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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Un encuentro

Para qué ocultarlo: el martes fue un día horrible. Se cayó un proyecto en el que tenía puesta toda mi pasión y mi esperanza. Al rato me enteré de que alguien había usado los datos de mi tarjeta para comprar electrodomésticos por valor de mil euros en Alicante. (Ciudad que nunca visité en mi vida, dicho sea de paso.) La idea de la gente pobre con la heladera vacía, después de tantos días de desabastecimiento, me alteraba los nervios. Para colmo el discurso de Cristina Kirchner en la Plaza me sonó desangelado, la vi golpeada por un dolor que -era obvio- no alcanzaba a digerir. Enseguida cayó una tormenta feroz, como imagina uno que fue aquella que rajó el Templo. En ese marco, la imagen de Hebe de Bonafini quitándose el pañuelo blanco y dándoselo a la Presidenta me produjo emociones encontradas. Era un homenaje y un reconocimiento, sí. Pero algo me llevó a preguntarme si no era la única forma que Hebe encontró para decir: Nadie entiende lo que sentís mejor que yo.

/upload/fotos/blogs_entradas/embarazada1_med.jpgDespués de cenar, mientras me aturdía con la televisión, puse la mano en la panza embarazada de mi mujer como hago cien veces al día. Y entonces ocurrió. El movimiento levísimo, como si alguien deslizase una hoja verde del lado de adentro de la piel. Mi mujer ya venía sintiéndolo desde días atrás, pero yo no tenía esperanzas de registrarlo por mucho tiempo más: ¡si todavía no llega a los cinco meses de gestación!

Estas cosas pasan mucho en las películas porque (afortunadamente) pasan también en la vida real.

El martes fue un día maravilloso. Sentí moverse a nuestro hijo por primera vez, y eso me lavó de todos los sinsabores.

Es un varón. El primero para ambos. 

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4 de abril de 2008
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El hecho maldito (2)

En poco más de treinta años, la Argentina acumuló tantas calamidades como un país en guerra constante. Una dictadura feroz que perpetró un genocidio, despojó de su identidad a centenares de niños y comenzó el proceso de devastación económica. Un Mundial de fútbol que profundizó la herida psíquica, forzando a los ciudadanos a convertirse en cómplices por el mero hecho de celebrar. Una guerra con un país de poderío infinitamente superior -ayer se cumplieron veintiséis años del asalto a Malvinas-, lanzada por la espuria necesidad de los militares de perpetuarse en el gobierno, que profundizó la herida psíquica (más complicidad con lo oscuro), produjo pilas de muertos e indujo a cientos de veteranos al suicidio. Dos atentados internacionales (la Embajada de Israel, la AMIA) que no podrían haber sido realizados sin la complicidad, por acción o por omisión, del gobierno de turno. Un proceso de frivolización desenfrenada, alentado por la fijación artificial de la paridad peso-dólar y la complicidad de los medios masivos con el mismo gobierno. (Menem.) El desenlace trágico de la destrucción económica, iniciada por el Ministro de la dictadura José Alfredo Martínez de Hoz (hoy procesado, por fin), y continuado casi sin alteraciones por las administraciones de Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa. La instauración del corralito y la rebelión popular. La represión desatada por el entonces Presidente de la Rúa, que produjo muertos aun sin justicia. Un país en default, al borde del caos y de la disolución institucional.

Uno cree, uno querría creer, que semejante acumulación de desgracias nos enseñó algo, por lo menos a aquellos que vivimos lo suficiente para haber sido testigos de tanto hecho desgraciado. Durante algún tiempo hubo signos -el cacerolazo original, el triunfo de los Kirchner, la aceptación de la política de este gobierno en materia de derechos humanos e inserción latinoamericana- de que la cosa aparentaba haber cambiado.

Los signos ya no son alentadores. Desde la desaparición de Jorge Julio López, pasando por el asesinato del maestro Fuentealba, con escala en el resentimiento anti-kirchnerista que empezó a brotar durante la campaña electoral y epicentro en el lock-out del campo amplificado hasta la locura por los medios (en especial la TV), lo que los signos dicen hoy es otra cosa. El desconcierto en que el caos primero y después la administración Kirchner había sumido a los poderes de siempre -los señores de la muerte, aquellos para quienes la vida o muerte ajena es tan sólo una cuestión de números- terminó. Ya están organizados otra vez, u organizándose. Hoy se refriegan las manos, a sabiendas de que vuelven a contar con el favor cada vez más ostensible -más escandaloso- del sector social que siempre fue su aliado incondicional. El hecho maldito del país argentino: nuestra clase media, a la que por cierto, por origen y posición social, yo pertenezco me guste o no.

