Marcelo Figueras
Hace algunos días Carmen se preguntaba cómo hacía yo para leer tantos libros y ver tantas series y películas mientras escribía ficción y guiones y este blog, al tiempo que disfrutaba de mi familia. Lo cual fue muy gracioso, porque pocos días atrás yo había pataleado metafóricamente, quejándome porque –a mi entender- el que leía como loco al tiempo que veía series y películas y escuchaba música e iba a conciertos además de escribir novelas, artículos y prólogos y por supuesto atender a su familia, era Rodrigo Fresán. ¡Como ves, Carmen, todo es relativo!
En lo que a mí respecta, diría que no duermo en exceso y que he desarrollado una suerte de micromanaging de mi tiempo. Leo mientras la computadora se enciende, y leo mientras espero que se caliente el agua del café, y leo en el ascensor, y leo en la cola del banco, y leo en el taxi aun cuando la calle está oscura, y algunas veces hasta leo mientras camino por la calle. Lo cual, visto desde afuera, debe aproximarme a la imagen del científico loco. Si le quitamos la parte de la ciencia, la imagen no está tan errada.
La verdad es que hago esas cosas y otras igual de ridículas (no me llevo la computadora al baño para ver series tan sólo porque ya he agarrado un libro) porque conservo la avidez por las historias que se me despertó cuando niño. La curiosidad y el entusiasmo, lejos de haberse moderado, aumentaron con los años. Por fortuna el mundo sigue proveyéndome historias a manos llenas, a mayor velocidad de la que puedo metabolizar. El sábado pasado le decía a una de mis hijas que si la vida me concedía una vejez, y además una vejez relativamente sana, me zamparía de a cuatro películas por día –o cuatro libros por semana.
“Pero papá, ¡si de todos modos ves películas y leés!”, protestó Milena.
Claro que sí. Pero en ese hipotético momento ya no tendría más responsabilidades que la de satisfacer mi apetito de lector-espectador. ¡Como cuando era niño!
Me gusta mucho mi vida. Lo pensaba anoche, cuando el televisor emitía la música de Amelie y Flavia y yo luchábamos para que Bruno no se tirase de cabeza desde el sillón, imbuido por esa certeza de invulnerabilidad que es tan propia de los bebés. Pensé: soy muy feliz.
Estamos tan acostumbrados a expresar lo malo que nos ocurre o aqueja, que dar cuenta de la felicidad nos suena raro.