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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La conexión Bellow

Llegué a Saul Bellow por culpa de Martin Amis. Leyendo uno de los libros que recopila ensayos de Amis, titulado The War Against Cliché, me encontré hace algunos años con que uno de los textos empezaba de esta manera: "(El libro de Bellow) The Adventures of Augie March es la Gran Novela Americana. No busquen más. Todos los rastros se enfriaron hace cuarenta y dos años. La búsqueda (the quest) hizo aquello que las búsquedas raramente hacen: terminó". /upload/fotos/blogs_entradas/augie_march_med.jpgCorrí a comprar Augie March, si no lo hubiese hecho habría sido un síntoma de senilidad prematura de mi parte. Pero Augie es un texto demandante como todas las Grandes Novelas, americanas o no. Coqueteé con sus primeros capítulos y nos separamos de común acuerdo. No era mi tiempo para Bellow. Todavía.

A comienzos de este año, pocos días antes de emprender viaje, volví a toparme con las palabras de Amis: el llamado de un gallo a la vigilia. Y ya en Londres encontré el volumen de las Collected Stories de Bellow, desde cuya tapa Amis reformulaba el desafío: "Este es el libro más grande de nuestro escritor más grande". Lo compré de inmediato, si no lo hubiese hecho habría constituido un síntoma de mi muerte prematura. La dinámica del viaje se prestó a la degustación de textos cortos. Leí una de las joyas de la colección, The Bellarosa Connection, en el trayecto del tren entre París y la ciudad de Rennes, dos horas de perfecto azoramiento -y de goce.

Por favor no asuman que este texto pretende realizar un juicio crítico sobre Bellow, ni siquiera sobre las Collected Stories. No creo estar en condiciones de hacerlo hoy, quizás no lo esté nunca. En todo caso, lo que me gustaría hacer es compartir la experiencia de descubrir a Bellow, a quien sospecho -estoy leyendo Seize the Day, ya habrá tiempo para Augie- uno de los más grandes escritores del siglo XX, y quizás de la Historia.

La sensación inicial que me produjo leer a Bellow es el encuentro con una mente prodigiosa. Hablando de la travesía existencial de Augie March, Amis dice: "Si es que tiene un destino, se trata simplemente de una parada llamada Consciencia Absoluta". En Him With the Foot in His Mouth, Bellow lo expresa a su manera: "Pero en esta belleza desierta el hombre vive todavía como un ser permeado por Dios". La Consciencia con mayúsculas que Bellow araña repetidamente en sus escritos se vuelve más Absoluta a medida que va comprendiendo sus propios límites. Amis subraya que Mr. Sammler's Planet (1970) presenta el Holocausto como un acontecimiento histórico comprensible, mientras que The Bellarosa Connection (1989) se rehúsa a explicar lo inexplicable. Las paradojas del conocimiento humano, o mejor aún: de la experiencia humana, que sólo se eleva en la medida en que se familiariza con sus límites. "(...) el amor es difícil de encontrar. El odio existe en cantidades tremendas. Y evidentemente uno pone en peligro su ser al esperar la pasión más infrecuente", dice en Cousins.

/upload/fotos/blogs_entradas/bellow_med.jpgLa puerta de entrada a esta Consciencia es un lenguaje que es capaz de ser barroco y preciso a la vez, siempre creativo a la manera de un torrente: Bellow es un forjador de lenguaje a la manera de Shakespeare. (Creo haber encontrado el eslabón perdido entre el autor de Hamlet y el presente: mi cadena personal no había llegado más allá de Dickens, pero ahora intuyo que puedo reformularla de esta manera, Shakespeare-Dickens-Bellow, con el americano de origen ruso-canadiense como último portador de la antorcha.) Todavía estoy sorprendido por la manera en que sus cuentos me han afectado, aun cuando van en contra de algunos de los preceptos que suelo (per)seguir, como las formas perfectas o las anécdotas prolijamente hiladas. Los textos de Bellow dictan sus propias reglas y deslumbran a pesar del extrañamiento que sugieren: son objetos tan bellos e infrecuentes como el amor mismo.

