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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El Top Ten de la tortura musical

Me quedé colgado del artículo que el dominical de El País dedicó a la música con que los militares de Guantánamo torturan a sus prisioneros. Basándose en información que Clive Stafford Smith difundió en The Guardian y textos que en la web difundieron New Statement y MotherJones (vayan a MotherJones.com, cliqueen Torture Playlist), el periodista Toni García -casi homónimo de un personaje de Juan Sasturain- sostiene que los militares estadounidenses atormentaban a sus prisioneros sometiéndolos a repeticiones interminables de Born in the USA, la canción del dinosaurio Barney, temas de Britney y Cristina Aguilera y páginas aguerridas de Metallica y Rage Against the Machine.

Está claro que cualquier estímulo reprisado hasta el hartazgo puede convertirse en tortura. /upload/fotos/blogs_entradas/la_naranja_mecanica_med.jpgYa lo contaba Kubrick en la versión fílmica de La naranja mecánica, donde al caer en manos de la ley el pobre Alex (Malcolm McDowell) recibe sobredosis de Beethoven que terminan conviertiendo la música del excelso alemán en una ordalía sin fin. El principio de la repetición es tan independiente de la calidad y dirección de la música, que hasta vocales opositores a la América republicana -como Springsteen, como Rage Against the Machine- pueden ser utilizados como arma en manos de aquellos a quienes detestan.

Sin ánimo de banalizar las violaciones de los derechos humanos que son la esencia de Guantánamo, creo que a ninguno de nosotros nos costaría nada intuir lo que se siente ante la omnipresencia de un estímulo. En algún sentido, la entera sociedad de consumo oficia como versión light de Guantánamo: cuando nos quiere vender algo, nos taladra el cerebro día y noche con su musiquita hasta crear necesidad de aquello que, hasta entonces, no éramos conscientes de necesitar. (Por algo una de las músicas preferidas de los torturadores de Gitmo es el jingle de una comida para gatos: ¿quién está libre de haber sentido náusea ante una publicidad repetida ad infinitum?) Y aunque uno se encierre en su casa y cierre además las ventanas virtuales que el sistema abre en livings y estudios (hablo de la radio, de la TV, de internet), ni siquiera así estaremos a salvo, porque los vecinos siguen con sus ventanas abiertas de par en par y la música que ellos escuchan atravesará nuestros muros lo queramos o no. E incluso en el caso de que nuestros vecinos sean sordos, bastará con que llamemos a cualquier empresa -desde un banco hasta una pizzería-, para que el fenómeno del ‘llamado en espera' nos deje en compañía del hit del momento, en versión ringtone.

Resignémonos: no hay forma de escapar al hit del momento -¡y mucho menos en verano!

Como humilde forma de manifestar empatía con tantas víctimas, incluiré a continuación un Top Ten de músicas que me torturan aun cuando escuche apenas unos pocos compases./upload/fotos/blogs_entradas/miranda_1_med.jpg 

  1. Cualquier cosa de la banda argentina Miranda. Por más que la intelligenzia crítica pretenda que son geniales, por irónicos, sigo creyendo que son un crimen contra el oído. (En el libro Espíritu de simetría que compila sus artículos, Angel Faretta cita a Claude Chabrol diciendo: ‘El crítico debe imponer lo que es bueno. Y para imponerlo, todo, absolutamente todo, es bueno. Comprendidos los insultos a aquellos que los merezcan'. Al menos para mí, Miranda se merece todos los insultos.)
  2. Cualquier cosa de la banda argentina Vilma Palma e Vampiros, como mis amigos ecuatorianos saben bien.
  3. Aunque me produce escalofríos coincidir en algo con torturadores, creo que el dinosaurio Barney -su existencia toda, más allá de sus canciones- es más insoportable que el potro o la horca caudina.
  4. Mika.
  5. Lo que muchos argentinos entienden por cumbia. En el microclima del progresismo local queda bien decir que a uno le gusta la cumbia (ese chi chiqui chi que mana a todo volumen de tantos autos con los que uno coincide tristemente en un semáforo), pero a esta altura de mi vida mis oídos se niegan a encontrarle otro valor más allá del político-sociológico.
  6. Ricardo Arjona. Los presos de Guantánamo deberían dar gracias al cielo de que los yanquis no lo conozcan.

 Habrán notado que prometí un Top Ten y sólo mencioné seis cosas. Los cuatro puestos restantes de la lista se los cedo a ustedes.

