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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La elección de Moaiya

Ayer Serpiente Suya me recordó con su gentileza habitual la situación por la que atraviesa la gente de Gaza. Una lengua de territorio tan diminuta como superpoblada, en la que sobrevivir es un desafío cotidiano dado el aislamiento a que el gobierno israelí la somete hoy por tierra y por mar.

Imposibilitados de trabajar y por ende de mantener a sus familias, hay cientos de miles de palestinos cuya alimentación depende de programas de ayuda extranjera: 860.000 viven gracias a las vituallas que le proporciona la United Nations Relief and Works Agency, otros 270.000 cuentan con el World Food Program. Los responsables de estas operaciones ya han anunciado que, de seguir el actual bloqueo deberán suspender la distribución de alimentos el jueves o viernes a más tardar, porque el gobierno israelí cortó el suministro de gasolina y eso impide a los camiones hacer sus rondas habituales.

/upload/fotos/blogs_entradas/gaza_sin_luz_med.jpgTambién han limitado el suministro de electricidad, dejando al pueblo entero en penumbras y produciendo una crisis humanitaria sin precedentes: los pocos alimentos que aún tienen no pueden ser conservados y los hospitales ya no pueden prestar servicio. El funcionario del Ministerio de Salud local Moaiya Hassanain está en las vísperas de verse obligado a tomar una decisión digna de La elección de Sophie. Según declaró ayer al corresponsal del New York Times, deberá escoger entre cortar la energía que les queda al ala de maternidad, o cortársla a los pacientes coronarios que se enfrentan a una intervención quirúrgica -o bien a los quirófanos mismos.

El hecho mismo del sitio militar evoca situaciones tan salvajes como milenarias. Las palabras con que Moisés le recuerda al pueblo judío lo que le ocurrirá si no respeta las leyes de Dios ("...y cuando hayas sido encerrado en los pueblos de la tierra que Dios te asignó, comerás de tu misma carne, la carne de los hijos y de las hijas que Dios te ha concedido, a causa de la desesperación a que tu enemigo te reducirá") están sin duda alguna inspiradas en la terrible experiencia del sitio a que los babilonios sometieron a Jerusalén en el año 587 antes de Cristo. Una experiencia que el pueblo judío volvería a sufrir con variantes, en el encierro y la hambruna y el ulterior genocidio producido en los campos de concentración del Holocausto. Ahora que los funcionarios y soldados israelíes se encuentran del otro lado del muro, sitiadores en vez de sitiados, deberían preguntarse si la justificación de sus actos no se parece peligrosamente al deseo de conquista de los babilonios o a las excusas de autodefensa contra la rapiña que en su momento arguyeron los nazis.

Poner a cualquier ser humano en la situación de tener que elegir entre la vida de un bebé o la vida de un enfermo es sencillamente repugnante, un acto que debería avergonzar a la especie toda.

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21 de enero de 2008
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Un epitafio perfecto

Me compré Goodbye to Berlin hace una pila de años y no lo leí nunca. Los libros son así: criaturas de paciencia preternatural, siempre esperan el momento adecuado para asomar su cabeza. Su hora le llegó al fin, cabalgando sobre el entusiasmo que me despertó la puesta teatral de Cabaret en Buenos Aires. Ansioso como soy, no lo leí en orden sino que fui de narices al relato Sally Bowles, protagonizado por el personaje que inmortalizó Liza Minnelli. Según parece, el autor Christopher Isherwood se inspiró en una mujer real llamada Jean Ross, a quien conoció en Berlín en 1931. En todo caso, Sally Bowles es un extraño caso de creación colectiva. Si bien el personaje de Isherwood exhibe la idiosincracia con que todavía hoy lo identificamos -la divina decadencia, la frivolidad como bandera que apenas disimula una tremenda fragilidad- y alguna de sus características físicas -las uñas pintadas de verde esmeralda, por ejemplo-, lo cierto es que Sally, ‘nuestra' Sally, también es obra del libretista Joe Masteroff, de Fred Ebb y John Kander, que sintetizaron su ethos en la canción Cabaret, y del carisma y la voz de Liza Minnelli.

