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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Diario de la peste

Nunca me lavé las manos con tanta frecuencia. Después me aplico alcohol en gel, por las dudas. Si llego de la calle me cambio de ropa y uso el gel hasta en la cara. Pero casi no salgo de casa. Esto no es raro cuando estoy hasta las narices en una novela. Sin embargo no necesito salir para registrar lo ominoso que flota en el ambiente –más allá de los virus, quiero decir.
    El nivel de ruido que llega por el balcón es menor al habitual. El mundo suena con sordina, como ocurre cuando es feriado.
    Todos los días parecen feriado. Y ahora que suspendieron los teatros y limitaron el acceso a los cines, peor todavía.
    Las pocas veces que salgo recurro a un taxi. Los taxistas no hablan o hablan de la peste. Uno de ellos me dice que rocía el interior del vehículo con alcohol, cada vez que baja un pasajero. Después de pagar bajo rápido, para no ser fumigado como un mosquito.
    Una sola vez viajo en el metro. Como resulta esperable, hay menos gente de la que suele haber a esas horas. Lo que me alivia de la peste es que, me digo, en algún sentido es democrática. Ya no se trata de sospechar tan sólo de los pobres, como de costumbre. La peste te la puede contagiar una chica rubia, o una señora paqueta a lo Rosa Martínez. Pero en seguida me corrijo: la enfermedad es democrática en el contagio, sin embargo es fascista en sus consecuencias. La gente que vive mal y come peor es la única candidata a morir. Los bien alimentados, como el jefe del gabinete de Mauricio Macri, se recuperan enseguida.
    Me lo imagino a Macri rociando el escritorio de su subordinado, apenas enterado de la noticia. Aunque ya sé que mi imaginación desvaría, porque Macri no es de los que hace nada por mano propia –salvo firmar la reducción de becas en las escuelas o designaciones de gente nefasta, como el ‘Fino’ Palacios.
    ¿Cuánta gente morirá año tras año de la gripe común, aquella que no se hizo merecedora de siglas raras o atribuciones animales? Apostaría cualquier cosa a que muere más gente que la que murió y morirá este año por cuenta de la H1N1. Pero vuelvo a las consecuencias fascistas de este mal: los que sucumben a la gripe común debe ser gente pobre, niños, viejos, moradores de sitios remotos del país –la clase de gente que no da bien en cámaras, y por ende no califica para las noticias.
    Yo no conozco a nadie que se haya pescado la H1N1. A veces me pregunto si todo esto no será un reality show a escala planetaria.
    Si vendiese barbijos con la leyenda Michael Jackson tenía razón me llenaría de dinero.



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8 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rara avis (3)

