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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Vendaval doble

Irlanda, Portugal, Grecia, Italia y hoy España. Túnez, Egipto, Libia y quizás muy pronto Siria. Como las fichas de un dominó van cayendo los gobiernos elegidos democráticamente en el norte del Mediterráneo y las dictaduras despóticas en el sur. Nada tienen que ver, en principio, ambas oleadas de cambio, sobre todo por los enormes desniveles de renta, bienestar y libertad individual que hay entre ambas orillas; pero se producen justo en este mismo 2011 de todos los cambios y es seguro que convertirán en irreconocible el paisaje político de la amplia región que rodea el viejo mar latino.

En el norte son los mercados los que expulsan a los partidos gobernantes y les mandan al cuarto oscuro de la oposición. En el sur son los ciudadanos los que echan a los dictadores y les condenan a un destino mucho más duro como es la cárcel, el exilio o la tumba. La crisis financiera tiene algo que ver con una y otra oleada de cambios, traducida en el norte como crisis de deudas soberanas y de inflamación del precio de los alimentos en el sur. Víctimas de distintas vueltas de una misma crisis, comparten sus efectos en el desempleo, sobre todo juvenil, que es de los más altos del mundo en el sur; aunque en los países del norte, España sin ir más lejos, está llegando también a niveles insoportables. Los europeos necesitan gobernar la economía del euro y los del sur necesitan gobiernos representativos, algo que no han tenido nunca ni unos ni otros. La salida inmediata sitúa en el timón a los conservadores de ambas orillas, las derechas europeas clásicas y el islamismo político que se quiere reinventar como democrático; y en los interines incluso a gobiernos de excepción: tecnócratas unos y militares otros. Ni en una ni en otra orilla están ausentes las tentaciones populistas, lamentable reacción casi reglamentaria cuando la crisis se convierte en desempleo masivo. También se han podido detectar puntos comunes en las percepciones, muy parecidas en la imprevisión, el negacionismo y la lentitud de reflejos para reconocer y encarar todos estos cambios, por parte de quienes los sufren y por parte de quienes deben lidiar con ellos, que somos todos. La actitud de las poblaciones es algo distinta, aunque la indignación de unos y otros haya suscitado comparaciones entre Tahrir y la Puerta del Sol. Los del sur quieren convertirse en ciudadanos, con plenos derechos, y contar con gobiernos representativos. Los del norte, que ya lo son y lo valoran poco porque lo dan por descontado, no quieren perder sobre todo su nivel de vida. Mientras los de abajo quieren hacer política, los de arriba se desinteresan de ella. En ambos casos hay algo en común: no es posible mantener el statu quo, hay que dar una sacudida a los sistemas políticos, el viejo orden se cae a pedazos.

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20 de noviembre de 2011
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Ciudadanos árabes

En caliente hay que hacer periodismo. Lo difícil es ir más allá, introducir la mirada de la larga duración sobre los acontecimientos cuando no hay todavía la distancia reglamentaria. Pero la velocidad de los tiempos lo requiere: historiadores y sociólogos que hagan periodismo y periodistas que asuman la ambición de la historia y la sociología. Sin esta actitud es difícil orientarse en la maraña del mundo globalizado. Eso es lo que intenta, con notable fortuna, el politólogo francés Sami Naïr respecto a la primera y más avanzada de las revoluciones árabes, la tunecina, pertrechado de los instrumentos del periodista y de las ideas y conceptos del analista. Hay todavía pocas crónicas de esta revolución, pero sin duda en 'La lección tunecina', y sobre todo en el capítulo titulado 'El incendio', hay una bien útil y fresca, con la narración de las cuatro semanas transcurridas desde que Mohamed Bouazizi se inmoló, el 17 de diciembre, hasta que Ben Ali salió hacia el exilio, el 14 de enero.