Estoy seguro que volveré a hablar de este hombre más de una vez. Los artistas que nos conmueven de verdad se comportan como fantasmas, se mudan dentro de nuestra casa, de nuestra alma. A veces nos iluminan y a menudo nos desgarran: tales son las reglas del juego, que tratamos de aceptar con gracia. Como dice en Bellarosa: "Un hombre de primera clase subsiste gracias a la materia que destruye, al igual que las estrellas".

Mi materia está más que dispuesta.

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4 de marzo de 2008
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Buenos Aires en Rennes

Durante unos pocos, mágicos días de febrero, la ciudad de Rennes se convirtió en Buenos Aires. La culpa de tan insólita transformación la tuvo el festival de cine Travelling, que practica la manía de dedicar cada una de sus ediciones a una ciudad diferente. Este año 2008 Buenos Aires recibió el honor de ser la primera representada de Latinoamérica. Espero que las películas programadas y los invitados de allende el Océano -entre los cuales me cuento- hayan correspondido al deseo de tantos cinéfilos franceses de conocer cómo viven, cómo padecen, cómo aman y cómo sueñan los ciudadanos de un sitio tan distante -les autres, en este caso unos ‘otros' tan idiosincráticos, tan borgianos si se quiere, que parecemos destinados a seguir siendo ‘otros' hasta para nosotros mismos.

Lo primero que me sorprendió fue el esfuerzo de los organizadores por recrear esta Buenos Aires hasta en los más pequeños detalles: diarios y revistas porteños, empanadas y locro en los menúes, espectáculos musicales como los de Bárbara Luna y Juan Carlos Cáceres, que improvisó durante la proyección de Nobleza Gaucha. Pero lo que me impresionó profundamente fue la riqueza de las muestras. Organizadas de acuerdo a un criterio temático (1915/2007, Dictaduras, Del cine militante al cine comprometido, Tango, Otras visiones de la Argentina), me pareció un panorama completísimo de nuestros casi cien años de cine, y por ende de nuestra vida durante el convulsionado siglo XX. Con títulos que van desde Los tres berretines hasta La antena, con profundas incursiones en el género documental (volver a ver imágenes de HIJOS, el alma en dos de Marcelo Céspedes y Carmen Guarini fue conmovedor, en especial en presencia de una de sus protagonistas, Silvina Stirnemann), con la inclusión de filmes fundamentales de nuestros más grandes cineastas (Favio, Torre Nilsson, Aristarain), se me ocurrió que los mismos argentinos haríamos bien en ver semejante ciclo: en presencia de su caleidoscopio no podríamos menos que ser visitados por algunas ideas sobre nuestro destino.

/upload/fotos/blogs_entradas/kamchatka_med.jpgYo asistí a algunas charlas y conversé con el público después de las proyecciones de Kamchatka. También andaba por allí Daniel Burman mostrando sus películas. Martín Rejtman se cruzó conmigo en el lobby del hotel, llegó en el preciso instante en que yo me iba. Como me ocurre con frecuencia cada vez mayor, la riqueza de un viaje es directamente proporcional al valor de las personas con quienes me encuentro. En este caso le debo la experiencia maravillosa a Eric Gouzannet, director del festival; a Anne Le Hénaff, directora artística, y también a Mirabelle Fréville. Hélene Geniez, que habla en ‘porteño' aún mejor que yo, nos cuidó a mí mujer y a mí como si formásemos parte de su familia. Todavía insatisfecha, nos regaló en tándem con la deliciosa traductora María Agustina Pasqualini un aparejo para transportar bebés que esperamos estrenar en pocos meses más.