Señalaré dos últimas osadías.
    El viajero del siglo es una novela que habla, y donde se habla, de cosas que para Neuman importan de verdad. Lo cual resulta inusual en una cultura que privilegia las bajas calorías.
Puede que Europa como posibilidad, la filosofía y los pros y contras de la traducción no sean temas esenciales para el común de sus lectores. Pero lo que no podemos negarle a Neuman es que ha sido fiel a preocupaciones que encuentra esenciales.
Como argentino que vive en Europa, y más precisamente en Granada, desde hace tantos años, Neuman es lo que la novela define como un poeta viajero, esto es un poeta que no está del todo en ninguna parte –como Hans, como la misma Wandernburgo.  
    Por eso mismo, la conversación sobre el alma del migrante que la novela pinta en una tertulia resulta conmovedora. Porque al poner puntos de vista contradictorios en voces variopintas, Neuman revela que no precede desde la complacencia, sino que por el contrario, se cuestiona su circunstancia.
    Un escritor que se cuestiona. He aquí una expresión que en otros tiempos era natural y últimamente se parece cada vez más al anacronismo.
    El hecho de que Neuman no se proponga como el reservorio máximo de la sabiduría sino que la busque, y hasta la encuentre en otro, también resulta sorprendente. Neuman no tiene prurito alguno en zanjar esa discusión citando a otro escritor, Chretien de Troyes, que dijo lo siguiente. Los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables.
    Finalmente, El viajero del siglo es una historia de amor. No insistiré aquí en la falta de propiedad que entraña el afecto en los escritores de hoy y sus obras. Sin embargo Neuman insiste con el tema, y deja que Hans y Sophie creen un romance que aunque transcurre entre libros tiene poco de libresco. Un amor que se cuestiona a sí mismo, del mismo modo en que los traductores se cuestionan si su menester es traición o recreación, y que emerge de todas las pruebas lleno de salud, abrazando lo humano con todas sus imperfecciones. (Esta es una novela que deja claro en sus primeras páginas que los peditos pueden ser encantadores.)
    Como tiene la manía de sentir, a Neuman le consta que el amor es una efusión original, pero que amar al otro significa traducir, recrear para el amado con signos nuevos aquello que nuestro corazón tiene por claro y evidente. Es decir que entiende no sólo que el amor entraña un viaje, sino que además ese viaje es imprescindible para definirnos como personas.
    Los hombres respetables le temen más a una revolución en la cama que a la anarquía política, dice Sophie. Y ella, como su nombre lo indica, sabe de lo que habla.
    El viajero del siglo es, por último, una novela que se niega a terminar sin plantearse aquello que todas las novelas deberían plantear. ‘¿De dónde sale la belleza?’, pregunta Sophie en una carta. Y Hans le responde: ‘De la fugacidad y la alegría’.
    Esta novela pasa fugaz a pesar de su extensión, y se lee tal como fue escrita: con alegría.
    Como lector, le estoy profundamente agradecido a este escritor que logró el objetivo de parecerse en algo a Goethe: ser como él ‘un lector eterno, hablar un montón de idiomas, conocer todos los países, estudiar todas las épocas’.
    Hay algo de invulnerable en Andrés Neuman.



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7 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rara avis (2)

El viajero del siglo me impresionó como la perfecta encarnación esa rara avis que es Andrés Neuman. Una novela que hace todo lo que se supone que las novelas de hoy (y en particular las novelas escritas por argentinos) no deben hacer.
    Es larga, cuando se nos demanda que seamos breves.
    Ocurre en Europa, durante un tiempo pretérito que no tiene nada de tópico. Ni Guerras Civiles, ni Inquisiciones, ni dictaduras sangrientas. Neuman opta por un momento del siglo XIX que fue puro interregno, cuando el imperio napoleónico se desintegraba y todavía no se había insinuado lo que habría de venir –un momento, en suma, que como nuestro presente era pura posibilidad.
    Consecuentemente Neuman se pone en la piel de personajes que son de todo menos argentinos. Esto es algo que casi nadie hace aquí en estos días, lo cual conlleva el mensaje tácito de que esto es algo que no debe hacerse. La imaginación de los escritores locales lleva tiempo analizando la perspectiva de presentarse a moratoria, y por eso no hacemos otra cosa que concebir personajes argentinos, contemporáneos y que, si se puede (bendita Gripe A, que caíste como anillo al dedo), no salgan nunca de casa.
    Pero Neuman, para variar, hace otra cosa. No sólo elige como protagonista a un viajero de profesión, sino que lo hace detenerse en una ciudad que, dado que se llama Wandernburgo y wandern significa, en efecto, andar o bien caminar, es ella misma una ciudad móvil. En la novela de Neuman nada se queda quieto –ni siquiera la tierra.
    Otra de sus rupturas pasa por los personajes. En el tiempo de las literaturas del yo, donde los personajes son más bien veladas versiones del Autor, al punto que a veces ni siquiera se toman el trabajo de buscarles nombres distintos del propio, Neuman crea personajes robustos y llenos de vida. Y los habita con generosidad shakespiriana, permitiéndose ser todos ellos, sin despreciar ni siquiera a los más reprobables.
    Del repertorio –una transgresión más, y van…- los que más me gustan son las mujeres. Sophie Gottlieb y Liza Zeit son verdaderamente entrañables.

