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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Historia de locura ordinaria

¿Qué es la locura, a fin de cuentas? La película Bug, de William Friedkin, escenifica uno de sus aspectos más escalofriantes. Basada en la obra teatral de Tracy Letts, uno de los dramaturgos más reputados de los Estados Unidos, Bug cuenta la desintegración de una mujer, interpretada por Ashley Judd en un dolorosísimo tour de force. /upload/fotos/blogs_entradas/bug_med.jpgAgnes (Judd) es una mujer de mediana edad que trabaja en un bar en Oklahoma. Su aparente sencillez y frivolidad enmascaran una historia traumática: un hijo perdido, un marido golpeador que está a punto de salir de prisión. El catalizador de su reacción química es Peter (estupendo Michael Shannon), un hombre tímido y sensible que llega a la habitación del motel en que Agnes vive de la mano de una amiga. En Michael, Agnes encuentra todo lo que se le ha escurrido entre los dedos: el hijo, el amante. El lento descubrimiento de que Michael es en realidad un enfermo mental, víctima de horrendas alucinaciones paranoicas -imagina que el Gobierno lo espía y controla, mediante insectos genéticamente alterados (en inglés se le dice bug tanto a un bicho como a un micrófono implantado en secreto) -, no le deja opción: amar a Michael supone de manera indefectible abrazar su locura.

Friedkin fue uno de los más grandes durante los años 70. Autor de El exorcista, Contacto en Francia, Vivir y morir en Los Angeles. Hoy en día se venera a Cronenberg, pero en aquel entonces nadie producía tanta inquietud como Friedkin. Pocas películas me pusieron más nervioso en la sala de un cine que Cruising. Según cuentan, la nociva mezcla de su propio ego, el desdén con que se salteó todas las normas -lo que los griegos llamaban hubris- y un adicción incontrolable por las drogas terminaron produciendo su caida. Bug es una película pequeña, pero que deja claro que el viejo está muy lejos de estar terminado. Claustrofóbica (de hecho trascurre casi toda en los ambientes que Agnes habita en el motel) e intolerable de ver en ciertos tramos, demuestra no sólo que Friedkin sigue siendo un gran narrador, sino además que sabe de qué habla. La locura es muchas cosas, seguramente, pero entre ellas es el triunfo de un relato. Cuando el mundo exterior se vuelve demasiado agresivo, hay gente que se abraza a otro relato, a otra historia, que quizás el resto considere delirante pero que a uno le permite resistir. Eso es en esencia: un acto de resistencia, una mente que se hunde en la clandestinidad para oponer al relato imperante otra realidad, una historia que para nuestra alma es más verdadera, que nos permite seguir latiendo mientras esperamos que la dictadura de la realidad sucumba -o que nos concede la libertad de elegir cómo sucumbir.

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8 de enero de 2008
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Un parche para el alma

Matar a un ruiseñor es una novela maravillosa. Había visto la película de Robert Mulligan varias veces (con Gregory Peck como un inolvidable Atticus Finch y un jovencísimo Robert Duvall haciendo de Boo Radley), pero nunca había leído el original de Harper Lee. (A quien por lo demás no le fue nada mal con la novelita: la cubierta de mi edición dice ‘Ganadora del premio Pulitzer, más de 30 millones vendidos'. ¡Treinta millones de libros! Cifras hoy impensables para un libro de calidad.)

La historia es la misma: el relato en primera persona de una niña apodada Scout, que vive en un pueblo del sur de los Estados Unidos en 1935. Matar a un ruiseñor es a la vez una historia de iniciación, un cuento de fantasmas -Maycomb tiene su propio espectro, el mentado Boo Radley- y un retrato de la vida pueblerina en la América segregada. A la vez es vehículo de uno de los mejores personajes de la literatura americana, quizás el más admirable (Ajab es inconmensurable pero dista de ser un ejemplo): Atticus Finch, padre de Scout y de su hermano mayor Jem, un viudo que cría a sus hijos con la ayuda de una mujer afroamericana llamada Calpurnia. Finch es abogado y trabaja todo el día. Imposibilitado de vigilar a sus hijos de manera constante, y por ende de controlarlos en las minucias de la cotidianeidad, se concentra por ello en lo verdaderamente importante: el alma de sus hijos. Si Harper Lee -que le dedica la novela a un ‘Mr. Lee' en quien no cuesta nada imaginar a su propio padre- hubiese tenido la intuición de adelantársele a Savater, podría haber titulado la novela Etica para Jem y Scout sin equivocarse ni un poco. ¿Quién no sueña con ser un padre como Atticus Finch?

