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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Telón

No quiero dejar pasar más tiempo sin recordar a Fernando Peña, que murió la semana pasada en Buenos Aires a los 46 años.
    Yo que lo conocía apenas como el tipo que daba voz a tantos personajes por la radio (Palito, Porelorti, la Mega, Roberto Flores), terminé encontrándomelo hace años por encargo de la Rolling Stone local. Con la idea de que escribiese un perfil suyo, conversamos largas horas y lo seguí a todas partes: al estudio de radio, al teatro, a la casa donde conservaba las cenizas de su madre. Su intensidad de trapecista sin red me impresionó tanto, que comencé el artículo diciendo algo así como (no tengo aquel texto a mano, así que cito por aproximación): “Un día de estos Peña se va a morir en escena”. Poco tiempo después confirmó que estaba enfermo de sida. Pero terminó llevándoselo un cáncer, cuando habíamos empezado a creer que de tanto reírsele en la cara, había logrado burlar a la misma muerte.
    Lo que más me impactó de aquel hombre no fue tanto su capacidad de fragmentar su cerebro en múltiples porciones (podía sostener conversaciones con sí mismo interpretando varios de sus personajes a la vez, sin tocar una nota falsa), como el hecho de que cada una de esas criaturas expresase una parte verdadera y profunda de su ser.
    Palito no era la imitación cosmética de un pibe lumpen; era más bien la parte lumpen de Peña, y cada una de sus transgresiones o de sus deseos oscuros era una proyección directa de su experiencia o de su inconsciente. Y lo mismo puede decirse de los demás: la variedad de sus rasgos no expresaba tanto contradicción (que la tenía y exhibía con donaire), como la riqueza de su personalidad.  
    Peña no jugaba al límite por pura inconciencia suicida: jugaba al límite como un artista. La diferencia no es menor. El deseo del suicida es único y excluyente. El deseo del artista es crear siempre algo nuevo, aun al precio de poner en riesgo su vida. Supongo que la muerte a secas le parecería una cosa mezquina y desprovista de todo drama; que quiso convertir su propio mutis, su salida de escena, en algo que trascendiese el costumbrismo hospitalario. Y terminó muriendo en escena. No en el teatro, como yo había imaginado, pero en escena de todos modos, porque había convertido al mundo entero en sus tablas.
    Nunca volví a verlo. Era tan volátil, tan impredecible, que a pesar de haber escrito sobre él con todo mi corazón imaginaba que el retrato podía haberle disgustado. No hace mucho tiempo, cuando la Rolling cumplió no sé qué aniversario, decidieron hablar sobre la cocina de algunas de sus mejores producciones y hablaron con Peña. Recién entonces supe que mi artículo le había gustado. Y me alegró mucho, porque siempre mereció que lo tratasen como algo más que el escandaloso Peña, el puto Peña, el sidoso Peña, el personaje Peña –las formas en qué solían considerarlo.
    Yo sólo quise considerarlo como lo que era: un hombre y un artista.
    A la luz de los hechos, me complace haberle dado un poquito de felicidad.  



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22 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fiebre