    También me complace que Neuman no intente ni por un segundo convencernos de la objetividad de su relato. A la manera de Dickens, bautiza a sus criaturas con total alevosía, definiéndolas ya desde el nombre. Dado que Wandernburgo misma se mueve, resulta lógico que los viajeros se alojen en la posada del señor Zeit, o sea Tiempo: simple coherencia einsteniana. Sophie es la encarnación del amor de Dios, como su apellido deja en claro. Y los dos hombres que se disputan su amor revelan a simple llamada por cuál de ellos debemos apostar. Hans es la roca sobre la que Sophie puede construir una vida, a pesar de que se trata de un intelectual y por ende de un artista del hambre. En cambio Rudi es rico, pero inconsistente.
     Hans. Rudi.
     ¡Hans! Rudi…

(Continuará.)



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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rara avis

Este es el texto que leí anoche en Buenos Aires, durante la presentación de la novela El viajero del siglo.

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Andrés Neuman me impresionó como un bicho raro apenas lo conocí.
    Era simpático, pero no con la simpatía impostada que es la marca del gremio. Entre los escritores, hasta un simple hola suena a ironía tortuosa. Nadie recibe saludos de un colega sin preguntarse qué habrá querido decir. Sin embargo Neuman parecía emperrado en usar las palabras para su función original: esto es comunicar, y respetaba sus significados con escrúpulo tal que me creí en presencia de un ecologista del lenguaje. Neuman como una suerte de ONG unipersonal, consagrada a defender los derechos, pero ante todo las posibilidades del idioma.
    Hablaba mucho, en esto igual a tantos otros escritores. Pero todas sus ideas estaban desprovistas de la violencia habitual. En sus frases brillaban por su ausencia la chicana, el golpe bajo, el desprecio por los otros que muchos entienden como condición sine qua non de la autoestima.
    Los saberes de que hacía gala también eran insólitos. Lejos de la cita arcana y del pronunciamiento esotérico, Neuman se proponía a sí mismo como intérprete de canciones de Paul McCartney, asombraba con su conocimiento sobre el mejor imitador de Los Beatles en YouTube y se comportaba como un jukebox humano especializado en canciones de Les Luthiers. ¡Diga un título y Neuman se lo cantará!
    Hubo otros dos detalles a la manera de gotas que colman el vaso. En primer lugar, Neuman era un tipo afectuoso. Que quede claro: entre los escritores, no existe característica humana más despreciada que el afecto. Se lo considera un resabio de etapas superadas de la evolución, como las muelas del juicio. ‘Escritor afectuoso’ constituye un oxímoron, una contradicción en los términos. Y sin embargo Neuman no temía mirar a los ojos ni abrir los brazos, para demostrar, como en los comienzos del contrato social, que no escondía arma alguna entre sus ropas.
    La muestra final de su inadecuación era la más visible de todas. Esa barba. Neuman parecía ignorar que al menos desde los 70, los escritores estamos llamados a ser lampiños. Nos procupa menos la calvicie que la presencia de pelos en el mentón –a no ser que tengan forma de barba candado recortada por adminículo eléctrico, lo cual estaba muy lejos de ser el caso.
    A esa altura, yo no hacía otra cosa que orar por un milagro. No habiéndolo leído, le rezaba al Dios de la Literatura, diciendo: Sé que pido demasiado, Señor, pero haz que además de buena gente y un tipo encantador, Neuman sea un buen escritor.
    Y entonces lo escuché leer.
    Leyó un cuento llamado La felicidad que operó como profecía. No sólo era buenísimo, sino que además lo interpretó con gracia. Hablo de la gracia del divertimento pero también de aquella que compete a la elegancia. Cuando leen sus textos, la mayoría de los escritores argentinos que conozco suenan a Riquelme interpretando Rayuela. Neuman, en cambio, sabía lo que hacía. Leía como si evocase el proceso de escritura, y como si aquel acto pretérito y este presente de leer le produjesen (¿se trataba acaso de la clave de su diferencia?), como si todo esto le produjese, digo, placer.
    Corrí a leerlo. Leí sus libros de cuentos, leí Bariloche, leí Una vez Argentina.
    Pero hasta El viajero del siglo, nunca encontré una obra que expresase mejor al Neuman que había tenido la fortuna de conocer.

