancias.

Lo que en los 70 todavía era una tendencia hoy es historia: las grandes cadenas de TV pertenecen a conglomerados multinacionales que a su vez pertenecen vaya a saber uno quiénes, más allá de los nombres que aparecen en los documentos oficiales. Y esos conglomerados (la ficción del filme identifica a uno de ellos con capitales árabes, pero en estos días deberíamos hablar también de chinos y japoneses, además de los obvios norteamericanos y europeos) no responden a otra dialéctica que la de la riqueza (propia). Como decía ayer Maureen Dowd en el New York Times, burlándose del infame Clarence Thomas: "A nosotros no nos interesa la verdad. Nos interesa ganar". (A esta última frase también habría que agregarle una palabra clave: en este caso, 'dinero'.)

En aquellos tiempos, que la ejecutiva del canal UBS Diane Christensen (Faye Dunaway) pretendiese lanzar lo que hoy sería un reality show protagonizado por un grupo terrorista, movía a risa por lo disparatado. En estos días sabemos lo único que les impide concretarlo es la sensibilidad post 11/9. Si los grupos terroristas golpeasen tan sólo a otros países, o se limitasen a secuestrar ricas herederas y asaltar bancos como en la época de Patty Hearst, lo tendríamos allí, emitido en prime time. ¿Y por qué suena terrorífico en lugar de disparatado? Porque ahora es vox populi aquello que entonces era secreto a voces. La misma Christensen lo dice con todas las letras cuando alguien le pregunta si piensa poner al aire el discurso de un grupo de extrema izquierda. La respuesta es simple: "Fuck politics!" Mientras el programa deje ganancias a la empresa, ¿qué importa que lean al aire párrafos de El Capital? En estos días que la figura del Che Guevara se ha vuelto omnipresente en los medios, no he podido dejar de sentir esa inquietud que la visión de Network convirtió ayer en ardor. Nunca pensé que viviría para ver el día en que Guevara figuraría en la tapa de ciertos diarios, tratado con guantes de seda. Se ve que Guevara vende, por lo tanto ahora somos todos guevaristas -en la ruta hacia el banco.

Esto se me ha ido largo, pero está lejos de terminar aquí. La seguimos mañana.

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8 de octubre de 2007
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Pedro el Grande

Si saliese a la calle a improvisar una encuesta sobre los más grandes cineastas de las últimas décadas, se repetirían una serie de apellidos obvios -Spielberg, Coppola, Scorsese, quizás hasta Tarantino porque es un personaje, y también Altman y Bergman porque murieron hace poco-, pero estoy casi seguro que nadie diría: Peter Weir. Es más, juraría que Weir no saldría a colación ni siquiera si ciñiese mi encuesta a cinéfilos y críticos. Lo cual constituiría una injusticia, porque Weir es sin duda uno de los grandes de verdad.

Hablo del director de El año que vivimos en peligro, de Witness, de The Truman Show, tres películas conmovedores y simplemente perfectas. Weir es australiano, lo que equivale a decir que es descendiente de europeos que colonizaron una tierra salvaje a la que están seguros de haber domesticado, hasta que corcovea y amenaza con derribarlos nuevamente.

Acabo de volver a ver La última ola, una de sus primeras películas, en la que ya están presentes todas sus obsesiones: la fragilidad de aquello que consideramos civilización, el extrañamiento que produce el contacto con otras culturas, el terror que acecha cuando empezamos a sospechar que no lo sabemos todo ni poseemos verdadero control sobre nuestras vidas.

El origen de La última ola fue un cuento con que Weir trató de responder a esta pregunta: ¿qué pasaría si una persona racional hasta el punto de lo prosaico recibe algo que interpreta como una premonición? En La última ola es David (Richard Chamberlain), un abogado especializado en impuestos que se ve compelido a defender a unos aborígenes a quienes se acusa por un crimen. Lo que inquieta a David es el hecho de que los aborígenes no quieran colaborar con él. Comprende que para ellos la cárcel es un precio justo a pagar con tal de mantener un secreto. Y avanza sobre la sospecha de que ese secreto tiene algo que ver con una cultura y una práctica tribales que los australianos blancos preferirían creer extintas. "Yo soy australiana de cuarta generación," dice en un momento la esposa de David, "y nunca en mi vida he visto a un aborigen cara a cara". Por supuesto, el hecho de que sus noches estén siendo visitadas por extraños sueños -de hecho sueña con Chris (David Gulpilil) antes de conocerlo- contribuye a que David crea estar al borde de una revelación ominosa.