En ella observamos el papel de las redes sociales, pronto bloqueadas por el régimen; el peso de las bases de la Unión General de Trabajadores de Túnez, el sindicato oficial, que termina sumándose a las protestas; el desarme de la policía de proximidad, sustituida por cuerpos paralelos; la organización de la represión desde la presidencia de la República; la actitud reticente e incluso desobediente del Ejército, que se niega a reprimir; hasta terminar con la fuga vodevilesca de Ben Ali. La variedad de causas que establece Naïr permite entender por qué un estallido que parecía imposible llegó a materializarse. Había un serio problema sucesorio, al igual que en Egipto, Libia y Yemen. La crisis económica golpeaba el empleo y ampliaba la pobreza desde 2007, extendiendo el descontento y las protestas. Toda la población compartía el inmenso hartazgo por la ocupación privatizadora del Estado a cargo de una mafia corrupta y corruptora, que salió a la luz por las redes sociales y sobre todo por las filtraciones de Wikileaks. Finalmente, fue decisivo el cambio de actitud de Washington, "claramente hostil" hacia el régimen, en abierto contraste con la complicidad francesa. Naïr analiza, mirando hacia atrás, el papel del partido único RCD (Asamblea Constitucional Democrática), al que uno de cada tres adultos estaba adscrito; y ante el futuro, el islamismo de Ennahda, del que recela profundamente. En ambos encuentra motivos para utilizar la palabra "totalitario", el primero en su estructura de poder, el segundo en su concepción aniquiladora del individuo. De ahí la prudencia que acompaña a sus pronósticos: nada está jugado, será un muy largo proceso. Esta revolución, en todo caso, ya es "el acontecimiento más importante sucedido en el mundo árabe desde la Segunda Guerra Mundial"; el comienzo de una nueva época o ciclo histórico, que significa la entrada del mundo árabe en la edad democrática, en la que se propone como horizonte "la construcción de naciones democráticas basadas en la comunidad de los ciudadanos, independientemente de sus creencias, raza y origen". (Doy hoy aquí la reseña publicada el pasado sábado en Babelia del libro 'La lección tunecina. Cómo la revolución de la Dignidad ha derrocado al poder mafioso', de Sami Naïr.)

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18 de noviembre de 2011
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Los zapatos de Bachar

Las revoluciones también ejercen de maestras e imparten su peculiar pedagogía. Todos aprenden de ellas. Quienes quieren seguir su camino y quienes quieren obstaculizarlo, quienes las esperan y quienes las temen. Poco pueden aprender de ellas quienes niegan su propia existencia. Tampoco quienes niegan su carácter pedagógico y se limitan a combatirlas sin sacar provecho de las lecciones correspondientes.