 

(Continuará.)



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3 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Doña Rosa

De tanto en tanto Mirtha Legrand comete un sincericidio ante cámara. Hace algún tiempo, en los albores del kirchnerismo, expresó sus temores de forma campechana que contrastó con sus habituales modales rococó: “Se viene el zurdaje”, dijo, como quien dice se viene el malón, o la peste, o el aluvión zoológico. En estos días, dejándose llevar por la euforia que le inspiró el triunfo neo-neoliberal en las elecciones, criticó a la Presidenta porque hablaba sobre Honduras, replicándole desde su programa: “¿Y a mí qué me importa Honduras?”
    Se preguntarán quién es Mirtha Legrand. Es una actriz que desde hace décadas conduce un programa de TV donde almuerza ante cámaras en presencia de invitados. Nacida Rosa María Juana Martínez, al iniciar carrera en el mundo del espectáculo adoptó el francófilo, y por cierto nada modesto, apelativo de Legrand. Pretensiones como ésa representan una constante perversa de una franja de la sociedad argentina, siempre desesperada por ser lo que no es pero contentándose con parecerlo.
    El exabrupto sobre Honduras es rico. Por lo que revela del concepto que Rosa Martínez tiene sobre los países latinoamericanos que no abundan en “gente como uno”. Por lo que sugiere sobre la importancia que le asigna a los golpes de Estado cívico-militares. (Rosa Martínez no tiene nada contra los golpes cívico-militares. Ha seguido trabajando como si nada en múltiples dictaduras, contratada por canales administrados por militares, lo cual aclara que las dictaduras tampoco tuvieron nada contra ella.) Pero ante todo, porque significa el hallazgo de una fórmula que Rosa Martínez podría seguir usando para verter su verdadero pensamiento, aquel que se le escapa cuando se distrae o se engolosina.
    Y así cualquiera de estos días dirá: “¿A mí que me importan los pobres?” O bien: “¿A mí qué me importa Africa, o Bolivia, o Irán?” O lo que se convertiría en un clásico instantáneo, al cristalizar aquello que ha ido demostrando en los hechos durante años, por ejemplo al manifestar lo mal que tolera el disenso en sus mesas (pregúntenle a Cecilia Rosetto o a Horacio Verbitsky): “¿Y a mí qué me importa la democracia?”
    Por fortuna este país está lleno de gente a la que le importa Honduras, y que está dispuesta a hacer lo que esté a su alcance para evitar que a los hondureños les pase lo que a nosotros nos pasó tantas veces.
    Pero claro, también existe gente que añora aquellos tiempos. Rosa Martínez es apenas una de sus voces más estentóreas.



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2 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sofías