/upload/fotos/blogs_entradas/breakfast_at_tiffanys_med.jpgAhora que leí el texto original, se me ocurre que sin Sally Bowles no habría habido Breakfast at Tiffany's, por lo menos tal como hoy conocemos el relato de Truman Capote. El biógrafo de Capote Gerald Clarke pretende que la inspiración para el personaje de Holly Golightly fue Doris Lilly, pero Capote conocía a W. H. Auden -tenían un amigo común, George Davis- y Auden fue íntimo de Isherwood toda la vida: la relación entre Holly y el narrador a quien llama Fred, también él escritor, está llena de ecos de la relación entre Sally y el narrador Chris, velado alter ego del mismo Isherwood.

En cualquier caso, Sally Bowles sigue siendo una lectura encantadora. Las versiones teatrales que se nutren del relato -la original llamada I Am A Camera, el musical Cabaret- dejan el destino de Sally en una nube incierta. El relato de Isherwood no es mucho más específico, pero cierra con una nota deliciosa. Después de haberse despedido de Sally para ya no volver a verla, el narrador recibe una postal de París que tan sólo dice: ‘Llegué anoche. Escribiré adecuadamente mañana. Montones de amor'. Espero recordarla, para sugerírsela a mis hijas cuando me pregunten qué epitafio quiero que se grabe en mi lápida.

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21 de enero de 2008
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Sally Bowles está bien y vive en Buenos Aires

/upload/fotos/blogs_entradas/goodbye_to_berlin_med.jpgHace ya mucho, pero mucho tiempo que una experiencia artística no me conmovía tanto como la versión teatral de Cabaret que vi hace pocas horas aquí, en Buenos Aires. Basada en el libreto original de Joe Masteroff, que se inspiró en el libro de Christopher Isherwood Goodbye to Berlin, y con la propulsión de las inolvidables canciones de John Kander y Fred Ebb, esta puesta de Cabaret sigue en términos generales las marcaciones con que Sam Mendes reinventó el musical en los 90, dos décadas después del inolvidable film de Bob Fosse. En un Teatro Astral reconfigurado como un cabaret verdadero, con mesas, camareros y vías abiertas para el contacto entre intérpretes y público -la dirección de escenografía de Jorge Ferrari es simplemente sublime-, Buenos Aires se transformó en Berlín circa 1930, heredera directa de su divina decadencia y también de su karma.

Sentí todo el tiempo la presencia de mi madre, que me crió escuchando la banda sonora del film cada mañana. Hubiese sido feliz esa noche, viendo lo que yo veía y escuchando lo que yo escuchaba; en algún sentido lo presenció todo conmigo. Pero no puedo atribuirle el impacto tan sólo a su influjo: sería injusto con el talento original -Masteroff, Kander & Ebb, Fosse, Liza Minnelli, Mendes- y con el talento local, que tanto hace para insuflarle al musical una vida, un salvajismo nuevo.

En términos generales la narrativa es la misma que popularizó el film, con mínimas variantes: el escritor Clifford Bradshaw (alter ego de Isherwood, interpretado por Marcelo Trepat) llega a Berlín en busca de inspiración. La encuentra a manos llenas, en la fauna que rodea la pensión de Fraulein Schneider y las noches del Kit Kat Klub -el emcee interpretado por Alejandro Paker es tan inquietante como es de esperarse- y en el surgimiento del nazismo que empieza a permearlo todo. La bohemia de Sally Bowles (Karina K), la chica de uñas verde esmeralda y adicción al trago nauseabundo llamado Prairie Oyster, y el romance entre Frau Schneider y el frutero Schultz, se convierten pronto en víctimas de la locura inspirada por Hitler, y la obra no les ahorra su parte de responsabilidad en la Historia.

