Marcelo Figueras
El pedido de perdón que Ratzinger formuló por tantos casos de abuso de menores en el seno de la Iglesia obtuvo eco en los medios de todo el mundo. Se lo consideró un gesto positivo, por lo menos en nuestros países hispanoparlantes, donde los hechos de la Iglesia jerárquica sólo suelen producir titulares por su empecinamiento en seguir determinando las vidas de todos los ciudadanos, creyentes o no. Basta con ver los diarios españoles de las últimas semanas, o los argentinos de los últimos dos años.
Todo pedido de perdón sincero es un gesto valioso. Aquí en la Argentina todavía estamos esperando que los militares de los 70 pidan perdón por sus crímenes, en lugar de seguir pretendiendo que fueron héroes secuestrando gente o envenenando a otra para cubrirse las espaldas al más puro estilo de la mafia. Y tampoco estaría de más un pedido de perdón de la Iglesia argentina. Muchos de los jerarcas de aquellos años fueron cómplices de los crímenes, por acción y también por omisión. Así que lo del pedido de perdón de Ratzinger vale, pero valdría más si estuviese acompañado por dos acciones que, de producirse, demostrarían que el mea culpa es honesto. En primer lugar, acompañar el pedido de perdón con una política que sea implacable en caso de denuncia de abusos. Durante las décadas más recientes, la política general de la jerarquía eclesial fue la de esconder el crimen y, en el peor de los casos, trasladar al acusado a otra diócesis -donde por supuesto, abundaban las nuevas víctimas potenciales.
La segunda decisión vital sería la de revisar la obligación del celibato en el clero. Es evidente que un estilo de vida tan antinatural como compulsivo tiene mucho que ver con las prácticas sexuales non sanctas a las que Ratzinger pretende hacer frente. Dirán los católicos ortodoxos: el celibato no puede revisarse, en tanto forma parte del dogma. A lo que respondemos: formalmente sí, aunque se trate de uno de los aspectos más endebles, por indefendibles, del dogma. En todo caso se trata del dogma que la Iglesia se dictó a sí misma -por lo cual es humano, y por ende falible, como tantas otros modos y creencias de la Iglesia que debieron ser revisados con el transcurso de los siglos-, y no de un dogma establecido como tal por Cristo mismo. En los Evangelios, Jesús presenta la opción de dejarlo todo para seguirlo, pero nunca dice que los únicos que pueden ser considerados sus representantes serán aquellos que así lo hagan.
La única forma de demostrar la sinceridad de un pedido de perdón es la adopción de medidas para que lo que ocurrió no vuelva a repetirse.