Pero por supuesto, tratándose de una Gran Novela Americana no puede faltar un crimen. Una joven blanca acusa a un negro, Tom Robinson, de haberla violado. La defensa que Atticus Finch hace de Tom Robinson es heroica, precisamente porque está perdida de antemano a pesar de que no existe una sola prueba, ni médica ni jurídica, de la veracidad del presunto crimen. Robinson es encontrado culpable por el simple hecho de que en aquellos tiempos y en aquel lugar, un negro no tenía esperanza alguna de ser exonerado por un jurado de blancos. El único crimen que ocurre en Matar al ruiseñor lo perpetra el sistema. A pesar de lo cual el transcurso del juicio se convierte en parte clave de la educación de Scout y de Jem. El centro de la ética de Atticus (¿Etticus?) Finch está expresado en el título de la novela. En la figura de esa ave, que no es predadora ni devasta las cosechas sino que tan sólo canta para deleite de todos, Atticus cifra su prueba de la inutilidad de la violencia. Matar a un inocente es indudablemente un crimen. Y para Atticus todos los seres humanos son buenos en su esencia, o en todo caso son como son por una causa que amerita comprensión y tolerancia.

La novela me hizo llorar dos veces, a pesar de que me sé su historia de memoria. La primera cuando Atticus trata de explicarle a Scout por qué protegerán a Boo Radley con una mentira. Scout entiende al vuelo y le dice: ‘Sería como dispararle a un ruiseñor, ¿no es verdad?' El salto silogístico que Scout hace le demuestra a Atticus que ha logrado enseñarle a la niña lo esencial: Boo Radley es para muchos el monstruo del pueblo pero para Scout es un inocente, un ser humano con las mismas dignidades que los demás. Pocas páginas más adelante, Scout le refiere a su padre la historia de un libro infantil en que una persona a quien se creía malvada revela al fin su decencia esencial. ‘Atticus, era realmente agradable', le dice a su padre. A lo que Atticus responde: ‘La mayor parte de la gente lo es, Scout, cuando uno logra verla al fin tal como es de verdad'.

Ah, ¿por qué será que la literatura de hoy no produce más maravillas como Matar a un ruiseñor? ¿Será porque nos tragamos el argumento que nos vendió el sistema por propia conveniencia, eligiendo creer que el otro es un enemigo del que cuidarse en lugar de un hermano potencial, un sostén, un amigo?

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4 de enero de 2008
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Chicas perdidas (y encontradas)

¿Una porno protagonizada por la Alicia de Lewis Carroll, la Wendy de Peter Pan y la Dorothy de El Mago de Oz? Eso es Lost Girls, la historieta en tres partes escrita por el genial Alan Moore e ilustrada por su actual mujer, Melinda Gebbie. Un prodigio narrativo: el único relato pornográfico en que las historias que ocurren entre uno y otro coito no sólo tienen sentido, sino que además dotan al acto sexual que una carga de valor inapelable.