De los pocos hilos que enhebran la totalidad de las calamidades que mencioné en el primer párrafo, el más fuerte es el del rol facilitador que la clase media desempeñó en cada caso, otra vez por acción u omisión. Sin la aclamación de la clase media, los militares no habrían tomado el poder en 1976. Sin el consentimiento de la clase media, a veces tácito y otras explícito, los militares no se habrían atrevido a consumar el genocidio. (¿Se acuerdan del fervor con que señores y señoras se indignaban por la llamada ‘campaña antiargentina'?) Sin el espaldarazo de la clase media -y de la Sociedad Rural, dicho sea de paso-, Martínez de Hoz no habría podido instrumentar su plan económico de enajenación. Sin el apoyo en la calle de las clases medias -que se tienen a sí mismas por iluminadas hasta que les conviene dejar de serlo-, el Mundial 78 no hubiese sido la ‘fiesta' que fue. Sin el patrioterismo vocinglero de la clase media (que por lo demás proporcionó pocos de sus hijos para la masacre: como en la ocupación de Irak, los que van a la guerra son los pobres), el asalto a las Malvinas habría resultado rengo de sustento. Sin su reacción bovina ante los atentados (la gente se preguntaba qué teníamos que ver nosotros con esos asuntos; en todo caso, que lidiasen con el problema los judíos), Menem y la Justicia habrían debido proceder con un rigor que por supuesto no tuvieron.

Ante la posibilidad de la reelección de Menem, cuando yo discutía con gente de clase media y les comentaba que de proseguir la paridad uno-a-uno el país iba a implosionar, me daban la razón y acto seguido decían: "Pero yo ya saqué pasaje para Miami". Para después, llegada la hora del cuarto oscuro, regalarle su voto al infame autor de la ley de Punto Final.

Cuando se decretó el corralito salieron a la calle, porque por una vez les habían metido a ellos la mano en el bolsillo. (Cuando los que se empobrecen son los negros, prefieren quedarse en casa.) Una vez que el entuerto económico se arregló, se olvidaron de salir a la calle para reclamar por los muertos durante la represión desatada por el cacerolazo. Eso sí, volvieron a dar el paseo cuando estalló el clamor por la llamada ‘inseguridad', suscribiendo los pedidos de mano dura en apoyo al (falso ingeniero) Blumberg. (Cuando los que se mueren son los negros no se llama ‘inseguridad', la muerte de los negros se llama ‘vida cotidiana'.)

Empezaron a mostrar la hilacha el año pasado, en el fragor de la campaña. Todo lo que habían reclamado durante años funcionaba razonablemente bien (la economía, la Justicia, el grueso de las instituciones), pero ellos actuaban como si todo fuese una mierda. (La frase de batalla de cierta clase media es siempre la misma: "Así no se puede vivir". Vivían en dictadura y bajo Menem, pero los únicos que le resultan intolerables son los gobiernos de los Kirchner.) Y con el lock-out del campo se les terminó de zafar la chaveta. Ahí sí que sacaron los colmillos a relucir. Por más que uno explicase que no se trataba de una huelga de trabajadores sino de una medida ilegal impulsada por patrones y empresarios capitalistas, por más que uno arguyese que iban a ser los primeros en llorar por la inflación que sería la principal consecuencia del conflicto, no había, no hay caso. Las respuestas se parecían a aquellas del uno-a-uno. No me importa que el país se hunda, estar con el campo queda bien. Total, cuál es el problema del desabastecimiento si uno tiene el freezer lleno. ¿Cómo se llama la situación de la gente que carece de dinero para llenar sus alacenas? ‘Vida cotidiana'.

/upload/fotos/blogs_entradas/theroad1_med.jpgLa naturalidad con la que aceptan que los piqueteros cool detengan camiones ajenos y puteen a la Presidenta denota que actúan como dueños, como propietarios -como patrones. La mayoría son gente de medio pelo, evasores profesionales de impuestos, pero andan por la vida como si el país se lo debiese todo. Oyéndolos, viéndolos actuar y hablar, padeciendo los comentarios de movileros y conductores televisivos (¿a qué no saben a qué clase social pertenecen?), me pregunto si nos queda alguna oportunidad más para cambiar. ¿Merecemos la redención, que por otro lado no reclamamos con honestidad? (Cómo hacer tal cosa, cuando todavía no pedimos perdón por el genocidio del que fuimos cómplices. Que lidien con el problema las Madres y las Abuelas.) A lo mejor lo que necesitamos es otro cataclismo, uno más terrible que todos los que mencioné juntos: que Argentina se convierta en una tierra baldía, el paisaje apocalíptico que Cormac McCarthy pinta en The Road. Puede ser que entonces, al verse reducida a condiciones elementales de existencia, alguna gente empiece a considerar la existencia del otro, a entender que nadie se salva solo, a aceptar que no hay derecho a conservar rozagante la piel del propio culo al precio de la vida y de la muerte de los otros.

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3 de abril de 2008
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El hecho maldito (1)

Guardé silencio estos días sobre las turbulencias de la Argentina porque, para ser sincero, no podía creer lo que estaba pasando. Todavía no lo creo del todo. Quizás cometí el error de pensar que habíamos salido del infierno de manera definitiva. Ahora siento que el infierno nos reservaba (cuanto menos) un zarpazo más, que el pasado asoma con la intención de cobrarse deudas impagas. Qué quieren que les diga: estoy preocupado.

