
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Nunca supe muy bien a qué atribuir mi fascinación por los Glass que, para ser sinceros, a menudo se comportan de maneras bastante irritantes. La maestría de Salinger como narrador es indiscutible, pero no resulta explicación suficiente. (Yo soy de los que prefiere a los escritores grandes por encima de los grandes escritores.)
Quizá se deba a que a mí me gustan los niños como personajes (Fresán me lo subrayó hace algunas semanas, en todas mis novelas hay niños –y Aquarium no será la excepción) y los Glass, aun de adultos, suenan siempre a niños curiosos sueltos en un universo nuevo. Wise childs, como pregona el programa radial que los hizo famosos: o sea, niños sabios. Y no tanto en el sentido del concurso, de pequeños sabelotodo, sino más bien como descripción de su capacidad de ver el mundo de un modo que se diferencia del convencional: salteándose las conexiones obvias y descubriendo las conexiones secretas.
En ese sentido, el niño eterno Salinger actuó de manera consecuente. Por ende, su decisión de dejar de publicar en pleno éxito y de sustraerse al escrutinio del mundo no suena a arrebato ni a capricho. Yo la interpreto como una progresión inevitable, en un artista que fue comprendiendo que los porqués y paraqués de su escritura no pasaban ya por los comentarios de la crítica, las exégesis ni las listas de best-sellers. (Y que por supuesto, podía darse el lujo de dejar de publicar sin temer por el pan de mañana.)
“Pusiste que eras escritor de profesión”, le dice Seymour a Buddy en una carta. “Me sonó como el más adorable de los eufemismos. ¿Desde cuándo escribir es una profesión para ti? Nunca ha sido otra cosa que tu religión”. Es esta búsqueda lo que me vence, lo que me convierte en acólito. Está claro que los Glass son encantadores (de hecho lo que suele imitarse más son sus excentricidades, de ahí la abundancia de familias locas y sui generis en la narrativa multimedia de las últimas décadas), pero lo que me puede es el hecho de que sus excentricidades no sean gratuitas, sino consecuencia de la persecución de un algo más –una visión, un punto de equilibrio a mitad de camino entre la tristeza y la más perfecta de las alegrías.
“Estoy seguro de que sólo te preguntarán dos cosas”, sigue diciendo Seymour para mostrarle a Buddy de acuerdo a qué parámetros será juzgado en tanto narrador. “¿Habían salido la mayoría de tus estrellas? ¿Te ocupaste de escribir con todo tu corazón?” Digo esto con humildad (porque Salinger hay uno y no más; no diré que es un genio, porque no quiero menospreciarlo –prefiero decir que es un escritor grande): ojalá seamos muchos todavía los escritores que sólo querríamos ser juzgados de acuerdo a esas dos preguntas; los que profesamos una religión que no tiene nada de finalista (de resultadista, dirían los futboleros), sino que, por el contrario, sacraliza la búsqueda misma, el viaje por encima de la llegada.
Habiendo terminado Raise High y Seymour me quedé alentando la misma esperanza de todos los salingerianos: que a la muerte del viejo (Dios la postergue por muchos años más), salgan a la luz las otras cosas que estuvo escribiendo todos estos años, a espaldas del mundo. Y entonces recordé que todavía me queda un relato más: el último, Hapworth 16, 1924, construido sobre una carta que Seymour envió a casa desde un campamento, a los siete años de edad. (¡Seymour niño!)
Acabo de ver que el texto está en internet. Qué felicidad.