Lluís Bassets
El ejercicio de puntuar un debate electoral como el de anoche entre Rajoy y Rubalcaba, al que todos nos hemos librado a placer como si fuera una disciplina olímpica, es una de las operaciones más enigmáticas y absurdas que se pueda concebir. Con el matiz de que todo lo que desaconseja la razón lo recomienda el espectáculo: ¿qué sería de una confrontación entre dos personajes políticos sin marcador y sin puntos? El periodista deportivo omnipresente siempre termina su interrogatorio con la misma pregunta: ¿justo el resultado?
Si hay disciplinas deportivas cuya puntuación pertenece al mundo enigmático de los arcanos arbitrales, como la gimnasia rítmica o la natación sincronizada, ¿qué decir de la eventual puntuación de los debates electorales? Solo en casos de flagrante meteduras de pata, capaces de arruinar una campaña y una biografía política, cabe imaginar que un debate, además único, sea decisivo. En situaciones normales, un debate apenas puede reforzar posiciones o desplazar ligeramente algunas opiniones volátiles. Captar estos efectos es algo que escapa a los instrumentos inmediatos de medición.
Hay una puntuación posible que es meramente técnica, estrictamente sobre el desempeño de cada uno de los contendientes en relación a sus propósitos y a sus expectativas. Ni siquiera los comentaristas suelen acogerse a este frío y neutro guion, que nos permitiría señalar al menos dos fallos garrafales, uno a cada uno, en el debate de ayer noche. Rubalcaba dio por hecha la victoria de Rajoy, quizás para reforzar el efecto miedo del programa oculto del PP, adoptando así los modos del jefe de la oposición que finalmente aspira a ser. Rajoy leyó mucho, demasiado, en un exceso inadmisible en quien aspira a ser el jefe del Gobierno y claro síntoma o de inseguridad o de pereza, o lo peor de todo, de ambas cosas.
La puntuación que funciona no es técnica sino directamente política. El público vota en la noche del debate, al igual que lo hará el día de las elecciones. No vota a quién ha ganado, sino vota a quien quiere que gane. Cada uno se dirige a su parroquia y convence a sus convencidos. Muy bien. Olvidémonos del debate y digamos que nos hemos servido un aperitivo electoral, siempre apetitoso para las generaciones formadas en la politización y profundamente inútil y tedioso para los jóvenes ajenos a la transición. Estos últimos cada vez son más numerosos y cada vez cuentan más. De ellos, los que no vieron ni siguieron el debate, va a depender en buena parte el resultado.