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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La hoguera de las vanidades

Lo primero que pensé cuando me llegó la invitación de la Embajada de los Estados Unidos, fue: alguien se equivocó. ¿Qué tenía que hacer yo en un cóctel de homenaje a Tom Wolfe, uno de los padres del Nuevo Periodismo, el autor de The Right Stuff -su mejor libro, coincido con Rodrigo Fresán- y de La hoguera de las vanidades? Hasta donde sé, no soy ni lo suficientemente notable ni brindo especial lustre a ninguna velada social. (Ni siquiera a mis propios cumpleaños, que deberían tenerme como protagonista.) Lo segundo que me pregunté, una vez que decidí participar -la curiosidad era demasiado fuerte-, fue: ¿qué demonios haré allí? ¿Con qué figurones me veré obligado a intentar conversación, para que nadie descubra que estoy allí en condición de infiltrado, o mejor aun: de polizón?

Llegué cuarenta minutos tarde. Para mi sorpresa, el embajador americano Earl Wayne y Wolfe & Señora seguían en lo alto de la escalera del palacio, recibiendo a los invitados -debo haber sido el último.

Me imaginaba a Wolfe más alto. Pero estuvo a la altura de su leyenda en materia de vestuario. Quizás para mantener el equilibrio, por esas cuestiones de yin/yang, Sheila Wolfe vestía de negro -la sobriedad personificada. Le pregunté a Wolfe cómo lo estaban tratando. ‘Como si fuese de la realeza', respondió. Le dije que a esa altura de su carrera debía estar acostumbrado. Tanto él como Sheila parecían sinceramente atentos, y ciento por ciento interesados en la conversación, a pesar de que ya llevaban mucho de un besamanos que fastidiaría a cualquier mortal. A pesar de su disposición, en ese preciso instante advertí que mi capacidad para la conversación menor se había agotado, murmuré mi agradecimiento por la invitación y les di la espalda, dirigiéndome al salón.

Sí, ya lo sé. Soy un animal.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_pornografo_med.jpgAl primero que encontré adentro fue a Juan Terranova, uno de los escritores más talentosos de la nueva generación. (Si quieren comprobarlo lean El pornógrafo, o la crónica que tituló La Virgen del Cerro. Por lo demás, nadie que sea fanático de la historieta Nippur de Lagash puede ser un mal escritor.) Al instante se nos sumó Maximiliano Tomás, con quien me había cruzado en las escaleras al llegar. Tomás armó una de las compilaciones que sirvió de cabeza de playa para los narradores de esta generación, llamada La joven guardia, y tiene bajo el ala un primer libro de relatos llamado Amores comunes.

Fue maravilloso eso de ir a un cóctel de la Embajada americana para conversar con gente como ellos, llenos de picardía y de una energía contagiosa que invita a conquistar el mundo. Cuando yo tenía su edad, el común de los escritores que eran mis contemporáneos parecía sufrir de una severa constipación. (Que todavía les dura, dicho sea de paso. Más que un estreñimiento, lo que están incubando debe ser un alien al mejor estilo de Giger.) Al rato se acercó Carlos Gamerro, otro de mis escritores argentinos favoritos. Le dije que su artículo sobre el documental Federación, que apareció hace dos semanas en Página 12, me había encantado. Respondió que en realidad no había contado con mucho tiempo para hacerlo. Pensé que Gamerro era de los míos, esa gente que no tolera un elogio y que necesita producir al instante un comentario de autodeprecación. Quizás sea una cuestión generacional. Gamerro debe tener mi edad, aunque no le cuadre la acusación de estreñimiento -la excepción que justifica la regla.

Por allí andaba también Ana María Shua, cuyo libro La sueñera atesoro desde hace décadas. Por un momento creí que la lista de escritores invitados por la Embajada había sido muy sagaz, con la salvedad de quien esto escribe. (Otra excepción que confirma reglas.) También estaba el Embajador argentino en los Estados Unidos, Héctor Timerman, cuyo padre, el célebre periodista Jacobo, me acusó en mis comienzos de sufrir de incontinencia tipográfica. Y Ernesto Martelli, director de la edición local de la Rolling Stone, que hace mucho que es mejor que su nave madre americana. Y el hoy animador televisivo Roberto Pettinato, sacándose fotos con Tom Wolfe en un virtual campeonato de vestidores atildados. (Aunque Petti, como apuntó alguien -creo que Terranova- le deba más a David Letterman que a Wolfe.) Todo entre bandejas rebosantes de copas, hors d'oeuvres y servilletitas de papel con el sello de la Embajada, que le producían a uno sensaciones contradictorias al llevárselas a la boca.

A la hora señalada llegaron los discursos. Wolfe estuvo encantador. Recordó su primera visita a la Argentina en el año 2005, dijo que había estado tomando clases de tango con su mujer y que había considerado hacer una demostración en esa oportunidad, hasta que el buen tino le sugirió que Buenos Aires no era el sitio más indicado para semejante debut. Entonces le escuché decir: ‘Un distinguido escritor argentino me preguntó recién cómo me estaban tratando. Le respondí que me sentía parte de la realeza...'

Me cagué de risa. Una vez en mi vida que alguien me trata de ‘distinguido escritor' -Tom Wolfe, nada menos-, tengo que oírlo de labios de alguien que no leyó una sola línea de lo que escribo. En fin, debería estar agradecido. Si Wolfe leyese mis libros seguramente se habría ahorrado el adjetivo.