En estos días Sofía ha estado en mi mente de manera constante.
    Sofía es mi sobrina. Está a punto de cumplir 15 años, pero para el ojo no avisado podría pasar tranquilamente por 8, o en su defecto 9.
    Nació a los seis meses de gestación, pesando apenas 600 gramos. Su supervivencia fue un milagro en sí mismo. Pero el milagro perfecto no existe: pregúntenselo al pobre Lázaro, cuya segunda vida sucumbió bajo el peso de la irrelevancia.
    Al poco tiempo los médicos descubrieron que los riñones de Sofía no funcionaban bien. El transplante se convirtió en su única posibilidad. Mi hermano, su padre, terminó donándole uno de los suyos. Y desde entonces empezamos a aprender lo que significa la vida después de un transplante.
    Por ejemplo que supone una ingesta eterna de inmunodepresores para evitar que el organismo rechace al órgano nuevo, realidad que tiene un corolario inevitable: con las defensas bajas, Sofi es candidata a pescarse cuanto virus se le cruce por las narices.
    Pero además Sofía no crecía. Y no podían darle hormonas para potenciar el crecimiento hasta que no cumpliese ciertos requisitos. Aun cuando al fin se las suministraron, su desarrollo nunca fue lo que se esperaba. Por eso me ha recordado siempre al Oskar Matzerath de El tambor, la novela de Gunter Grass. No estoy seguro de que Sofía haya hecho lo de Oskar, decidiendo a conciencia no crecer ya más para no integrarse nunca al decepcionante mundo de los adultos; pero siempre estuve seguro de que Sofía sabía algo que a mí se me escapaba.
    Ayer me llegó la noticia del nacimiento de otra Sofía, que mucho tiene que ver con este espacio. Sofía es la segunda hija de Mayté, a quien yo conocí y con quien trabé amistad gracias a este blog.
    Yo que suelo ser optimista, en estos tiempos temo que el argumento que tantas veces oí sobre la superioridad de la especie humana (la racionalidad que nos prevendría de cometer dos veces el mismo error) no es sino propaganda, como aquella que se usa para pasar por buenos productos que dejan mucho que desear; porque lo que la Historia del último siglo cuenta sin atenuantes es, por el contrario, que los ciclos se acortan y que las mismas generaciones viven la misma tragedia dos veces, cambiando a lo sumo el rol de víctimas por el de victimarios. Y en este contexto, tanto la Sofía que me preserva de una verdad que no estoy en condiciones de tolerar como esta otra, que acaba de nacer y por ende es pura potencia, me empujan a ir más allá, a superarme a mí mismo si no quiero correr la misma suerte de Lázaro.
    Mientras tanto necesito a todas las Sofías con que puedo contar.
    A todas las sophias.



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1 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tano lindo

La semana pasada, disimulando su mutis entre tantos Cadáveres Pop, se murió Andrés Cascioli. Legendario dibujante y director de la revista Humor, fue muy importante para mí como lector (durante la dictadura, Humor era uno de los poquísimos medios que se permitía pensar y lo expresaba) y finalmente como escritor. Yo recién empezaba como periodista cuando Cascioli nos llamó a Alan Pauls, Daniel Guebel y a mí para que escribiésemos a seis manos una sección miscelánea que bautizó Picado fino. Pronto empecé a colaborar con la revista más allá de ese marco, y también en otras publicaciones de la Editorial La Urraca que marcaron historia: El Periodista, El Péndulo, Fierro. Fue también Cascioli quien me permitió dirigir una revista por primera vez, un experimento que empezó como suplemento de Humor y después se independizó, y al que bautizamos Caín. El hecho de que El Péndulo concediese un premio a un cuento mío (recuerdo como si fuese hoy llegar a la redacción y que la recepcionista me felicitase por algo que yo todavía no sabía) fue un aliciente enorme para alguien que por entonces no era sino un pichón de escritor.
    La muerte de Cascioli me produce tristeza por las razones obvias, pero también algo de nostalgia. Aquellos tiempos, al promediar los 80, fueron de maravillosa efervescencia política y cultural. Mi país salía de la dictadura con un ímpetu tal que nos permitó imaginar que sólo había que abandonarse a las leyes de la física y ascender con la liviandad de una burbuja. O sea que ni siquiera imáginabamos que nos esperaban honduras mayores, y decepciones que nos enfrentarían a leyes no escritas de la física: por ejemplo, aquella que dice que las deudas no saldadas y las verdades no dichas regresan inexorablemente, y para asolarnos como pesadilla. (Aquí también cabe la frase de Ortega que Olga Rodríguez usa de acápite en su libro: ‘Toda realidad que se ignora prepara su venganza’.)
    Cascioli seguirá siendo siempre sinónimo de aquella otra Argentina, la que pudo ser y no fue. Que la experiencia que contribuyó a producir no haya tenido el mejor de los corolarios no borra el hecho de que, mientras duró, encendió algunas bengalas que iluminaron la noche que cayó sobre mi país hace décadas y que, es obvio, está muy lejos de haber terminado.  