/upload/fotos/blogs_entradas/cabaret_si_med.jpgEl final de esta versión de Cabaret es escalofriante. Cada uno de los personajes repite las frases con que se ha justificado en su momento, resonando ahora como epitafios. Sally dice que todo se reduce a política, y que la política no tiene nada que ver con uno. Frau Schneider dice que hará lo que deba hacer para sobrevivir. Schultz dice que la cordura prevalecerá. Frau Kost verbaliza la excusa de tantos alemanes: ¿o acaso los judíos no estaban quedándose con todo el dinero? Entonces todos los artistas del cabaret se transmutan en prisioneros de un campo de concentración, y el espejo que baja sobre el escenario convierte al público por entero en espectador pasivo -la palabra clave aquí es inequívoca: pasivo- de la tragedia. Cabaret no ofrece respiro ni siquiera a la hora de los aplausos. Cuando Alejandro Paker sale a saludar ya no lo hace vestido como emcee, sino con uniforme gris y estrella amarilla en el pecho con la leyenda Jude. Ni falta que hacía. Los nazis lo hubiesen liquidado por el simple hecho de parecer homosexual.

Terminé devastado. Y feliz por haber sido testigo de un hecho artístico que producía belleza a partir de tanto dolor. Lloré como un perro, ¡lloro todavía!, pensando en tantas vidas perdidas, en tanta locura, en el pasado que le pisa la cola al presente, en el nazismo y en su sobrina la dictadura, en nuestra habilidad para desoír las historias de la Historia, en el Holocausto y en los palestinos, en este Bush que dice democracia y la pronuncia imperio, en la prontitud con que tanta gente salta a reclamar violencia con tal de protegerse, en la intolerancia que sigue siendo la más contagiosa de nuestras enfermedades, en Buenos Aires, Washington y Berlín, entonces, ahora y mañana.

Dios nos libre, solían decir las viejas. El arte nos libre, digo yo, porque es de los pocos que todavía procura defendernos.

No se pierdan Cabaret.

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17 de enero de 2008
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Cosecha amarga

/upload/fotos/blogs_entradas/no_country_for_old_men1_med.jpgNo pude ver aún la adaptación de los Coen, pero acabo de leer la novela No Country for Old Men, de Cormac McCarthy, y todavía estoy temblando.

Durante los primeros capítulos sentí desconfianza. Lo que contaba McCarthy era una historia de género negro como otras tantas que leí. (No muy distinta, en su esencia, de la película Blood Simple con que los Coen debutaron en cine de manera brillante.) Llewelyn Moss, un hombre común -ex combatiente de Vietnam, empleado como soldador- sale a cazar y se encuentra con la escena de un crimen y con un maletín con dinero en cifras millonarias. Decide tomarlo a pesar de que imagina que se trata de dinero del narcotráfico y de inmediato se ve obligado a huir. Tras sus huellas van Anton Chigurh, un asesino contratado que deja a su paso una cosecha de muerte, y el veterano sheriff Bell, que contempla los destrozos mientras teme ser incapaz de poner fin a la ola de violencia.

Cuando quise darme cuenta McCarthy me había enganchado haciendo uso de las reglas más elementales del género: simplemente no podía dejar de leer, comprometido con el destino de Moss y del sheriff, curioso por saber si alguien -o algo- podía detener la marcha imparable de Anton Chigurh. Es entonces, al aproximarse el climax, que McCarthy pega el zarpazo y deja boqueando al lector. Destroza las convenciones del género desde dentro, despojándonos de cualquier atisbo de satisfacción. Pero no lo hace en vano, por mero capricho.

