Marcelo Figueras
La novela original de Ian McEwan me encantó. Una narración sobre la vocación de narrar, y las diversas maneras en que esa forma de relacionarse con el mundo modifica nuestras vidas, y las vidas de los otros. La versión fílmica de Joe Wright no está mal -ya me había gustado mucho su relectura de Pride and Prejudice-, pero no logra convertir del todo en espectáculo la aversión al melodrama que McEwan dejó inscrita en el ADN de su historia. Con buenas actuaciones (pienso en Saoirse Ronan, la niña que interpreta a la primera Briony) y algunas imágenes memorables (el plano secuencia sobre los soldados en la playa), la versión fílmica de Atonement resulta otro caso de adaptaciones tan sólo correctas de materiales literarios superiores.
La primera parte, que cuenta y recuenta el inicio del drama desde puntos de vista contrapuestos y contradictorios, es muy atractiva. La pequeña Briony, que se sueña a sí misma como escritora en la Inglaterra todavía idílica de la pre-guerra, aprende la diferencia entre imaginar y saber: nadie llega a escribir nada valioso si no desarrolla su capacidad de ponerse en la piel de los otros. Cuando nos atrincheramos dentro de nuestros miedos, cuando narrar es tan sólo catarsis y forma de conjurar fantasmas, la narración sabe siempre a poco. Hace falta algo más para crear algo perdurable; hace falta un salto.
La segunda parte no puede sino ser anticlimática. Pero al menos no se aparta de una certeza que es esencial a la novela: escribimos para pedir perdón por nuestros pecados, escribimos para insuflar justicia en un mundo sin Dios, escribimos para dar vida- y para devolver la vida a aquellos que la han perdido.