En mi familia, cada vez que hay que echarle algo de humor al mal tiempo, recurrimos a las palabras del tenista dechiré Gastón Gaudio. Famoso por sus exabruptos, Gaudio suele insultarse a sí mismo a los gritos en plena partida, decirle a su contrincante que ganará porque tiene enfrente a un jugador malísimo (o sea él mismo) y conversar en voz alta con su novia del momento aunque ella, por supuesto, no pueda oírlo en ese instante. Pero la frase inmortal de su repertorio marca una suerte de paroxismo del sufrimiento: “¡Qué mal la estoy pasando!”, suele gritar entre un saque y una volea.
    Esta semana, qué mal que la estoy pasando fue mi frase de cabecera.
    Habiendo nacido en este lugar y en este tiempo, suelo descreer de las bondades del olvido que tantos canallas predican, buscando tan sólo una coartada para su impunidad. Pero esta semana comprendí que existe un olvido necesario, como aquel que se obtenía al beber un trago de las aguas del Lete, y que ayuda a seguir adelante con (las partes difíciles de) la vida.
    Yo había olvidado la zozobra permanente que significa ser padre de un niño pequeño, un olvido que se vuelve imprescindible para que nos convenzamos de repetir la hazaña de procrear. En estos días recordé esa zozobra –y toda de golpe.
    Bruno, que tiene apenas nueve meses, arrancó con fiebre el sábado. Llegado el lunes la misma fiebre, lejos de amainar, aumentaba. Mi mujer, que es primeriza, y yo, presuntamente experimentado, soportamos el mismo trance: la transformación de un niño que es pura alegría en un despojito que podía quejarse durante una hora seguida, el llanto que trasuntaba tanto desconcierto como malestar (creo que lloró en estos días más que en los nueve meses previos), la impotencia ante cada nueva estocada del termómetro. Cambiamos el sueño por una duermevela pendiente de cada hálito suyo, ese hilo delgado del que parecía pender el mundo entero. Peor aun, nos vimos obligados a torturarlo cada vez que había que hacerle una nebulización o suministrarle el antibiótico. Se resistía con una fuerza desesperada, y yo me veía obligado a inmovilizarle brazos y cabeza mientras me preguntaba si para curar su cuerpo no estaría causando estragos en su alma. Creo que una de las causas de mi obsesión de estos días con la violencia pasaba por el rechazo a la agresión que me veía obligado a practicar sobre mi niño. Espero no haberle quebrado nada invisible.
    Como imaginarán, me permito este recuento porque Bruno ha dejado atrás el estado febril. (Toco madera.) Aunque agotado de cuerpo y de alma, sé que volvería a afrontar el mismo trance una y mil veces, por el precio de esa sonrisa enorme que ha vuelto a su cara.
    Da miedo sentir con tanta intensidad. Y al mismo tiempo, creo que antes de tener hijos apenas estaba vivo.



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19 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia está en nosotros (4)

La única manera de dejar atrás la violencia es renunciar a ella. A conciencia. Una elección que debe ser personal para después proponerse como camino colectivo, pero nunca al revés.
    Por supuesto, no imagino que en momento alguno llegaremos a suprimir el impulso violento de nuestras almas. La crispación estará siempre. El miedo estará siempre. Si hay algo que abunda son sembradores de esta semilla ponzoñosa. Pero creo sinceramente que si se nos educase para el diálogo y el entendimiento (dicho esto desde una sociedad que nos educa para competir, si es necesario sacando ventaja y si es imprescindible, aplastando), nuestras perspectivas mejorarían sustancialmente.
    Estarán pensando: ¿de qué sirve una sociedad pacífica y pacifista en un mundo hiperviolento? Así puesto, suena a receta para el desastre. ¿A manos peladas ante Corea del Norte, los ex KGB, el golpe de Estado interno de Irán, las potencias imperialistas, las mafias de la droga, la industria armamentista? El problema estalla cuando sobrevivir, o sea durar, y vivir bien, se convierten en opciones opuestas. Yo al menos soy de los que prefiere vivir bien a vivir más. Y aunque tengo domicilio en un mundo que no alienta la esperanza, de todos modos encuentro signos alentadores. El espectáculo de los cientos de miles de iraníes marchando en silencio (insisto: en-si-len-cio) por las calles de Teherán me puso la piel de gallina. Ojalá hubiese ocurrido algo así en el 76, cuando nuestro golpe militar. Pero no ocurrió. Y entonces los militares supieron que tenían carta blanca para el genocidio.
    ¿Logrará algo la oposición iraní? Tal vez no. Pero cuando uno pone el cuerpo está buscando algo que va más allá del resultado político. Está tratando de expresarse, de decir ‘este soy yo, esto pienso, en esto creo, este es el mundo al que apuesto’. Aunque sea lo último que haga, porque a todos nos tocará producir un último gesto y ese es preferible, al menos para mí, que sucumbir en lo profundo de mi madriguera o dopado en un geriátrico.
    Como sugería Alberto (dicho sea de paso, gracias a todos por su input: prometo leer Fundación, buscar el texto de Friedrich Hacker y visitar sus blogs), hace ya mucho que la humanidad no evoluciona. Acumulamos información pero no evolucionamos, dice Alberto: somos el mismo salvaje de siempre, sólo que en vez de garrote tenemos en la mano el disparador de una bomba nuclear. Por eso mismo el salto cualitativo se vuelve perentorio, porque especie que no evoluciona involuciona. Y sería más conveniente extinguirse formando parte de una rama de la especie que intentó ir a más, que seguir formando parte de esta manada de costumbres virales.
    Lo único indiscutible es que las cosas han salido tan mal en este último siglo, que la de utopista se convirtió en una profesión insalubre. Hasta el pobre H. G. Wells, que empezó su carrera de escritor con relatos sobre mundos futuros esperanzadores, pasó a anticipar lo peor (su libro The Shape of Things to Come vaticinaba la Segunda Guerra y sus bombardeos aéreos) y de allí a solicitar, en su vejez, que escribiesen en su lápida el siguiente epitafio: “Yo se los dije. Malditos idiotas”. (‘I told you so. You damned fools’.)
    El martes encontré una foto maravillosa y terrible en la edición online del New York Times, que no reproduzco aquí para no vulnerar derechos pero que los aliento a buscar. Tomada por Muhhammad Muheisen de la agencia AP, muestra a un niño palestino de un campo de refugiados de Ramallah. Fuera de cuadro se intuyen otros dos niños, que agitan armas de juguete en sus narices –armas que entran en cuadro como sombras.
    La mirada de pavor de ese niño en presencia de armas de juguete expresa todo lo que yo querría decir, y más. Porque está claro que el niño sabe que los otros también son niños, y que sus armas son de plástico. Pero esas piezas de juguete representan otra cosa, algo real, que el niño ya ha aprendido, y de la peor manera, a temer.
    La violencia seguirá en nosotros mientras sigamos sintiendo pánico, y peor aun: mientras encontremos razonable producirle pánico a otros. Konrad Lorenz decía que nos hicimos violentos en los albores de la especie, cuando el mundo todo nos asustaba. Ahora no hay más tormentas atribuibles a dioses furibundos ni tigres dientes de sable, pero seguimos tan asustados como nuestros predecesores.
    A nada le tememos más, ni con causa más fundada, que al hombre mismo.



