
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Se supone que uno no debería hablar de un libro antes de terminarlo. Pero utilizar un espacio como éste para hacer lo indebido es parte de la gracia.
Estoy leyendo –devorando- un libro de Olga Rodríguez que se llama Un hombre mojado no teme la lluvia. Periodista especializada en Medio Oriente, Rodríguez ha escrito un libro de crónicas que es maravilloso desde el título mismo. En el prólogo, Rodríguez cuenta que le preguntó a uno de sus personajes reales, un iraquí llamado Yaser Alí, si quería que ocultase su identidad a la hora de narrar su historia. Alí mencionó entonces un refrán común entre su gente: ‘El hombre mojado no teme la lluvia’. Y para que no cupiese duda alguna sobre el sentido de la frase, remató: ‘Ya no tengo nada que perder…’
Un hombre mojado es un libro de crónicas sobre Medio Oriente, que utiliza como prismas a numerosos personajes reales que no tienen nada que perder, como Yaser Alí, y aun así conservan la esperanza. Yo que ni siquiera tuve el tino de leerlo en el orden correcto –empecé con las historias sobre los territorios ocupados de Palestina y sobre Israel, sitios en los que he estado y me han marcado tanto, dejando para después los relatos sobre Irak, el Líbano, Afganistán-, no pude evitar estremecerme ante la precisión del texto (Rodríguez cuenta sin enfatizar, como quien sabe que basta con la verdad) y la profunda humanidad que trasuntan sus personas/ personajes. Escenas como las de Ibrahim Abayat resistiendo el asedio del ejército israelí en la basílica de Belén, sin agua ni alimentos y rodeado de cadáveres en el sitio mismo que la tradición señala como el de la Natividad de Jesús; o el taxista palestino Shadi limpiando a seco los trajes de la comitiva de George Bush; o la lucha por la paz de Rami Elhanan, un ciudadano israelí que se sobrepuso a la muerte de su hija en un atentado para tender la mano a los palestinos, se me han metido debajo de la piel, de donde no creo que pueda removerlos.
El lugar común sostiene que un genocidio es una estadística, mientras que una muerte individual simboliza una tragedia. Con su libro, Olga Rodríguez desmonta esa falacia: un genocidio es, en todo caso, una tragedia de dimensiones que ninguna operación matemática puede calcular. Al narrar un complejo proceso histórico y político a través de las consecuencias que acarrea sobre las vidas de gente común, Rodríguez arranca los debates sobre Medio Oriente del dominio de la retórica y las razones de Estado para colocarlo en su sitio esencial: la cuestión humana. Aquello que políticos y facciosos tratan de disimular detrás de cortinas de humo, para persuadir al público general –a la que gente que no ha sido visitada por las lluvias- de que lo que hacen y permiten responde a una lógica más alta, más importante que el sufrimiento de algunas personas a las que, para mayor deshonra propia, tratan como si fuesen de baja estofa.
El problema de estos hechos del pasado inmediato es la medida en que determinan nuestro futuro mediato. En cualquier caso, la frase de Ortega y Gasset que Rodríguez usa como acápite resuena como profecía ominosa: ‘Toda realidad que se ignora prepara su venganza’.