Marcelo Figueras
Quizás el truco pase por olvidarse de la cuestión del detective, para concentrarse en aquello que busca: esto es, inexorablemente, la verdad. Tanto en la Inglaterra de Holmes como en los Estados Unidos de Marlowe como en cualquiera de nuestros países hoy, la verdad sigue siendo un valor en sí mismo. La diferencia pasa por las consecuencias de este dar con la verdad que es el objetivo de cualquier investigador, oficial, privado o amateur. En el mundo "civilizado", revelar una verdad fundada en pruebas produce consecuencias: políticas, legales, personales. Miren lo que le pasó al tonto del gobernador Spitzer, que cultivaba en privado los vicios que perseguía en público.
Pero en nuestro mundo salvaje, es más que probable que la verdad no produzca eco alguno. Todo testigo puede ser muerto, toda prueba destruida, todo juez sobornado, todo investigador comprado, todo medio silenciado. La vida (en especial la de aquellos que no tienen dinero y por ende carecen de poder) no vale nada entre nosotros. Esta es la realidad con que cualquier policial latino debe lidiar: la de asumir que aunque el relato dé con la verdad, lo más probable es que nada cambie. Nadie irá preso, o por lo menos nadie que sea efectivamente culpable. Nadie pagará las consecuencias de sus hechos, y las víctimas deberán seguir adelante sin obtener justicia. En nuestras ciudades ni siquiera las víctimas son sacrosantas. ¿O acaso no hemos sabido de gente que retira sus demandas porque aceptó callar a cambio de un soborno, trocando las vidas de los suyos por una cuenta en el banco?
Esto que parece crítico representa sin embargo una oportunidad. Porque aunque la verdad pierda gran parte de su valor social, puede redimensionarse como la esencia de un nuevo pacto entre el escritor (de policiales, en este caso) y su lector. La verdad es lo que el autor -a través de su personaje-instrumento, el investigador de profesión u ocasional- perseguirá hasta el final y compartirá con sus lectores, aunque nada cambie en el universo físico donde ocurre el relato. El mundo puede despreciarla, pero el escritor y el lector acuerdan lo contrario. Ambos entienden que la verdad no nos hace ricos y ni siquiera populares. Por el contrario, nos expone a peligros ciertos en un universo erigido sobre ficciones, sobre relatos que sin duda alguna son funcionales pero que han renunciado a cualquier relación cierta con la verdad: los relatos de ‘lo real’, de la ley, de lo político, de lo religioso, de las instituciones.
Por supuesto, habrá quien cuestione lo absoluto de una Verdad con mayúsculas. Vuelvo a Piglia, citando en este caso a Lenin: ‘La verdad, ¿para quién?’ Debe haber tantas verdades como seres humanos, incluso más. (No hay que olvidar a los esquizofrénicos, que cuentan como mínimo por dos.) Pero la disolución de lo real que es signo de estos tiempos -a todos nos consta que lo más recomendable, lo que puede determinar nuestra supervivencia o nuestro fin, es desconfiar de todos y de todo, empezando por lo ‘real’-, nos lleva a valorar más que nunca las verdades, aun cuando se trate de verdades pequeñas. Ante la disyuntiva, yo preferiría saber que X es un asesino aun cuando no pueda meterlo preso, porque eso me ayudará a mantenerme a distancia de su persona. Ante la disyuntiva, yo preferiría saber que W es un estafador aunque no pueda probarlo, porque eso me ayudará a no caer en sus redes. En este sentido, una nueva narrativa policial hispanoamericana debería hacerse cargo de este estado de cosas, que para algunos olerá a retroceso y para otros a sinceramiento de la especie: el sistema es criminal y la sociedad es una jungla, las verdades a que aspiramos (por pequeñas que sean siguen siendo indispensables, porque el follaje de este jungla está compuesto de mentiras) son vitales para no perecer en una selva rica en predadores.
Mañana la termino. Lo prometo. (Prometo intentarlo, al menos.)