A comienzos del siglo XX, las tres protagonistas coinciden en un hotel de Europa Central -el Himmelgarten, o sea Jardín del Cielo- para una temporada de vacaciones. Alicia es una mujer mayor con una historia trágica. Wendy está casada con un inglés que la frustra sexualmente. Y Dorothy es una chica ‘moderna' que viene del Nuevo Mundo en busca de sensaciones. Allí se conocen, intiman y comienzan a intercambiar historias. Aquí tiene lugar el primer gran hallazgo de Moore. En una serie de jornadas con mucho de Las mil y una noches, las tres mujeres relatan sus historias -esas historias que nosotros leímos en su carácter de clásicos infantiles- en una clave que respeta los parámetros conocidos pero los reinterpreta de manera que hubiese hecho las delicias de Freud. La Alicia niña es iniciada en el sexo por un amigo adulto de sus padres. Peter es, para Wendy, aquel muchachito salvaje que la conduce a la tierra fantástica del placer. Y Dorothy asimila el tornado que la arrancó de Kansas a su primer orgasmo, por cierto autoinducido. Lo que cimenta la relación entre las tres mujeres es el viaje a París para oír Le Sacré du Printemps, de Stravinsky. Un último acto de puro goce, antes de que el mundo conocido se hunda en la oscuridad.

Alicia, Wendy y Dorothy se cuentan historias y se abandonan al placer mientras en Sarajevo se prepara el crimen que encenderá la mecha de la Primera Guerra Mundial. Su doble número circense -el de la imaginación, el del sexo- es en verdad un acto de resistencia, que opone lo mejor de la vida a la dinámica de la violencia, de la avaricia -de la muerte.

Las líneas entre retro y naive de los dibujos de Gebbie son perfectas para el cometido de Moore: una unión hecha en los cielos (en el Himmelgarten, debería decir) entre la imaginería del pasado y la sensibilidad del hoy. Lost Girls es un objeto bello, una verdadera obra de arte. Provoca en todos los sentidos del término. ¿No es eso acaso lo que ansiamos más profundamente, cada vez que nos abrimos al poder de un hecho artístico?

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3 de enero de 2008
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Promesas del mundo entero

La película con que despedí el año fue Eastern Promises, la última de David Cronenberg. Fue una despedida de lujo. Es posible que no sea una de sus mejores películas: sigo creyendo que su versión de The Fly es una de las más conmovedoras, y a la vez más perversas, historias de amor del cine. Eastern Promises está más en la línea de A History of Violence, que en su momento no me terminó de convencer: un trabajo de encargo sobre un guión de Steven Knight, con el que Cronenberg cumple y mientras tanto dota aquí y allá de algunas de sus marcas de fábrica, de sus peculiares obsesiones.

Protagonizada por Viggo Mortensen -a quien, como en A History of Violence, le extrae una actuación notable-, Eastern Promises es un thriller que transcurre en la Londres de estos días. Durante su turno diario en el hospital de Trafalgar, Anna (Naomi Watts), una enfermera inglesa hija de un exiliado ruso, atiende a una adolescente que da a luz a una niña antes de morir. Como la adolescente es rusa y lleva un diario íntimo en su cartera, Anna -que no habla el idioma de su padre- se decide a traducirlo en busca de un dato que permita conectarla con parientes vivos de la criatura recién nacida. Esta intención la conectará sin querer con la mafia rusa de Londres, poniendo su propia vida en riesgo. Durante este descenso a los infiernos, quien la ayudará a atravesar el fuego será un personaje inquietante: Nikolai (Mortensen), el chofer y guardaespaldas del mafioso Semyon (Armin Mueller-Stahl).

Las marcas de Cronenberg están en su gusto por los personajes ambiguos -Nikolai puede ser amable y un rato después cortar los dedos de un cadáver para evitar que sea identificado-, por las comunidades cerradas que existen dentro del mundo ‘normal' y por la violencia llevada al límite de lo repelente -la pelea de Nikolai con dos matones en el baño de vapor es de antología-, pero el universo en que transcurre Eastern Promises es ante todo el del guionista Steven Knight. Como en Dirty Pretty Things de Stephen Frears, que también escribió, Eastern Promises lidia con tema que parece obsesionar a Knight: el de los círculos de esclavitud que existen en nuestras megalópolis de hoy. En Dirty Pretty Things estaba habitado por inmigrantes que contribuían con sus órganos al tráfico que concluye en transplantes. En Eastern Promises se trata de las chicas rusas que llegan a Londres para ser integradas al mercado de la prostitución.