Las lecciones de Túnez sirvieron para Egipto: los militares supieron tomar buena nota, al contrario de Mubarak, que nada supo aprovechar. Las de Túnez y Egipto también sirvieron para Libia: en ningún caso para el obstinado Gadafi, pero sí para la oposición, que ensayo la revuelta pacífica y terminó tomando las armas. Y ahora todas las lecciones revolucionarias revierten en su influencia sobre Siria, país crucial en los equilibrios estratégicos de Oriente Medio: Assad sigue con el rancio manual represivo heredado de su padre, y los revolucionarios ensayan el camino libio después de que se les hiciera impracticable el tunecino y egipcio. Las lecciones aprovechan también internacionalmente. Francia fue tan activa en Libia como para borrar sus pecados en Túnez. Estados Unidos aprendió a dirigir desde atrás en la guerra contra Gadafi después de muchas vacilaciones con Egipto. Las monarquías árabes, con los saudíes a la cabeza, extrajeron lecciones domésticas: hay que reformar a toda prisa, antes de que la revolución las alcance, y reprimir también con urgente contundencia ante el peligro de desbordamientos, como fue el caso en Bahrein. Y en cualquier caso, aprovechar para mejorar posiciones en el tablero internacional. En el caso de los países vecinos, a todas estas consideraciones se añade la necesidad de crear cortafuegos frente al temor a una inestabilidad que desborde las fronteras. El Irak de hegemonía chiita dirigido por el primer ministro Nuri al-Maliki teme el triunfo de una revolución sunnita que prenda entre la población iraquí de la misma obediencia. También lo teme el rey Abdalá de Jordania, que ha cambiado dos veces a su primer ministro desde que empezaron las revueltas para frenar el descontento popular. El mosaico sectario libanés recela de la inestabilidad siria, por si enciende una vez más sus propias e inveteradas tensiones civiles, aunque la mitad quiera la caída del régimen y la otra preste un apoyo incondicional a El Assad. Este es el caso de Hezbolá, el poderoso partido chiita, pillado en la contradicción de que apoya todas las revoluciones árabes menos cuando afectan a su aliado estratégico sirio. También le sucede al régimen de Irán, que sufrió prematuramente y liquidó su revolución verde en 2009: ahora no quiere perder a un socio tan importante como Siria, pero apoya al menos de boquilla las revoluciones árabes. Todas las potencias regionales juegan sus cartas a fondo para limitar los desperfectos y avanzar a la vez en su hegemonía. Turquía tiene en Siria una de sus áreas de influencia, en competencia con Irán y Arabia Saudí; pero también un mercado donde expandirse y un agente decisivo y peligroso para el conflicto kurdo. Para Arabia Saudí es uno de los tableros en los que juega la partida a muerte contra Irán y a la vez la contención de la oleada revolucionaria. Tanto Ankara como Riyad ofrecen sus modelos islamistas como alternativas a las dictaduras civiles: el turco es el de la república democrática, mientras que el saudí es el de la supuesta benevolencia de una monarquía obligada a reformarse. La Liga Árabe, de proverbial y caótica ineficacia, ha encontrado en la crisis siria un nuevo protagonismo. Lo tuvo ya con Gadafi, al apoyar la revolución de Naciones Unidas que condujo a la intervención de la OTAN. Ahora acaba de expulsar a Siria, país fundador y clave en su historia, en respuesta a los engaños clásicos de Assad, que se comprometió el 2 de noviembre a retirar las tropas de las ciudades y ha cosechado desde entonces unas 300 víctimas mortales. Esta organización internacional quiere mandar una fuerza civil de 400 ó 500 observadores de asociaciones de derechos humanos para proteger a la población frente a la represión del régimen. Es un paso más en el cerco que se va estrechando alrededor de Assad, mientras la oposición civil interna va convirtiéndose en una resistencia armada que cuenta ya con un Ejército Libre de Siria y con centenares de soldados desertores. Abdalá de Jordania, con los poderes absolutos que le da la monarquía, ha sido el primer líder árabe en pedir explícitamente a Assad que abandone el poder en una entrevista a la BBC. "Si yo calzara sus zapatos dimitiría", ha dicho. Seguro que si Bachar calzara los zapatos de Abdala haría lo mismo que hace su vecino; cambiar ministros, anunciar reformas y no renunciar a ninguna de sus prerrogativas políticas: cambiarlo todo para que nada cambie. Además de criticar a su vecino en apuros. Abdala quiere salvar la cabeza aun a costa de la de Bachar. Si la perdiera, sería el primer monarca caído en esta oleada revolucionaria. Todos los otros monarcas están detrás de él para impedirlo. De ahí los esfuerzos de la Liga árabe por controlar las rupturas revolucionarias para convertirlas en plácidas reformas.

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17 de noviembre de 2011
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Al fin aparecen las armas de destrucción masiva

En Libia, no en Irak. Ocho años más tarde. Sin invasión americana y sin inspectores de Naciones Unidas. Era el detalle que faltaba para redondear la comparación entre el disparate de Irak y el éxito de Libia. Disparate desde el principio: el de la demonización de Sadam Hussein sin que existieran evidencias de la existencia de arsenales, como la aceptación de Gadafi en el club de los personajes honorables sin suficientes garantías ni inspecciones; el primero con los inspectores de la OIEA metidos hasta la cocina pero sin resultado satisfactorio y el segundo realizando negocios con todo lo más granado del capitalismo occidental sin apenas control de nadie.

Ha sido el nuevo gobierno libio el que ha descubierto dos escondrijos secretos y no declarados donde Gadafi guardaba los arsenales sobre cuya existencia mintió a Tony Blair y a sus otros aliados. En 2003 el régimen aseguró que había destruido su arsenal, pero ahora se ha comprobado que solo lo hizo en parte y que todavía mantenía una buena y peligrosa santabárbara de gas mostaza y otras armas químicas. Este tipo de declaraciones, junto al acuerdo sobre el atentado de Lockerbie, sirvieron para lavar la imagen del régimen y permitirle su reintegración en la comunidad internacional, a pesar de su acreditado pasado terrorista. La comparación entre Libia e Irak no puede ser más aleccionadora, y explica la pasión con que algunos neocons todavía critican la actuación de la OTAN y defienden, al menos subrepticiamente, las virtudes estabilizadoras de Gadafi y las ventajas que proporcionan dictadores comprados de este tipo en frente del islamismo. Todo lo que se hizo mal en Irak se ha hecho bien el Libia: resolución de Naciones Unidas, coalición con participación árabe, apoyo aéreo de la OTAN, derrocamiento del dictador a cargo de los propios libios. Y lo que se ha hecho mal en Libia, como es permitir el linchamiento de Gadafi, no puede decirse que se hiciera mejor en Irak, donde Sadam Husein fue ejecutado sumariamente de forma vengativa y vergonzosa. Quien tenga dudas sobre la orientación del país en el futuro, mayores podría tenerlas sobre la evolución de Irak, cada vez más en la esfera de influencia de Irán. Y por si faltara algún razonamiento a estos silogismos, basta con observar las revueltas árabes como una cadena de movilizaciones con efectos cada una en la siguiente. Sin Túnez, no hay Egipto. Sin Egipto no hay Libia. Y sin Libia, no tendríamos algún día cercano a Siria. El único argumento que aguanta es el del inmovilismo: no hay duda que un mundo inmutable y estático es el ideal obligado de los conservadores, que afortunadamente la vida se encarga de desmentir a diario.