Conocer a Silvina Stirnemann de HIJOS París fue un honor para mí. También me encantó encontrarme con Carmen Guarini: no deja de ser gracioso esto de conocer a argentinos que valen la pena en el marco de viajes, con más frecuencia que en mi Buenos Aires natal. Bernard Kuhn, del Centre National de la Cinématographie, se me acercó casi con timidez, a pesar de que su influencia fue decisiva a la hora de que Kamchatka resultse elegida para formar parte del programa de difusión del cine en las escuelas secundarias de toda Francia. Y disfruté inmensamente del intercambio con Joaquín Manzi, profesor de literatura y de cine de América Latina en la Universidad Paris Nord, con quien conversamos en público después de una de las proyecciones. De inteligencia filosa y aspecto de primo de Daniel Day Lewis (llegó a Rennes con su bicicleta inglesa plegable, recordándome al Day Lewis motociclista de Eversmile New Jersey, la malograda película de Carlos Sorín), me impresionó como uno de esos personajes a los que no conviene perderle pisada. Joaquín no dudó en ‘secuestrar' a mi amiga Silvina Senn, que había viajado desde París para vernos, obligándola a que virtiese al francés mi parte de la conversación.

A todos ellos (y también a los que seguramente olvido en mi torpeza), mi agradecimiento más profundo. Por su hospitalidad, pero ante todo por el hecho de haberme hecho sentir menos ‘otro', a tantos kilómetros de casa.

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3 de marzo de 2008
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Los caprichos de Mercurio

No existe forma más efectiva de ponderar nuestra existencia que la de analizar nuestra relación con la noción del cambio. Es evidente que estamos destinados a cambiar, y de manera constante. Cambia el vientre de mi mujer, semana tras semana. Y en el interior de ese vientre cambia mi futuro hijo/a a velocidad vertiginosa, pasando en tan sólo nueve meses por todas las fases de la evoluciòn de la especie: célula, pez, anfibio, mamífero berreante.

Ese mismo vértigo del cambio nos acobarda a veces. Todo se transforma de modo abrumador. Para los que vivimos en países con tendencia al melodrama, todo es posible -y casi al mismo tiempo. Revoluciones, dictaduras, contrarrevoluciones, crisis económicas terminales: los argentinos, y tantos otros latinoamericanos, por añadidura- estamos habituados a que nuestro país se autodestruya y rehaga de sus cenizas cada poco tiempo, con un ritmo que no es menos severo que el de las estaciones. Por eso no me sorprende que haya gente que vacacione cada año en el mismo lugar, haciendo exactamente las mismas cosas. Esa rutina les proporciona algo parecido a la tranquilidad. La sensación de que al menos algo, en medio de tanto caos, puede considerarse predecible. Yo mismo, que me considero amigo del cambio -basta con ver cuántas veces cambié de carrera, y también de esposa-, reconozco que en los últimos años encaro cada paso de mi carrera con parsimonia que disfrazo de paciencia, porque prefiero que los cambios se den con tal lentitud que parezcan virtualmente imperceptibles.

Uno de los rostros más reconocibles del cambio es el del viaje. Es insensato lanzarse a la ruta si uno no tiene claro que un cambio -el deseado al tomar la decisión de partir, pero también el azaroso- ocurrirá lo queramos o no. Cambiar es en esencia la medida del éxito de un viaje. Uno debe estar abierto a lo imponderable. Siempre pienso que escribir ficción se parece mucho a viajar: uno puede planear cada paso del derrotero con precisión, pero si no está abierto al disfrute de lo inesperado, de lo que ocurrirá aun cuando no lo hayamos previsto, se perderá buena parte de la gracia del asunto.