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18 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia está en nosotros (3)

Imaginar un mundo sin violencia conduce a distopías como Un mundo feliz. Ningún escritor que recuerde concibió universo alguno en que la violencia haya sido desterrada sin violencia, por más paradójico que suene. Por lo general, las antiutopías estilo Huxley sugieren que la agresión sólo puede ser extirpada por el control social, por el uso del sexo como válvula de escape, por drogas como el soma –o por la amenaza de una agresión aún mayor, vehiculizada por algún tipo de institución: empresa, manicomio, policía, ejército, Estado.
    Cualquier represión externa al ser humano es violencia contra su espíritu. Lo cual lleva a la paradoja de La naranja mecánica: si el modo en que se pretende extirpar la violencia del género humano pasa por el condicionamiento, defenderemos la violencia del drugo Alex de manera inevitable, como una expresión de su libertad esencial.
    El mito cristiano, tan esencial a la formación de Anthony Burgess, es claro al respecto: somos creados libres, lo cual supone que además del derecho a elegir el bien tenemos también derecho a optar por el mal o por la violencia, siempre y cuando nos hagamos cargo de los platos rotos. El bien no puede resultar nunca de una imposición externa; muy por el contrario, debe ser una elección personal, profunda y responsable.
    ¿Qué ocurre, pues, cuando vivimos inmersos en un sistema social, político y económico que es en sí mismo violento? ¿Cuándo a pesar de decirse democrático e igualitario, alimenta millonarios bolsones de explotación y de pobreza que, lejos de ser una excepción, son la condición misma de su supervivencia?
    Aldous Huxley escribió alguna vez: “Una de las razones de la característica trágica de la existencia humana es el hecho de que la organización social es a la vez necesaria y fatal. Los hombres crean este tipo de organizaciones constantemente, y constantemente se descubren víctimas de los mismos monstruos que han confeccionado”.
    A la tendencia natural a la violencia que nos caracteriza, debemos sumarle la presión social. No hay forma de vivir donde vivimos sin ser infectado por el virus de la violencia. Aun cuando eligiésemos una vida anónima, preservándonos de todo otro contacto humano que no nos fuese imprescindible, la violencia de la cultura que nos define penetraría en nuestra alma por la vía de los medios de comunicación.
    No, nunca superaremos nuestra compulsión agresiva mediante la fuerza. Ni podemos esperar que un hecho trágico nos escarmiente al punto de curarnos de espanto. Esa es la dialéctica perversa del héroe-villano de Watchmen, que supone que un holocausto aun más grande y espectacular que el Holocausto nos convencería de cambiar armas por abrazos. Ya hemos sufrido genocidios de dimensiones y características que deberían habernos convencido de una vez y para siempre.
    Y no aprendimos. Ni aprenderemos, al menos no de esa forma.

