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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El chico que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

Vaya esto para decirles a Gemafobia, Cristinaese y a quien firmó comentarios con una lacónica ‘A’, que he terminado de leer (devorado, más bien) La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de Stieg Larsson, y que la he pasado muy pero muy bien. La novela retoma los personajes centrales de la primera entrega de la trilogía Millennium, la cada vez más fascinante Lisbeth Salander y el periodista Mikael Blomkvist (de cuya integridad Larsson mismo se mofa, llegando a  hacer que Lisbeth lo llame ‘Kalle Blomkvist de la mierda’), profundizando en sus personalidades y sus historias personales al tiempo que se mete con otra de las zonas oscuras de nuestras sociedades –en este caso, la trata de blancas.
    Como es obvio disiento con Nod, para quien al menos la novela inicial, Los hombres que no amaban a las mujeres, ‘no es más que un best seller del montón’. Y mi discrepancia se funda en varias razones.
    En primer lugar, ambas novelas (la tercera no ha sido editada aun en español) tienen una trama impecable; la segunda está al borde del tour de force, sosteniendo la tensión a pesar de que sus personajes principales pasan virtualmente todo el relato sin encontrarse. Alguien dirá que las tramas son lo que los best sellers suelen hacer mejor. Pero convengamos que en la última década el nivel general de las novelas populares dista mucho de lo que fue en, por ejemplo, la época de William Peter Blatty, Peter Benchley, Irving Wallace y el mejor Stephen King. Al lado de lo que hoy ocupa el Top Ten de las listas, El exorcista, Tiburón, La palabra y Carrie están en condiciones de aspirar al Pulitzer.
    En segundo lugar Larsson no escribe con los pies, lo cual lo diferencia de Dan Brown y de tantos otros autores del momento con los que preferiría no meterme. No diré que es inspirado, pero sí que es efectivísimo. Debe haber sido un muy buen periodista, porque sabe dosificar la información y no se va nunca por las ramas.
    En tercer lugar, con Lisbeth Salander el malogrado Larsson ha creado un personaje inolvidable, más grande que las novelas mismas. ¿De cuántos best sellers se puede predicar lo mismo? (Y no me tires a Harry Potter por la cabeza, Nod, cuyo fenómeno excede cualquier análisis de la norma –sumado al hecho de que contó con miles de páginas para desarrollar un mundo y sus características.) Voy a ir todavía más lejos: ¿de cuántas novelas  ‘serias’ de los últimos años podemos decir que han creado personajes inolvidables –tridimensionales, complejos, contradictorios y aun así seductores?
    Y cuarto y (por ahora) final: Larsson aprovechó las formas de un género narrativo popular para meterse con algunas de las tantísimas lacras de nuestras sociedades. Dado que la mayoría de los best sellers se contentan con producir pura distracción, el hecho de que este hombre haya ambicionado lo mejor de ambos mundos (esto es, ser compulsivamente legible al tiempo que poner la lupa sobre ciertas llagas muy reales) es, para mí, un plus que cargo en la cuenta de su haber. Me saco el sombrero ante este hombre que, hasta el último instante de su vida, mantuvo viva la indignación que le inspiraban las injusticias que mucha gente, de puro acostumbramiento, considera ya normales.
    Finalmente, Nod: ¿cómo y por qué promocionaría una película que no he visto, y que no se ha estrenado ni tiene fecha para hacerlo en el país donde vivo? ¿Por qué, en todo caso, promocionaría una novela que ni siquiera pertenece a mi editorial? Quizás no se den cuenta, porque no hay nada más fácil que tirar un par de líneas, firmar con un alias y cliquear donde dice enviar. Pero algunas de los comentarios que envían son impropios, y a menudo hasta ofensivos. Decir que estoy promocionando algo equivale a sugerir que cobro por ello. De lo cual, en ese caso, debería haber constancia fáctica; porque en caso de que no la hubiere, quedaría yo habilitado para hacer una denuncia por difamación –pero claro, ¿cómo hacerla si no sé quién es Nod? (A no ser que consiga una Lisbeth Salander que rastree la dirección de mail original. Lo cual, ahora que lo pienso, no es nada imposible.)
    Estoy seguro de que esa no fue tu intención, Nod. Pero en este mundo tan corrupto, la honestidad ha sido una de las bases sobre las que intenté construir no sólo mi carrera, sino también mi rol como padre de familia. Mis hijas suelen leer este blog, que escribo a diario (hoy es domingo por la tarde: ¿qué estás haciendo tú a estas horas?) sin cobrar un peso por ello. ¿Qué se te ocurre que sienten cuando alguien desconocido pone en duda algo que para mí es tan esencial, sin prueba alguna (porque para tenerla tendrías que fabricarla) y por ende de manera irresponsable?
    Pueden disentir con todas mis ideas. Esa es parte de la gracia del asunto. Pero en ese caso tómense el trabajo de argumentar. Nada me interesa más que la posibilidad de sumar puntos de vista sobre los temas que se me ocurre tocar: ¿para qué sostendría este blog, si no alentase la posibilidad del intercambio? Pero hay demasiada gente cuya idea de la participación en este sitio pasa por la inhabilitación del otro, que a menudo llega al insulto. Esos comentarios no dicen nada nuevo sobre lo que yo planteo, pero –ay- dicen volúmenes sobre sus propios autores.
    Me pregunto por qué habrá tanta gente que mira con suspicacia un comentario positivo sobre algo (lo cual implica, esencialmente, compartir un placer o un descubrimiento), pero no sospecha nada raro cuando el mismo comentarista destroza a alguien. ¿Por qué serán legión los que se sienten más cómodos con la destrucción que con la construcción?
    Dicho lo cual vuelvo al punto. Para mí las dos novelas editadas del pobre Larsson (que murió antes de verlas en papel, lo cual torna su éxito algo amargo) no son best sellers del montón. Ojalá lo fuesen, en todo caso, si esa fuese una indicación del nivel de la media. ¡Pero no lo es!
    En un mundo ideal, todos los best sellers tendrían el nivel de los de Larsson.  