Pequeñas delicias de la vida del escritor del Tercer Mundo.

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5 de mayo de 2008
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El último espectador (finis)

¿A qué me llama Piglia, desde este plan revolucionario de operaciones que creo leer en la entrelínea de sus textos, pero ante todo en la praxis de sus películas? En primer lugar, a jugar. Piglia quiso escribir cine desde siempre. La literatura se le convirtió en el lugar del deber, pero el cine sigue siendo el lugar del deseo. ¿Por qué será que existe tanta gente en el mundillo de la cultura -que por cierto dista del mundo de los que pican piedras- tan dispuesta a renegar de sus deseos infantiles? Para Piglia niño el cine era el horizonte de lo imposible (escribir en un cuaderno escribe cualquiera, crear esos universos de la pantalla gigante tan sólo lo hacen algunos elegidos), sus incursiones en este arte pertenecen al dominio de lo lúdico.

En segundo lugar me impulsa a narrar sin complejos. Ni la tradición ni las fórmulas ni la presión editorial nos despojarán del derecho a contar las historias que deberían expresarnos, del modo que estimemos más apropiado: ningún recurso será demasiado vanguardista o demasiado anacrónico.

En tercer lugar me llama a crear alternativas a las ficciones oficiales: aquellas concebidas desde el poder -político y el económico, con los medios como voceros-, pero también a aquellas que el mundo académico blande como mecanismos de control. ¿Cuántos artistas fueron rescatados del ostracismo, del vacío que los medios generaron en derredor suyo, por un público que recomienda lo que le conmueve de boca en boca? Parafraseando a Válery: necesitamos fuerzas ficticias que oponer a las otras fuerzas ficticias. ¿No es evidente que los sueños de unos pocos -sueños mezquinos, de poder irrestricto- se están imponiendo a nuestros sueños?

En cuarto lugar me insta a romper con la pureza del artista de laboratorio e intervenir en el mundo. Siguiendo a Brecht, y al Arlt que invita a pensar la creación en términos de robo, de estafa, de violencia retaliatoria, Piglia subraya la justicia poética de lograr que los banqueros del cine le paguen para hacer lo que le da la gana. ¿No será más delito producir una película que escribirla? Por lo demás, el narrador de hoy no debe tener preferencias en lo que hace a los soportes narrativos. ¿Qué la televisión desempeña hoy el rol de la novela en tiempos dickensianos? Pues vayamos al asalto de la televisión.

Y en quinto y último lugar, siento que nos llama a dialogar en pie de igualdad con los grandes narradores de hoy y de siempre, en lugar de agotarnos en polémicas provincianas o en tareas más propias de un bibliotecario o de un archivista que de un imaginador. ¿Dónde figura que hoy es imposible escribir tan bien como Cervantes o como Joyce? ¿Por qué aceptamos como verdad revelada la idea de que nadie puede competir en poder imaginativo con Shakespeare o con Dante? ¿Por qué no discutimos este sitial de inferioridad donde nos encajaron por decreto?

Despreciar los elementos que la vida en Latinoamérica nos proporciona en materia de historias, de culturas, de variaciones de la lengua, sería tan criminal como derramar leche en el suelo de un país con hambre; y si aun así lo hacemos, seremos juzgados en consecuencia. Además del precio que ya pagamos en lo económico y en lo político, además de las violencias a que se nos somete a diario, ¿debemos tolerar sumisamente la violencia extra de que se nos prohiba escribir a lo grande, y leer a lo grande, por el hecho de haber nacido tarde en la Historia -y en el lugar presuntamente equivocado?

A fin de cuentas, ¿qué es más conservador, más seguro en el mundo de hoy? ¿Escribir ‘raro' y asegurarse la publicación internacional, los premios, las exégesis de los suplementos culturales, o reclamar nuestro derecho a reinventar los grandes relatos? ‘Nada de transacciones, la única verdad no es la realidad', dice Piglia en Crítica y ficción.

No nos prohiban la noción del argumento, porque todavía necesitamos contarnos a nosotros mismos. No proscriban la intriga, porque todavía necesitamos preguntarnos cómo terminará nuestra película. Déjennos escribir mal en el sentido en que Feiling usa la expresión, esto es, escribir a contrapelo de la versión dominante. No desalienten la creación de personajes fuertes, porque necesitamos no sentirnos solos cuando los libros vuelven a la biblioteca: ¿quién nos acompañará, con quién nos compararemos, quién nos instará a vivir, si los narradores no nos proporcionan criaturas inolvidables?

¿Qué la tarea es tan intrincada, tan inabordable como un nudo gordiano? Siempre está la posibilidad de cortarlo. Eso ha sido el cine para Piglia: el tajo con que se liberó de los lazos que lo ahogaban.

No sé ustedes, no sé que pasa con los demás escritores, guionistas, directores. Pero yo no quiero quedarme en casa muerto de miedo, ni someterme en silencio a lo que me sugieren que haga para obtener reconocimiento.

Yo quiero despertar de la pesadilla de una vez por todas.

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1 de mayo de 2008
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El último espectador (11)

Admitámoslo de una vez: la literatura hispanoamericana se metió en un sendero sin salida, víctima de su propia venalidad, que también está empezando a causar estragos en el cine. Esto no debería ser grave, la historia del arte está hecha de marchas y contramarchas. Si así no fuese habría que abonar la teoría de la progresión lineal del conocimiento, como si siempre supiésemos más y mejor. No es la primera vez que avanzamos en una dirección errónea. Le pasó a tantos científicos, le pasó a Wittgenstein. La imagen del laberinto sigue siendo útil: marchamos por caminos, algunos carecen de salida, se impone retroceder para volver a salir. No hay indignidad en este proceso, tan sólo sabiduría.