(Continuará.)



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17 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia está en nosotros (2)

La violencia vive, y con buena salud, debajo de la piel de nuestros congéneres –lo cual no excluye ni siquiera al más civilizado.
    Esta en mí y está en ustedes. Y a veces resulta tan omnipresente, que parece que nuestras sociedades no tienen otro leit motiv.
    Nos salta al cuello en los sitios obvios: las noticias que hablan de Afganistán, la represión del domingo y el lunes en Irán, el racista blanco que disparó en el Museo del Holocausto, las andanzas de los narcos mexicanos, los experimentos nucleares de Corea del Norte, el Monstruo de Amstetten –los crímenes nuestros de cada día.
    Pero también está en la calle. En la forma de conducir y de cruzar de veredas, de dirigirse al otro, de buscar ventaja en cada circunstancia. En el modo de mirar al pobre, de evitarlo como quien escapa de un leproso, de imaginarlo delincuente tan sólo porque es moreno y adolescente.
    Está en la intolerancia que caracteriza nuestros discursos: la falta de paciencia con el que piensa diferente, la violencia verbal que oculta nuestra incapacidad para a oír al otro –o nuestra negativa tajante a siquiera intentarlo.
    Nos llenamos la boca hablando de la brutalidad de nuestros políticos, de su agresividad manifiesta, de su incapacidad de aportar ideas a ningún debate y de su negativa a elevar el nivel de la discusión. Pero en la vida cotidiana no somos mucho mejores que ellos. Incluso en los sitios que deberían tender naturalmente a la polifonía –por ejemplo este blog-, el intercambio de ideas suele brillar por su ausencia. A la primera frase mía con la que alguien disiente no se le responde con un argumento, sino con una agresión o una descalificación –como si mi probable falta de mérito en el territorio de lo humano bastase para dar por tierra con las ideas que expongo; aun en boca de un réprobo, una buena idea sigue siendo una buena idea.  
    La violencia también está patente en los sitios que, por definición, deberían cuidarse de justificarla dada la función social que cumplen: me refiero a los medios de comunicación, que en los últimos tiempos se permiten discriminar entre violencias injustificadas y violencias a las que en los hechos disculpan. En mi país el doble discurso se ha hecho patente en la manera de ‘informar’ sobre los piqueteros (violencia de gente pobre, y por ende reprobable) comparada con el tratamiento dado a los empresarios del campo que cortaban rutas (violencia de gente rica, y por ende comprensible). Y también en estos días, dividiendo aguas entre los violadores o pederastas de humilde extracción social y uno como el cura Grassi: no he visto a ningún medio concederle tiempo de aire y cámaras a otros violadores, tan sólo lo han hecho con Grassi y con Jorge Corsi –que es psicólogo, esto es universitario, y por lo tanto ‘gente como uno’.
    Esta irresponsabilidad llega al coqueteo con la violencia institucional y hasta con el magnicidio. Pocos meses atrás, el tradicional golpista Mariano Grondona y el dirigente de la Sociedad Rural Hugo Biolcatti se solazaron en TV, imaginando la posibilidad de que el presente gobierno, democráticamente elegido, caiga antes de tiempo. En estos días, cualquiera que sintonice el canal de noticias Fox encontrará a más de un anchor diciendo que ‘el pueblo americano’ está a punto de estallar, y todo por culpa de Obama. ¡Si hasta el actor Jon Voight se permitió decir que Obama practicaba ‘la opresión’ y lo calificó de falso profeta! Por supuesto, si algo violento le pasara al actual Presidente de USA pondrían cara de circunstancia; pero apenas se apagasen las cámaras, seguramente descorcharían champagne.
    El último refugio de la violencia es el lenguaje. El condicionamiento social puede prevenirnos a la hora de levantar la mano para golpear, pero el improperio, la descalificación o la puteada visita nuestras bocas con más frecuencia que el pan.
    ¿Existirá algún modo de renunciar a la violencia sin dejar de ser humanos?
    