La cuestión me desvela. Cualquier habitante de una gran ciudad advierte hoy a simple vista que existen trabajos y tareas desagradables que sólo son desempeñados por cierta gente, que a menudo forma parte de la clase social más desvalida pero que la mayor parte de las veces está a cargo de inmigrantes, legales o no. Estoy seguro de que en Buenos Aires existen redes de explotación criminal -trabajadores esclavos, prostitutas, traficantes- por debajo de la pátina de normalidad casi for export que ofrece la ciudad en estos tiempos. Infiernos subterráneos, subsuelos dignos de Dostoievski.

Eastern Promises me recordó que no le prestamos suficiente atención al asunto. Y me hizo pensar que en Buenos Aires hay al menos un thriller semejante en espera de un artista que lo advierta a tiempo.

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1 de enero de 2008
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El arte de la novela (3)

Me pregunto si puedo hablar de la cuestión de la novela en Hispanoamérica, dado que formo parte del baile. Y me cuestiono también la validez de mi opinión al respecto, en tanto sé que soy un pésimo lector de las ficciones escritas por autores de nuestro continente y también de las españolas. Me respondo entonces que el hecho de escribir ficción no invalida que hable sobre la novela: tengo tanto derecho a hacerlo como un lector, un editor, un crítico. (En esencia -esto es algo que se me olvida nunca- sigo siendo lo que fui originalmente, esto es un lector más, con todos los derechos y obligaciones del caso.) Y me contesto además que mi testimonio es válido a pesar de ser tan mal lector de ficción hispanoamericana, porque las razones que me hacen así tienen que ver con el quid de la cuestión.

En primer lugar, no leo demasiadas novelas originales en español porque lo que sé de ellas no basta para atraparme, para concitar mi interés. Estoy informado, sí, pero no logro interesarme del todo. Lo cual es preocupante, al menos para mí. Porque significa que no encuentro novelas que puedan convertirme en lector, cuando lector es todo lo que deseo ser. Y al preguntarme a qué se deberá este desierto recuerdo algo que me ocurre cada vez que viajo por nuestros países. Siempre descubro novelas y novelistas de los que nada sabía, cuyos libros no llegan nunca a mi país. A pesar de internet, a pesar de las casas editoriales de alcance internacional, la circulación de nuestras obras por el continente idiomático es pésima, quizás peor que nunca. Los diarios y las revistas especializadas son una correa de transmisión más ineficiente, más atomizada que hace veinte, treinta años. Cuando era chico leía en tal diario o cual revista que el autor Equis era magnífico, posiblemente un genio. Corría a comprar su obra y comprobaba que el periodista o crítico había dicho la verdad, o cuanto menos no había estado del todo errado. Ahora leo cosas semejantes y cuando acudo al ensalzado autor Zeta me siento engañado: por Zeta y por el medio en que leí sus loas.

/upload/fotos/blogs_entradas/libros_1.jpgEs posible que la novela que estoy buscando no haya sido editada aún. Hace un par de días Rolando Gabrielli decía aquí mismo, en un comentario: "El público está cada día menos educado, preparado para leer textos trascendentes. Hoy Tolstoi y Dostoievski se morirían de hambre". Pero también es posible que la novela exista y haya sido editada... y que nunca nos hayamos enterado de su existencia. Kundera se pregunta: "¿Dónde están hoy los grandes poetas? ¿Han desaparecido, o es que sus voces se han vuelto inaudibles?"

¿Saben de muchas novelas contemporáneas, editadas en Hispanoamérica, que cumplan con el modelo kunderiano? Novelas que observen la moralidad del buscar conocimiento profundo por la vía de la belleza. Novelas que tengan ‘la sabiduría de la incertidumbre'. Novelas que digan, o cuanto menos insinúen, cosas que no han sido dichas nunca. Novelas que perturben, que nos sugieran que las cosas no son tan simples como parecen. Nacidas de novelistas que sean como "exploradores tanteando el camino en el esfuerzo de revelar algún aspecto desconocido de la existencia... fascinados no por su propia voz sino por la forma que están buscando".