Es natural que la situación nos fastidie. Hemos sido, somos todavía funcionales a un sistema que preferiría borrar la literatura, y también el cine que vale la pena, del horizonte de nuestros deseos. Dice Piglia: "Para la sociedad capitalista, una práctica tan privada como la literatura, tan improductiva desde el punto de vista social, debería ser eliminada". Lo imperdonable sería que la hundiese con la complicidad de los escritores.

La que se beneficia más con este estado de cosas es la maquinaria de producir control. Si en algo este incansable dispositivo se superó a sí mismo fue en la campaña con que redujo la literatura a su expresión más intrascendente, a su encarnación menos inquietante y menos inspiradora desde la invención de la imprenta. Entre las editoriales que contratan textos convencionales y los críticos que llaman a los escritores a incendiarse a lo bonzo, aquellos que tenemos la vocación de contar historias y la gente que tiene la necesidad de leerlas nos hemos quedado solos. En cantidad millonaria, pero solos. Ensordecidos por los relatos que los medios amplifican para impedirnos pensar, para dificultar el encuentro.

¿Por qué nadie habla del rol que puede desempeñar la gente en este entuerto? Paradójico: todo el mundo se llena la boca con la democracia, pero nadie confía en los ciudadanos. Tanto que se ensalza a internet, a los sitios como YouTube, ¿y nadie advierte que estos sistemas todavía no brillan por sus contenidos, sino por el poder que confieren a sus usuarios? La maquinaria tuvo algunos éxitos en su intento de prescindir del autor, pero nunca podrá prescindir del público. El lector, el espectador, son nuestra última esperanza. Pero cuidado, que ya no contaremos con el público pasivo de antaño, deslumbrado por el esplendor del lugar que ocupamos. Todo lo que encontraremos -que es todo lo que necesitamos, dicho sea de paso- es un público desconfiado e inquieto. Que perdió la fe en nuestras credenciales, que no tolera que los narradores hagan hermenéutica con sus ficciones, que nos desafía a que volvamos a ganar su confianza y que ya no acepta más excusas: lo que quiere son historias en las que creer.

La moda de los relatos del Yo, esta escritura de la intimidad que nos venden como novedosa -tan nueva, en todo caso, como la técnica del anacronismo deliberado con que Menard disfraza su infertilidad-, es una de las consecuencias de la forma en que muchos artistas viven. ¿De qué puedo hablar que no sea mi Yo, cuando estoy enclaustrado en mi casa? ¿De qué escribiré que no sea mi Yo, cuando tengo miedo de utilizar la imaginación? Muchos no soportan que el foco se haya desplazado de sus personas. Pero aunque les pese, la pelota está en el campo de la gente. De aquellos que buscan la narración donde está -esto es, en otro lugar. De aquellos que quieren dejar de ser espectadores, que ya no toleran pasivamente que se les diga qué hacer, cómo leer, qué consumir. Ellos ya encontraron los nuevos domicilios de la narración. Ahora es nuestro turno de salir a buscarla. 

                                                      (Continuará.)  

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30 de abril de 2008
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El último espectador (10)

Para hacer más transparente su plan -esto también es un absurdo, dado que nunca quiso ser transparente-, Piglia debería haber escrito otro cuento apócrifo a la manera de Luba, aquel que atribuyó a Roberto Arlt. En este cuento, traspapelado entre los apuntes que Borges habría dejado al morir, Cervantes trataría de escribir La canción de Rolando palabra por palabra -y le saldría el Quijote.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_juguete_rabioso_med.jpg¿No se convirtió Shakespeare en Shakespeare mientras trataba de ser Christopher Marlowe? ¿No es evidente que Roberto Arlt quiso escribir La pimpinela escarlata cuando produjo El juguete rabioso? Esta novela no existiría si Arlt no hubiese soñado con escribir un folletín, que se le torció por el camino como a Menard su deseo de concebir una obra maestra.

Así ha ocurrido siempre. "...Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry", dice Borges en Pierre Menard remedando las genealogías bíblicas. Una forma de entender si un artista es grande o no pasa por determinar si ha engendrado o no a otro artista grande -del que por supuesto, no puede hacerse responsable.

Los mejores momentos del arte ocurren cuando aparece algo que la tradición no preveía ni anticipaba claramente. La canción de Rolando no permitía anticipar la creación del Quijote. El teatro de Marlowe no permitía anticipar el estallido de Shakespeare. Nadie estaba preparado para Moby Dick, ni siquiera los lectores de la obra previa de Melville. No tiene sentido trasladar a la tradición la devoción que antes se reservaba para las religiones. Entiendo que críticos y académicos trabajen para conservar este corpus. (Quizás haya que ver aquí otro de los motivos del berenjenal de hoy: demasiados profesores escribiendo ficción, demasiados Menards justificando sus fracasos.) Pero en lo que a los artistas concierne, la tradición está allí para ser devastada, maltratada, saqueada, mal leída -y hasta ignorada.