(Continuará.)  



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16 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia está en nosotros

Hace algunos años leí un texto de Konrad Lorenz que me marcó a fuego. Allí Lorenz suministraba una explicación respecto de la violencia que parece inescindible de la condición humana. Según decía, el origen de la violencia que a la primera excusa sacamos a relucir de modo tan rápido y natural es –suenen redoblantes- el miedo. Pero no un miedo genérico, sino uno tan puntual como atroz: aquel que sentimos en nuestros orígenes como especie, cuando debimos enfrentarnos a un mundo por completo hostil, y en las peores condiciones comparativas –esto es, desprovistos del tamaño, las garras y los dientes que convertían al resto de las especies en mejores candidatas para la supervivencia.  
    Ese miedo se nos habría quedado registrado a nivel genético. Y vuelve a activarse, siempre según Lorenz, cada vez que nos sentimos amenazados.
    Esto explicaría, por ejemplo, no sólo la velocidad con que conectamos con la violencia, sino también la manera vergonzante en que respondemos al estímulo del miedo, tan utilizado en estos días por políticos, estadistas y medios de comunicación. (Ellos son los que viven agitando los fantasmas del tigre dientes de sable.) Explicaría también la manera indiscriminada con que distribuimos violencia: nadie se salva de nuestros exabruptos, ni madres ni hijos ni padres ni pobres ni nadie, por más desvalido que esté. Y finalmente echaría luz sobre la saña con que la practicamos, y que nos diferencia de la totalidad de las especies vivas, que jamás matan por placer ni se escudan detrás de elaboradas racionalizaciones. La violencia compulsiva con la que no sólo matamos, sino que rematamos para después someter a humillación los restos de nuestras víctimas, revela la existencia de un ser que en el fondo se siente muy débil y necesita sobreactuar su poder.
    Una cuestión tan esencial como compleja, esta de la violencia. La sigo mañana.



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15 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Piedad para el impiadoso

Después de un larguísimo proceso, la Justicia argentina encontró al sacerdote Julio César Grassi culpable de abuso de menores, agravado por su doble condición de cura y de tutor legal de los chicos mancillados. Los jueces lo condenaron a 15 años de prisión, y en el mismo acto –he aquí lo sorprendente- dictaminaron que no era necesario que quedase detenido, hasta que se dictase sentencia en firme. Esto equivale a decir que Grassi está hoy en su casa, como ustedes y yo. Además le concedieron el derecho de visitar la misma institución en que perpetró su delito (una fundación llamada, de manera que hoy sólo puede ser entendida como ironía, Felices Los Niños), supervisado por una persona que será designada por… ¿Adivinen quién?
    El mismo Grassi.
    Ayer Luis María Andueza, presidente del tribunal que lo condenó, explicó que los jueces consideraron que el cura no reincidiría. Yo quiero creer que estos prohombres del derecho saben lo que hacen, pero sigo preguntándome en qué se basan para suponer que este hombre no sucumbirá a las mismas pulsiones que, de acuerdo a las pruebas que el mismo tribunal dio por verdaderas, se adueñaron de él en más de una oportunidad; y por qué, para mayor agravante, lo dejan circular sin supervisión cuando Grassi dio ya pruebas de estar dispuesto a fugarse –eso es precisamente lo que hizo antes de ser detenido por primera vez.
    Si este hombre no fuese quien es (un sacerdote católico, amigo de estrellas y de políticos, de alto perfil mediático, administrador de donativos millonarios de oscuro destino) y fuese en cambio un simple pedófilo, ¿se animarían Andueza y sus colegas a poner las manos en el fuego por él? ¿O estaría encerrado ya en una prisión común, en espera de que sus nuevos compañeros le brinden la clase de bienvenida que en las cárceles se les da a los violadores de niños?
    Lo más patético de todo es que Grassi está aprovechando este bonus de libertad para pasear por todos los programas de TV y ridiculizar a la Justicia, que según él no dio por probado ningún crimen.
    Está claro que no hay mayor víctima en este caso que los menores de edad que fueron forzados, y cuyo testimonio no sirvió para aumentar la condena del cura. (De los tres casos por los que se lo acusaba, la Justicia lo encontró culpable de uno solo.) Pero aunque más no sea en la módica medida que les toca, Andueza y sus colegas se merecen este escarnio. Eso es lo que suele pasar cuando se practica la piedad con los crueles. Lejos de mostrarse agradecidos y bajar el perfil, levantan la cabeza y van por más.
    Grassi va por más. Esperemos, en todo caso, que ese ‘más’ que busca se limite a la mostración egocéntrica por TV, en vez de traducirse en una nueva víctima de esas que apenas levantan un palmo del suelo.