En lo que hace al conflicto puntual... Supongamos por un momento que la oposición tiene razón y que el gobierno de Cristina Kirchner se equivocó en todo: en el establecimiento de retenciones a la renta extraordinaria del campo, en el tono de sus discursos, en la negativa a dar marcha atrás con el impuesto. Aun en ese caso, ¿podríamos considerar que la protesta es adecuada a la medida oficial? La respuesta es clara e inequívoca: no, no, no. Tal como se la lleva adelante, la protesta del campo es salvaje, desproporcionada y potencialmente criminal. Aunque al hombre que murió en la ambulancia que los piquetes frenaron ya no le quede potencia alguna, más que la de fertilizar la misma tierra que constituyó excusa para su homicidio.

Hablamos de un sector productivo que en buena medida -en especial los peces gordos- no discute otra cosa que su margen de ganancia. Existirán productores menores que quizás estén debatiendo su supervivencia en el rubro, pero estos casos, por numerosos y urgentes que pudiesen ser, tampoco justificarían la modalidad de la protesta. Esta gente está tratando de paralizar la circulación de un país entero, impidiendo la distribución de alimentos, promoviendo una inflación suicida (lo poco que hay en los supermercados sale más caro que antes del paro) y disponiendo de propiedad privada ajena, en la medida en que se apoderan de facto de los camiones que quedan bloqueados en las rutas. Las agrupaciones del campo, que acusan a la política oficial de confiscatoria, responden confiscando camiones y mercaderías que no les pertenecen. La leche vertida en los caminos, las verduras y frutas podridas, los pollitos ahogados en tanques de agua por falta de grano para alimentarlos, constituyen un ultraje para el mundo en general y también para este país, donde más allá de la abundancia natural -y es aquí, precisamente, donde entra a cuento la cuestión de la redistribución de ingresos sobre la que machaca la Presidenta- el hambre sigue siendo una realidad imperdonable. La imagen de los mismos que impiden a la población el consumo de carne comiéndose un asado a la vera del camino es una bofetada en el rostro de los que sólo ven carne por TV.

Todo ciudadano tiene derecho a manifestarse públicamente, siempre y cuando no incurra en delito o vulnere los derechos de otros en el proceso. Según este principio inalienable, la protesta del campo ha incurrido e incurre en prácticas ilegales. Y sin embargo el gobierno no los reprime ni los mete presos. A veces pienso que lo mejor sería que hiciese cumplir la ley, pero de inmediato me viene a la cabeza la historia violenta de este país y agradezco que el gobierno decline usar la fuerza que su autoridad le confiere. Que todavía no haya habido más muertos que el pobre hombre de la ambulancia (no puedo dejar de preguntármelo: ¿hubiese debilitado la protesta cederle el paso?) está apenas por debajo de la noción del milagro.

Lo que me preocupa no es la protesta puntual sino lo que está por debajo. El odio perceptible en los cacerolazos de los barrios pudientes. Los reclamos de Videla volvé. Los ciudadanos que se quedan atascados en las rutas y no le echan la culpa a los que las cortan, sino al gobierno. La ligereza con que se permite que un personaje que la va de dirigente agrario diga en cámara que "la rajó a puteadas" a la Presidenta, sin que nadie reclame respeto a la investidura ni lo critique a posteriori. La cobertura de la televisión, que privilegia el melodrama y los conceptos facilistas al análisis y la información. Acabo de oír al presentador de un importante canal de noticias de Buenos Aires equiparando el corte de las calles que produjo el acto oficialista de ayer con el corte de las rutas. Como si perturbar el tránsito por tres horas y cortar las rutas del país durante veintiún días fuese la misma cosa. Espero que hoy no le achaquen el desabastecimiento a que hubo camiones que no pudieron pasar por la Plaza de Mayo.

Me siento asqueado. Por la sinrazón, por la facilidad con que tanta gente se deja manipular, por el resentimiento social, la compulsión de tantos a preferir que el barco se hunda antes que ‘los negros' se crean que son gente como uno.

No sé por qué me vino a la mente la clásica frase de John William Cooke, que hace tantos años definió al peronismo como "el hecho maldito del país burgués". Me tomaría el atrevimiento de parafrasearla para expresar otra idea. A veces creo que el hecho maldito de este país no es el peronismo, sino la clase media argentina -especialmente la de Buenos Aires.

Mañana la sigo. Porque esto sigue.

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2 de abril de 2008
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Pensando en voz alta sobre el policial (3)

Escribir hoy un policial hispanoamericano no debería ser difícil. Al mejor estilo de la narrativa negra americana, el crimen en cuestión debería revelar cuán profunda es la corrupción no sólo del criminal, sino de la sociedad que lo ha criado y formado, dado que este criminal, tal como ya hemos dicho, no es la excepción al sistema sino su medida, su norma. (Esta es una de las explicaciones de la popularidad de las historias de asesinos seriales en USA: el asesino serial, considerado un psicótico, un enajenado, es la única clase de criminal que permite conservar la ilusión de que el sistema está bien y de que lo único reprobable es su excepción, la manzana podrida.) Sólo que en el caso del policial hispanoamericano debería estar garantizado el unhappy ending, un final que no podría sino ser infeliz al menos en lo social, en lo institucional, aunque pudiese reservarse alguna satisfacción personal para el (los) protagonista(s). Entre nosotros el crimen paga, eso está claro. La única garantía de que conservaremos la dignidad no pasa lamentablemente por la obtención de justicia objetiva -juicio, condena y esas cosas-, sino por nuestra negativa a ser cómplices de lo ocurrido, a participar de la cadena de pagos con que el sistema premia a los que contribuyen a su perpetuación.