Sí, ya sé. Algunos títulos vienen a la mente. Pero son escasísimos, tratándose de un continente idiomático tan poblado. Y algunos de sus autores, ay, han muerto incluso antes de tiempo. Por lo general no encuentro novelistas exploradores sino novelistas preocupados por encajar en el nicho del género. (Amo los géneros, como a ustedes les consta, pero creo que el desafío no es copiar sus recetas sino reinventarlos desde dentro: subvertirlos.) O novelistas ocupados en escribir en los márgenes de los nombres de moda que por supuesto vienen de otro continente: sub-Bernhardts, sub-Houellebecqs. O novelistas aliviados por la posibilidad de especular sobre el azar (ah Paul Auster, cuánto daño has hecho sin desearlo), en la medida en que eso los releva de la responsabilidad de "investigar la vida humana en medio de esta trampa en que el mundo se ha convertido".

Lo que percibo en general es una increíble falta de ambición. Una aceptación, una subordinación voluntaria al hecho de formar parte de una presunta periferia: muchos escriben lo que desde los centros de poder mundial se supone que debemos escribir los que vivimos en otra parte, los que pensamos y soñamos en otro idioma: ejercicios de estilo inconducentes, filigranas; o miserabilismo, color exótico de Tercer Mundo. Escribimos como si aceptásemos que estamos en inferioridad de condiciones, como si diésemos por sentado que no podemos dialogar de igual a igual con los grandes -y no me refiero a los grandes de hoy, sino a los de siempre. A la hora de sentarse a escribir no existen escalafones predeterminados: todo escritor es un Cervantes potencial, un Kafka, un Murakami. Hace falta talento, eso está claro. Pero lo primero que hace falta es coraje.

Les pido perdón por este discurso interminable, que ante todo me interpela a mí mismo. Ocurre que en la inminencia del Año Nuevo me puse a pensar en lo que deseaba para el 2008. Lo primero que vino a mi mente fueron los buenos deseos de rigor. Les deseo a todos ustedes ‘más vida', en el sentido de la bendición bíblica arrancada al Angel a brazo partido: no tan sólo una vida más larga, sino una vida que sea ‘más' en sí misma. Pero además pensé que deseaba -para mí, para ustedes- que de una vez por todas apareciese una de ‘esas' novelas que nos revela que lo que considerábamos imposible es posible, que lo que parecía inconcebible es natural, que donde veíamos muro se ha abierto una puerta.

Ojalá el 2008 sea ‘ese' año. El año bisagra.

Felicidades para todos.

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28 de diciembre de 2007
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El arte de la novela (2)

Por supuesto, el mundo está lleno de novelas que no quieren descubrir ni conocer territorios nuevos. Novelas que, según Kundera, "no agregan nada a la conquista del ser", que "tan sólo confirman lo que ya ha sido dicho". Es inevitable que así sea. Todos nosotros necesitamos leer novelas que tan sólo nos entretienen, o confirman nuestra visión del mundo. Nadie es iconoclasta, o explorador, o visionario full time; para lanzarnos a esas empresas hace falta energía, y esa energía se almacena durante largos períodos de tiempo. Ni siquiera los grandes escritores son siempre geniales. Sus carreras están llenas de obras menores, quiero decir menores no sólo por su concreción sino también por designio. Cervantes escribió tan sólo un Quijote. (En realidad fueron dos, pero ustedes entienden a qué apunto.)

/upload/fotos/blogs_entradas/milan_kundera.jpgLo que es indiscutible es, tal como Kundera lo expone, si tan sólo se editasen novelas de estas que "no descubren ningún segmento nuevo de la existencia", la muerte del género ocurriría de inmediato. No porque dejen de editarse, sino porque la historia de la novela -esto es, el arco de su desarrollo ininterrumpido, de Cervantes a Carlos Fuentes- se habría detenido entonces para limitarse a la repetición de lo ya hecho, a una duplicación de sus formas vaciada de su espíritu.