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18 de agosto de 2008
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Palabras profanas (2)

Otra palabra que en mi país se está usando de modo falaz es la siguiente: ‘consenso'. Según pretenden los medios, lo que ‘la gente' reclama (‘gente' que por definición es anónima, y por lo tanto no puede protestar la impostura de los que se arrogan su representación), es que el Gobierno cree ‘consenso'. La idea no estaría mal en términos ideales: sería recomendable que los Gobiernos de todos los países apostasen a consensuar entre los actores sociales y económicos, convenciéndolos de empujar en la dirección del bien común. Pero en el caso de la Argentina, la palabra ‘consenso' se puso de moda en el contexto del enfrentamiento entre la administración de Cristina Fernández de Kirchner y los más poderosos empresarios agropecuarios. En este marco, la falta de ‘consenso' por la que se responsabiliza a Cristina equivale a la admisión lisa y llana de que el otro tenía razón. Y hasta donde yo entiendo mi diccionario, ‘consenso' (‘conformidad de una persona con una cosa o acuerdo de varias personas entre sí', María Moliner dixit) no supone la aceptación de algo con lo que no se está de acuerdo; si así fuese, la paz de los cementerios debería llamarse ‘consenso'.

El ‘consenso' es deseable en una sociedad, en esto estaremos de acuerdo todos. Lo que hay que comprender es que no siempre es posible, ni recomendable. Existen momentos y circunstancias en los que esta clase de ‘consenso' que hoy parece tan importante resultaría inadecuado. No puede haber ‘consenso' durante una dictadura militar -ni durante una dictadura de los mercados.

¿Se puede profanar una palabra? Claro que sí: si al usarla la despojo de su significado original, acercándola incluso a un sentido opuesto al que tenía, la estoy profanando. Sólo puede existir consenso verdadero entre partes que están dispuestas a conceder algo, con ánimo de encontrarse con el otro a mitad de camino. Consecuentemente, aquellas partes que no están dispuestas a ceder nada no pueden reclamar ‘consenso'. En todo caso, lo que reclaman es que el otro acepte su derrota sin protestar. Se pueden firmar tratados en estas circunstancias, pero como la Historia prueba de manera repetida, los acuerdos suscriptos entre un vencedor indiscutido y un vencido humillado son papeles que el viento termina desordenando.

Por más que quiera, nunca lograré consensuar con quien sólo piensa en su propio bienestar. Porque el hecho de que se valore a sí mismo por sobre todas las cosas determina que sólo querrá consensuar conmigo cuando tenga todas las de ganar, o se haya impuesto ya.

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14 de agosto de 2008
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Palabras profanas

Aquellos que otorgamos a la palabra un valor sagrado como instrumento de verdad y belleza, deberíamos ser los primeros en indignarnos cuando se la usa para engañar, para confundir o simplemente para mentir. En un artículo publicado ayer por Página 12, Ricardo Forster alertaba sobre el empleo avieso del término ‘anacronismo', tan frecuente en labios de cierto periodismo de este país. ‘Anacrónico' (‘en desacuerdo con la época presente', asegura mi María Moliner) es como se define hoy aquí a todo hecho político tendiente a beneficiar a las masas menos favorecidas, y a los intentos de devolverle al Estado la fuerza que otrora tuvo, como actor principal en la persecución del bienestar de las mayorías. /upload/fotos/blogs_entradas/evo_morales_tras_ganar_el_referndum_med.jpgTambién suele tildarse de ‘anacrónica' la actuación de la Justicia en materia de derechos humanos. ¡Evo Morales es para ellos un anacronismo vivo! Y del mismo modo consideran ‘anacrónica' toda defensa de las ideologías -así, en un plural tan preciso como maravilloso-, en tanto datarían de un tiempo en que todavía eran útiles, o sea de los momentos postreros de la Historia, previos al triunfo ¿indiscutido? del sistema capitalista y la consagración del Discurso Único. Si de algo sirven los diarios de estos días (¡Beijing! ¡Osetia!) es para demostrarnos no sólo que la Historia prosigue, mal que le pese a Fukuyama, sino también que está muy pero muy lejos de convertirse en un monólogo.