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16 de noviembre de 2011
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Conservadurismo ensimismado

Décimo debate entre los candidatos republicanos a las elecciones primarias de la que saldrá quien rete a Obama en noviembre de 2012, y primero dedicado a la política exterior de Estados Unidos, la superpotencia única que se enfrenta a la mayor redistribución de poder mundial de los últimos veinte años y al reto a su propio liderazgo por parte de China. Son siete hombres y una mujer los que aspiran a protagonizar el desafío al primer presidente afroamericano de la Historia y al político demócrata que suscitó mayores esperanzas y expectativas de cambio desde John Kennedy.

El punto de partida del debate dice más sobre las ideas de estos candidatos y de su partido que las preguntas de los dos periodistas y las correspondientes respuestas: no se examina exactamente al presidente elegido por los ciudadanos, sino al comandante en jefe del ejército de los Estados Unidos; y los temas de los que se discute se presentan todos ellos como cuestiones que afectan a la seguridad nacional. Es asombrosa la capacidad de simplificación que demuestran la mayoría de los candidatos, que observan el mundo como un territorio normalmente hostil en el que lo primordial es separar a los enemigos de los amigos y exhibir la fuerza militar de que dispone la superpotencia. Este hecho se explica en buena parte por la militarización de la política internacional, propugnada por los neocons y comprada íntegramente por el partido republicano, y también por un amplio sector de la opinión pública, demócrata incluida, tan arraigada como para convertir en temas totalmente secundarios las relaciones diplomáticas, la cooperación y el multilateralismo. No puede extrañar, por tanto, que la discusión sobre la tortura, practicada durante la presidencia de Bush para combatir al terrorismo, siga ocupando un lugar central en el debate republicano, cuestión que solo rechazaron radicalmente los dos candidatos más marginales, el libertario Ron Paul y el ex embajador de Obama en Pekín, Jon Huntsman. El repertorio de ideas lunáticas, raras o erróneas que pueden ofrecer estos candidatos republicanos a las primarias es extraordinario, fruto en buena parte de los casos de su ignorancia supina o incluso su desinterés por temas y países muy alejados de sus bases y de sus circunscripciones. Contrasta duramente con el momento convulso del panorama del mundo: el ascenso de Asia, la crisis de Europa, las revueltas del mundo árabes, cuestiones todas ellas que apenas interesan a estos políticos, si no es estrictamente por el tamaño al que puede quedar reducido su campanario. Rick Perry propone partir de cero en la ayuda militar exterior que proporciona Estados Unidos a sus innumerables aliados para obligar a aceptar las condiciones que correspondan a los intereses estadounidenses. Herman Cain señala que China se halla a punto de obtener el arma nuclear y se siente incapaz de saber si Pakistán es un país enemigo o un aliado. Mucho más significativo es el apoyo de los dos candidatos más serios, Newt Gingrich y Mitt Romney, a las acciones militares contra Irán en caso de que no funcionen las sanciones al régimen y la ayuda a la oposición. Ambos apoyan también la realización de acciones encubiertas para derrocar al régimen sirio der Bachir el Assad. Todos critican al actual presidente y evitan en cambio los enfrentamientos entre sí, siguiendo una consigna muy bien expresada por Gingrich: ?Estamos aquí esta noche para explicar al pueblo americano que cualquier de nosotros es mejor que Barack Obama?. No es fácil que esto suceda en el capítulo de la política exterior, donde Obama obtiene las mejores calificaciones de sus conciudadanos, sobre todo en relación al terrorismo, en abierto contraste con el bajísimo nivel de aprobación que obtiene por la gestión económica.