Quizás la mejor película de Piglia que Piglia no escribió nunca sea Memento. Un policial donde un hombre olvida su historia cada noche y aprende a depender tan sólo de lo que escribe para sí mismo, mensajes que graba sobre su piel. Todo lo que no le sirve para sobrevivir ese día merece ser olvidado, salvo su propia tradición, la que crea al utilizar su propio cuerpo -y por extensión su propia existencia- como una página en blanco. Para el protagonista del film narrar no es difícil. Simplemente es necesario, condición sine qua non de su supervivencia. 

                                                      (Continuará.) 

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29 de abril de 2008
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El último espectador (9)

Piglia es un sobreviviente de la generación que fue blanco de los genocidas. Como tal está habituado a comunicar entre líneas, a narrar en código. En plena dictadura Respiración artificial se planteaba la posibilidad de narrar el horror, pero como remitía a Kafka no fue objeto de censura ni de represión. (Si los genocidas hubiesen conocido a Kafka, se habrían cuidado de bautizar a su gobierno como ‘el Proceso'.) Tratándose además de un estudioso de conspiradores como Borges y Arlt, la estratagema es para Piglia el más natural de los recursos. Piglia dice que Borges presume una cosa cuando pretende otra, elogiando a Mallea pero creando a partir de Lugones. Piglia dice que Los siete locos es la novela de Erdosain pero también la novela oculta del Astrólogo, cuyo proyecto consiste en "construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad".

Borges instaura desde su relato Pierre Menard, autor del Quijote una estética del doblez, del mensaje cifrado dentro del texto, al estilo de La carta robada de Edgar Allan Poe. ¿Quién es Menard a simple vista -a simple lectura? Un escritor francés, autor de una obra francamente menor. Para que no queden dudas de su intrascendencia, el cuento incluye una lista completa de sus trabajos: sonetos, monografías y prefacios, muchos de los cuales admiten dos versiones. Hay un artículo que propone una variación al juego de ajedrez para terminar rechazándola. Hay una invectiva contra Paul Valéry que en realidad es "el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry". El hombre, se insinúa desde el vamos, tiene esta rara manía de decir una cosa cuando cree lo contrario.

Pero Menard también habría escrito una obra que el narrador define como "subterránea, interminablemente heroica, la impar". ¿Y en qué consistiría? En la escritura, idéntica palabra a palabra, de dos capítulos del Quijote y del fragmento de un tercero. Según el exégeta que escribe el texto con tono académico, aquellos que sostienen que Menard, hombre del siglo XX, dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, "calumnian su clara memoria". (Hasta el lenguaje está usado para despistar: si la memoria de Menard merece un adjetivo, sería el opuesto a clara. Menard es un enigma, vivió escribiendo cuadernos que se tomaba el trabajo de destruir.)

¿Quién sería Pierre Menard en realidad? El primer escritor de esta triste modernidad que habitamos. (El hecho de que Borges lo haya pensado francés es un detalle más en la construcción de la broma, como si hubiese intuido que causaría más estragos entre los porteños viniendo de París que de Bogotá o del DF.) Menard es un farsante, no por el hecho de haber fracasado en su intención de escribir una obra tan grande como el Quijote, sino porque pretende -y el narrador de Menard, declarado amigote suyo, sigue su juego - que ese fracaso es en realidad su triunfo.

¿Y qué sería, entonces, el relato Pierre Menard, autor del Quijote? El modelo en que se basaron todos los críticos desde 1941 para tratar de demostrar que el bodrio escrito por su amigo es una genialidad. Ah, ¡cuántos seudo-Menards leímos desde entonces! Lo único claro en el texto es que a Menard no hay que creerle nada. El narrador insiste en el punto, Menard tenía el "hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él".

¿Se puede creer en algo de lo que el relato dice? Están las referencias al trabajo infatigable al que Menard consagró su vida, desde el estudio del idioma español del siglo diecisiete a las miles de páginas que corregía para después desgarrar o quemar. Nadie escribe tanto para terminar legando a la posteridad dos capítulos y fracción idénticos a otros de Cervantes. Lo que Menard el relato esconde entre la ironía es el reconocimiento de la necesidad de escribir una obra heroica e impar. No es casualidad que el narrador pierda su flema cuando defiende a Menard de la calumnia. Aceptar que quiso escribir un Quijote contemporáneo -se cuenta que trató de ‘ser' Cervantes pero en vano, y que después pretendió "llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard" con el mismo, nulo resultado- sería asumir que fracasó. Si en cambio se afirma que sólo aspiró a copiar -perdón, a ‘escribir'- dos capítulos y medio, se puede defender su obra como un triunfo.

/upload/fotos/blogs_entradas/ficciones_med.jpgAl reivindicar la genialidad de Menard, queriéndolo o no -yo creo que lo hizo adrede, Borges era un perverso-, el narrador convence a la gilada de imitarlo. Y la gilada lo sigue, lo ha seguido desde entonces en una carrera con destino en el fondo del abismo. Lo que queda flotando una vez disipada la polvareda es el mandato al que Menard consagró su vida, más allá del fracaso puntual: se trata de construir una obra interminablemente heroica, impar. ¿Deberíamos entender como casualidad que el cuento que sigue a Menard en el libro Ficciones sea Las ruinas circulares, donde alguien -otro Menard, acaso más exitoso- se dedica a soñar a un hombre "con integridad minuciosa", para "imponerlo a la realidad"? Ese es el proyecto último, en ambos relatos: crear una ficción tan perfecta que adquiera vida propia.