A lo largo de la narración yo había coqueteado con los distintos personajes, uno tiende siempre a identificarse con uno u otro. Ya me había sentido próximo a Moss, un hombre que se aferra a la primera oportunidad que se le cruza para huir de su vida cotidiana. (Moss parece menos tentado por el dinero que por la posibilidad de volver a sentir intensamente.) Y hasta había sentido empatía con Chigurh, que había comenzado pareciendo un simple psicópata para terminar revelándose como un curioso de la vida. Chigurh es un personaje tan temible como inolvidable. No puedo evitar sentirme próximo a su filosofía. Chigurh piensa que cada uno de nosotros se va labrando su destino de forma inescapable. "En algún momento tomaste una decisión. Lo cual te trajo hasta aquí. La sumatoria es escrupulosa. La forma está trazada. Ninguna línea puede ser borrada". Me pregunto cómo quedará Chigurh en la pantalla. Está claro que Javier Bardem es un actor sublime, pero el llamativo flequillito con que se lo ve en las fotos del film no augura nada bueno. Parte del poder de Chigurh radica en el hecho de que se ve como una persona cualquiera. Yo podría ser Chigurh. O ustedes.

Pero el zarpazo de McCarthy logra su cometido: ponernos en los zapatos del sheriff Bell. Hacernos sentir su frustración ante aquello que no puede controlar, que ni siquiera logrará saber nunca. ¿Acaso este sabor amargo no es el mismo que la vida nos depara de tanto en tanto: la certeza de no poder controlarlo todo, la intuición de que están ocurriendo cosas de las que nunca se nos dará cuenta? Me pregunto cómo habrán lidiado los Coen con este viraje de la narración, que en Hollywood deben haber visto como veneno para la taquilla. Si no leí mal las críticas en su momento, creo que lo han respetado escrupulosamente. Lo cual los ensalza.

"Se había sentido así antes pero no desde hacía mucho tiempo y cuando lo dijo, entendió de qué se trataba. Era el fracaso. Era ser derrotado. Más amargo para él que la muerte," piensa el sheriff Bell. "Necesitas sobreponerte, se dijo".

Todos lo necesitamos.

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17 de enero de 2008
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Bendito tú eres

Aprovecho este espacio para manifestar mi alegría por dos noticias que casi pasaron desapercibidas. La primera: la Autoridad Palestina concedió al músico Daniel Baremboim un pasaporte que le otorga esa nacionalidad. Uno de los intérpretes y directores de orquesta más aclamados de hoy, Barenboim nació en Buenos Aires en 1942, descendiendo de ruso-judíos escapados de la guerra, y se mudó a Israel a los diez años. Lo cual significa que tiene nacionalidad argentina y también israelita. (También es ciudadano honorario español, desde que una de sus iniciativas, llamada West Bank Divan Worshop, se instaló físicamente en Sevilla.) La segunda noticia es complementaria, pero no menos gozosa: aun siendo ciudadano israelita, Barenboim aceptó la ciudadanía palestina diciéndose honrado. "No sé si soy el primero, o el único en tener ambas ciudadanías", lo oí decir por televisión. "Pero sí sé que nuestros pueblos están inextricablemente vinculados. Nuestra relación puede ser una bendición o una maldición. Yo prefiero pensar que llegará a ser lo primero".

/upload/fotos/blogs_entradas/parallels_and_paradoxes_med.jpgAdemás de desarrollar una carrera brillante como artista, Barenboim no ha dejado de trabajar en pos del entendimiento de ambos pueblos. A comienzos de los 90, un encuentro con el hoy fallecido Edward Said fue el origen de una amistad que se tradujo en obras: libros como Parallels and Paradoxes: Explorations in Music and Society, que recoge sus conversaciones con el intelectual palestino, y emprendimientos como el West Bank Divan Workshop, que convocó a jóvenes músicos de Egipto, Siria, Líbano, Jordania, Túnez e Israel, apostando a que el arte construiría entre ellos los puentes que el fanatismo destruye a diario. Una amiga querida, Katrina Bayonas, me dijo que existía un documental maravilloso que registraba el trabajo del Workshop. Ojalá pueda verlo algún día. O mejor aún: ojalá pueda estrechar la mano de Barenboim algún día.