Como imaginarán, Kundera está muy lejos de creer en la inminencia de esta defunción. En El arte de la novela marca cuatro pistas por las que cree que el género todavía tiene mucho que dar: la del atractivo del juego (a lo Tristram Shandy, a lo Jacques Le Fataliste), la del atractivo del sueño (como en Kafka, que fusiona como nadie sueño y realidad), la del atractivo del pensamiento (como en Musil, que concibe la novela como la síntesis intelectual suprema) y la del atractivo del tiempo, que Proust y Joyce desarrollaron para que tantos otros -Kundera menciona a Aragon y Fuentes- siguiesen desovillándolo. "Si la novela fuese a desaparecer de verdad -afirma-, no se debería a que hubiese agotado sus poderes, sino porque existiría en un mundo que se le vuelve cada vez más ajeno". ¿Y de qué forma se expresaría esa ajenidad creciente? Una con la que lamentablemente tenemos una enorme familiaridad. "La estupidez moderna no es la de la ignorancia, sino la del no-pensamiento de las ideas recibidas". Esto es, la catarata de nociones que nos llega a través de los medios de comunicación y que asimilamos de manera acrítica, como si se tratasen de verdades reveladas.

Y la novela, o por lo menos la novela como Kundera la entiende y yo querría entenderla, debería ser la perfecta antítesis del no-pensamiento. Según Kundera, esta novela debería decir siempre: "Las cosas no son tan simples como parecen". Si alguna sabiduría tiene este género es la del cariño con que se abraza a la incertidumbre. "La novela es incompatible con el universo de lo totalitario. Su incompatibilidad... no es sólo política o moral, sino ontológica. El mundo de la Verdad única y el mundo ambiguo, relativo de la novela están hechos de sustancias completamente diferentes. La Verdad Totalitaria excluye la relatividad, la duda, el cuestionamiento; nunca puede acomodarse a lo que yo llamo el espíritu de la novela".

Lo cual me pone a pensar en las novelas que se escriben hoy en idioma español. Umm. La seguimos mañana.

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27 de diciembre de 2007
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El arte de la novela (1)

/upload/fotos/blogs_entradas/arte_novela.jpgOcurrió como ocurren casi todas las cosas que valen la pena. Estaba buscando otro libro, apremiado por la inminencia de las Navidades, cuando di con un ejemplar de El arte de la novela, un volumen que reúne ensayos, artículos, entrevistas y ponencias de Milan Kundera. Me llevé el libro que buscaba, debidamente envuelto para regalar, pero también éste a modo de auto-regalo. Que leí ese mismo día, en los huecos que me dejó la actividad pre-festiva. Me deslumbró. Encontré en sus páginas una poética de la novela con la que me identifiqué casi por completo.

Kundera revisa el derrotero de la Edad Moderna y las contribuciones que la novela hizo a este tiempo. "Con Cervantes y sus contemporáneos investigó la naturaleza de la aventura; con Richardson comienza a examinar ‘lo que ocurre adentro', desenmascarando la vida secreta de los sentimientos; con Balzac descubre la forma en que el hombre se enraíza en la Historia; con Flaubert explora la terra previamente incognita de lo cotidiano; con Tolstoi se enfoca en la intrusión de lo irracional en los comportamientos y decisiones del hombre. Pone a prueba el tiempo: el pasado elusivo con Proust, el presente elusivo con Joyce. Con Thomas Mann examina el rol de los mitos del pasado remoto que controlan nuestras acciones presentes. Etcétera, etcétera".

Para Kundera, "la única raison d'etre de una novela es descubrir lo que tan sólo una novela puede descubrir". La novela tiene "un extraordinario poder de incorporación: mientras la poesía y la filosofía no pueden incorporar a la novela, la novela puede incorporar dentro suyo poesía y filosofía sin perder nada de su identidad". Esa es su capacidad: "combinar todos los medios intelectuales y todas las formas poéticas para iluminar lo que sólo una novela puede descubrir: el ser del hombre". El camino mediante el que logrará semejante cosa es inequívoco: la belleza. "Cualquiera sea el aspecto de la existencia que la novela descubre, debe hacerlo mediante la belleza... Belleza, el último triunfo posible para el hombre que ya no puede tener esperanzas. Belleza en el arte: la súbita llamarada de lo nunca-antes-dicho". Una novela que no descubre un matiz hasta entonces desconocido de la experiencia humana es, para Kundera, simplemente inmoral. "La única moralidad de la novela es el conocimiento", afirma sin duda alguna.