Estamos nuevamente en el territorio del Astrólogo. La única intención que debe animar al narrador, al hostigador profesional, al subversivo, es la de "construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad".  

                                                      (Continuará.) 

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28 de abril de 2008
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El último espectador (8)

Piglia se angustia ante la biblioteca infinita, por eso verbaliza esta ‘dificultad para narrar'. Pero en el mundo del cine funciona como outsider. Un clandestino, un hostigador más en la banda de los rebeldes. A diferencia de la biblioteca infinita, la cinemateca no lo ahoga. En el territorio extranjero del cine se permite avanzar sin mapas, defendiendo su derecho a cagarse en los condicionamientos de la policía cultural a la que muchos creen que pertenece. (Yo sospecho, más bien, que está interpretando el Tema del traidor y del héroe, que en realidad es un agente infiltrado.)

Le consta que la tradición del cine existe, y que a los escritores no suele irles bien en su seno. Pero en una entrevista con Andrés Di Tella, confiesa lo que le ocurre cuando narra en ese registro. Hablando de una experiencia con Nicolás Sarquís que nunca llegó a filmarse, dice: "Trabajé con gran libertad, sin ninguna limitación externa a la historia que estaba narrando". ¿Qué es lo que Piglia señala como valor supremo? La ausencia de limitaciones externas al hecho de narrar. Escribir una novela es difícil cuando uno se siente obligado a estar a la altura de su leyenda, cuando se desconfía de los críticos, cuando nos desvela el eco que obtendrá en la universidad. Productores y directores no piensan en los suplementos ni en las universidades, y cada vez menos en los críticos. Lo único que le reclaman al guionista es lo esencial: que la narración funcione.

El primer guión de Piglia que llegó al cine fue Comodines, un golpe al plexo de la policía cultural. ¿Qué es Comodines? Una comedia, lo que suele llamarse buddy movie, concebida por el más comercial de los productores de la TV argentina. Comodines procede como si la serie de Lethal Weapon dirigida por Richard Donner no hubiese existido nunca. Piglia hace funcionar la máquina narrativa sin emitir guiños de complicidad al espectador. No hay tarantineada alguna en Comodines. La película narra como si inventase la forma en el camino.

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La sonámbula practica la ciencia ficción como si fuese el registro más natural del cine argentino. Corazón iluminado es un drama intimista, más preocupado por contar una historia que a Piglia lo conmueve que por cuestionar formas narrativas. En el bosque de Sherwood del cine -donde en vez de asfixiarse puede complotar contra el sistema, donde cuenta con cómplices (otro guionista, el director)-, Piglia hace lo que tanto le cuesta en el seno del canon literario. Narrar libremente. Respirar por medios naturales.

Lo que confirma mi tesis es Plata quemada. Piglia escribe la novela haciéndole eco a Sergei Tretyakov, inventor de la teoría de la literatura fakta. Tretyakov sostiene que la ficción debe trabajar con el documento crudo, con el montaje de textos, con el testimonio directo, con la técnica del reportaje. Plata quemada la novela procede así, narrando la historia central de modo indirecto, mediante registros como la crónica de los diarios y el informe psiquiátrico.

Cuando le compran los derechos, Piglia declina la opción de escribir el guión. ¿Por qué? Porque de haber aceptado habría sufrido la tentación de ser fiel a la novela. Esto habría redundado en un film cuya historia sólo se vería de lejos, borrosa e incompleta, algo que habría entusiasmado al Godard que Piglia admira... y propiciado el suicidio de sus productores. Esa película habría llamado la atención sobre su mecanismo narrativo, perdiéndose la oportunidad de ser revulsiva en el sentido del acápite de Brecht que Piglia puso a la novela. ¿Qué es más delito: fundar un banco o robarlo?

/upload/fotos/blogs_entradas/plata_quemada_1_med.jpgSi hubiese respetado las formas de la novela, Plata quemada se habría convertido en una película ‘rara', en el mismo sentido de la literatura ‘rara' que nos conminan a escribir. Parafraseando a Brecht, ¿qué hubiese sido más delito: suscribir una película ‘rara', políticamente correcta en el sentido alentado por la policía cultural, o una película que narra sin complejos una historia en la que todo el mundo carece de integridad -los funcionarios, la policía, los periodistas, los psiquiatras, la turba ávida de sangre- salvo sus protagonistas, que para mayor dato son ladrones, asesinos, drogadictos, homosexuales -y están enamorados?

La única opción que le quedaba, de aceptar, era traicionarse a sí mismo. De hacerlo se habría revelado como un conjurado. Y por eso prefirió que lo traicionasen otros, en este caso el director Marcelo Piñeyro y yo. Porque a diferencia de Comodines, de La sonámbula y de Corazón iluminado, Piglia no habría sido libre para narrar Plata quemada en el cine. El peso de la obra literaria habría acotado su capacidad de maniobra.

Y si hay algo que Piglia disfruta del cine es la libertad que le otorga. 

                                                      (Continuará.) 

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25 de abril de 2008
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El último espectador (7)

La experiencia de vivir se parece hoy a lo que Peter Weir narra en The Truman Show. El nuestro es un universo artificial, que llega a extremos con tal de evitarnos la angustia y los cuestionamientos que de ella derivarían. Un ecosistema donde casi todo está guionado. ¿No repetimos las palabras y las ideas que nos proporcionan los medios, sin siquiera desmenuzarlas? ¿No filtramos nuestra vida emocional por el tamiz de los relatos, amando como en los culebrones, fingiéndonos duros a la manera que el cine nos mostró?