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15 de noviembre de 2011
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La zorra se larga del gallinero

El gallinero ha tenido como guardián, durante casi dos décadas, a la señora zorra, astuta y golosa bestezuela irreprimiblemente atraída por gallinas, polluelos y huevos frescos. Es cierto que ha sido elegida para su honorable cargo por la entera granja, en democrática votación en la que han participado, encantados de su destino, todos los animales, incluidas las aves de corral. Es inacabable la cuenta de sus destrozos en su largo paso por uno de los más esplendorosos corrales de la comarca. Ahora que la hemos echado y se larga con el rabo entre las piernas, para encontrarse quizás con el castigo que merecen su glotonería, sus engaños y su mendacidad, habrá que repararlos y recuperar la vida próspera y ordenada que tuvo un día este gallinero maravilloso.

No hay que olvidar como empieza la historia. La zorra, más que probable agente mafioso o al menos banquero oficioso de la famiglia, decide convertirse en la jefa del gallinero ante el acoso de los jueces. Con su fortuna inmensa, la primera del país, crea de la nada un partido político, Forza Italia, cuyos cuadros y dirigentes son sus fieles empleados y cuya ideología es lo más parecido al mundo festivo y en blanco y negro de los tifossi del fútbol. Dos son los objetivos, una vez alcanzado el gobierno: reforzar sus negocios, sobre todo mediáticos, y seguir eludiendo la acción de la justicia por las fechorías pasadas y las que piensa perpetrar en el futuro desde el poder. La corrupción, la evasión fiscal, la fuga de capitales, el fraude societario, el soborno, y muchas más figuras del delito forman el repertorio de los obstáculos que va eludiendo mediante la acción de ejércitos de abogados, auxiliados por los parlamentarios y el propio Gobierno, para conseguir prescripciones, anular procedimientos, enmudecer testigos, comprar jueces o aprobar legislaciones ad hoc que actúen como un escudo de impunidad. Lo único que termina dando sentido a su acción de gobierno es el mantenimiento de la mayoría que le garantiza aprobar la legislación salvadora, en detrimento de la división de poderes, el Estado de derecho y la honorabilidad de la propia República. Un país que permite a su primera fortuna hacerse con todo el poder mediático y político acepta el riesgo de precipitarse hacia la dictadura, y solo supera los desperfectos que provoca tal conflicto de intereses si tiene, como es el caso, una sociedad civil fuerte y unas instituciones sólidas. Así ha sido. Al final ha recibido el castigo que merece quien se confía demasiado. Esa zorra vieja y decrépita estaba tan feliz y contenta de su poder imperial que necesitaba exhibir la fuerza erótica que sin duda alguna empezaba a faltarle, de ahí que sus últimos delitos fueran la corrupción de menores y el proxenetismo. Los suyos empezaron a abandonarle. Las instituciones europeas e italianas han ido a por ella. Los mercaderes de la comarca han hecho el resto.

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14 de noviembre de 2011
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¡Cuidado con el Caimán!

Italia va a pasar página al fin. El Caimán ha dicho que se va. Su régimen, porque es un régimen, tiene los días contados. No es cierto que sean los mercados en solitario quienes lo hunden. Son también las instituciones, europeas e italianas. Es su propia mayoría, disminuida y en trance de implosión. Los mercados son el combustible infalible que hace de acelerador en esta hoguera. El diferencial entre el bono alemán y el italiano tiene una acción corrosiva inmediata: ayer mismo alcanzó niveles más allá de lo soportable, en la zona de peligro donde se producen los rescates. Demostró así que nadie cree ni una palabra de lo que dice; no basta con que diga que se va, sino que debe irse inmediatamente para que Italia vuelva a ser creíble.