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29 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crónicas de gente mojada

Se supone que uno no debería hablar de un libro antes de terminarlo. Pero utilizar un espacio como éste para hacer lo indebido es parte de la gracia.
    Estoy leyendo –devorando- un libro de Olga Rodríguez que se llama Un hombre mojado no teme la lluvia. Periodista especializada en Medio Oriente, Rodríguez ha escrito un libro de crónicas que es maravilloso desde el título mismo. En el prólogo, Rodríguez cuenta que le preguntó a uno de sus personajes reales, un iraquí llamado Yaser Alí, si quería que ocultase su identidad a la hora de narrar su historia. Alí mencionó entonces un refrán común entre su gente: ‘El hombre mojado no teme la lluvia’. Y para que no cupiese duda alguna sobre el sentido de la frase, remató: ‘Ya no tengo nada que perder…’
    Un hombre mojado es un libro de crónicas sobre Medio Oriente, que utiliza como prismas a numerosos personajes reales que no tienen nada que perder, como Yaser Alí, y aun así conservan la esperanza. Yo que ni siquiera tuve el tino de leerlo en el orden correcto –empecé con las historias sobre los territorios ocupados de Palestina y sobre Israel, sitios en los que he estado y me han marcado tanto, dejando para después los relatos sobre Irak, el Líbano, Afganistán-, no pude evitar estremecerme ante la precisión del texto (Rodríguez cuenta sin enfatizar, como quien sabe que basta con la verdad) y la profunda humanidad que trasuntan sus personas/ personajes. Escenas como las de Ibrahim Abayat resistiendo el asedio del ejército israelí en la basílica de Belén, sin agua ni alimentos y rodeado de cadáveres en el sitio mismo que la tradición señala como el de la Natividad de Jesús; o el taxista palestino Shadi limpiando a seco los trajes de la comitiva de George Bush; o la lucha por la paz de Rami Elhanan, un ciudadano israelí que se sobrepuso a la muerte de su hija en un atentado para tender la mano a los palestinos, se me han metido debajo de la piel, de donde no creo que pueda removerlos.
    El lugar común sostiene que un genocidio es una estadística, mientras que una muerte individual simboliza una tragedia. Con su libro, Olga Rodríguez desmonta esa falacia: un genocidio es, en todo caso, una tragedia de dimensiones que ninguna operación matemática puede calcular. Al narrar un complejo proceso histórico y político a través de las consecuencias que acarrea sobre las vidas de gente común, Rodríguez arranca los debates sobre Medio Oriente del dominio de la retórica y las razones de Estado para colocarlo en su sitio esencial: la cuestión humana. Aquello que políticos y facciosos tratan de disimular detrás de cortinas de humo, para persuadir al público general –a la que gente que no ha sido visitada por las lluvias- de que lo que hacen y permiten responde a una lógica más alta, más importante que el sufrimiento de algunas personas a las que, para mayor deshonra propia, tratan como si fuesen de baja estofa.
    El problema de estos hechos del pasado inmediato es la medida en que determinan nuestro futuro mediato. En cualquier caso, la frase de Ortega y Gasset que Rodríguez usa como acápite resuena como profecía ominosa: ‘Toda realidad que se ignora prepara su venganza’.



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25 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viudas en ciernes