En cualquiera de nuestros países abundan los casos reales que podrían servir de excusa a un relato así. Financistas que se ‘ahorcan' y traficantes de armas que se ‘suicidan', magnicidios, secuestros, abuso infantil a manos de sacerdotes, adulteración de medicinas al mejor estilo de El tercer hombre, niñitas que desaparecen en medio de un frenesí mediático, atentados atribuidos a organizaciones equivocadas, sobornos en el Senado... Lo más difícil, el desafío más grande, pasa por la invención de un personaje recurrente, el protagonista de una serie al estilo Holmes, Wallander o Montalbano. Dado que un investigador a la usanza convencional es prácticamente inviable, ¿qué clase de personaje podría atravesar todos estos fuegos sin quemarse? Se me ocurren dos pistas al respecto.

/upload/fotos/blogs_entradas/thetalentedmrripleyposters_med.jpgLa primera pasa por la serie de Ripley creada por Patricia Highsmith. Lejos de ser un detective, Ripley es un estafador y un asesino. Highsmith invierte el esquema, adecuándolo a la sociedad que le tocó en suerte: la norma no está representada por el hombre que valora y preserva la ley, sino por aquel que la vulnera. Lo que nos seduce no es la búsqueda de la verdad, sino los esfuerzos de Ripley por no ser atrapado. Tom Ripley es un espejo oscuro, en la medida en que hace aquello que todos nosotros soñamos hacer alguna vez sin terminar de atrevernos: mentir, llegar a extremos con tal de guardar secretos, quitarnos de encima a aquellos que nos perjudican, enriquecernos sin trabajar en el sentido convencional, huir permanentemente de la necesidad de autocriticarnos, de asumir quiénes somos en realidad. Highsmith invirtió por completo el esquema habitual del policial, colocando al villano en el sitial narrativo que suele dedicarse al héroe, al detective. Al hacerlo, le devolvió al género su capacidad de hablar sobre el mundo que nos tocó en suerte -y por ende, renovó su capacidad de transformarlo.

La otra pista remite a los orígenes del género. El Auguste Dupin de Edgar Allan Poe no era un investigador en el sentido convencional, porque por entonces no existía nada parecido. (Ahora tampoco, aunque por motivos que hemos sobrevolado en los últimos días.) En esencia era un intelectual, lo que Ricardo Piglia define como un lector. Sin experiencia policial ni técnica alguna, lo que Dupin entendía era la esencia del asunto: que un crimen irresuelto es igual a una historia incompleta, y que aquel que se dispone a cerrarla debe enfrentarse a un texto abigarrado y confuso (sobreescrito en algunos párrafos, lleno de blancos en algunas páginas) para separar paja de trigo y quedarse con la versión del relato que contenga más puntos de contacto con la verdad objetiva -es decir, aquel relato que contenga la realidad.

Para decirlo de otro modo: aquel que se propone arribar a la verdad debe ser un experto en narrativa, para no dejarse engañar por las versiones inconducentes de la misma historia (los testimonios, lo que las pistas parecen probar) y llegar en cambio a su expresión más simple e inapelable. En este sentido las historias estilo C.S.I. representan un retroceso, en tanto apuestan a que la ciencia llenará los vacíos que el criterio humano se niega hoy a llenar: una suerte de positivismo a destiempo, dado que las pruebas científicas deben ser evaluadas por un juez y un jurado que siguen siendo pasibles de ser engañados, o en el peor caso corrompidos. Lo que marcaría la diferencia, en todo caso, sería la voluntad de un hombre de contar la historia adecuada, a pesar de vivir en un mundo en que nadie quiere escucharlo -porque no le conviene.

Umm. Intuyo un policial en mi futuro...

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1 de abril de 2008
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Pensando en voz alta sobre el policial (2)

Quizás el truco pase por olvidarse de la cuestión del detective, para concentrarse en aquello que busca: esto es, inexorablemente, la verdad. Tanto en la Inglaterra de Holmes como en los Estados Unidos de Marlowe como en cualquiera de nuestros países hoy, la verdad sigue siendo un valor en sí mismo. La diferencia pasa por las consecuencias de este dar con la verdad que es el objetivo de cualquier investigador, oficial, privado o amateur. En el mundo "civilizado", revelar una verdad fundada en pruebas produce consecuencias: políticas, legales, personales. Miren lo que le pasó al tonto del gobernador Spitzer, que cultivaba en privado los vicios que perseguía en público.