Los mercados dicen lo que dicen todos, fuera y dentro de Italia, fuera y dentro de Europa. Su palabra no cuenta. Sus promesas y buenos propósitos no valen nada. Ahí están Merkel y Sarkozy en su conferencia de prensa del pasado 25 de octubre, al término de la Cumbre de Bruselas, mirándose con una sonrisa irónica cuando les preguntan por la credibilidad de las promesas berlusconianas de reducción del déficit. No son solo gestos. Hay que ver el intercambio de cartas y documentos entre Berlusconi y las instituciones europeas en las últimas semanas. Al día siguiente de las sonrisas franco-alemanas, el dimisionario primer ministro se vio obligado por el Consejo Europeo a presentar una carta de compromisos, teóricamente acordada con su socio de coalición, el jefe de la Lega Nord, Umberto Bossi, sobre los recortes y reformas, del sistema de pensiones, entre muchas otras cosas. ¿Le creyó alguien? Justo al terminar la cumbre del G-20 en Cannes, la Comisión Europea y el FMI decidieron mandar a un grupo de inspectores a Roma para que vigilen directamente al gobierno italiano en su aplicación de los planes de rigor, que serán revisados trimestralmente. Y el comisario del euro y vicepresidente de la Comisión Europea, Oli Rehn, todavía fue más lejos, con una carta al ministro de Economía, Giulio Tremonti, en la que pide detalles adicionales sobre los buenos propósitos de Berlusconi, "incluyendo la especificación de las nuevas medidas adoptadas por el Gobierno", es decir, que no se ande por las ramas ni siga con las medias verdades. Por si el Caimán siguiera haciéndose el despistado, Rehn le manda a la vez un cuestionario con 39 preguntas tan precisas como variadas, pidiendo clarificaciones y compromisos concretos, y con plazo preciso de respuesta, justo una semana. Una muestra de tres preguntas puede valer para que el lector tenga idea de hasta dónde llega la desconfianza europea ante las vaguedades y malas excusas de Berlusconi. ¿Piensa el Gobierno reintroducir el impuesto sobre bienes inmuebles? ¿Hay algún plan de reducción de los 46 tipos de contratos labores distintos actualmente vigentes? ¿Puede dar el gobierno más detalles sobre cómo va a reducir el número de parlamentarios? Si alguien quería saber de verdad, no meramente en su uso metafórico, lo que es un país intervenido por un directorio europeo e internacional no tiene más que fijarse en Italia. Grecia ha llegado más lejos en el desvarío, porque es un país bajo rescate, y también está intervenido después de la absurda rebelión de Papandreu: Oli Rehn ha pedido garantías por escrito a los dos partidos mayores para asegurarse de que gobierne quien gobierne se mantendrán los compromisos adoptados como contrapartida a los dos paquetes de rescate de 110 y 130.000 millones de euros. Pero Italia tiene un tamaño crítico con capacidad de arrastre sobre la economía europea e incluso mundial y por eso la intervención del directorio mundial es mucho más contundente y eficaz. El Caimán se va, pero antes se ha cargado la soberanía de la República italiana, ahora vigilada e intervenida. Y todavía puede hacer más estropicios. Lo propio sería que por primera vez en su vida diera un paso en favor de Italia y no de sí mismo. Un paso que su socio Umberto Bossi ha definido como lateral: "un paso a un lado", es decir, que se aparte de una vez. Pero no está en su naturaleza este tipo de gestos, al contrario. Y ahora lucha por mantener el control sobre la agenda política, evitar un gobierno técnico, obstaculizar una mayoría alternativa, buscar la convocatoria electoral inmediata y en caso de que no haya más remedio intentar que sea uno de los suyos quien encabece el ejecutivo. No lo hace tan solo por instinto, que también, sino por interés: quiere salvar el poder político para los suyos, el patrimonio para la familia y la libertad personal que peligra por la acción de la justicia para sí mismo. Por eso el Caimán no se irá sin más. Dará coletazos y morderá mientras esté vivo. Y no hay nada más peligroso que un reptil acorralado o herido de muerte. Ahora lo está. Puede quedarse inmóvil, como petrificado, aparentemente rendido a la evidencia. Pero atacará en cuanto vea la menor oportunidad.

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10 de noviembre de 2011
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¿Justo el resultado?

El ejercicio de puntuar un debate electoral como el de anoche entre Rajoy y Rubalcaba, al que todos nos hemos librado a placer como si fuera una disciplina olímpica, es una de las operaciones más enigmáticas y absurdas que se pueda concebir. Con el matiz de que todo lo que desaconseja la razón lo recomienda el espectáculo: ¿qué sería de una confrontación entre dos personajes políticos sin marcador y sin puntos? El periodista deportivo omnipresente siempre termina su interrogatorio con la misma pregunta: ¿justo el resultado?