Una de las formas más seguras de someterse al cambio es poner la vida en manos de una compañía aérea. Por más que nuestro pasaje tenga fecha y hora manifiesta, sólo Dios -para ser más preciso Mercurio, patrono de los viajes- sabe cuándo y cómo volaremos de verdad. Las compañías sobrevenden pasajes a lo bobo. Hace algunos años, tratando de regresar de México, me dijeron que no tenía lugar en el avión que había pagado y reservado meses atrás. Mi hija Agustina, que por entonces tenía novio en Buenos Aires, puso en juego lo aprendido en sus clases de teatro y lloró tan amargamente que conmovió a los habitualmente imperturbables empleados de la compañía. Ahora que tiene un novio en México, cuando anoche nos dijeron que el vuelo estaba sobrevendido y que nos ofrecían un pasaje abierto por un año para viajar donde quisiésemos, saltó de alegría con tanta efusión que me arrancó sangre del dedo gordo del pie. Mi hija ha cambiado, y no sólo de novio. Me tranquiliza saber que está preparada para vivir en este mundo.

Escribo desde una ciudad que no imaginé que visitaría. Mirando el paisaje lleno de humo desde la ventana de un hotel que nunca reservé. Y con mi dedo gordo lleno de curitas.

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29 de febrero de 2008
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De visita en lo de Oliver Twist

Pregunto por Daughty Street en pleno Bloomsbury -el mapa dice que no puedo estar lejos- pero nadie sabe decirme dónde queda. Pregunto específicamente por la Casa Museo de Dickens y tampoco obtengo respuestas. La ignorancia me ofende al comienzo, pero después me calmo. Si alguien me preguntase por la casa de Borges en Buenos Aires yo tampoco sabría qué decir.

Termino llegando de puro testarudo. La casa es la única de las que Dickens habitó que existe todavía. Coqueta pero sencilla, un viaje a la intimidad del veinteañero que terminó entre esas paredes los capítulos finales de Pickwick y escribió la inolvidable Oliver Twist. En el pequeño estudio debe haber resonado por primera vez -el hombre releía en voz alta algunos de sus párrafos, como hacemos todos- el grito con que Oliver reclama justicia para su vientre aún vacío.

El rincón más conmovedor es el cuarto de Mary, la cuñada adolescente que Dickens adoraba y que murió repentinamente sobre esa misma, angosta cama, a la inclemente edad de 17. La desesperación que esa desgracia le produjo seguía resonando años después, durante la escritura del final de la pequeña Nell en The Old Curiosity Shop. Para las muertes a destiempo no hay consuelo.

Terminé asumiéndome como el fan que soy y me compré una pequeña efigie con su rostro. Cuando llegue a casa lo ubicaré junto a mi ordenador, sometiéndome a su mirada diaria: un rostro adusto que me ayudará a no perder nunca la compasión hacia mis congéneres de especie, un grupo casi tan populoso como el cast de la gran comedia dickensiana. 

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28 de febrero de 2008
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De poetas y de reyes

Escribo desde Londres. Una de mis ciudades favoritas. A pesar de haber nacido en las antípodas del orbe, marcado por un destino sudamericano, no puedo evitar pensar que cada una de sus esquinas encierra alguna resonancia de mi pasado. Calles que me hablan de Sherlock Holmes: Baker Street, Scotland Yard, Charing Cross, donde su estatua de cera se exhibe en la vidriera de la librería Murder One. Pubs y carteles que remiten a Dickens -uno de ellos me guió a la Casa Museo de Daughty Street. Monumentos que mantienen vivo el arte shakespiriano, como la reconstrucción del Globe Theatre donde años atrás vi King Lear con mis hijas. La ciudad entera parece el paisaje virtual de mis influencias culturales. Si hasta una tienda como Liberty's, con su falso estilo Tudor, conjura el fantasma desafiante de Christopher Marlowe entre tanta tienda de lujo.