Y después dicen que hoy no hay héroes. Artista de excepción, intelectual y ciudadano comprometido con su realidad, Barenboim podría haberse conformado con producir belleza en estudios, teatros y salas de conciertos. Como todo hombre sensible, comprendió pronto que esa belleza acotada no alcanza, y se abocó a producirla también en el mundo.

Con un poco de suerte y mucha, pero mucha buena voluntad de parte de todos, será tan sólo el primero de muchos ciudadanos palestino-israelíes.

Una bendición para todos.

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16 de enero de 2008
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Para pasar el verano

Esta semana fue abrasadora en la Argentina. Así como nevó en invierno de manera inusual, este veranito convirtió al aire en algo incandescente, como aquel viento al que Heródoto atribuía el poder de prenderse fuego. En semejantes condiciones, uno de los mejores lugares para pasar el tiempo es un cine. No es que a mí me cueste mucho encontrar excusas para ir a ver una película, pero en fin, ahora que tengo una tan razonable...

Fui a ver American Gangster. A la que algún genio se le ocurrió rebautizar aquí American Gánster, imagino que en referencia a la palabra gan, que significa... uh... en fin, que nos salvamos por un pelo de que a la peli de Scorsese la llamasen Gans of New York, que de ese modo hubiese sonado a documental sobre los gansos de Manhattan.

Definitivamente, Ridley Scott no es ningún genio. El tipo es competente, y debutó con una seguidilla de películas inolvidables (Los duelistas, Alien, Blade Runner) que nos hicieron creer que estábamos en presencia de uno de los grandes. Veinticinco años después, más allá de algún acierto aislado -Thelma & Louise, por ejemplo- y de un Oscar vergonzante -hablo de Gladiator-, queda claro que en el mejor de los casos, este Scott -porque también está su hermano menor, Tony- no es más que un artesano efectivo.

American Gangster recrea la historia real de Frank Lucas, un mafioso de los años 70 que se convirtió en el mayor dealer de su tiempo, importando droga de calidad directamente desde Oriente utilizando aviones militares como transporte. Desde el comienzo está claro que Scott pretende deslizarse sobre un doble riel: el de las películas de aquella época de gloria del cine de Estados Unidos -la era de Lumet y de Friedkin, de Hal Ashby y de Bob Rafelson, de Peter Bogdanovich y del primer Scorsese-, con su humanidad descarnada que reinventaba todos los géneros, y la del paradigma de las películas de gángsters, no por casualidad también fechado en aquella época: esto es, El Padrino de Francis Ford Coppola./upload/fotos/blogs_entradas/american_gangster_denzel_washington_and_russell_crowe_med.jpg

Scott lo tiene todo: buenos actores -Denzel Washington, Russell Crowe-, presupuesto generoso, guionista premiado -Steve Zaillian-, una banda sonora maravillosa que la misma época le proporciona y una rica historia real de base. Pero se queda a las puertas de la grandeza, porque no consigue nunca que funcione el conjuro con que pretende convocar la magia del pasado. Sus personajes nunca tienen la humanidad de los grandes personajes del cine americano de los 70: están esbozados, nunca llegan a estar del todo vivos. Cuando una escena parece aproximarse a la intensidad de lo real, Scott corta a la siguiente; su origen publicitario lo traiciona, está demasiado preocupado por mantener el tren en movimiento para permitirse que algo verdadero, conmovedor ocurra.

Y eso es lo que determina que el riel del género tampoco termine de funcionar como debiera. Lo que daba grandeza a la trama policial de El Padrino era la humanidad de sus personajes. En American Gangster la trama funciona, pero no emociona nunca más allá de la piel. Ah, lo que hubiese hecho Michael Mann con el mismo guión...

Pero en fin, la película se deja ver. En especial si afuera hace calor. Y el cine tiene un buen aire acondicionado.