Nada me haría más feliz que descubrir que la justicia social y la defensa de los derechos humanos se han vuelto anacrónicas, como conceptos y también como inspiradoras de políticas. Eso significaría que ya han sido obtenidas y se han vuelto parte del sistema, lo que tornaría innecesaria su mención y por lo tanto toda retórica en torno del tema. Pero hasta donde alcanzo a ver los pobres son cada vez más, y en consecuencia la violación de sus derechos se multiplica también, aunque más no fuere por obra y gracia de las demoníacas matemáticas. Y si mi juicio no me falla, la idealización del mercado como gran regulador reveló hace ya tiempo sus pies de barro: queda claro que las sociedades no pueden ser gobernadas como empresas, porque en las empresas existe siempre la posibilidad de un despido justo pero las sociedades no pueden despedir a los que sobran, a los que no resultan funcionales a su sistema de creciente exclusión.

Muchos comunicadores utilizan la palabra ‘anacronismo' tratando de descalificar a los que todavía soñamos y trabajamos por una sociedad más justa. Pero en sus labios suena más bien a admisión de la propia derrota. Sangran por no haber podido confinar el reclamo al desván de las cosas tan viejas como inútiles: les tranquilizaría saber que la justicia social y las ideologías se cubren de polvo entre radios de galena y lámparas a gas. Pero aunque les pese, el deseo de mejorar al mundo sigue actuante entre nosotros.

Parafraseando a Cortázar: este anacronismo está sonando mañana.

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13 de agosto de 2008
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Sobre el arte de morir

Me dio mucha pena la noticia de que Paul Newman abandonó el hospital, decidido a pasar los últimos días de su vida en su propia casa. Enfermo de un cáncer de pulmón (galopante, como suelen serlo una vez que se han revelado; mi madre murió a causa de uno de ellos en cuestión de meses), Newman cambió los cuidados intensivos y la tecnología de punta por el lugar amado. Por lo cual se hace preciso que corrija la frase del comienzo: me dio pena la noticia de que Newman agoniza, pero el hecho de que decidiese morir en su casa me otorgó algo parecido a una alegría serena. El maravilloso actor de Hud y Butch Cassidy parece además ser sabio en un arte que nuestra sociedad nos retacea: el de morir con gracia.

La cuestión me ronda la mente desde hace algunas semanas, cuando un amigo me confesó que su madre estaba muy próxima al fin, y que con su familia habían decidido apartarla de hospitales para permitirle apagarse en su propia casa. Se trataba de una mujer muy mayor, enferma de Alzheimer; un mal que, ya de por sí, lo dificultaba la posibilidad de reconocer dónde estaba y a quiénes veía. ¿Por qué aumentar su angustia y su desorientación internándola en un lugar del todo ajeno, y lleno de gente desconocida? La opción menos violenta era conservarla en su hogar, controlada médicamente de manera estricta pero de todos próxima a sus cosas, a sus aromas, a su cocina, a su cama. Consecuentemente, se extinguió en el sueño. Todas las muertes nos dejan un regusto de injusticia (¿quién puede convencernos de que ese era el momento adecuado, de que el final no podía haber esperado un tiempo más?), sin embargo la suya se pareció mucho a una muerte dulce.

Este mundo nuestro vive en una negación tan grande respecto de la muerte, que prefiere voltear la cara y permitir que las mayorías experimenten muertes violentas -lejos de casa, entubados, rodeados de rostros extraños- antes que asumirla con sabiduría. Lo cual empeora cuando se comprende que sólo la gente que está en condiciones de pagar servicios privados puede ofrecer a los suyos una muerte digna.

Deberíamos educar y ser educados sobre la muerte desde muy temprana edad. Nunca es demasiado temprano para aprender. Nunca es demasiado tarde para cambiar -a no ser que la muerte misma nos sorprenda desarmados.

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12 de agosto de 2008
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El hombre almohada, o el nuevo Fausto

The Pillowman me llenó de curiosidad desde que leí en el New York Times la crítica de la versión de Broadway, con Billy Crudup en el papel de Katurian. Ya había registrado comentarios interesantes respecto de su autor, Martin McDonagh, debidos a sus obras anteriores (la trilogía de Leenane, y también The Lieutenant of Inishmore), haciéndome la debida anotación mental para echarle un vistazo apenas pudiese: irlandés, con debilidad por las historias violentas y llenas de humor negro, McDonagh jugaba en el patio central de mis intereses estéticos.