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12 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ficciones verdaderas

El martes por la noche, merced a la graciosa intercesión de Marcelo Camaño (uno de los guionistas más notables de la TV argentina, vía Montecristo y Vidas robadas), conocí al fin a Cristian Alarcón.
    En caso de que no hayan oído hablar de Alarcón, déjenme definirlo de la manera más simple: es uno de los narradores sobresalientes de este lugar. Que la mayor parte de sus textos y su libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia hayan sido difundidos como crónicas periodísticas es, en algún sentido, una cuestión menor. Lo que importa es que Alarcón narra historias tan increíbles como profundas. El hecho de que sus relatos sean verídicos y echen luz sobre el tiempo que nos tocó vivir agrega a sus textos una resonancia extra, conjugando lo mejor de ambos mundos: la seducción de la buena ficción, expresada con la autoridad de lo real.  
    Tenía miedo de que Alarcón fuese tenebroso, en sincronía con los temas que frecuenta. (Cuando me muera, sin ir más lejos, utiliza la figura de una suerte de Robin Hood lumpen, el Frente Vital, para pintar un estremecedor fresco de época: el momento en que la pobreza de las villas se volvió opresión, impulsando a toda una generación a una espiral descendente de drogas y violencia –que por supuesto, no ha parado desde entonces de sumirla en profundidades cada vez mayores.)
    Pero en persona Alarcón tiene aquello que hace que sus crónicas sean diferentes: una enorme pasión, una alegría a flor de piel y una tendencia a perseguir el goce que convierte a sus relatos, que en otras manos se habrían tornado negrísimos, en una celebración de la vida que busca elevarse por encima de su circunstancia aun cuando el mundo entero se le plante en contra.
    Cuando pienso en los mejores relatos en forma de libro que se hayan conocido aquí en las últimas décadas, Operación masacre de Rodolfo Walsh y Cuando me muera quiero que me toquen cumbia de Cristian Alarcón se me cuelan siempre en la lista. La cuestión del género (ficción versus no ficción) me parece menos importante que el valor intrínseco de esas narraciones. ¿Por qué habría de relegarlas a los confines del periodismo, o del non fiction, cuando sus historias son más poderosas y están mejor contadas que la inmensa mayoría de lo que hoy pasa por ficción?
    Lo que importa es que tanto Walsh como Alarcón proceden con los instintos naturales del narrador: van donde están las historias más alucinantes. Y si estas historias han tenido lugar en el mundo real, ¿por qué deberían recusarlas, o deformarlas para pretender que tan sólo ocurrieron en el universo de su imaginación?
    La buena noticia es que se viene un nuevo libro de Alarcón: Si me querés, quereme transa. Y la frutilla de la torta, al menos para mí, es que prometió pasarme el texto original para que no deba esperar hasta su salida en noviembre.
    En ese caso, seré indiscreto en el lugar adecuado y les contaré aquí qué tal fue la experiencia.



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11 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Adiós videodromo