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14 de enero de 2008
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Una celebración

Escribo esto a media tarde del jueves 10 de enero. Mi madre habría cumplido años hoy, de no haber muerto ya hace... ¿cuánto? ¿Diecisiete años, dieciocho? Nunca logro recordar la fecha de su muerte. Sin embargo no hay forma de que olvide la fecha en que nació. Cuestión de proclividades, supongo. Estoy más enamorado de la vida que de sus postrimerías. Y sin embargo -ya lo ven- mi madre sigue presente.

¿De qué forma participan los muertos en nuestras vidas? ¿Por qué será que el corazón no reconoce la realidad de la muerte y sigue amando de todas maneras: por simple negación, o porque intuye algo que se escapa a nuestros razonamientos? No me considero especialmente morboso, ni nostálgico en exceso, y sin embargo escribo a diario ante la mirada que mi abuelo me dispensa desde una foto. A veces sueño con él, y también con mi abuela y con mi madrina. No es extraño que durante la vigilia intercambiemos algunas frases. O que yo las diga, cuanto menos, contando con que su silencio será benevolente.

Pero con mi madre no hablo. Creo que todavía tenemos cuestiones pendientes. Sucumbió a un cáncer de pulmón fulminante en un período de mi vida que ya era negro antes del diagnóstico. Yo estaba demasiado ocupado sobreviviendo, no tenía cabeza ni energía ni alma para concentrarme en su agonía. Se me fue como agua entre los dedos. Desde entonces (¿dieciocho años? ¿diecinueve?) vivo tratando de hacerme a la idea de lo que su muerte significa.

Hace poco soñé con ella, lo cual es inusual. Ahora no recuerdo la trama del sueño con precisión, pero me quedé con la sensación de que tenía que ver con la cuestión del hijo nuevo que hoy espero. (Sí, ya lo sé: ¡a mi edad!) Creo que nos estamos reencontrando de a poco. Lo que nunca ha variado es la noción de lo que le debo. No hablo de las cosas más obvias: la vida misma, el cuidado inicial, el amor. Hablo de las cosas que me convirtieron en quien soy, con todo lo bueno y con todo lo malo. En cada libro que leo hay un eco del amor a los libros que me contagió desde que apenas podía mantenerme sentado. /upload/fotos/blogs_entradas/julie_andrews_med.jpgEn cada película que veo hay un eco del amor al cine que me inoculó desde aquella visión de The Sound of Music. Yo siempre supe lo que quería hacer de mi vida, así que nunca encaré la creación de ficciones como un tributo. Pero también es cierto que mi madre murió antes de que yo publicase mi primera novela. Imagino que le habría gustado leerme, ver las películas que hago. Yo que tengo hijas grandes que estudian y hacen cine, conozco la satisfacción de que los hijos se dediquen a algo que nos produce un placer que estamos en condiciones de apreciar. Me habría gustado proporcionárselo a mi madre, también.

Ella está entretejida -‘inextricablemente interconectada', como dice Stephen Hawking para definir la relación entre el espacio y el tiempo- con todo lo que hago.

Escribir es recordarla.

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13 de enero de 2008
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Un perdón a medio camino

El pedido de perdón que Ratzinger formuló por tantos casos de abuso de menores en el seno de la Iglesia obtuvo eco en los medios de todo el mundo. Se lo consideró un gesto positivo, por lo menos en nuestros países hispanoparlantes, donde los hechos de la Iglesia jerárquica sólo suelen producir titulares por su empecinamiento en seguir determinando las vidas de todos los ciudadanos, creyentes o no. Basta con ver los diarios españoles de las últimas semanas, o los argentinos de los últimos dos años.