Hace pocos meses me compré en Londres la edición en libro de The Pillowman. La leí de un tirón. Me dejó un sabor agridulce. Eso ocurre muchas veces cuando uno se crea demasiadas expectativas en torno de una obra. Suele ocurrir que esa obra -libro, película, drama teatral- no sea exactamente lo que uno se imaginó que sería. El único problema grave, en todo caso, ocurre cuando la obra en cuestión no es lo que uno esperaba, pero tampoco es ninguna otra cosa válida o interesante. Ese no fue el caso de The Pillowman. Pero sólo terminé de entenderlo anoche, viendo en Buenos Aires la puesta de Enrique Federman producida por Daniel Grinbank.

El atractivo de The Pillowman ya me había quedado claro desde aquella crítica en el Times. Katurian -allí Billy Crudup, aquí Pablo Echarri- es un escritor de cuentos terribles, casi inédito (tan sólo le han publicado una historia, en un medio gráfico de oposición al régimen), que es detenido por la policía cuando alguien empieza a imitar sus relatos oscuros en la vida real. McDonagh ubica la obra en un tiempo y en un país indeterminado, pero la recurrencia a nombres de origen eslavo (Katurian, Tupolski, Michal) sugiere Europa Central, y la omnipresencia de un Estado dictatorial recuerda los años de la dominación soviética. Pero para cualquier argentino mayor de 30, el escritor sospechado, las fuerzas policiales todopoderosas y su debilidad por la picana eléctrica no pueden sino remitir a nuestra propia experiencia dictatorial -y producir el escalofrío correspondiente.

/upload/fotos/blogs_entradas/pillowman.3jpg_med.jpgLeyendo el texto de la obra, sentí la misma inquietud del interrogador Tupolski frente a los cuentos de Katurian: me pregunté de manera incesante cuál era su tema. ¿La cuestión de la libertad de expresión bajo un sistema opresivo? ¿La crítica a una sociedad paternalista que de una manera u otra nos convierte a todos en (ex) niños abusados? ¿Una reflexión sobre la compulsión de todo creador, que privilegia la supervivencia de su obra a cualquier lazo humano? ¿Todo lo anterior a la vez? ¿O era apenas un endeble andamio teatral que McDonagh utilizaba para shockear al espectador -la experiencia de ver Pillowman es fuerte- mientras vierte sus propias, ominosas historias por la boca abierta del público, a la manera del aceite de ricino con que se forzaba a los niños de antaño -por su (presunto) bien?

Viendo en escena la obra de McDonagh, comprendí que esa negativa a dejarse comprender a simple vista y de una sentada, era parte de lo que me seducía. Así como Katurian se resiste a la demanda del policía Tupolski, que espera que sus relatos indiquen, esto es sugieran con trazos gruesos el tema que pretenden abordar, The Pillowman se rehúsa a ser simplificada, desbrozada, predigerida. En un tiempo de comidas y de entretenimientos ready made, no es poco mérito.

Pero entre la trama de temas y preocupaciones que Pillowman despliega, creo haber hecho al fin mi propia lectura. Al menos para mí, The Pillowman es una obra sobre la obsesión creadora. ¿Quién que no sea un artista, y quién que no se considere público devoto -lector, espectador- entenderá que la vida puede obtener el sentido que para tantos es esquivo, si logra cristalizarse en una obra inmortal? Ante la resultante de un cuento, una película o un drama inolvidable, todos los dolores y requiebros de la existencia quedan justificados. Puesto en la disyuntiva de ser preservado del dolor o de obtener una obra maestra, todo artista que se precie elegiría el combo agridulce: el dolor y la gloria, por supuesto. Del mismo modo, ninguno de nosotros como espectadores o lectores elegiría convertir a Malcolm Lowry en un señor feliz al precio de perdernos Bajo el volcán; no señor, queremos que los artistas sigan sufriendo siempre y cuando la compresión de ese dolor arranque un diamante del carbón original.

No es casual que yo haya comprendido esto tan sólo viendo a los actores en vivo: Carlos Santamaría como Tupolski, Vando Villamil como Ariel, Carlos Belloso como Michal, el hermano retardado de Tupolski. (En una composición luminosa, Belloso vuelve cierto aquello de la verdad más profunda se encuentra a menudo en los labios del idiota.) Pero ante todo, lo comprendí experimentando el increíble desgaste físico y emocional de Pablo Echarri en escena. Al verlo prodigarse de ese modo (volviéndose irreconocible, casi ratonil, tan distinto del Echarri habitual como Gregorio Samsa del insecto en que se transformó un día), entendí que Katurian elegiría sin duda padecerlo todo otra vez -del mismo modo en que el actor teatral lo hace cada noche, dicho sea de paso- si le asegurasen que sus cuentos vivirían para siempre.