Volví a la abadía de Westinster, donde además de reyes -de Ricardo II a la celebérrima Elizabeth- están enterrados tantos escritores y enterrados tantos poetas. Lewis Carroll, W.H. Auden, T. S. Eliot. Me detuve inevitablemente en la tumba de Dickens, una laja gastada sobre el suelo: caminamos sobre los restos de los grandes. Sentí la necesidad de agradecerle en silencio por tantas buenas horas, tantos sentimientos honrosos, tanta belleza. Los ingleses han hecho mucho daño a lo largo de la historia -me viene a la mente uno de los últimos, al abandonar Palestina como lo hicieron y dejar sembrada la semilla del conflicto interminable- pero produjeron tantas obras hermosas que no puedo menos que guardarles afecto. Ningún pueblo que honra a sus poetas en el mismo sitio que a sus reyes puede ser del todo malo. 

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27 de febrero de 2008
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Cinco apuntes sobre los Oscar: 'Juno' (5)

De todas las películas nominadas para el Oscar, Juno es la más sencilla: la historia de una adolescente que queda embarazada la primera vez que hace el amor, y que decide conservar el bebé para entregárselo a una familia que desee adoptarlo. Es verdad que Juno no es una adolescente convencional. Vivaz, espontánea y un tanto sabelotodo -no en vano su padre le puso el nombre de un dios con dos cabezas-, Juno (Ellen Page) es de la clase de personas que está convencida de que nada bueno ocurrió en el rock desde el punk del 76 y de que Dario Argento es el rey de las películas de horror. Pero lo bueno de la película es que, aunque se arriesgue al principio de ser considerada tan ocurrente como la misma Juno, le permite a su protagonista mostrarse como lo que en esencia es aunque no le guste: una adolescente confundida, que no lo sabe todo y que necesita respuestas urgentes. Es entonces que Juno deja de ser una comedia idiosincrática sobre familias disfuncionales, al estilo Little Miss Sunshine, para convertirse en una de las historias de amor más dulces que haya visto en mucho tiempo.

La tendencia general es que las candidatas al Oscar sean películas ambiciosas, en su tema y en sus valores de producción. ¿Cómo comparar Juno con el aliento épico de Atonement, con la desmesura de Sweeney Todd, con la sequedad apocalíptica de No Country For Old Men, con el gigante en el centro de There Will Be Blood? Es verdad que a la hora de consagrar un premio se ven mejor las imágenes de superproducción y la música grandilocuente. Después de todo, el Oscar mismo es una superproducción un tanto vacua. Por lo cual imagino que Juno no tiene chance alguna -se llevará el premio al mejor guión original, de la debutante Diablo Cody- y que la estatuilla irá a parar a una de las películas más ‘serias' -o por lo menos más espectaculares a simple vista, como Atonement o No Country For Old Men. Si no gana There Will Be Blood, la película por la que yo votaría, me encantaría que ganase Juno. Un relato precioso, lleno de aquello que Jane Austen definió como sensatez y sensibilidad. 

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26 de febrero de 2008
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Cinco apuntes sobre los Oscar: 'Sweeney Todd' (4)

En buena medida, Sweeney Todd es la película que Tim Burton amenazaba rodar desde sus comienzos. "Mezcla de musical y de historia de horror", tal como él mismo la definió. Sweeney Todd parece un pastel de esos que hornea la histriónica Mrs. Lovett (interpretada por Helena Bonham Carter, esposa de Burton y madre de sus hijos) al comienzo del film: amasado con los elementos que tenía más a mano, cucarachas incluidas. A saber: su actor fetiche, Johnny Depp. Su debilidad por los viejos films de horror. (El mechón blanco de Todd remite a la Elsa Lanchester de La novia de Frankenstein.) El aliento gótico de Sleepy Hollow. Las canciones que proporcionan narrativa a Willie Wonka y la fábrica de chocolates.

Pero el hecho de estar lidiando con un material ajeno -Sweeney Todd es un musical hecho y derecho, escrito y compuesto por Stephen Sondheim en 1979- parece haberlo liberado, impulsándolo a ir más allá. Las mejores películas de Burton tenían algo de la ingenuidad infantil, a pesar de su insistencia en perderse en los bosques más oscuros de la imaginación. Pero Sweeney Todd -y Stephen Sondheim, como su autor principal- no tienen nada de ingenuos. Con Sweeney, Burton le cambió el relleno a sus películas. Así como Mrs. Lovett abandona sus viejas creaciones para hornear con relleno nuevo, Burton amasó esta vez un pastel distinto, lleno de algo horrendo... y a la vez delicioso.