Todo pedido de perdón sincero es un gesto valioso. Aquí en la Argentina todavía estamos esperando que los militares de los 70 pidan perdón por sus crímenes, en lugar de seguir pretendiendo que fueron héroes secuestrando gente o envenenando a otra para cubrirse las espaldas al más puro estilo de la mafia. Y tampoco estaría de más un pedido de perdón de la Iglesia argentina. Muchos de los jerarcas de aquellos años fueron cómplices de los crímenes, por acción y también por omisión. Así que lo del pedido de perdón de Ratzinger vale, pero valdría más si estuviese acompañado por dos acciones que, de producirse, demostrarían que el mea culpa es honesto. En primer lugar, acompañar el pedido de perdón con una política que sea implacable en caso de denuncia de abusos. Durante las décadas más recientes, la política general de la jerarquía eclesial fue la de esconder el crimen y, en el peor de los casos, trasladar al acusado a otra diócesis -donde por supuesto, abundaban las nuevas víctimas potenciales.

La segunda decisión vital sería la de revisar la obligación del celibato en el clero. Es evidente que un estilo de vida tan antinatural como compulsivo tiene mucho que ver con las prácticas sexuales non sanctas a las que Ratzinger pretende hacer frente. Dirán los católicos ortodoxos: el celibato no puede revisarse, en tanto forma parte del dogma. A lo que respondemos: formalmente sí, aunque se trate de uno de los aspectos más endebles, por indefendibles, del dogma. En todo caso se trata del dogma que la Iglesia se dictó a sí misma -por lo cual es humano, y por ende falible, como tantas otros modos y creencias de la Iglesia que debieron ser revisados con el transcurso de los siglos-, y no de un dogma establecido como tal por Cristo mismo. En los Evangelios, Jesús presenta la opción de dejarlo todo para seguirlo, pero nunca dice que los únicos que pueden ser considerados sus representantes serán aquellos que así lo hagan.

La única forma de demostrar la sinceridad de un pedido de perdón es la adopción de medidas para que lo que ocurrió no vuelva a repetirse.

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11 de enero de 2008
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Una confesión

La verdad es que fui a ver Soy leyenda al IMAX porque era el único sitio donde se proyectaban esos seis minutos de la próxima película de Batman, The Dark Knight. Lo confieso, sí. ¡A pesar de mi edad, Batman sigue entusiasmándome como si todavía fuese un chico!

Nunca he pensado demasiado sobre las razones de esta fascinación. Imagino que pasa por el cariz melodramático del personaje, que coincide con el mío. Me conmueve la tragedia original, la oscuridad en que se mueve (Batman no puede no ser nocturno, para mí aquel de la vieja serie no es Batman sino el Superagente 86 con capa), el carácter torturado del personaje: ya no el Superagente sino más bien Hamlet con capa, como lo he dicho aquí alguna vez. Es un hombre que está constantemente al borde, sino pasado de raya; alguien que se cuestiona todo el tiempo lo que está haciendo, cómo y por qué; que no está del todo seguro de no pertenecer a ese asilo de lunáticos llamado Arkham, cuya sombra lo persigue dondequiera que va, más que al mundo de los presuntamente cuerdos.

/upload/fotos/blogs_entradas/darkknight_med.jpgSupongo que sigo enganchado al personaje porque creció conmigo. Por supuesto que cuando era pequeño me gustaba el Batman de la serie, al que me tomaba muy en serio a pesar de su -hoy evidente- vis cómica. Y consumía cada nueva edición de la historieta impresa en México, tan colorida y pop como la serie. El quiebre llegó para mí en los años 80 con The Dark Knight, no la película que aun no se ha estrenado sino la historieta de Frank Miller, hoy famoso gracias a Sin City y 300. El Batman de Miller era prácticamente un psicópata, bestial y violento. La transformación del personaje siguió adelante con la posterior edición de Batman: Año Cero, que cuenta los primeros pasos del personaje con seductor realismo: es un Batman que se equivoca, al que le salen mal las cosas, que lastima a gente ajena sin poder evitarlo. (Un Batman al que Christopher Nolan le robó mucho para Batman Begins, la primera película de esa nueva saga protagonizada por Christian Bale.) Y en lo que a mí respecta la transformación terminó de cuajar con The Killing Joke, obra del genio del siempre aquí reverenciado Alan Moore. No es casual que el protagonista de The Killing Joke sea más bien el Joker: allí queda claro de forma meridiana que Batman y el Joker son dos caras de la misma moneda -y que sus locuras se complementan.