/upload/fotos/blogs_entradas/carcel1_med.jpgPero en nuestro mundo salvaje, es más que probable que la verdad no produzca eco alguno. Todo testigo puede ser muerto, toda prueba destruida, todo juez sobornado, todo investigador comprado, todo medio silenciado. La vida (en especial la de aquellos que no tienen dinero y por ende carecen de poder) no vale nada entre nosotros. Esta es la realidad con que cualquier policial latino debe lidiar: la de asumir que aunque el relato dé con la verdad, lo más probable es que nada cambie. Nadie irá preso, o por lo menos nadie que sea efectivamente culpable. Nadie pagará las consecuencias de sus hechos, y las víctimas deberán seguir adelante sin obtener justicia. En nuestras ciudades ni siquiera las víctimas son sacrosantas. ¿O acaso no hemos sabido de gente que retira sus demandas porque aceptó callar a cambio de un soborno, trocando las vidas de los suyos por una cuenta en el banco?

Esto que parece crítico representa sin embargo una oportunidad. Porque aunque la verdad pierda gran parte de su valor social, puede redimensionarse como la esencia de un nuevo pacto entre el escritor (de policiales, en este caso) y su lector. La verdad es lo que el autor -a través de su personaje-instrumento, el investigador de profesión u ocasional- perseguirá hasta el final y compartirá con sus lectores, aunque nada cambie en el universo físico donde ocurre el relato. El mundo puede despreciarla, pero el escritor y el lector acuerdan lo contrario. Ambos entienden que la verdad no nos hace ricos y ni siquiera populares. Por el contrario, nos expone a peligros ciertos en un universo erigido sobre ficciones, sobre relatos que sin duda alguna son funcionales pero que han renunciado a cualquier relación cierta con la verdad: los relatos de ‘lo real', de la ley, de lo político, de lo religioso, de las instituciones.

Por supuesto, habrá quien cuestione lo absoluto de una Verdad con mayúsculas. Vuelvo a Piglia, citando en este caso a Lenin: ‘La verdad, ¿para quién?' Debe haber tantas verdades como seres humanos, incluso más. (No hay que olvidar a los esquizofrénicos, que cuentan como mínimo por dos.) Pero la disolución de lo real que es signo de estos tiempos -a todos nos consta que lo más recomendable, lo que puede determinar nuestra supervivencia o nuestro fin, es desconfiar de todos y de todo, empezando por lo ‘real'-, nos lleva a valorar más que nunca las verdades, aun cuando se trate de verdades pequeñas. Ante la disyuntiva, yo preferiría saber que X es un asesino aun cuando no pueda meterlo preso, porque eso me ayudará a mantenerme a distancia de su persona. Ante la disyuntiva, yo preferiría saber que W es un estafador aunque no pueda probarlo, porque eso me ayudará a no caer en sus redes. En este sentido, una nueva narrativa policial hispanoamericana debería hacerse cargo de este estado de cosas, que para algunos olerá a retroceso y para otros a sinceramiento de la especie: el sistema es criminal y la sociedad es una jungla, las verdades a que aspiramos (por pequeñas que sean siguen siendo indispensables, porque el follaje de este jungla está compuesto de mentiras) son vitales para no perecer en una selva rica en predadores.

Mañana la termino. Lo prometo. (Prometo intentarlo, al menos.)

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31 de marzo de 2008
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Pensando en voz alta sobre el policial (1)

/upload/fotos/blogs_entradas/holmes1_med.jpgEn términos de la más pura especulación: ¿cómo debería proceder hoy un policial latino, cuáles serían sus coordenadas esenciales? La narrativa policíaca es en su mayoría de tradición anglosajona. Con el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe, arranca centrada en la figura del investigador, que puede ser privado (como Dupin, como Holmes, como Marlowe) u oficial como los inspectores Dalgliesh y Wallander, y también la Jane Tennison de la miniserie Prime Suspect. Aquí surge ya un primer problema. Sé que Andrea Camilleri se las ingenió para darle carnadura al inspector Montalbano a pesar de que Italia está a la orden del día en mafias y corrupciones (no leí nada suyo aún, me propongo hacerlo ahora, después de la experiencia Wallander: ojalá me vaya mejor), pero en el mundo hispanoparlante, o para ser más específico en América del Sur, la figura del investigador oficial nos resulta infumable.

Seguramente existen policías ‘buenos', pero no conocemos ninguno. Y como nos consta que la corrupción no es sólo personal sino ante todo institucional, resultaría difícil que nos tragásemos una historia protagonizada por el único policía bueno en el seno de una asociación podrida. Ese policía no duraría ni cinco minutos en su puesto. No podría contar con sus superiores ni con sus subordinados, y ni siquiera con jueces o fiscales, que forman parte de otra institución con problemas estructurales no muy disímiles. Tratar de volver verosímil su historia demandaría un esfuerzo tal al escritor, que el enigma que debe estar en el centro del relato terminaría desluciéndose.