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8 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La palabra con 'o'

El Presidente de los Estados Unidos habló ayer en Egipto, dirigiéndose a todos los musulmanes del mundo. Desde entonces tirios y troyanos están debatiendo el discurso, analizando su contexto (es verdad que Egipto dista de ser el país-tribuna ideal, tratándose de un régimen donde la democracia brilla por su ausencia) y desbrozando cada frase.
    Por supuesto, se trata del tipo de piezas oratorias que por definición no puede contentar al mundo entero, y corre más bien el riesgo de irritar a todos los implicados. Pero más allá de las consideraciones sobre lo que faltó, sobró, pesó demasiado o pesó poco, existió en ese discurso una definición que yo considero histórica. Tanto es así, que apenas la oí debí acudir a los diarios online para asegurarme de que mis oídos no me habían engañado.
    Hablando de Palestina en tiempo presente (lo cual, aunque parezca mentira, es todo un logro tratándose de un mandatario de USA), hizo foco en sus habitantes y en “las diarias humillaciones, grandes y pequeñas, que derivan de la ocupación”.
    Obama dijo la palabra con O. Aquella que hasta ayer era considerada impronunciable por un Presidente de los Estados Unidos, y que describe en términos funcionales la relación entre el Estado de Israel y los territorios palestinos.
    Ocupación.
    Nueve años atrás, cuando visité esa zona para escribir sobre la Intifada para una revista española, mi bautismo de fuego fue elocuente. Era un viernes a mediodía, y en el corazón de la Ciudad Vieja, los soldados israelíes impedían el acceso a la mezquita a los musulmanes menores de 45 años.
    La pregunté a mi fotógrafo, Pasqual Górriz, cuál era la razón de semejante decreto.
    Pasqual me dijo que el día anterior el ejército israelí había eliminado a un miembro de la OLP.
    “Pero si fueron los israelíes los que atacaron”, pregunté desde mi ingenuidad, “¿por qué prohiben que los musulmanes se junten a rezar?”
    Por toda respuesta, Pasqual me dirigió una de esas sonrisas que sólo produce la gente cuando está cansada de tratar de explicar lo inexplicable.
    En medio de la batahola que se había armado (los musulmanes protestaban y forcejeaban, los soldados resistían, empezaron a volar los culatazos), un viejo que vio la cámara de Pasqual y mi semblante desconcertado se nos acercó, y con gesto enojado dijo en perfecto inglés:
    “This is the occupation!”
    (Este episodio figura, apenas alterado, en la novela Aquarium.)
    Nueve años después, Obama le dio la razón a aquel viejo.
    No será mucho, cuando se lo mira a través del prisma de la sangre derramada. Pero al menos en términos jurídicos, se trata de un paso para la humanidad tan enorme como el de Neil Armstrong en la luna.