Tan claro como desafiante, ¿no les parece? La sigo mañana.

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26 de diciembre de 2007
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El hombre que inventó la Navidad

Suena a exageración, pero como todas las exageraciones tiene un ingrediente de verdad. Sin Charles Dickens -para ser más preciso: sin Cuento de Navidad, sin Ebenezer Scrooge y Tiny Tim- estas celebraciones no serían lo que son.

En la Inglaterra de comienzos del siglo XIX la Navidad era una fiesta más bien tranquila durante la cual se entregaban regalos a los niños, sí, y a menudo se bailaba. Pero no existía nada parecido a lo que hoy definimos como el espíritu navideño. Por lo menos hasta que Cuento de Navidad se publicó en 1843. Su éxito fue inmediato y se multiplicó año tras año... y década tras década. /upload/fotos/blogs_entradas/charles_dickens.jpgLa historia de la conversión del avaro Scrooge en alguien capaz de amar y proteger a aquellos que lo rodean -empezando por su empleado Bob Cratchit y su luminoso hijo Tim-, convirtió a la vez millones de corazones de hierro en mazapán. El mejor biógrafo de Dickens, Peter Ackroyd dice: "Lo que Dickens hizo fue transformar la fiesta... La llenó de fantasía y de una curiosa mezcla de misticismo religioso y superstición popular... En algún sentido, la Navidad de Dickens se parece al festival anciano que había sido celebrado durante siglos en las áreas rurales y el norte de Inglaterra... Lo logró exagerando la oscuridad que existía más allá del pequeño círculo de luz". Es decir, subrayando cuán terrible puede ser el mundo que se extiende más allá de la puerta de nuestros hogares. He ahí uno de los motivos de la perdurabilidad de la historia: el mundo habrá cambiado mucho pero la oscuridad sigue estando allí.

Muchos desconfían de la algarabía de la estación, o de su craso comercialismo, y los comprendo. Pero a mi las Navidades me siguen llenando el alma de ese deseo dickensiano de bienestar para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y de cuidado especial para todos los pequeños de este mundo -Tiny Tims todos ellos.

Aprovecho entonces para desearles lo mejor, y para agradecerles su presencia constante... y hasta sus mimos, que tanto me han prodigado últimamente.

Que tengan una feliz Navidad. A su estilo, como les plazca, pero feliz. 

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20 de diciembre de 2007
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Regreso al pasado

Cuando yo era chico casi todo lo bueno tardaba horrores en llegar. Delicias del vivir en la periferia. Las películas de las que oía hablar y que se premiaban internacionalmente podían tardar meses en estrenarse en Buenos Aires. Los libros de los que leía comentarios exultantes podían demorar años en ser traducidos, o no llegar ni siquiera en sus versiones originales a las librerías ‘de importados'. En aquel entonces los lanzamientos internacionales no estaban bien sincronizados, ni existían los DVDs ni tampoco internet -lo cual nos vedaba la posibilidad de bajarnos material a lo bruto, como hace tanta gente que conozco...