¿No es ese el pacto que suscribiríamos todos, de molestarse alguien en presentarnos el contrato?

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11 de agosto de 2008
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Voto por las Olimpiadas de la mentira

¿Son ustedes de los que se vuelven locos con las Olimpiadas? Siendo pésimo espectador de deportes en general, admito que no me mueven un pelo. Supongo que la ceremonia de inauguración será espectacular y que me cruzaré todo el tiempo con tal o cual competencia, dependiendo del grado de triunfalismo que nuestros deportistas nos permitan. Sólo disfruto estas competencias en términos estéticos y, si se quiere, naturales: el cuerpo humano en acción puede ser una cosa muy bella -siempre y cuando no haya víctimas que lamentar.

Las Olimpiadas sólo cruzaron por mi mente por cuestiones políticas. Hace pocos meses, en camino hacia el centro de salud donde nos aguardaba una ecografía, mi mujer y yo nos topamos aquí en Buenos Aires con una manifestación por los derechos del Tíbet. Habiendo vivido en un país donde el pensamiento y por ende la libre expresión estaban censurados, no me cuesta nada sentir empatía con los disidentes. Esa es, quizás, la gran razón por la que no podría gozar abiertamente con estas Olimpiadas, aunque fuese fan de los deportes. La participación de tantas naciones a pesar de las violaciones del régimen a los derechos humanos me trae recuerdos del Mundial 78. La belleza del deporte no me resulta razón suficiente para soslayar dramas flagrantes.

Lo que entró en el terreno del humor fue la intervención de George W. Bush, que obviamente cuenta con mucho tiempo libre en sus manos. Visitar China durante las Olimpiadas, reunirse con el presidente Hu Jintao y criticar al régimen durante una breve excursión a Tailandia constituye un récord en materia de hipocresía para un mandatario que ya viene de batir muchas marcas en ese terreno. Si el hombre es tan religioso como dicen, ¿cómo es posible que no haya oído nunca del pasaje evangélico donde Jesús dice: ‘El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra'? ¿O es que Bush cree que el mundo considera que la administración que invadió Irak y creó Guantánamo es un faro mundial en materia de derechos humanos?

Si existiesen Olimpiadas de la mentira, el nefasto George W. se habría garantizado ya una medalla de oro.

En qué manos estamos, Dios mío.

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8 de agosto de 2008
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Más garabatos

/upload/fotos/blogs_entradas/david_miguel_angel_med.jpgUna vez copié la cabeza del David de Miguel Ángel, inspirándome en la foto de un libro que mis abuelos habían traído de Italia. Para ser sincero, estaba orgulloso del dibujo. Me había dado mucho trabajo: ¡tantos ricitos en esa cabeza de mármol! Se ve que mi madre también estaba orgullosa, porque en una reunión se lo mostró a sus amigos y uno de ellos, Felipe, el ingeniero, emitió el siguiente dictamen: ‘Esta parte está bárbara', dijo, aludiendo al rostro -la parte por la que siempre empiezo a dibujar. ‘Pero acá se empezó a cansar', dijo, señalando la parte superior de la cabellera. ‘Y a esta altura -concluyó, mostrándole a mi madre los ricitos de la nuca- ya estaba hinchado las pelotas'.

Felipe tenía razón. ¿Pero puedo atribuirle a esa crítica aguda mi defección como dibujante? Claro que no. Supongo que con el correr del tiempo y el acrecentarse de mis ambiciones, opté por aquello que creía hacer mejor. Es más fácil escribir: ‘El ejército de mil samuráis asomó en la ladera de la colina', que dibujar a los mil guerreros en posición de ataque. Pero tampoco se lo atribuyo a la dinámica del trabajo menor: imagino que ilustradores y dibujantes encontrarían igualmente difícil contar la historia que visualizan tan sólo con palabras, que pueden ser dificultosas como la silueta de un millón de guerreros. Y en mi caso yo elegí que las palabras fuesen el germen de todas mis historias, cosa que siguen siendo, aun cuando escribo para el cine.

¿Me habré perdido muchas cosas al dejar de dibujar? ¿Cuántas cosas habrán perdido ustedes, desde que archivaron sus crayones y sus lápices?