Tal como Truman descubre arriesgando el pellejo, vivir de verdad supone encontrar la puerta oculta en el decorado. No podemos esperar que los que armaron el tinglado nos la enseñen, iría en contra de sus intereses. Pero sí podríamos, deberíamos contar con lo que Piglia define como ‘el pelotón de vanguardia', en términos militarísticos que me producen escozor; preferiría decir ‘la banda de los rebeldes'. Si el común de la gente no recibe el mensaje subversivo de sus artistas, por cifrado que esté, asegurándole que la puerta existe a pesar de la apariencia en contrario, ¿con quién contarán?

La gente busca en los narradores la verdad que el mundo les niega. No me refiero a verdades con mayúsculas, sino a pequeñas verdades operativas. Si los narradores dejasen de escribir desde la seguridad de la impostura, si dejasen de esconderse detrás de la tradición o de las fórmulas ‘novedosas', si se arriesgasen a conocer la intemperie, muchísima gente leería ficción concebida desde Latinoamérica, porque el acto de leerla volvería a ser indispensable para encontrar nuevos modos de mirar el mundo. Como fue hace décadas con sus pros y sus contras. Como ya no lo es.

Estas pequeñas verdades (por ejemplo el compromiso de los narradores a intentar lo imposible en vez de lo dictado por la preceptiva) podrían sentar las bases de un nuevo pacto con la gente, una alianza que reconstruyese los puentes rotos. Ahora bien, si esto ocurriese -tengámoslo claro- el mundo intentaría despreciar el pacto de inmediato, tildándolo de populista o de conservador, epítetos tan caros a las minorías iluminadas. Pero el escritor y el lector, pero el cineasta y el espectador, todavía podrían encontrarse en el umbral de la puerta escondida.

La pregunta surge, inevitable: ¿cómo demonios se logra esto? Mi respuesta es simple. Vean lo que Piglia hace.

Llegó el momento de develar su plan secreto. 

                                                      (Continuará.) 

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24 de abril de 2008
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El último espectador (6)

El público que leería una nueva obra maestra de la literatura en español existe y está hambriento. Pero no podrá leerla si nadie la escribe.

/upload/fotos/blogs_entradas/junotdiaz1_med.jpg¿No se preguntaron por qué los cuestionamientos sobre esta dificultad de narrar que nos aquejaría, nunca afligen a los narradores del mundo sajón? Allí brotan talentos nuevos debajo de las piedras, gente que narra como quien respira, sin exhibir el menor complejo: Jonathan Franzen, Michael Chabon, Jonathan Lethem, Gary Shteyngart... El Pulitzer de este año lo ganó Junot Díaz, nacido dominicano, por una obra que habla de una familia dominicana. Eso sí, la escribió en inglés, con argumento y con intriga. Si la hubiese escrito en español lo habrían ignorado hasta en su país natal.

Los complejos los padecemos tan sólo los escritores de Hispanoamérica, herencia de cierta francofilia malentendida. ¿No les resulta sospechoso que seamos nosotros los que renunciamos a hacerlo? ¿No les produce desconfianza que pueblos tan jóvenes se reivindiquen esclavos de una tradición que, por ser tan corta, no debería asfixiarnos? ¿Tan pronto nosotros, latinoamericanos, que deberíamos estar a la vanguardia de la narración porque -a diferencia de los hermanos del Hemisferio Norte-, todavía tenemos pendiente la tarea de escribir nuestra Historia con mayúsculas, el cuento de qué pito tocamos en este mundo?

Vuelvo a Piglia: ¿por qué la narración está en otra parte? Porque los narradores cedieron a otra clase de comunicadores, de modo tan gracioso como voluntario, el monopolio de los relatos unificados, de los relatos que batallan contra el mundo para arrancarle un sentido, de los relatos que no huyen de las emociones, de los relatos de vida-o-muerte.En este mundo caótico, donde la noción de lo real está puesta en cuestión, la gente reclama más que nunca relatos que la ayuden a discernir entre el oro y las baratijas.

Hoy en día todos los cuentos en que creíamos a libro cerrado están en crisis: las religiones, la economía de mercado, hasta la misma democracia, que demuestra a diario su ineficacia para desterrar el hambre y evitar un cataclismo climático. La gente -los lectores, el público de cine y TV, los navegantes de la red- no necesita que los artistas socialicen sus neurosis o su inseguridad: lo que busca es algo parecido a una señal de radio en la vastedad del espacio, una onda que le certifique que aun cuando no la registre a simple vista, la estrella neutrón existe.

Si al panorama le sumamos la dificultad que este mundo presenta a aquellos que quieren vivir experiencias verdaderas -no virtuales, no vicarias-, la demanda que la gente entabla a los narradores se torna más clara. La gente busca la narración en otra parte porque las fuerzas ficticias de la narrativa literaria se jibarizaron a sí mismas y palidecen en comparación a las otras fuerzas ficticias, las que nos cuentan apocalipsis, romances, intrigas, batallas, accidentes, sorprendentes hechos de ciencia, triunfos del deporte y del espíritu. Los relatos que producen las otras máquinas de narrar son más poderosos, más conmovedores, más cuestionadores, más adictivos que el 90 por ciento de las novelas que se publican. Los lectores no rechazan la preocupación de los escritores por el lenguaje o la teoría literaria, pero desconfían de los que renuncian a entender algo más, por mínimo que sea, de este fenómeno que es la vida. ¿De qué sirve consagrarnos a los problemas que plantea la biblioteca, cuando el mundo arde a nuestro alrededor?