¿Deberíamos apostar, pues, a la figura de un investigador privado? Aquí surgen otras complicaciones. Los investigadores de la habitualmente llamada ‘escuela británica' (Dupin, Holmes) son hijos de un mundo al que se consideraba recto en su esencia: el crimen funcionaba como una desviación de esa rectitud, la mancha en un mundo de luz que el detective limpiaba para que todo siguiese como antes -como debe ser. Los investigadores de la narrativa negra corrigieron esa percepción desde una perspectiva que es esencialmente política: en este sistema que nos toca vivir, el crimen no es la excepción sino la norma. Tal como dice la cita de Brecht que a Ricardo Piglia le gusta repetir: es más criminal fundar un banco que asaltarlo. La raiz misma del asunto está jodida. El nuestro es un mundo en que el hombre es el lobo del hombre, un sálvese quien pueda, una sociedad que no reconoce otra ley que la del más fuerte -y el más fuerte suele ser aquel que tiene más dinero, o quien sirve a los señores del dinero, como nuestros ocasionales dictadores, como nuestras fuerzas de "seguridad", como nuestras instituciones de "justicia".

/upload/fotos/blogs_entradas/humphrey_bogart_en_la_piel_del_detective_philip_marlowe._med.jpgEl sistema está podrido. No habla otro lenguaje que el del dinero, que contamina del mismo modo que el poder: arruinando todo lo que toca. Claro, siempre existe la posibilidad de ponerse al margen del dinero. Piglia destaca que a pesar de las tentaciones que se le cruzan por delante, el Philip Marlowe de Raymond Chandler insiste en cobrar tan sólo la tarifa diaria que ha puesto a sus servicios: ni un dólar menos, pero tampoco un dólar más. Esa tozudez funciona como principio moral. Marlowe cobra lo suficiente, se determina a no necesitar más para vivir. Al dar la espalda a las tentaciones con que la sociedad de consumo nos bombardea a toda hora, no se coloca fuera del sistema pero sí en su límite: nadie puede corromper a aquel que nada (más) necesita.

Pero la del investigador privado no deja de ser una institución en sí misma, una pequeña empresa que en el mundo anglosajón puede dar módicas utilidades. En América del Sur, una empresa similar sólo funcionaría a pérdida. No le llevarían más casos que los de maridos o esposas infieles, o pequeñas disputas vecinales. ¿Se imaginan a Marlowe trabajando en trueque por una gallina o un cajón de bananas? Crear una oficina de investigaciones privadas que sobreviva aunque más no sea al día también reclamaría del escritor un esfuerzo para representar un verosímil que quizás no valga la pena. Sin mencionar que en los últimos años las empresas de investigación privada que sí funcionan se han visto obligadas a dedicarse a actividades non sanctas -espionaje industrial y político, wiretapping- además de haber absorbido los servicios de tanto ex policía y ex militar perseguido por las asociaciones de derechos humanos. No, las compañías de investigación (aquí prefieren llamarlas "de seguridad") son otro reducto de los malos. Habría que buscar en otra parte...

Esto va para largo. La sigo la próxima.

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28 de marzo de 2008
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¿Una pesquisa inútil?

No es mi intención ofender a los fans del inspector Kurt Wallander, pero tampoco sería honesto de mi parte fingir una reverencia que no siento. Digamos que un interés personal me llevó en las últimas semanas a investigar en las modalidades más recientes del relato policial. El prestigio y la popularidad de que gozan las novelas de Henning Mankell (1948, Suecia) me sugirieron que las historias de su creación más notable, el detective Wallander, eran una parada insoslayable en mi camino. Aun antes de comprarme sus libros, consulté con algunos amigos en cuyo criterio confío y no hicieron otra cosa que certificarme lo que había leído en tanto artículo de prensa: las novelas de Mankell, me dijeron, les gustaban mucho. Y fue así que al fin me detuve en la librería de mi barrio, muy formalmente llamada Casassa & Lorenzo, para llevarme los dos primeros libros de la serie, editados en español por Tusquets: Asesinos sin rostro y Los perros de Riga.

Leí la primera y no me gustó nada. Insistí con la segunda, tratando de probarme a mí mismo que estaba equivocado, pero tampoco tuve éxito. A pesar de que me seducía el escenario -la Suecia del invierno eterno nos suena exótica a todos los latinos- y la visión del mundo que intuía detrás (Mankell me parece un hombre interesante, una frase suya hablando del SIDA en Africa me dejó dando vueltas, la cito de memoria: "Pobres los jóvenes de hoy, que no pueden amar sin arriesgarse a morir"), las novelas en sí mismas me dejaron -la broma es predecible, pero oportuna- más que frío. Las encontré elementales, demasiado lineales, casi escolares en su redacción. Y que conste que no hablo como escritor, puesto que como escritor soy Nadie con mayúsculas al mejor estilo de Ulises, mientras que Mankell es una figura internacional. Pero sí hablo como lector, y en condición de tal reclamo de Mankell lo mismo que espero tanto de Agatha Christie como de Saul Bellow: que me entretenga su historia y que me fascine la manera en que la cuenta, dos tareas que quizás suenen diferentes pero que son parte de la misma urdimbre.