El tema es lo que existe por debajo: de la cultura occidental de los australianos, de la vida de vigilia, hasta de la ciudad misma. (El climax de la película ocurre en unas cuevas en lo profundo de Sidney.) Como todos tenemos mucho que ocultar, la película de Weir -otra de sus obras maestras, junto con Picnic At Hanging Rock y las que ya mencioné- no puede sino resultar inquietante. Las imágenes de esos rostros oscuros dignos de Hugo Pratt, el uso de sus instrumentos atonales en la banda sonora y la pérfida omnipresencia del agua son para poner los pelos de punta.

Me quedé colgado de un detalle del film. En un momento David confiesa que nació en Sudamérica, un dato que está colocado para sugerir que viene de un mundo más antiguo, y por ende misterioso, que la cultura que practica. Más allá de las diferencias puntuales, el hecho de ser sudamericano ayuda a que sienta empatía con Weir. Como los australianos, desciendo de los europeos. Mi gente es blanca. En estos días en que los aborígenes siguen muriendo de inanición en el Chaco, me pregunto también qué existirá debajo de nuestras ciudades, qué estaremos negando al taparlo con cemento, qué extraño sueño nos visitará esta noche.

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5 de octubre de 2007
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Películas de terror (verdadero)

Suelo visitar cada semana un sitio llamado A.V.Club (www.avclub.doc), producido por la gente de la revista The Onion. Días atrás me encontré con una producción que me enganchó: Otra Vez No: 24 Grandes Películas Demasiado Dolorosas Para Volver a Ver. La idea me encantó, porque a todos nos ha pasado de toparnos con algún filme que gustó a la vez que nos quitaba las ganas de mirarlo una vez más.

La lista de A.V.Club contiene muchos títulos con los que concuerdo. Empezando por Requiem For A Dream, de Darren Aronofsky, aunque a esta gente le haya impactado más la recreación del abuso de las drogas que los abismos a que te empuja la necesidad de consumirlas; las escenas finales de Jennifer Connely me resultan intolerables. Otras películas que menciona son Dancer In The Dark, de Lars Von Trier, The Seventh Continent de Michael Haneke (yo me quedo con Funny Games, cuya remake en inglés –también diriga por Haneke, a Dios gracias- se está por estrenar protagonizada por Naomi Watts y Tim Roth), Luz de invierno de Ingmar Bergman (yo prefiero –es un decir- De la vida de las marionetas, que Piñeyro me prestó una vez induciéndome al suicidio), Bad Lieutenant de Abel Ferrara, Perros de paja de Sam Peckinpah e Irreversible de Gaspar Noé (las escenas de violaciones me resultan el non plus ultra de lo insoportable; hace ya mucho que me compré el DVD de Irreversible y todavía no tuve el valor de volverla a ver), Leaving Las Vegas de Mike Figgis y Nil By Mouth de Gary Oldman (sí, es la única película de Oldman como director) entre otras.

También hay en la lista películas que no vi, como United 93 de Paul Greengrass –sobre uno de los aviones secuestrados el 11/9-, Lilya 4-Ever de Lukas Moodysson y el documental S-21: The Khmer Rouge Killing Machine. Pero imagino que lo que todos hacemos de inmediato es pensar en nuestras propias elecciones, esto es, en aquellas películas que cada uno de nosotros considera demasiado dolorosas aún cuando no figuren en la lista.

Por ejemplo: yo no pude volver a ver The King of Comedy, de Martin Scorsese. No digiero el ridículo al que se expone el personaje de De Niro en su deseo de llegar a ser famoso. Y me cuesta ver El Padrino III, porque no soporto la escena en que Michael descubre que, al tratar de matarlo, han matado a su hija. (Ese grito silencioso me espanta, no logro ni siquiera asomarme al infierno de semejante dolor.) Quizás mi elección más ridícula sea la de una viejísima película española, Marcelino pan y vino. Mi madre me sentó frente a la TV diciéndome que era linda, pero todo lo que yo vi fue una de monstruos. El Cristo que desclava un brazo de la cruz cuando pide agua a Marcelino –que se llamaba casi como yo, para colmo- me parecía un engendro peor que Frankenstein. Y el hecho de que Marcelino muriese al final y los curas estuviesen contentos porque Dios lo había “elegido” (¿qué clase de Dios es ese, que asesina niños y te premia con la muerte?), me produjo un pánico del que todavía no sé si me he repuesto.

Películas que están hechas con la materia de las pesadillas.

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4 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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