Marcelo Figueras
Guardé silencio estos días sobre las turbulencias de la Argentina porque, para ser sincero, no podía creer lo que estaba pasando. Todavía no lo creo del todo. Quizás cometí el error de pensar que habíamos salido del infierno de manera definitiva. Ahora siento que el infierno nos reservaba (cuanto menos) un zarpazo más, que el pasado asoma con la intención de cobrarse deudas impagas. Qué quieren que les diga: estoy preocupado.
En lo que hace al conflicto puntual… Supongamos por un momento que la oposición tiene razón y que el gobierno de Cristina Kirchner se equivocó en todo: en el establecimiento de retenciones a la renta extraordinaria del campo, en el tono de sus discursos, en la negativa a dar marcha atrás con el impuesto. Aun en ese caso, ¿podríamos considerar que la protesta es adecuada a la medida oficial? La respuesta es clara e inequívoca: no, no, no. Tal como se la lleva adelante, la protesta del campo es salvaje, desproporcionada y potencialmente criminal. Aunque al hombre que murió en la ambulancia que los piquetes frenaron ya no le quede potencia alguna, más que la de fertilizar la misma tierra que constituyó excusa para su homicidio.
Hablamos de un sector productivo que en buena medida -en especial los peces gordos- no discute otra cosa que su margen de ganancia. Existirán productores menores que quizás estén debatiendo su supervivencia en el rubro, pero estos casos, por numerosos y urgentes que pudiesen ser, tampoco justificarían la modalidad de la protesta. Esta gente está tratando de paralizar la circulación de un país entero, impidiendo la distribución de alimentos, promoviendo una inflación suicida (lo poco que hay en los supermercados sale más caro que antes del paro) y disponiendo de propiedad privada ajena, en la medida en que se apoderan de facto de los camiones que quedan bloqueados en las rutas. Las agrupaciones del campo, que acusan a la política oficial de confiscatoria, responden confiscando camiones y mercaderías que no les pertenecen. La leche vertida en los caminos, las verduras y frutas podridas, los pollitos ahogados en tanques de agua por falta de grano para alimentarlos, constituyen un ultraje para el mundo en general y también para este país, donde más allá de la abundancia natural -y es aquí, precisamente, donde entra a cuento la cuestión de la redistribución de ingresos sobre la que machaca la Presidenta- el hambre sigue siendo una realidad imperdonable. La imagen de los mismos que impiden a la población el consumo de carne comiéndose un asado a la vera del camino es una bofetada en el rostro de los que sólo ven carne por TV.
Todo ciudadano tiene derecho a manifestarse públicamente, siempre y cuando no incurra en delito o vulnere los derechos de otros en el proceso. Según este principio inalienable, la protesta del campo ha incurrido e incurre en prácticas ilegales. Y sin embargo el gobierno no los reprime ni los mete presos. A veces pienso que lo mejor sería que hiciese cumplir la ley, pero de inmediato me viene a la cabeza la historia violenta de este país y agradezco que el gobierno decline usar la fuerza que su autoridad le confiere. Que todavía no haya habido más muertos que el pobre hombre de la ambulancia (no puedo dejar de preguntármelo: ¿hubiese debilitado la protesta cederle el paso?) está apenas por debajo de la noción del milagro.
Lo que me preocupa no es la protesta puntual sino lo que está por debajo. El odio perceptible en los cacerolazos de los barrios pudientes. Los reclamos de Videla volvé. Los ciudadanos que se quedan atascados en las rutas y no le echan la culpa a los que las cortan, sino al gobierno. La ligereza con que se permite que un personaje que la va de dirigente agrario diga en cámara que "la rajó a puteadas" a la Presidenta, sin que nadie reclame respeto a la investidura ni lo critique a posteriori. La cobertura de la televisión, que privilegia el melodrama y los conceptos facilistas al análisis y la información. Acabo de oír al presentador de un importante canal de noticias de Buenos Aires equiparando el corte de las calles que produjo el acto oficialista de ayer con el corte de las rutas. Como si perturbar el tránsito por tres horas y cortar las rutas del país durante veintiún días fuese la misma cosa. Espero que hoy no le achaquen el desabastecimiento a que hubo camiones que no pudieron pasar por la Plaza de Mayo.
Me siento asqueado. Por la sinrazón, por la facilidad con que tanta gente se deja manipular, por el resentimiento social, la compulsión de tantos a preferir que el barco se hunda antes que ‘los negros’ se crean que son gente como uno.
No sé por qué me vino a la mente la clásica frase de John William Cooke, que hace tantos años definió al peronismo como "el hecho maldito del país burgués". Me tomaría el atrevimiento de parafrasearla para expresar otra idea. A veces creo que el hecho maldito de este país no es el peronismo, sino la clase media argentina -especialmente la de Buenos Aires.
Mañana la sigo. Porque esto sigue.