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La anécdota de Todd es simple: un joven barbero, casado con una bella mujer y padre de una niña, es víctima de la envidia de un juez que, haciendo abuso de su investidura, envía al barbero a prisión y corteja a su mujer. Años más tarde el barbero escapa de prisión y regresa a la Londres de las leyendas -parte picaresca dickensiana, parte patio de juegos de Jack el Destripador-, para descubrir que su mujer se ha suicidado y que su hija, ahora adolescente, está en manos del juez, que ansía desposarla. Enceguecido por el dolor, Todd opta por la venganza. Hará lo que mejor sabe hacer, afeitar al ras -a veces demasiado al ras. "¡Por fin, mi brazo está completo otra vez!", dice cuando saca a relucir sus viejas, mortales navajas.

Todd es una historia amarga, y Burton, por primera vez en su vida, no le hurta el cuerpo al dolor. (Ni al de su esposa. Me pregunto qué dirán sus hijos cuando vean el espantoso fin que le deparó a mamá Helena al final de la película.) El mérito también es de Sondheim, que transformó en musical una historia que suena tan inapropiada -gargantas degolladas, ríos de sangre, pasteles rellenos de carne humana-, ampliando los horizontes del género.

La disfruté muchísimo. Es espectáculo ciento por ciento. 

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25 de febrero de 2008
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Cinco apuntes sobre los Oscar: 'There Will Be Blood' (3)

Este film arranca de la más profunda oscuridad, como si quisiese hacerse cargo del parto que implica separar las tinieblas de la luz. Daniel Plainview horada el corazón de la tierra desde lo hondo de un pozo; parece como si el director Paul Thomas Anderson quisiese anunciarnos que estamos a punto de ver una historia visceral, o mejor: mineral, hecha a partir de los elementos que cada uno de nosotros lleva inscrito en la química de su cuerpo.

La impresión persiste, subrayada por el relato que escapa de las palabras y por el score de Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead, que se aparta radicalmente de los lugares comunes de las bandas sonoras para trabajar con ruidos que también parecen arrancados de la naturaleza. Mientras perfora un pozo de petróleo Plainview pierde un socio en un accidente y gana un hijo adoptivo, como si la tierra misma lo instruyese en las cuestiones de equilibrio que son condición de la vida: nada se obtiene sin perder algo a cambio, un toma y daca permanente que sólo se interrumpe -quizás, en tanto la descomposición prevé nuevos intercambios- con la muerte.

Pretender compararla con Citizen Kane, como se ha dicho tanto, es un tanto injusto. Es verdad que tratan ambas del ascenso y caída de un magnate americano, de los medios en el caso de Kane, petrolero en el de Plainview. Pero en muchos aspectos Blood es casi el anti-Citizen Kane: donde la película de Orson Welles era fría y artificiosa (aunque casi siempre genial), redundando en una mirada poco profunda sobre su protagonista, la de Paul Thomas Anderson es tan brutal y directa -y tan afecta a las profundidades- como su personaje central. Lo cual hoy, en el contexto de un cine ligero que por lo general ha perdido la capacidad de crear personajes de hondura, no deja de ser una osadía digna del genio oscuro de Welles.