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5 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mi primera vez

Con la tarea pendiente de escribir sobre Viernes 3 AM para la revista La Mano (ahora que se cumplen treinta años de la edición de La grasa de las capitales, segundo disco de Serú Girán), me encontré con una producción de Entertainment Weekly que le preguntaba a sus lectores cuál había sido su primer concierto en vivo. Hay gente que respondió haber visto a James Brown y los Jackson Five, alguno que dijo haber debutado con Smashing Pumpkins teloneado por Garbage, otro que confesó Genesis en 1983, oportunidad en la que descubrió un cierto humo de origen vegetal… En lo que a mí respecta, mi aventura inicial en este territorio fue también la primera vez que oí Viernes 3 AM.
    Debe haber sido 1979. Después de un debut en Obras no del todo bien recibido (o mejor dicho, recibido con la misma confusión que saludó a su disco debut), Serú Girán prescindió de la orquesta con que se había vestido al principio y se lanzó a una serie de conciertos de perfil bajo sobre la calle Corrientes.
    Yo acudí con uno de mis compañeros de escuela más melómanos, Marcelo Oscar Alvarez. Y en esa noche histórica (lo fue para mí, al menos), Serú Girán estuvo por encima de las mejores expectativas.
    Serú eran Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y el hoy desaparecido Oscar Moro en batería. Una banda que sonó contundente (ya sé, por entonces yo no tenía parámetros para juzgar contundencia en vivo, pero ¿cómo le voy a discutir a mi recuerdo?) y brilló como era de esperarse con una lista compuesta por canciones que hoy son clásicos: además de los temas del disco Serú Girán (Eiti Leda, Autos, jets, aviones, barcos, Seminare) probaron aquellos de la inminente Grasa de las capitales (Perro andaluz, San Francisco y el lobo, una versión escalofriante de Noche de perros) y hasta desempolvaron joyas de Sui Generis, el primer grupo de Charly. Aquella interpretación de Alto en la torre todavía suena en alguna circunvolución de mi cerebro…
    Fue una noche inolvidable, por cierto.
    ¿Y qué hay de ustedes? ¿Cuáles fueron sus primeros conciertos?



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4 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Series en serie

La inminencia del verano en el Hemisferio Norte significa, entre tantas cosas infinitamente más importantes, que se viene el recambio de las series. La temporada oficial culmina; arrancan los títulos de la contraprogramación. Asistimos a una lluvia de finales que nos dejan todavía más colgados de la palmera que antes. ¿Explotó la bomba de hidrógeno en Lost? ¿Entenderé al final de Breaking Bad qué era ese animal de peluche que flotaba en una piscina desde el Episodio 1? (Algo que ver con un accidente aéreo, leí por ahí; a eso le llamo yo un timing macabro.)
    Allá arranca la quinta temporada de Weeds. Aquí empieza la segunda de In Treatment. (Por más que uno entienda su preocupación –un juicio por mala praxis desquicia a cualquiera-, ver a mi psicólogo televisivo favorito así de desquiciado resulta inquietante.) A partir de junio se emitirá en Latinoamérica la temporada final de E.R., una serie que llevo viendo desde hace… ¡quince años! Será un cierre emotivo, sin dudas: a esta altura del partido, muchos de esos personajes son casi familia. Y mientras tanto me pregunto cuándo se verá aquí Nurse Jackie, que se insinúa como el negativo perfecto de E.R., con sus médicos despistados y sus enfermeras que se drogan con Percocet.
    Cuando trato de justificar este frenesí de mitad de año, me digo que la mayoría de los colegas de mi propio sexo experimentan un vértigo similar ante la finalización de los campeonatos de fútbol y el comienzo de los torneos de verano. La verdad es que a mí el fútbol me deja frío (aunque vi el final de la Champions y celebré el triunfo del Barcelona), pero entiendo que mi vida no sería la misma sin ese delicioso chisporroteo de historias que entran y salen de mi vida con la mayor impunidad –al igual que los libros o las películas.
    Así que, aunque más no sea por esta vez, me abstendré de ser prejuicioso con los amigos futboleros.
    Tantas series que ver, y tan poco tiempo.