/upload/fotos/blogs_entradas/pulqui_un_instante_en_la_patria_de_la_felicidad_med.jpgNosotros mismos, que estamos lejos de ser el común denominador en materia cultural, buscamos verdad ya no en los narradores que escriben en nuestro idioma sino en otra parte: en los clásicos o los que escriben en otra lengua (como en la época de Roberto Arlt, nos inspiran más las traducciones que los textos originales), pero también en los noticieros y en los diarios, en los libros de no ficción, de ciencia o de ensayo, en la ficcionalización de historias verdaderas. No sorprende que en los últimos años el cine de la Argentina haya sido pobre en materia de ficción y rico en documentales. Nuestras películas indispensables del inicio del siglo XXI son Pulqui o M, y no sus contrapartes ficcionales.

No es difícil explicar el fenómeno. Cuando el narrador se desprende de la teta de sus lecturas (a ver si lo entendemos de una vez: lo de la biblioteca borgiana no es literal, es una metáfora), las historias que nos desafían a que las narremos se vuelven obvias, tan disponibles como el oxígeno, y el ejercicio del relato deja de ser difícil. Si algo abunda en el mundo son historias que concitan nuestra atención. ¿Alguien se tomó el trabajo de contar cuántas historias aprende cada día, entre las que difunden los medios, lo que le cuenta la gente con que se cruza y lo que le ocurre personalmente? El hecho de que estas historias se parezcan a otras no invalida su novedad. ¿O acaso no son nuevos cada uno de ustedes, a pesar de que ya han existido billones de personas parecidas?

Y conste que no hablo de hacer realismo. Cada una de estas historias puede ser multiplicada por la relectura de los géneros. Más allá del andamio de la ciencia ficción, La sonámbula habla de algo que era urgente en la Argentina de los años 80 y que todavía, mal que nos pese, sigue vigente como pregunta: ¿existe o no para nosotros la posibilidad de despertar de la pesadilla? Pero muchos narradores insisten con esto de que no hay más historias que contar. Se han tragado lo que Feiling define como ‘la historia oficial', siguen la música del flautista hasta la boca del abismo. En este sentido tiendo a ver XXY, la película de Lucía Puenzo, como un documental sobre los narradores de hoy: inmovilizados por su propia duplicidad, incapaces de saber qué son, cómo moverse en este mundo.

Como la película muestra, en la duda siempre optan por cogerte. 

                                                      (Continuará.) 

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23 de abril de 2008
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El último espectador (5)

Cualquier detective se preguntaría aquí: ¿quién se beneficia con este crimen? ¿Quién saca rédito de este acto de aparente rebeldía? Al igual que en el caso del lock-out del campo, los que se benefician en primer lugar son los grandes empresarios, que siempre cuentan la historia del modo apropiado a su conveniencia. ¿Acaso no oímos a diario que el libro está en crisis? ¿No se nos invita a olvidarnos del lector, esa criatura inculta y casquivana, aquejada por incurable déficit de atención? /upload/fotos/blogs_entradas/el_simple_arte_de_matar_med.jpg¿No nos convocan a darnos por felices en el arenero del suplemento cultural, aun cuando signifique que lo que hacemos ya no produce olas sobre el mundo del que habla el resto del diario? ("Un mundo que no huele bien, pero es el mundo en que usted vive", dice Chandler en El simple arte de matar.) ¿No se nos sugiere que celebremos porque se nos publica en casas marginales o en las colecciones ‘de prestigio' que las editoriales grandes crean a nuestra medida -y que nunca son bien exhibidas en las librerías, y a las que no se publicita?

Hay hechos que cuestionan esta versión interesada de la historia. El dato de que cada vez se editen más libros, en lugar de menos. (Del mismo modo: cada vez hay más películas, y más sitios donde ya no hace falta ser productor o distribuidor para difundir material audiovisual.) Si lectores y espectadores son tan tontos como se nos dice, condenados por su paladar a saborear sólo mierda como las moscas, ¿cómo explicar el fenómeno Lost, los millones de espectadores del mundo entero dispuestos a seguir una narrativa compleja a lo largo de dos, cuatro, seis años de su vida?

Llevo mucho tiempo viendo la misma operación en el mundo del cine. Aunque nadie lo proclame abiertamente, existe una División Internacional del Trabajo Cinematográfico. ¿Qué se espera de nosotros, latinoamericanos? Que hagamos películas pintorescas sobre nuestra circunstancia, exóticas, miserabilistas, o bien abstrusas películas de autor -pero nada más. Cuando obedecemos este dictum se habla bien de nosotros en los medios, se nos premia, se nos conceden alicientes para la producción. Pero cuando pretendemos hacer una película con ambiciones narrativas que excedan el corralito del público festivalero, se nos ningunea. La razón es simple. Las productoras de cine más poderosas -de los Estados Unidos, y algunas europeas como subsidiarias- no quieren que nadie les dispute el gran público, que consideran propio. Por eso nos sobornan para que sólo hagamos la clase de películas que ellos nunca harán. Y muchos cineastas no sólo aceptan encantados, sino que además elaboran justificaciones para sostener que son esas, precisamente, las películas que debemos hacer si queremos seguir actuando el papel de rebeldes que tanto nos gusta.