Si algo enlaza Kane con Blood es la ambición de sus autores. Kane es la obra de un joven todavía maravillado por los poderes casi mágicos del cine. There Will Be Blood es la obra de un joven al que los trucos de feria ya no lo impresionan, y que se lanza en busca de una magia más alquímica. Paul Thomas Anderson se ha liberado de las mañas del narrador primerizo: no hay en Blood planos secuencia como el que abría Boogie Nights, ni estructuras narrativas intrincadas como la de Magnolia. En más de un sentido, Anderson parece haber adoptado como propia la ética de su protagonista: como Daniel Plainview, persigue su objetivo a la manera de un perro de presa, con una convicción que parece más fuerte que la vida misma. (A veces imagino que no hay otra manera de hacer cine. Las escenas de Plainview embaucando terratenientes despierta ecos del director que embauca productores, prometiéndoles glorias a cambio de su firma en el papel de un contrato.)

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En esta búsqueda de oro (oro negro en el film, veta creativa en su director), Anderson tiene un socio inmejorable. Daniel Day Lewis es un actor que pulveriza todos los cánones. Su intensidad es casi intolerable de ver. (Me pregunto qué hará de aquí en más. Alguna vez huyó del teatro en plena representación de Hamlet, hoy Shakespeare lo reclama a gritos: están hechos el uno para el otro.) Tiene tan poco miedo a embarrarse y hacer el ridículo durante su tarea como el mismo Plainview. La secuencia en la que acepta ser bautizado para convencer a un terrateniente de venderle sus terrenos es antológica, y se vuelve desgarradora en el instante en que Plainview admite en público haber abandonado a su hijo. Es un extraño momento de vulnerabilidad en un hombre acorazado, que dice detestar a la especie y buscar fortuna tan sólo para tener cómo levantar suficientes muros entre su persona y el resto de los hombres.

Escribiendo me doy cuenta de que seguiría hablando horas sobre There Will Be Blood. Hay tanto que decir, sugiere tanto... Me gustaría hablar de América: la maldición del petróleo y de la religión (la escena en que el petrolero explica al predicador Eli Sunday cómo se ha apoderado de sus riquezas sin que lo advirtiese está llena de resonancias), la tierra que se devora a sus hijos -Plainview es rechazado por uno y sacrifica a otro-, el final estremecedor con la frase profética que no me atrevo a repetir. Me gustaría hablar de cómo Anderson adaptó Oil! de Upton Sinclair sin que le queden marcas ni rémoras literarias. (Blood es cine puro, petróleo sin refinar. No creo que gane el Oscar aunque se lo merezca, es de esas películas que hace sentir a los votantes que son limitados e indignos.) Pero quedará para más adelante. Estoy seguro de que deberé ver la película al menos otra vez, para terminar de aceptarla en sus propios términos. En todo caso, este medio es el más adecuado del mundo para expresar perplejidad. La inmediatez de internet es muy útil para comunicar nuestras sensaciones aun indefinidas, un reflejo de nuestras almas en tránsito permanente. 

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22 de febrero de 2008
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Cinco apuntes sobre los Oscar: 'No Country for Old Men' (2)

Este es otro caso de film que sufre en comparación con el libro que lo inspira. La novela original de Cormac McCarthy es magnífica, una obra de esas que recurre en nuestras pesadillas. La anécdota no tiene nada de especial. Un hombre llamado Llewelyn Moss encuentra por azar un maletín lleno de dinero. Huye con el tesoro, perseguido por un asesino profesional de nombre Anton Chigurh. Y detrás de la siembra de cadáveres -siempre detrás, culposamente detrás- va el sheriff Bell, un policía veterano que admite no haber visto tanta sangre junta en la totalidad de su carrera.

La riqueza intelectual está en el tenue hilo que une a los tres hombres, lo que Cinthia Ozick llamaría ‘el túnel cavado entre una mente y la otra'. A pesar de que casi nunca se cruzan, los hermana la sensación de estar en las inmediaciones de algo parecido a una revelación. En Moss (interpretado en la película por Josh Brolin) es el deseo de romper con la monotonía cotidiana, aun al precio de arriesgar la vida. En Chigurh (Javier Bardem) es el coagularse de algo similar a una filosofía: Chigurh se asume no como un criminal sino como un colaborador del destino, en la medida en que da cumplimiento a la suerte que sus víctimas han elegido para sí al actuar tal como actuaron. Y en Bell (Tommy Lee Jones) es un temblor del alma, que lo impulsa a renunciar al intento de comprender lo insondable del espíritu humano. Los tres son muy distintos y al mismo tiempo comparten esa sensación de ser piezas de un juego que los excede, y que jamás comprenderán del todo./upload/fotos/blogs_entradas/no_country_for_old_men_1_med.jpg