Si hay disciplinas deportivas cuya puntuación pertenece al mundo enigmático de los arcanos arbitrales, como la gimnasia rítmica o la natación sincronizada, ¿qué decir de la eventual puntuación de los debates electorales? Solo en casos de flagrante meteduras de pata, capaces de arruinar una campaña y una biografía política, cabe imaginar que un debate, además único, sea decisivo. En situaciones normales, un debate apenas puede reforzar posiciones o desplazar ligeramente algunas opiniones volátiles. Captar estos efectos es algo que escapa a los instrumentos inmediatos de medición. Hay una puntuación posible que es meramente técnica, estrictamente sobre el desempeño de cada uno de los contendientes en relación a sus propósitos y a sus expectativas. Ni siquiera los comentaristas suelen acogerse a este frío y neutro guion, que nos permitiría señalar al menos dos fallos garrafales, uno a cada uno, en el debate de ayer noche. Rubalcaba dio por hecha la victoria de Rajoy, quizás para reforzar el efecto miedo del programa oculto del PP, adoptando así los modos del jefe de la oposición que finalmente aspira a ser. Rajoy leyó mucho, demasiado, en un exceso inadmisible en quien aspira a ser el jefe del Gobierno y claro síntoma o de inseguridad o de pereza, o lo peor de todo, de ambas cosas. La puntuación que funciona no es técnica sino directamente política. El público vota en la noche del debate, al igual que lo hará el día de las elecciones. No vota a quién ha ganado, sino vota a quien quiere que gane. Cada uno se dirige a su parroquia y convence a sus convencidos. Muy bien. Olvidémonos del debate y digamos que nos hemos servido un aperitivo electoral, siempre apetitoso para las generaciones formadas en la politización y profundamente inútil y tedioso para los jóvenes ajenos a la transición. Estos últimos cada vez son más numerosos y cada vez cuentan más. De ellos, los que no vieron ni siguieron el debate, va a depender en buena parte el resultado.

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8 de noviembre de 2011
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Mar de fondo

Este va a ser el tercer golpe de mar, la tercera oleada y probablemente la definitiva. La primera es la que devolvió el gobierno de Cataluña al nacionalismo conservador de Convergència i Unió, después de siete años de purgatorio en la oposición. La segunda es la que le otorgó también la hegemonía del poder municipal, coronado por la joya de la alcaldía de Barcelona. Con la tercera, ¡ay la tercera!, será muy difícil que se pueda contabilizar como una nueva progresión del partido catalán gobernante, pues será una pleamar con resaca para el nacionalismo.

Esta es una marea que se lleva por delante a quien está al mando, que en el caso que nos ocupa es el socialismo. Perdió primero la Generalitat de Cataluña. Perdió después la ciudad de Barcelona donde había gobernado desde la restauración democrática. Y perderá ahora el gobierno de España. Todo esto lo ha perdido y lo perderá por circunstancias que van mucho más allá de la gestión de una simple crisis económica. O quizás porque no nos encontramos simplemente con una crisis económica. T odo está sucediendo como dicen los guiones. Las encuestas captan las grandes tendencias, las sucesivas elecciones las confirman y en cada nueva elección queda remachado el cambio. Escasos son los márgenes para llevar a la gente a las urnas, convencer a los indecisos o menos todavía hacer cambiar el voto. Tampoco va a torcer el curso de las cosas un debate cara a cara como el de hoy, entre los candidatos del PP y del PSOE a la presidencia del gobierno. De forma que todos seguiremos sumisamente la pauta. Rajoy no es el cambio, sino que es el cambio el que propulsa a Rajoy. El cambio no empezará el 20-N, sino que culminará entonces cuando España entera aparezca repintada de azul pepero. El cambio empezó mucho antes, cuando quedaron agotados el Gobierno, el programa e incluso el horizonte socialistas, algo que captaron las encuestas a mitad de 2009 cuando registraron un cambio de preferencia electoral, que se ha ido ensanchando sin pausa desde entonces. Todo cuenta y facilita el cambio. Las inconsistencias tan glosadas de Zapatero. Su negación de la crisis. Los errores que se encadenan cuando van mal dadas. Pero ninguno de estos elementos es la causa del cambio. Ni mucho menos la erosión persistente producida por la oposición, que combina sabiamente el extremismo mediático con el moderantismo expresivo del líder, la polarización efectiva y el centrismo retórico. Y no digamos nada de la atractiva personalidad de Rajoy o del programa y de la capacidad argumentativa y de convicción del PP. Ni siquiera es un cambio propio, que empiece y termine aquí, sino una consecuencia de cambios mayores, corrientes marinas globales que afectan a todos pero golpean a los más frágiles. Las urnas consagrarán el cambio, pero no lo van a traer, porque ya se ha producido. La mejor prueba es la tranquilidad o la indiferencia con que se observan estas elecciones desde Berlín, Bruselas o París: nada esencial se juega porque las decisiones difíciles ya se han tomado y seguirán aplicándose con independencia de lo que digan las urnas. Esa es la diferencia y la ventaja que tiene España respecto a Italia y Grecia. El margen de indeterminación, que lo hay, no es para resolver si habrá o no cambio, sino para señalar hasta dónde llegará la marea y cómo será su impacto en algunas zonas de la geografía electoral de especial significación. Es la resaca que amenaza con arrastrar a CiU y a su ambicioso programa: el pacto fiscal y la transición nacional con derecho a decidir, incluidos en la investidura de Artur Mas; algo que nadie sabe cómo se hace si no hay capacidad alguna de pacto y de alianza con las mayorías parlamentarias españolas. Además, puede haber sorpasso del PP respecto a CiU en Barcelona e incluso en Cataluña, algo que también va más allá de lo meramente simbólico. Pero basta en todo caso con una mayoría absoluta del PP, o incluso una mayoría suficiente con el auxilio de UPyD, para que la hoja de ruta convergente se convierta en el cuento de la lechera.