Ayer tuve un flashback de esa época cuando leí una producción de la gente de The Onion sobre las mejores películas del año 2007 y descubrí que no había visto casi ninguna. No Country for Old Men, la última de los Coen? Aquí no se estrenó aún. /upload/fotos/blogs_entradas/into_the_wild_movie_poster_.jpg¿El musical low-fi Once? Tampoco. There Will Be Blood, la nueva de Paul Thomas Anderson con Daniel Day Lewis? Menos. ¿Atonement, la película basada en la novela de Ian McEwan? Ni señales. ¿Sweeney Todd, o sea Tim Burton recreando el musical de Stephen Sondheim? Algún día. ¿Into the Wild, la última de Sean Penn como director? No he visto ni afiches de promoción en los cines. ¿The Savages, Persépolis, I'm Not There, Juno, Before the Devil Knows You're Dead, The Diving Bell and the Butterfly, Dan in Real Life? Sólo Dios sabe. ¿Será que nos están volviendo al pasado de sopetón, por tener la caradurez de insistir con el Mercosur y fotografiarnos con Hugo Chávez?

De la larguísima lista apenas vi Zodiac, Ratatouille y Gone Baby Gone, que están realmente muy bien. El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford la estrenaron pero se me escapó. (Mi hija Milena todavía me está maldiciendo porque esa noche elegí ver Superbad.)

La única parte buena del asunto es esta maravillosa sensación de que después de una larguísima sequía (que al menos en el caso del cine argentino seguirá siendo sequía por muchos meses más), se viene una tonelada de películas sabrosas.

Pocos placeres más disfrutables que el de la anticipación.

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19 de diciembre de 2007
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Socorro

Bienvenida sea la nueva edición en DVD de Help!, la película de Richard Lester que marcó su segunda colaboración con The Beatles después de A Hard Days' Night. El paquete es perfecto: incluye un segundo disco con extras, entre los que destacan documentales que permiten reconstruir el delirio que imperaba durante la filmación, un booklet con un texto de Martin Scorsese ("The Beatles sostenían la película, juntos y por separado, del mismo modo en que lo habían hecho los Hermanos Marx 30 años antes") y la posibilidad de ver tan sólo las secuencias musicales una tras otra...

Pero el paquete más perfecto es la película misma. Pudiendo haberse contentado con ser un bodrio (es verdad que a A Hard Day's Night, a la que el crítico Andrew Sarris definió como "el Citizen Kane de los musicales de rockola", marcaba un desafío a superar), Help! es una maravillosa amalgama de todo aquello que amábamos en The Beatles: las canciones, claro, pero también la anarquía, los juegos de palabras, el sentido del humor, los colores saturados del pop y la sensación de que las barreras de todo tipo -geográficas, culturales- habían sido derribadas como los muros de Jericó -pero a causa de mejor música, por cierto. En Help! se pueden anticipar algunas de las direcciones que The Beatles habrían de tomar de allí en más. La excusa argumental, un disparate que imagina a seguidores de la diosa Kali persiguiendo a Ringo, los acercó a los sonidos de la India que empezarían a explorar en su siguiente álbum, Revolver. La escena en la barbería en que John se prueba una barba larga y gafas de lentes redondas es casi un ensayo de aquel que se convertiría en su look más conocido.

Quizás lo más notable sea la manera en que el director Richard Lester y sus guionistas abrieron para Lennon una puerta que ya nunca habría de cerrarse. La idea de llamar Help! a la película es anterior a la composición de la canción homónima. John y Paul se encerraron a escribirla la noche previa a la grabación. Dos días después ya habían filmado la secuencia de títulos que la incluye. Seguramente influido por Bob Dylan -cuya marca más evidente está en otra canción inolvidable, You've Got to Hide Your Love Away-, Lennon aprovechó la excusa del pedido de ayuda explicitado en el título para expresar un dolor que estaba empezando a padecer: el de la pérdida de su independencia, el de la soledad absoluta que puede sentir alguien que nunca deja de estar rodeado. La música, todavía infecciosa y llena de energía, empezaba a ponerse al servicio de una necesidad expresiva inescapable. Con el tiempo esa misma música se convertiría en un grito, que el Lennon ya solista profirió en canciones como Mother y Well well well.

Ocurre a veces que, para comprender que necesitamos ayuda, sólo hace falta articular la palabra socorro. El resto se da por añadidura, como el agua que corre una vez abierto el grifo.

Una palabra necesaria, socorro. En estos días se asoma a menudo al balcón de mi boca.

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18 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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