/upload/fotos/blogs_entradas/richard_price_med.jpgAdmito que Wallander es un policía contemporáneo, ciudadano de un mundo que en Estocolmo, Buenos Aires y Nueva York no ofrece demasiadas certidumbres: no hay institución que no sea violenta en esencia (Dickens ya lo sugirió, para que Bellow lo refrendase más tarde) y no existe hombre que no sea corruptible. Pero más allá de la puesta al día moral, las dos historias de Wallander que leí me impresionaron por su convencionalismo. De no ser por lo oscuro del paisaje contemporáneo que transitan, me huelen a retroceso, a marcha atrás: las encuentro infinitamente menores que las ya viejas historias de Hammett, Chandler, Goodis y compañía. Hasta donde alcanzo a ver, para policiales negros con ambición literaria me quedo con las novelas de Richard Price (que acaba de sacar Lush Life, me muero por leerla) y de Dennis Lehane, el autor de Mystic River.

¿Hago mal en pensar que cualquier novela que trate sobre crímenes en el mundo contemporáneo debería aunque más no fuese inquietarnos, por su visión pero también por su prosa? (¿Cómo hablar de crimen y de violencia hoy en día y resultar tranquilizador?) ¿Estoy equivocado en pretender de Mankell algo más que un policial para pasar el rato?

Si ustedes tienen respuestas, soy todo oídos.

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27 de marzo de 2008
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Feliz cumpleaños, David Lean

/upload/fotos/blogs_entradas/david_lean_med.jpgAyer marzo 25 David Lean hubiese cumplido 100 años. Lo recordé por casualidad al chusmear el New Yorker, que incluía un artículo de Anthony Lane sobre el director de algunas de las más grandes películas de la historia del cine: Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, El puente sobre el río Kwai. Citando la biografía de Kevin Brownlow, que me compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, el crítico traía a colación estas palabras de Lean sobre su primera experiencia en un cine: "Yo consideraba esa luz como un niño piadoso reaccionaría ante un halo de luz en una catedral. Todavía pienso que se trata de una experiencia con algo de místico. Algo relacionado con cosas prohibidas y secretas". Aun en tiempo de pantallas tan electrónicas como pequeñas (Jon Stewart bromeó al respecto durante la entrega del Oscar, fingiendo ver Lawrence en la pantalla de su teléfono móvil), somos muchos los que todavía entendemos este éxtasis del rayo de luz en la sala oscura: se trata en efecto de un sentimiento místico, de comunión con lo sagrado y también con aquellos que nos acompañan en el viaje, conteniendo el aliento en ese útero que en esencia es el cine.

En tiempos tan devotos del artificio de cierto realismo -la estética del reality, de las imágenes ‘verdaderas' captadas por las cámaras de los teléfonos que ahora abundan en los noticieros-, la grandeza de Lean es casi un artefacto de otro mundo. Pero aunque muchos pasaron por alto la fecha (el MOMA de New York dedicó una retrospectiva a Rex Harrison por los 100 años de su nacimiento, pero olvidó al hombre que lo dirigió en Blithe Spirit), imagino que somos unos cuantos los que, encerrados en las catacumbas de nuestro propio, privado culto, dedicamos ayer un rezo silencioso a la memoria del maestro -de la única manera posible: reviendo sus imágenes.

/upload/fotos/blogs_entradas/davelean1_med.jpgLane recuerda que la célebre elipsis entre el fósforo y el desierto que es uno de los puntos más altos de Lawrence le cambió la vida a muchos, entre ellos a Steven Spielberg. ‘Lawrence, atascado en El Cairo a mitad de la Primera Guerra y consciente de la existencia de un lugar, no muy distante, en el que destino de varias naciones y el suyo propio llegará a fruición, levanta un fósforo encendido y lo sopla. Cortamos, sin más intermedio, al desierto en pleno amanecer, la lenta explosión de oro rojo en el filo del horizonte: Dios encendiendo el primer fósforo del día'. Con este uso tan simple como conmovedor del arte del montaje, David Lean inspiró a muchos que, desde entonces, al igual que aquel inglés perdido en un desierto del alma, seguimos preguntándonos a diario quiénes somos.

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26 de marzo de 2008
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Sin anestesia

Fui uno de tantos que en su momento detestaron Crash, la película de Paul Haggis, y que en consecuencia se quedaron mudos cuando le dieron el Oscar a la mejor película. Ahora volví a quedarme mudo en presencia de su nuevo film, In the Valley of Elah (que aquí en la Argentina se estrenará con el inadecuado título de La conspiración), pero por motivos completamente opuestos. In the Valley of Elah es un drama que no cae en ninguna de las trampas -porque eso eran, trampas: argumentales, sentimentales, políticas- de su predecesora. Su protagonista, Tommy Lee Jones, debería haber sido nominado este año al Mejor Actor, en vez de la candidatura a Mejor Actor de Reparto que obtuvo por No Country For Old Men. Seguramente habría perdido igual con Daniel Day Lewis, cuyo desempeño en There Will Be Blood está siempre al límite del desborde. Pero la actuación de Jones en Elah habría merecido cuanto menos una mención de honor: contenida hasta el límite del minimalismo, es aun así el corazón mismo del relato que protagoniza.