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3 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Through the Looking Glass (2)

Nunca supe muy bien a qué atribuir mi fascinación por los Glass que, para ser sinceros, a menudo se comportan de maneras bastante irritantes. La maestría de Salinger como narrador es indiscutible, pero no resulta explicación suficiente. (Yo soy de los que prefiere a los escritores grandes por encima de los grandes escritores.)
    Quizá se deba a que a mí me gustan los niños como personajes (Fresán me lo subrayó hace algunas semanas, en todas mis novelas hay niños –y Aquarium no será la excepción) y los Glass, aun de adultos, suenan siempre a niños curiosos sueltos en un universo nuevo. Wise childs, como pregona el programa radial que los hizo famosos: o sea, niños sabios. Y no tanto en el sentido del concurso, de pequeños sabelotodo, sino más bien como descripción de su capacidad de ver el mundo de un modo que se diferencia del convencional: salteándose las conexiones obvias y descubriendo las conexiones secretas.
    En ese sentido, el niño eterno Salinger actuó de manera consecuente. Por ende, su decisión de dejar de publicar en pleno éxito y de sustraerse al escrutinio del mundo no suena a arrebato ni a capricho. Yo la interpreto como una progresión inevitable, en un artista que fue comprendiendo que los porqués y paraqués de su escritura no pasaban ya por los comentarios de la crítica, las exégesis ni las listas de best-sellers. (Y que por supuesto, podía darse el lujo de dejar de publicar sin temer por el pan de mañana.)
    “Pusiste que eras escritor de profesión”, le dice Seymour a Buddy en una carta. “Me sonó como el más adorable de los eufemismos. ¿Desde cuándo escribir es una profesión para ti? Nunca ha sido otra cosa que tu religión”. Es esta búsqueda lo que me vence, lo que me convierte en acólito. Está claro que los Glass son encantadores (de hecho lo que suele imitarse más son sus excentricidades, de ahí la abundancia de familias locas y sui generis en la narrativa multimedia de las últimas décadas), pero lo que me puede es el hecho de que sus excentricidades no sean gratuitas, sino consecuencia de la persecución de un algo más –una visión, un punto de equilibrio a mitad de camino entre la tristeza y la más perfecta de las alegrías.
    “Estoy seguro de que sólo te preguntarán dos cosas”, sigue diciendo Seymour para mostrarle a Buddy de acuerdo a qué parámetros será juzgado en tanto narrador. “¿Habían salido la mayoría de tus estrellas? ¿Te ocupaste de escribir con todo tu corazón?” Digo esto con humildad (porque Salinger hay uno y no más; no diré que es un genio, porque no quiero menospreciarlo –prefiero decir que es un escritor grande): ojalá seamos muchos todavía los escritores que sólo querríamos ser juzgados de acuerdo a esas dos preguntas; los que profesamos una religión que no tiene nada de finalista (de resultadista, dirían los futboleros), sino que, por el contrario, sacraliza la búsqueda misma, el viaje por encima de la llegada.
    Habiendo terminado Raise High y Seymour me quedé alentando la misma esperanza de todos los salingerianos: que a la muerte del viejo (Dios la postergue por muchos años más), salgan a la luz las otras cosas que estuvo escribiendo todos estos años, a espaldas del mundo. Y entonces recordé que todavía me queda un relato más: el último, Hapworth 16, 1924, construido sobre una carta que Seymour envió a casa desde un campamento, a los siete años de edad. (¡Seymour niño!)
     Acabo de ver que el texto está en internet. Qué felicidad.



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2 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Through the Looking Glass