/upload/fotos/blogs_entradas/frank_miller_med.jpgNunca dejé de apreciar ese arte, que sigo considerando tan difícil como magnífico. Con el tiempo me sedujeron Pratt, Frank Miller y muchos de los ilustradores de las historietas de Alan Moore: Dave Gibbons, Brian Bolland, Kevin O'Neill...

Lo que hoy me pregunto es si se puede volver a dibujar. ¿Podrían ustedes ir más allá de los corazones, rayos y culebras que garabatean mientras hablan por teléfono? En estos días me ha dado por ahí, y con lápiz y papel comprobé que en buena medida es como andar en bicicleta: más allá de que estoy oxidado, las líneas y las formas se parecen a aquellas que solía dibujar -más aún, es como si hubiese retomado en el preciso punto en que dejé. Lo cual no deja de ser extraño. Supongo que, aunque no hubiese escrito ficción desde mi adolescencia, si lo intentase hoy mi voz sería totalmente diferente. En cambio mis dibujos son los dibujos de aquel adolescente... ¿Podré ‘remozar' mi habilidad de entonces, empezando a dibujar cosas que me representen hoy? ¿O es que a la hora de dibujar seguiré siendo siempre ‘aquel' Figueras, el chico que se pasaba horas dibujando superhéroes? A esta altura de mi vida, cualquier cosa que me haga sentir joven otra vez merece ser considerada.

Por supuesto, no es que me puse a dibujar porque sí. Estoy metido en un proyecto que si todo va bien conocerán el año próximo. Y por una serie de razones, empecé a preguntarme si para completarlo tal como se debe no sería necesario que volviese al tablero, los lápices y las tintas.

Por ahora estoy experimentando. Después les cuento...

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7 de agosto de 2008
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Garabatos

Imagino que ustedes también dibujaban cuando niños. Durante los primeros años, toda superficie es buena para un garabato o una mancha de formas evocativas. Supongo que los adultos terminan poniéndonos delante de un papel, lápiz en mano, para acotar nuestro impulso de convertir cada pared en un Picasso. El hecho es que empezamos garabateando con crayones, saltamos a lápices y marcadores y la escuela nos obliga, al fin, a probar suerte con las témperas. De este derrotero nadie se salva, eso es seguro. La pregunta que me desvela, sin embargo, es la siguiente: ¿cuándo dejamos de dibujar? Y más personalmente: ¿cuándo dejé de dibujar?

En algún momento de la vida, el dibujo fue para nosotros una forma común de expresión. Y en carácter de tal, supongo que nos hacía más fácil, o cuanto menos más transitable, la existencia. Árboles, casas, soles, automóviles, princesas, naves espaciales, superhéroes, personajes de Disney, escenas futbolísticas, chicas con poca ropa... ¿Quién no ha garabateado algo de eso? Hasta los aspectos más terribles de la vida aparecen en los dibujos infantiles -eso es lo que nos hacen creer los psicólogos, al menos. Yo recuerdo de modo indeleble los dibujos de los niños palestinos a quienes conocí años atrás. Todos ellos hacían terapia para lidiar con la ocupación militar de sus territorios. Y en consecuencia, sus dibujos estaban llenos de aviones, soldados, manchones rojos y casas incendiadas.

Supongo que las causas por las que dejamos de dibujar son obvias: falta de talento, falta de interés -y también de aliciente, por cierto. Al margen de los porqués, cuando dejamos de dibujar estamos abandonando una forma de expresión y clausurando una línea abierta con nuestro inconsciente. Una verdadera pena... Parte del proceso de socialización / homogeneización, presumo. ¡Deberíamos seguir dibujando toda la vida, aunque lo hiciésemos mal! (Los jeroglíficos en los marcos de agendas y cuadernos califican como variación de la misma necesidad.)

/upload/fotos/blogs_entradas/nippur2da1_med.jpgYo dibujaba muy bien cuando era pequeño. Me gustaban tanto los libros -los ilustrados, en este caso- y las historietas, que no me sorprende que le haya dedicado al dibujo tantas horas de mi vida. Si no estaba durmiendo o en clase (y a veces, también en clase), me la pasaba todo el tiempo haciendo alguna de estas tres cosas: leyendo, viendo TV o dibujando. Todavía conservo enormes blocks de hojas (que en realidad tías y abuelas preservaron en su momento por mí), llenos de originales y también de copias: mucho Batman, mucho Robin Hood, mucho Nippur de Lagash. Así como en su momento escribía y encuadernaba mis propias novelitas, hacía lo mismo con mis historietas.