El sábado por la tarde, mientras esperaba en el cine la proyección de Terminator: Salvation (que no está nada mal, dicho sea de paso, a pesar de lo que le han pegado al pobre McG), me puse a hablar con mi hija Milena de cuánto había cambiado el acceso a los relatos cinematográficos en el transcurso de mi vida. Cuando yo era pequeño, la única forma de ver cine era ir al cine; o en su defecto esperar años a que la TV emitiese versiones –en blanco y negro, dobladas y llenas de cortes comerciales- de tan sólo una ínfima parte de los estrenos.
    El domingo por la mañana no pude menos que sonreír, cuando vi que el suplemento Radar del diario Página 12 hacía un homenaje a las películas en video a partir de la noticia de que la última fábrica de tales productos –situada en Florida, Estados Unidos- había dejado de producirlos. Yo le había contado a mi hija cuánto había significado para mí la bendita institución del videoclub: ¡por primera vez en la Historia, uno podía ver (casi) todo lo que quisiera, cuando y cada vez que quisiera!
    Para las nuevas generaciones, sin embargo, esto de tener sus deseos al alcance de los dedos es el orden natural de las cosas. El jueves pasado, el amigo Pablo Terrusi de Palermo Films me contaba que su hijo pequeño está habituado a bajarse todos los materiales que quiere al iPhone, al punto que la noción de esperar a que algo ocurra en un horario determinado (como uno esperó siempre estrenos, o emisión en días y horas puntuales) se le escapa por completo. Milena misma, con quien durante tantos años compartimos la visión de series y películas, se corta sola ahora y ve temporadas enteras antes de que yo vea siquiera primeros capítulos –emitidos por TV, como antes: ¡la fuerza de la costumbre!
    Por supuesto, el permanente desarrollo de la tecnología digital hace que uno no extrañe nada a los viejos videos, que sonaban tan mal y se veían tanto peor. Pero las generaciones que formamos partes del antes y el después de esa tecnología le estaremos eternamente agradecidos –mientras corremos felices a abrazar el HD, los televisores de plasma y cualquier otra de esas maravillas que nos permiten ver y escuchar cada vez mejor.
    “Aunque más no sea en este aspecto”, dije entonces, mientras las luces se apagaban y empezaba a sonar la música de Danny Elfman, “el mundo se desarrolló tal cual lo imaginé en mis sueños más desaforados”.
    En el resto de los aspectos, sin embargo…



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10 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mi vida loca

Hace algunos días Carmen se preguntaba cómo hacía yo para leer tantos libros y ver tantas series y películas mientras escribía ficción y guiones y este blog, al tiempo que disfrutaba de mi familia. Lo cual fue muy gracioso, porque pocos días atrás yo había pataleado metafóricamente, quejándome porque –a mi entender- el que leía como loco al tiempo que veía series y películas y escuchaba música e iba a conciertos además de escribir novelas, artículos y prólogos y por supuesto atender a su familia, era Rodrigo Fresán. ¡Como ves, Carmen, todo es relativo!
    En lo que a mí respecta, diría que no duermo en exceso y que he desarrollado una suerte de micromanaging de mi tiempo. Leo mientras la computadora se enciende, y leo mientras espero que se caliente el agua del café, y leo en el ascensor, y leo en la cola del banco, y leo en el taxi aun cuando la calle está oscura, y algunas veces hasta leo mientras camino por la calle. Lo cual, visto desde afuera, debe aproximarme a la imagen del científico loco. Si le quitamos la parte de la ciencia, la imagen no está tan errada.
    La verdad es que hago esas cosas y otras igual de ridículas (no me llevo la computadora al baño para ver series tan sólo porque ya he agarrado un libro) porque conservo la avidez por las historias que se me despertó cuando niño. La curiosidad y el entusiasmo, lejos de haberse moderado, aumentaron con los años. Por fortuna el mundo sigue proveyéndome historias a manos llenas, a mayor velocidad de la que puedo metabolizar. El sábado pasado le decía a una de mis hijas que si la vida me concedía una vejez, y además una vejez relativamente sana, me zamparía de a cuatro películas por día –o cuatro libros por semana.
    “Pero papá, ¡si de todos modos ves películas y leés!”, protestó Milena.
    Claro que sí. Pero en ese hipotético momento ya no tendría más responsabilidades que la de satisfacer mi apetito de lector-espectador. ¡Como cuando era niño!
    Me gusta mucho mi vida. Lo pensaba anoche, cuando el televisor emitía la música de Amelie y Flavia y yo luchábamos para que Bruno no se tirase de cabeza desde el sillón, imbuido por esa certeza de invulnerabilidad que es tan propia de los bebés. Pensé: soy muy feliz.
    Estamos tan acostumbrados a expresar lo malo que nos ocurre o aqueja, que dar cuenta de la felicidad nos suena raro.      

 



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9 de junio de 2009
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El Boomeran(g)
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