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7 de noviembre de 2011
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La guerra con Irán

Suenan otra vez los tambores de la guerra con Irán. Suenan, es verdad, donde siempre han sonado. En Israel, la única potencia nuclear de Oriente Próximo, que considera el proyecto de desarrollo nuclear iraní como ?una amenaza existencial?. Quien le da al tambor esta vez es directamente el primer ministro Benjamin Netanyahu, que ha dejado filtrar la existencia de un debate en el interior de su Gabinete sobre la eventualidad de un ataque inmediato contra las instalaciones donde avanza el proyecto nuclear iraní.

Es difícil dibujar los perfiles de esta noticia, porque todo suele ser borroso en el territorio de las armas nucleares y de las amenazas que las acompañan. Cuesta hacerlo con el proyecto iraní, que en principio es de carácter civil, aunque llegado a cierto umbral solo sería cuestión de plazos muy breves para que se convirtiera en una realidad militar de potencial agresivo. También cuesta hacerlo con la gesticulación israelí, que es recurrente. No sabemos si la filtración prepara el ambiente para un bombardeo aéreo que puede producirse en cualquier momento; o si es una jugada táctica amenazante en la partida que sostiene Netanyahu con Obama, su íntimo aliado sobre el tablero de Oriente Próximo. La idea de una guerra con Irán, en la que Israel intentaría involucrar a Estados Unidos, se halla en las antípodas de la estrategia de Barack Obama, que incluía la acción diplomática y el diálogo con el régimen de Teherán, al igual que contaba con la buena marcha de las negociaciones de paz entre palestinos e israelíes. No tendría lógica que Estados Unidos abriera un nuevo flanco bélico, después de intentar cerrar los anteriores de Irak y Afganistán, cuando el pésimo estado de su economía le exige prestar la mayor y casi exclusiva atención a la creación de empleo. Irán no suscita ansiedad únicamente en Israel. Netanyahu juega con la silenciosa simpatía de Arabia Saudí y de los países del Golfo, donde los gobernantes suelen ser sunitas y buena parte de los gobernados chiitas, de forma que los primeros temen las revueltas de los segundos, alentadas por las pretensiones de liderazgo sobre el entero islam por parte de los ayatolás. No sabemos si Netanyahu le dará al botón de la guerra, pero lo que ha hecho hasta ahora ?incluyendo el intercambio de prisioneros con Hamás en proporción de 1 a 1.000, su feroz oposición al reconocimiento de Palestina y el anuncio de construcción de 2.000 nuevas viviendas en territorio ajeno? se dirige a recuperar una iniciativa política que había perdido desde que empezó la revuelta árabe. La escalada de la tensión con Irán rebaja las expectativas de cambio en Siria y polariza de nuevo a la opinión árabe, a la vez que suaviza el aislamiento en que se halla Israel. Es una paradójica amenaza desestabilizadora de la que quiere extraer estabilidad.

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6 de noviembre de 2011
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El Boomeran(g)
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