Mi padre enmarcó el episodio apócrifo de una historieta mía, en la que me apropié de un personaje de Burne Hogarth llamado Drago. Este hombre era argentino, mezcla de gaucho y de James Bond. Más allá de lo absurdo de la premisa, imagino que la nacionalidad de Drago me sugirió que yo también podía hacerlo... Llegué a Hogarth porque me gustaba mucho su Tarzán, así como me había gustado el de Harold Foster -que más tarde me fascinó con El príncipe valiente. También me moría por Milton Caniff... Le robaba trazos al Dennis Martin de Lito Fernández, al Nippur de Ricardo Villagrán.

Pero finalmente dejé de dibujar.

Ugh, ya me extendí demasiado. La sigo mañana.

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6 de agosto de 2008
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El que miente, gana

/upload/fotos/blogs_entradas/kristin_davis_charlotte_york_med.jpgMi cuestionamiento de ayer no pasaba por la búsqueda de una escuela ideal para el niño por venir. No tengo apuro en encontrar un establecimiento puntual años antes de tiempo: Mayte querida, ¡yo no soy la Charlotte de Sex & The City! Lo mío, en todo caso, era una ansiedad más general; un planteo sobre el mundo de hoy, en la medida en que permea a todas las instituciones -desde las formales, como las escuelas, hasta las informales como la amistad- que existen en su seno. Repito, pues, la pregunta inicial: ¿cuál es la mejor manera de criar a un niño hoy, en este mundo en general y este país en particular? Y agrego, a modo de precisión: ¿cómo lograr que un niño de hoy se sienta parte de este mundo, de esta sociedad que le tocó en suerte, sin que resulte corrompido por ella y mellado por sus desvalores?

¿Cómo transmitir, por ejemplo, el valor de la verdad? El nuestro es un mundo que en los hechos no tiene estima alguna por la verdad, y que se conforma a cambio con un slogan resonante, siempre y cuando le resulte funcional. Líderes y funcionarios mienten descaradamente en público -pienso en la campaña de John McCain de esta última semana, por ejemplo-, a sabiendas de que lo más probable es que nadie los desmienta. (En cualquier caso, el consejo miente, que algo queda nunca ha dado mejores resultados que en esta época de cero rigor informativo.)

Por su parte, los medios se limitan a reproducir estos asertos de manera acrítica. El sábado pasado Luciano Miguens, titular de la Sociedad Rural Argentina que apoyó con dinero, aplausos y funcionarios cada golpe de Estado, dijo en un discurso: ‘Somos parte de una vanguardia transformadora'. Con honrosas excepciones, ningún medio aclaró que la frase de Miguens constituye un capítulo más de la apropiación que la derecha nativa está haciendo de todas las formas de reivindicación popular. Ya han sugerido que ellos son la Patria, la bandera, la escarapela, el himno, la conciencia nacional y el reservorio ético y cultural de nuestro país. Ahora se están adueñando también de la retórica revolucionaria, aun cuando su proyecto político supone más bien una anti-revolución: la reducción de la Argentina a un país para pocos, el modelo de Nación-estancia que ya debería ser parte de nuestro pasado más oscuro, en lugar de seguir condicionando nuestro futuro. Quiero decir: cuando la derecha más cerril se traviste de izquierdista de barricada y nadie alza la voz para subrayar la desnudez del emperador, ¿qué lugar queda para la verdad?

/upload/fotos/blogs_entradas/los_kirchner_med.jpgPeor aún: cuando la gente repite los argumentos que les bajan desde los medios a la manera de los loros -esto es, sin estar en condiciones de dar razón de lo que dicen-, la verdad vuelve a recibir otra estocada. Yo tengo claro, por ejemplo, que lo que hicieron los Kirchner con el organismo estatal llamado INDEC fue de una torpeza increíble. Pero cada vez que le pido a uno de los antikichneristas que crecen como hongos que me explique por qué lo del INDEC apesta, me topo con un disco rayado que vuelve al surco inicial. Quiero decir: aunque yo diga algo que es verdad, si no puedo fundamentarlo es lo mismo que si repitiese una mentira, porque tan sólo estoy hablando por hablar, o utilizando un argumento que no puedo sustentar para disfrazar mis fobias o mis filias. Cuando tener razón es más importante que saber la verdad, estamos en problemas. Y en este mundo de hoy, donde todo lo valioso parece tener precio y todo lo que se compra nos llega vía delivery, "compramos" la verdad hecha en los diarios y la TV, sin tomarnos el trabajo de llegar a ella. Y la verdad no es una compra hecha por teléfono. Mal que nos pese, es y seguirá siendo el laborioso ascenso a una montaña -y hecho a pie, sin medios mecánicos que alivien o acorten el camino.