Me encuentro en un extraño estado de equilibrio entre alegría y tristeza después de haber terminado Raise High the Roof Beam, Carpenters y Seymour, an Introduction, los dos relatos que me faltaban para concluir la inconclusa saga de la familia Glass. Había empezado el asunto –como todos, supongo- leyendo A Perfect Day for Bananafish, entrada dramática si las hay, en tanto concierne al suicidio del mayor de los hermanos Glass, el inefable Seymour. De allí en más fui leyendo los otros relatos de Nine Stories y Franny and Zooey. Y ahora este volumen con las dos nouvelles atribuidas a Buddy, segundo en orden de nacimiento y presunto autor (Salinger lo sugiere en Seymour) de The Catcher in the Rye.
    Los Glass son una familia neoyorquina de ascendencia mixta: mitad judía (como Les, su padre) y mitad irlandesa (como Bess, su madre). Compuesta por siete hermanos (Seymour, Buddy, Boo Boo, Walt, Waker, Zooey, Franny) que se han hecho famosos por su participación en un programa radial de preguntas y respuestas llamado –sin ninguna ingenuidad- It’s a Wise Child, los Glass epitomizan el espíritu disfuncional y a la vez excéntrico de tantas familias americanas que han sido creadas de allí en más: no habría The Royal Tenenbaums sin los Glass (de hecho el marido de Boo Boo se llama Tannenbaum), no habría Six Feet Under sin los Glass, no habría Weeds sin los Glass.
    No sé a ustedes, pero a mí me seducen más las historias protagonizadas por los Glass que The Catcher on the Rye. Lo que de alguna manera significa decir que me gusta Buddy como escritor sólo cuando escribe sobre su propia familia.
    Imagino que si a Mark David Chapman le hubiese pasado lo mismo, hoy Lennon seguiría vivito y coleando.

            (Continuará.)  



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1 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voz que detenía la marcha del mundo

Desde que HBO lo emite, no he pescado Spectacle: Elvis Costello with… más que un par de veces. Conducido por el cantante y compositor en el (todavía incómodo) rol de anfitrión, es de esos programas –como el de las entrevistas del Actor’s Studio- en los que uno sólo se queda si el músico le interesa.
    Yo me quedé con Lou Reed y con Rufus Wainwright. Pero también pasaron por allí Elton John (que además es uno de los productores del ciclo), y Tony Bennett, y The Police, y Bill Clinton (¿). La idea es que Costello abre el programa interpretando un tema del invitado, se conversa un rato y finalmente regresan todos a escena para que ocurra la música.
    Durante el programa con Rufus salió a colación el nombre de Jeff Buckley, uno de mis cantantes favoritos, a quien ambos llegaron a conocer poco antes de que muriese arrastrado por el río Wolf en 1997. La anécdota que Rufus contó fue tan frívola como su persona pública (aclaro que su música me gusta mucho, y que hasta tengo el DVD Rufus Does Judy at Carnegie Hall, con el concierto en que cantó el repertorio de Judy Garland), pero Elvis contó algo que me conmovió. Los detalles se me escapan ahora, pero espero que la esencia del asunto quede intacta.
    Costello dijo que se había cruzado con Buckley en el festival Meltdown. Y que lo recordaba al asistir a la prueba de sonido, sin siquiera afeitarse y vestido con la mayor informalidad. Según Elvis, Buckley comenzó a cantar acompañado por una pianista que le habían asignado para la ocasión. Seguramente se trataba de una profesional, pero de todos modos, en presencia de la voz de Buckley, la mujer se olvidó de tocar. Tanta era la belleza que salía de esa garganta (un sonido de otro orden), que la pianista dejó atrás su experiencia y sus diplomas y se vio reducida a la condición de niña embelesada –como en un principio, cuando la música era para ella magia pura.
    Cualquiera que haya escuchado la voz de Buckley sabe que la historia suena verosímil.
    En estos días estoy disfrutando (muy pero muy lentamente, porque Jeff ya no puede producir nueva música y es válido estirar el goce del descubrimiento) Sketches for ‘My Sweetheart the Drunk’, la colección de grabaciones y demos en preparación para lo que iba a ser su segundo disco –que se fue con el río. Por lo cual volveré sobre el asunto dentro de poco.
    Por el momento, estos Sketches son para mí puro placer.



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29 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los que no pueden más (2)