No Country for Old Men es uno de los mejores films de los hermanos Coen en mucho tiempo. Por lo general sale airosa de la representación de ese universo al borde del Apocalipsis que es tan propio de McCarthy. (En su última obra, The Road, el Apocalipsis ya ha tenido lugar.) Pero como por lo general los Coen suelen preservar una distancia irónica respecto de todos sus personajes, al tiempo que se permiten jugar con las convenciones del relato, su entrega a la sensibilidad salvaje de McCarthy puede prestarse a confusiones. Por ejemplo: el momento en que respetan literalmente una elipsis del texto -McCarthy escamotea un enfrentamiento central, porque la novela quiere privarnos de toda catarsis liberadora-, el recurso no suena esencial al relato, como en el libro, sino a un nuevo capricho de los Coen.

Lo que profundiza aun más su alejamiento del nudo del texto es la marcación actoral que los Coen hicieron a Javier Bardem. En el film, Chigurg es un psicópata que inspira miedo a simple vista, dotado además de un corte de pelo más propio de los Osmond Brothers que de un profesional del crimen: otra chiquilinada de los Coen, deseosos como siempre de llamar la atención del profesor de la clase a fuerza de ocurrencias que imaginan brillantes. Este Chigurh es el típico asesino maléfico de tantas películas. El Chigurh del relato, en cambio, es un hombre de apariencia tan común que nadie logra recordar sus rasgos. El terror que inspira en Bell deriva precisamente de esta ‘normalidad', porque sugiere que el trabajo de Chigurh es algo que cualquiera de nosotos podría hacer dada la circunstancia -como nos enseña tanta historia reciente, de Auschwitz a esta parte.  

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21 de febrero de 2008
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Cinco apuntes sobre los Oscar: 'Atonement' (1)

La novela original de Ian McEwan me encantó. Una narración sobre la vocación de narrar, y las diversas maneras en que esa forma de relacionarse con el mundo modifica nuestras vidas, y las vidas de los otros. La versión fílmica de Joe Wright no está mal -ya me había gustado mucho su relectura de Pride and Prejudice-, pero no logra convertir del todo en espectáculo la aversión al melodrama que McEwan dejó inscrita en el ADN de su historia. Con buenas actuaciones (pienso en Saoirse Ronan, la niña que interpreta a la primera Briony) y algunas imágenes memorables (el plano secuencia sobre los soldados en la playa), la versión fílmica de Atonement resulta otro caso de adaptaciones tan sólo correctas de materiales literarios superiores.

La primera parte, que cuenta y recuenta el inicio del drama desde puntos de vista contrapuestos y contradictorios, es muy atractiva. La pequeña Briony, que se sueña a sí misma como escritora en la Inglaterra todavía idílica de la pre-guerra, aprende la diferencia entre imaginar y saber: nadie llega a escribir nada valioso si no desarrolla su capacidad de ponerse en la piel de los otros. Cuando nos atrincheramos dentro de nuestros miedos, cuando narrar es tan sólo catarsis y forma de conjurar fantasmas, la narración sabe siempre a poco. Hace falta algo más para crear algo perdurable; hace falta un salto.

La segunda parte no puede sino ser anticlimática. Pero al menos no se aparta de una certeza que es esencial a la novela: escribimos para pedir perdón por nuestros pecados, escribimos para insuflar justicia en un mundo sin Dios, escribimos para dar vida- y para devolver la vida a aquellos que la han perdido. 

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20 de febrero de 2008
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El Boomeran(g)
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