Quizás parezca que me fui por las ramas, pero no. Una de las cosas que me cuestiono es, concretamente, cómo enseñarle a mi hijo el valor de la verdad en una sociedad que parece haberse vacunado contra su poder. Porque entre nosotros, ¡qué duda cabe!, el que miente mejor, gana.

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5 de agosto de 2008
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Futuro condicional

A veces en las sobremesas de los domingos afloran cuestiones que vienen escaldándonos sin que nos demos cuenta. Ayer, por ejemplo, la charla viró de lo absolutamente subjetivo -barrios de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires, preferencias, conveniencias y otros etcéteras- a una cuestión que, en la inminencia del nacimiento de mi nuevo hijo, se me vuelve cada vez más insoslayable: ¿cuál es la mejor manera de criar a un niño hoy, en este mundo en general y este país en particular?

/upload/fotos/blogs_entradas/cortzar_med.jpgCuando me tocó ser niño, el mundo y el país eran otros. Acudiendo a una escuela primaria del Estado, yo pude obtener entonces dos cosas fundamentales: una buena educación académica -mis maestras alentaron lo que percibieron como mis pasiones, una de ellas me regaló un libro de mitología griega que aún conservo, la otra me introdujo en los cuentos de Cortázar- y una perspectiva realista respecto del mundo, en tanto mis compañeros pertenecían a todas las clases sociales y buena parte de las etnias. Los había chinos, morenos, negros, judíos, locales e inmigrantes, hijos de profesionales universitarios y de encargados de edificios y de técnicos de radio y TV. En consecuencia, yo aprendí a colaborar y a relacionarme con todos, y a abrirme a la más grande diversidad de experiencias y circunstancias. Por lo demás, vivía en un barrio de clase media (Flores), en el que podía circular sin problemas, yendo y viniendo a pie de mi escuela.

Hoy en día, el nivel general de las escuelas estatales ha bajado muchísimo. Lo cual lo pone a uno en la disyuntiva de apuntar a una de las escuelas oficiales destacadas -dos o tres, en el marco de Buenos Aires- o a caer en la tentación de las escuelas privadas. En este último caso, los niveles sociales del alumnado son infinitamente más homogéneos: se limitan a lo que quedó de la clase media, entremezclado con otra clase que, sin ser alta del todo, tiene el mejor de los pasares -y enormes aspiraciones, por lo menos en lo económico.

Yo querría que mi hijo estudiase en una escuela que lo desafiase a superarse constantemente, pero que no lo encerrase en una burbuja social, un mundo de artificio con poco de contacto con el mundo real. Seguramente existe un sitio así en Buenos Aires y sus alrededores, sin embargo no lo conozco, al menos por el momento -lo cual sugiere que, aun cuando lo encuentre, se tratará de una excepción a la norma. Más allá de mi caso particular, lo que quiero decir es que resulta evidente que las sociedades de hoy están en un estado de flujo total en comparación a lo que eran veinte, treinta años atrás; que ya nada es lo que era sin haber llegado tampoco a ser nada nuevo, o por lo menos definido y estable. La educación formal está en crisis en este mundo de creciente aislamiento social. La vida en las ciudades se ha tornado más violenta y peligrosa. Y lejos de ayudarnos a saltar barreras, las nuevas tecnologías y los medios de comunicación profundizan nuestra alienación: el Otro -en lo social, en lo cultural, en lo político, en lo económico- no es considerado una posibilidad o un mundo nuevo, sino más bien un adversario potencial del que hay que desconfiar, e incluso eliminar antes de que nos elimine.

Como imaginarán, yo no quiero criar a mi hijo en semejante paranoia. Me pregunto cómo estarán las cosas allí donde están ustedes.

Cuéntenme. Y la seguimos mañana. 

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4 de agosto de 2008
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El Boomeran(g)
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