La segunda mitad de Los topos es el negativo perfecto de la primera, tanto en su extensión (ambas partes tienen 88 páginas) como en su peripecia. Lo que tiene lugar entonces es un desplazamiento que de arranque es geográfico –el protagonista se traslada a Bariloche, ciudad del sur sobre la que vierte sus esperanzas- y finalmente narrativo.
    Las 88 páginas iniciales coqueteaban con las formas del realismo. Las 88 subsecuentes abrazan lo esperpéntico, con enanos ricachones y todo. En algún sentido no sólo la narración, sino el protagonista mismo deja de ser quien era: ahora es él, y ya no Maira –los nombres de su afecto incurren en aliteración: Maira, Romina, Mariano- quien se traviste, vistiéndose de mujer, prostituyéndose, sometiéndose a una cirugía plástica para ponerse pechos.
    Y sin embargo (un logro para nada menor) el tono es consistente. El narrador sigue hablando con la misma voz coloquial, casi desprovista de énfasis, de que hizo gala desde el comienzo, aun cuando se abandona a la posibilidad de lo monstruoso. Que no pasa por el travestismo, por supuesto (todos somos travestis de una u otra manera), sino por la fantasía del narrador de estar entregándose a un hombre, el Alemán, a quien sospecha su padre: el doble agente, aquel que traicionó a su madre ante los represores.
    Conjetura que procede con el mismo rigor, o sea ninguno, que el que ya había empleado a la hora de creerse hermano de ‘Maira’. Pero por más tenue que sea esta convicción, por mal que resista la confrontación con la realidad, no borra el hecho de que el narrador la tiene en su cabeza todo el tiempo: desde el principio, cuando planea matar al –nada casualmente- Alemán, hasta el momento en que acepta sometérsele sin chistar –y cuando digo someter no hablo en términos excluyentemente sexuales, sino también de violencia.
    Hasta donde entiendo, este es un procedimiento habitual en Bruzzone. Muchos de sus relatos (existe una colección de cuentos llamada 76) alientan la noción de la ficción como existencia alternativa. Suelen empezar por circunstancias más o menos similares a las del escritor real (el Big Bang de la desaparición de los padres, la vida junto a una abuela, el trabajo en la pastelería o bien como limpiador de piscinas, la participación no del todo entusiasta en la agrupación HIJOS, la aceptación de la indemnización en carácter de víctima del terrorismo de Estado) y después se bifurcan.
    En algún caso (Fumar bajo el agua), el dinero de esta indemnización se aplica a un invento que lo vuelve millonario; nueva fantasía arltiana. En otro (Sueño con medusas) se tuerce hacia Europa vía viaje delirante en submarino, acepta una reconciliación con su novia –la recurrente Romina- y se anima a un happy end. En un tercero (Otras fotos de mamá), el mismo o parecido protagonista se cruza con un ex novio de su madre desaparecida y termina emborrachándose junto al dueño de un supermercado chino que, por supuesto, no le entiende una palabra.
    Que Bruzzone haya reservado la más extrema de sus ‘vidas posibles’ para su novela debut es, para comenzar, un gesto de coraje.
    Lo del tono casual con que se refieren hechos terribles es para mí revelatorio. Reproduzco la frase final de Los topos, con la salvedad de no estar traicionando nada de su trama: ‘La verdad es que ahora, con este frío, no hay mucho más que hacer’. Este frío me suena al desierto helado en que vivimos los argentinos desde hace décadas; la intuición de que nada puede sacarnos de aquí –ni la ideología, ni la Historia, ni la Justicia- ni tampoco brindarnos un poquito de calor a modo de paliativo. Lo único que queda es eso, precisamente: el instinto, seguir moviéndonos sin saber bien por qué, como los topos que aun en lo más profundo del túnel cuentan (¡contra toda esperanza!) con que sus narices los regresarán a la superficie –a la luz.
    Al final de Viernes 3 AM, después de haber cambiado ‘de sexo y de dios/ de color y de fronteras’, el protagonista de la canción de Charly García lleva un arma a su cabeza y dispara. El último verso cierra el mini-relato: ‘Los que no pueden más se van’. Un gesto romántico que ha quedado anacrónico en esta Argentina que vive la antítesis de toda épica. (Esto no es cosa de Bruzzone sino mía.) Donde pasamos de querer matar al Alemán a tolerar que nos viole a diario. Donde los que no pueden más, lejos de irse, son los que se quedan. (Como se quedó Charly, sin ir más lejos.)
    Se quedan en compañía de los militares sin dignidad, de los genocidas, de los asesinos anónimos; se quedan junto a los que miraron a otra parte cuando pasaba lo que pasaba (y también ahora, cuando pasa lo que pasa); se quedan codo a codo con los delatores, los cínicos y los corruptos; con los que cambian de bandera en busca de votos; con los que piden (más) sangre; con los que explotan a Dios y María Santísima y coquetean con la idea de llegar a Presidentes para que el país vuelta a estar –como diría Horacio Verbitsky- atendido por sus dueños.
    En este frío, claro, ¿cómo no creer que no hay mucho más que hacer?