Se nos llama a desechar recursos que se pretende estereotipados, como el argumento o la intriga. Días atrás Damián Tabarovsky aplaudía en Babelia que en España se publiquen cada vez más libros de autores latinos que practican estas fórmulas. Y al mismo tiempo confesaba su inquietud: intuye que, caducado el nicho comercial del realismo mágico, se está poniendo a prueba la alternativa de la narrativa ‘rara'. Lo marginal se está volviendo central, la fórmula del momento -literatura oficial, letra muerta antes de nacer. De eso hablan los suplementos, esos son los títulos y los autores a los que se consagra: latinoamericanos que hacen literatura ‘rara', aun cuando la fórmula los enajene cada vez más del público que lleva vidas que tienen argumento y que sufren mil y una intrigas -gente que por cierto, no aprecia que se considere que su existencia es banal o estereotipada.

Nos están vendiendo espejitos de colores. Otra vez. Y los estamos comprando a manos llenas -no olviden que los argentinos somos los inventores del déme dos-, convencidos de ser los más listos del barrio. 

                                                      (Continuará.) 

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22 de abril de 2008
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El último espectador (4)

"Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad", debería decir al igual que Borges en Pierre Menard, autor del Quijote. Pero aun así intentaré explicarme. Yo creo que muchos narradores perdieron el camino en este laberinto. De los motivos de este extravío mencionaré apenas dos. El primero, tomándolo de un viejo artículo de C. E. Feiling titulado ¿Por qué escribo tan mal? Refiriéndose a este argumento de Piglia-vía-Borges que sostiene que sólo podemos releer -esta historia oficial de la literatura argentina que Piglia conjeturó y otros canonizaron-, Feiling dice: "La historia oficial tiende a generar una literatura asfixiante, que se desvive por inscribirse en esa misma historia y sólo se ocupa de ella".

Yo creo que Piglia también es víctima de esta asfixia de la que Feiling habla. Estoy convencido de que siente que respirar en el mundo de la literatura se le hace cada vez más difícil, lo cual lo empuja -a confesión de partes, relevo de pruebas- a inclinarse por los métodos artificiales. Lo acepta casi al pasar en la entrevista con Graciela Speranza, cuando elogia a Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver. ¿Cómo lo ensalza? Diciendo que este hombre "consigue narrar historias, que en literatura ya es muy difícil". ¿Qué está diciendo Piglia aquí? Al mencionar que Taxi Driver parece una versión de Memorias del subsuelo sugiere que uno todavía puede llegar a ser Dostoievski en el cine, pero en la literatura no. En literatura ya es muy difícil, son sus palabras. Esta es la situación que está describiendo, un diagnóstico del quehacer hispanomericano actual: a los escritores les cuesta cada vez más escribir. Suena absurdo, pero no por eso es menos real.

El segundo motivo del extravío en el laberinto podría ser el siguiente. Todo artista siente la tentación de ser moderno, el mandato de la innovación. (Que a veces, por cierto, opera como una condena.) En este mundo nuestro, no hay nada más moderno que los medios electrónicos y la fragmentación del relato que producen. Nuestro modo de ver y de leer se está convirtiendo cada vez más en nuestro modo de conocer: el zapping, el chateo, Google, YouTube, los mensajes telefónicos. Nos dicen que ya nadie lee novelas, que nadie escucha discos completos, la gente baja temas sueltos de la red que incluyen bits de otras canciones: melodías clásicas reducidas a moneda de cambio, a campana de Pavlov que nos llena la boca de saliva. Enfrentados a la biblioteca infinita que asfixia, a este relato ‘oficial' según el cual narrar historias en literatura se ha vuelto difícil, muchos escritores se ven tentados por los brillos de estas nuevas formas y deciden imitarlas.

Y así fragmentan sus relatos, producen digresiones interminables, buscan la desconexión que surge de saltar de un texto a otro, la sensación de choque entre distintos registros. Algunos compran el argumento de que la profusión de blogs expresa la necesidad de subjetividad extrema, y se limitan a escribir sobre sí mismos. O rindiéndose a la presunta supremacía de estas formas, renuncian a la construcción del relato y escriben lo que les viene a la mente, confundiendo perorar con narrar.

/upload/fotos/blogs_entradas/pulp_fiction_med.jpg

La piedra de toque de la literatura de hoy es el monólogo de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction, donde se habla de cómo rebautizan en Francia a los productos de McDonald's. Hemos dejado de preguntarnos cómo escribir un Quijote acorde a estos tiempos, una obra que transforme la manera en la que ‘leemos' la realidad. Casi nadie arriesga su vida a la manera del protagonista de Las ruinas circulares, dedicándose a soñar un personaje tan vívido que escape de las páginas y opere sobre el mundo: no esperen encontrarse en breve con un nuevo Ahab, con un nuevo Raskolnikov, con un nuevo Erdosain. Ahora nos conformamos con saber la diferencia entre el Quarter Pound y el Royale with cheese.

Para emplear términos caros a la historia argentina reciente: lo que muchos narradores hacen es decretar un lock-out a los lectores. No son los lectores los que se declaran en huelga, son los mismos escritores que deciden no proveerlos más de libros inolvidables. Convencidos de que ya no queda más remedio que escribir notas al pie de la Gran Literatura, eligen narrar contra el lector creyendo hostigar así a la cultura de masas.  

                                                      (Continuará.) 

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21 de abril de 2008
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El Boomeran(g)
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