Entre ayer y hoy vi dos veces, aquí en Madrid, el primer corte de Las viudas de los jueves. Para el lego, explico: ver así una película es la peor de las experiencias posibles para todos los involucrados, porque por definición se trata de una narración que está muy lejos de estar terminada. Le falta la música. Hay saltos de sonido entre planos. (El ruido de fondo que hay en uno desaparece por completo con el corte y reaparece con el siguiente, lo cual lo expulsa a uno del relato.) La imagen deja que desear, y la dosificación de la luz ni hablar. Como hay efectos que aun no han sido realizados, planos enteros ocurren sobre un fondo verde que todavía debe ser rellenado digitalmente. Y miles de desprolijidades más, que sólo serán solucionadas durante la posproducción, una vez que el corte –es decir, la edición de la película- haya llegado a su versión definitiva.
     La ventaja que tiene ver un film en estas condiciones es simple: si a pesar de todas esas fealdades uno ‘entra’ en la visión, si todo este ruido pasa a segundo plano y el espectador deja de distraerse para ser absorbido por el relato, la película funcionará. Ver uno de estos cortes supone, pues, atravesar una prueba de fuego: es una variante cinematográfica de un reality show, que obliga a un espectador a pasar por infinidad de incomodidades mientras intenta ver no la película que es, sino la que será.
    En lo que a mí respecta, salí una vez más satisfecho de la otra. Y no por mérito alguno del guión, que ya no existe como tal, sino por mérito exclusivo de todos los demás: el director Marcelo Piñeyro, el editor Juan Carlos Macías, el director de fotografía Alfredo Mayo, el diseñador de arte Jorge Ferrari, los actores –Sbaraglia, Echarri, Botto, Alterio, Celentano, Carrá, Viale, Toscano, Navarro, magníficos todos.
    Si algo me quedó claro en esa exhibición que ocurrió en condiciones tan poco propicias, es que la visión de Piñeyro sobre la novela original de Claudia Piñeiro sobrevivió intacta.
    Así que estoy tranquilo. Va a ser una muy buena película.



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24 de junio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El amor llega del desierto

El viernes a última hora recibí un sobre que me enviaba Julia Saltzmann desde las oficinas de Alfaguara. Era el primer ejemplar, todavía tibio de imprenta, de mi novela Aquarium. La familia me lo arrebató de inmediato, para ver qué tal había quedado y hacer las cosas obvias: contemplar la tapa (quedó bellísima: no podría ser mejor aunque la foto la hubiésemos mandado a hacer a pedido, ¡si hasta la mujer que cruza el desierto se parece a Irit cargando su escultura!), leer el texto de contratapa, asegurarse de que habían recibido la mención correspondiente en los agradecimientos… Sobrevinieron las felicitaciones de rigor, los abrazos y los besos. Y después la vida siguió como siempre.
    Para mi mujer y mi hija, claro. Pero yo…
    Como me daba tanta vergüenza lo que me ocurría, ni siquiera intenté explicarlo. De allí en más no hice otra cosa que aprovechar cada distracción de mi familia para tocar el libro, abrirlo en cualquier parte y finalmente ponerme en serio a leerlo desde el principio.
    No sé qué les ocurrirá a los otros escritores, pero yo siento el mismo impulso (salvando las obvias diferencias, por cierto) que me ha movido ante cada nacimiento de mis hijos. Lo primero que busco con la vista, en el paroxismo de la ansiedad, es que esté entero. (Puede que suene exagerado, pero también lo es la cuenta de dedos que uno hace inexorablemente apenas el niño o niña entra en nustro campo visual.) Después necesito leerlo de cabo a rabo como si no lo hubiese escrito, para cerciorarme de que todo esté en orden: sin saltos, sin erratas. (Encontré un único defecto pero que es culpa mía, y no de los editores. Ya sé qué corregiré en ulteriores ediciones…) Y finalmente, cuando ya he realizado todos los chequeos de rigor, me veo obligado a asumir que lo que resta es pura compulsión, una fiebre difícil de explicar y mucho más difícil de defender. Porque lo que siento entonces es el deseo de no despegarme del libro, de llevarlo conmigo donde vaya –lo único que me faltó fue ponerlo debajo de la almohada.
    Tengan piedad de este escritor enajenado. Uno ha puesto mucho pero mucho amor además de mucho pero mucho trabajo en eso que para el mundo es apenas un libro más. Sin llegar al extremo de estar dispuesto a dar la vida por él (privilegio que uno se guarda para los hijos de carne y hueso y su enamorada), yo no puedo menos que pensar en su futuro y, a sabiendas de que esta existencia es dura, desear que le destine la menor cantidad posible de sinsabores.



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22 de junio de 2009
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El Boomeran(g)
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