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28 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los que no pueden más

Estaba a punto de escribir sobre Los topos, la novela de Félix Bruzzone, cuando sonó el teléfono. Era Martín Pérez, de la revista La Mano. Con la excusa de los treinta años de La grasa de las capitales, segundo álbum de Serú Girán, me ofreció una columna para hablar de una de las canciones del disco. Sin pensarlo demasiado me quedé con Viernes 3 AM.
    Pocos minutos después, revisando la letra de la vieja canción amada, entendí hasta qué punto Viernes 3 AM dialogaba con Los topos, a pesar de que fue escrita cuando Bruzzone no llegaba siquiera a los tres años de vida.
    Cambiaste de tiempo y de amor/ y de música y de ideas./ Cambiaste de sexo y de dios/ de color y de fronteras, canta Charly García.
    La novela de Bruzzone, narrada en primera persona al igual que buena parte de sus relatos, está protagonizada por un hijo de desaparecidos. (Como Bruzzone mismo, para sacarnos de encima el asunto de una vez.) La noticia de que su chica, Romina, puede estar embarazada –esto es, la perspectiva de convertirse en padre-, raja el velo de su existencia. Todo lo que hasta entonces lo constituía se desintegra: el trabajo de repostero que heredó de la abuela Lela, su vivienda, la tibia relación con la agrupación HIJOS, su historia amorosa con Romina. (‘Quizá ella buscaba ordenar su vida, y la mía, y yo sólo quería apalearme’, dice el protagonista sin hacerle ascos al retintín arltiano.)
    De un día para el otro inicia relación con un travesti que se hace llamar Maira. Pronto empieza a sospechar que Maira es en realidad su hermano, el otro hijo que su madre habría parido en la ESMA durante el cautiverio. (Según conjeturas de Lela, cuanto menos.)
    ‘…mis únicos vínculos con la realidad, aparte de lo del embarazo, eran Maira, Lela y las tortas’, dice el narrador.
    Entonces el embarazo se convierte en una incógnita. Lela muere. Las tortas quedan en el olvido. Y Maira desaparece.
    Cortadas todas las amarras, la realidad queda atrás. Y la novela comienza al fin.

            (Continuará.)



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27 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lisbeth's taylor (El sastre de Lisbeth)

Dejé entibiar el agua de la bañera en que iba a meterme con mi hijo pequeño
para terminar The Girl with the Dragon Tattoo (o Man som Hattar Kvinnor, o Los hombres que no amaban a las mujeres), la novela con que Stieg Larsson abrió la trilogía Millennium. Suscribo, pues, todo lo que dije en el post anterior sobre el asunto. Larsson era un escritor muy sagaz, capaz de crear un par de personajes memorables (la hacker Lisbeth Salander, el periodista Mikael Blomkvist) y de mantener en el aire muchas naranjas a la vez, sin dejar que decaiga el suspenso. Además tenía una sensibilidad con la que muchos sintonizamos, en su visión del sistema económico imperante, en su defensa de los derechos de las mujeres y de las minorías… Se podría decir que en algún sentido fue demasiado sensible: su corazón terminó fallándole a los 50 años, poco antes de publicar la primera de sus novelas.
    No pretenderé que The Girl with the Dragon Tattoo es James Joyce, pero en todo caso, ¿qué thriller busca serlo? La novela funciona como un relato de género impecable. El paisaje nevado de Suecia ayuda a dar un toque de exotismo a una historia de familias tan ricas como corruptas, de esas que existen en todas partes. Pero el verdadero motor del asunto son sus personajes. Resuelto el misterio central, uno sigue enganchado con Salander y Blomkvist, al punto de plantearse con la mayor seriedad (yo lo estoy haciendo) cuándo comprarse la segunda novela y cuánto falta para que se edite la tercera en un idioma que pueda leer. (Según internet saldrá en español en junio de este año, uno de esos extraños casos en que la traducción a nuestro idioma se adelanta a la inglesa –que saldrá en septiembre.)
    Me pregunto si no terminará ocurriendo con la compleja e indomable Salander lo mismo que con Dr. House, donde el personaje resulta infinitamente más interesante que la serie que lo envuelve.
    Cuando lea la segunda, les cuento.



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26 de mayo de 2009
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El Boomeran(g)
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