Basada en la historia real de Richard Davis, un veterano de Irak que fue asesinado en los Estados Unidos en el año 2003, In the Valley of Elah se concentra más bien en Lanny Davis, su padre, a quien Haggis rebautiza Hank Deerfield (Jones). Ex policía militar, actualmente retirado, Deerfield recibe un llamado oficial que le informa que su hijo ha desaparecido. Al principio piensa que ha desaparecido en el frente iraquí, pero de inmediato se le informa que su hijo Mike había regresado a los Estados Unidos días atrás. Sorprendido por el hecho de que Mike no le hubiese informado de su vuelta, Deerfield emprende su propia búsqueda. No tarda en enterarse de que su hijo ha sido asesinado, y del modo más brutal: a puñaladas, descuartizado y quemado en un pastizal.

Al tiempo que investiga el crimen por las suyas, Deerfield va comprendiendo cuán diferente era el Mike de los últimos tiempos al chico que creyó criar. Elah narra con gran economía lo que la guerra en Irak (yo sé que todas las guerras son iguales, pero parafraseando al Orwell de Animal Farm, es preciso aclarar que algunas son más iguales que otras) ha producido en el alma de los soldados americanos: no sólo de Mike, sino también en el de sus compañeros de compañía y amigos del alma. Al mismo tiempo Haggis nos fuerza a contemplar los hechos a través de los ojos desapasionados y prácticos de Deerfield, que escapa por naturaleza del sentimentalismo (algunos encontrarán fría la reacción ante el crimen de su hijo, pero la actuación casi zen de Jones sugiere otra cosa bajo su fachada impermeable) para preguntarse qué ocurrió en verdad y qué se puede hacer con las barajas que nos han tocado. En este sentido, Elah me parece infinitamente superior al nihilismo cool de No Country For Old Men. Como su personaje principal, no rehuye nunca el drama que vive pero tampoco deja de preguntarse qué se puede construir, qué se debe construir aunque no se cuente con más material que hueso y cenizas.

Me pareció un drama sólido, convencido de la elocuencia del caso que presenta al punto de no necesitar de discursos ni de escenas gratuitas. (Aquella que escamotea el instante en que Deerfield informa del crimen a su mujer es modélica: sólo advertimos que ella ha derribado la mesa del teléfono cuando la conversación está a punto de terminar.) No es de extrañar que el público americano le haya vuelto la espalda en su momento: In the Valley of Elah es dolorosa y no ofrece analgésicos.

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25 de marzo de 2008
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La llamada fatal

Ah los teléfonos. En los últimos tiempos sólo se habla de ellos para dar fe de su ubicuidad. Allí donde nosotros estamos, ellos están. La mayoría de la publicidad televisiva se va en anuncios de las compañías telefónicas, que celebran los nuevos y presuntamente maravillosos servicios que agregan semana tras semana, reduciendo nuestras vidas a poco más que nuestro rol en la lucha por la preeminencia entre Tal o Cual. Ya sé, los aparatejos tienen su utilidad, pero qué quieren que les diga: a mí la perspectiva de estar ubicable por satélites en cualquier parte y a cualquier hora no deja de inquietarme. La primera vez que me compré un teléfono móvil fue cuando me separé, porque quería que mis hijas pudiesen estar en contacto conmigo cuando quisiesen. Lo único que logré fue hacerme accesible a toda hora para mis ex mujeres y mis acreedores.

Ayer tuve una conversación sobre otros tiempos telefónicos. Durante décadas los argentinos protestaban por la dificultad para acceder a una línea, y por las deficiencias en el servicio de la comunicación. La gente se encomendaba a la empresa (por entonces) estatal, llamada Entel. Se le encendían velas, se celebraban los cumpleaños de las solicitudes desoidas. La comunicación es vida, dicen. Pero hubo épocas en las que también podía ser muerte. Ayer sonó en mi mesa el relato de unos jóvenes que formaban parte de una agrupación scout de la provincia de Buenos Aires, durante la década del 70. Visitaban asilos de ancianos e institutos de menores, haciendo trabajo social. La mayoría de ellos desapareció durante la dictadura. Los que se salvaron lo hicieron porque tuvieron una extraña fortuna. Como Entel seguía sin atender sus reclamos de una línea telefónica, sus nombres, datos y números no figuraban en las agendas de ninguno de los secuestrados. Por eso se salvaron. Porque Entel no les ponía un maldito teléfono.

Hoy se cumplen 32 años del comienzo de la más inmunda dictadura que la Argentina conoció. En inglés no se dice ‘tengo 32 años', sino ‘tengo 32 años de viejo': I'm 32 years old. Mis documentos dicen una cifra mayor, pero si tuviese que atenerme a la expresión en inglés, debería decir también que hoy se cumplen 32 años en que empecé a ser viejo.

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24 de marzo de 2008
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El Boomeran(g)
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