Me gusta este Batman porque es digno de una tragedia isabelina. Quizás más propio de Marlowe que de Shakespeare: brutal y sangriento, lleno de sonido y de furia. (Se me ocurre que estamos viviendo una suerte de nueva versión de aquellos tiempos imperiales y feroces, y que todavía no llegamos a la iluminación del Hamlet; todavía vivimos en tiempos de Tamerlán, Hamlet sigue siendo para nosotros un personaje que sólo entenderemos en el futuro -en caso de que tengamos futuro.)

Faltan seis meses para el estreno de la película The Dark Knight.

Seis. Interminables. Meses.

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10 de enero de 2008
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Una pantalla de siete pisos

Ayer fui a ver una película al IMAX por primera vez. Hace algunos años había visto uno de esos documentales típicos en un IMAX de los Estados Unidos, pero nunca un film de ficción. La experiencia me dejó fascinado.

La característica principal del sistema son las dimensiones de su pantalla. No se trata de la tradicional pantalla rectangular en sentido apaisado, sino de una de un alto inusual, más propia de un edificio de siete pisos que de un cine: es casi como enfrentarse a un muro enorme, un lateral de ese edificio virtual. En algunos casos, como en el de la reciente Beowulf, la experiencia se complementa con la visión en 3D. Aquellos que deliramos por el cine estamos enganchadísimos con el formato rectangular, cuanto más apaisado -más cinemascope- mejor. Pero no puedo dejar de admitir que ese marco que amamos es una elección tan caprichosa como cualquier convención: maravilloso para componer imágenes, pero poco conectado con la experiencia humana. En cambio la pantalla de cualquier IMAX sugiere que, antes que estar viendo una película, estamos siendo testigos privilegiados de algo que está ocurriendo de verdad, delante de nuestra vista. Se me ocurre que la imagen mental que construimos con la colaboración de ambos ojos es, como la pantalla del IMAX, tan alta como ancha. Y que por eso avanza por sobre las convenciones del cine, sugiriéndonos la contemplación de algo que se parece más a la experiencia pura -aun cuando tengamos claro que sigue tratándose de una película.

/upload/fotos/blogs_entradas/soy_leyenda_med.jpgLo que vi fue Soy leyenda, una película que podría haber estado muy bien si se hubiese atenido más a la novela original de Richard Matheson, pero que se desbarranca en la segunda mitad al convertirse en un vulgar film de vampiros. Pero la presentación de esa New York deshabitada quita el aliento, al menos en el IMAX: es como estar allí, contemplando los pastos que crecen en las rajaduras de la Quinta Avenida. Lo que me fascinó fueron los seis minutos de The Dark Knight que proyectaron, a modo de bonus, antes de Soy leyenda. Cuando dos ladrones cruzaron una calle por lo alto mediante un cable, sentí que me caía. (La presentación del Joker interpretado por Heath Ledger me encantó, dicho sea de paso. Sobre todo el momento en que se quita una careta para revelar su verdadero rostro -con la pintura a que estamos acostumbrados pero totalmente borroneada, lo que le da un aspecto siniestro- y parafrasea a Nietzsche de esta manera: "Lo que no nos mata nos hace más... extraños".)

No estoy sugiriendo que haya que olvidarse de las pantallas convencionales y quedarse con el IMAX. Tan sólo digo que ofrece al espectador cinematográfico vértigos y posibilidades nuevas. Lo más probable es que tienda a usárselo para grandes producciones, como Beowulf, Soy leyenda y The Dark Knight -hay mucho 3D en nuestro futuro-, pero esa sensación de estar contemplando lo que ocurre desde una proximidad mayor a la que estábamos habituados también debería producir efectos interesantes en un relato intimista. Bergman en el IMAX, por lo pronto, se volvería prácticamente intolerable.

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9 de enero de 2008
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El Boomeran(g)
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